Gardel contra los zombis
Por Roberto Gárriz
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Gardel contra los zombis - Roberto Gárriz
Roberto Gárriz
Gardel contra los zombis
Ilustraciones: Andrés Alvez
Ilustraciones: Andrés Alvez
Diseño de tapa: Andrés Alvez
© Libros del Zorzal, 2017
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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Índice
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1
Amanece en Poblado Echeverry. Es pleno invierno, hace más frío que el que dicen por la radio. Un hombre está sentado sobre un cajoncito de madera en el frente de su casa. Apoya la espalda contra la pared. Viste una camiseta de frisa, el pantalón del pijama y un par de pantuflas de cuero de carpincho. A su lado, echado, el perro. Quién sabe cuánto hace que están ahí afuera desafiando al clima y a la trasnoche que se retira vencida. Dentro de la casa, parada contra la pared al ladito de la puerta, lista para salir, la escopeta Browning del hombre, pero desde la ruta no se ve.
La casa más próxima se encuentra a unos trescientos metros, a la entrada de Echeverry. Para el otro lado recién hay alguna construcción a la salida de Tacuarembó, como a tres kilómetros largos por la ruta 26. El hombre se levanta a calentar otra vez la pava que está usando para cebarse unos amargos y recién entonces se aprecia con toda nitidez que es tan grandote que casi tiene que agacharse para pasar a través de la puerta de calle. Que era gordo ya se veía cuando estaba sentado sobre el cajoncito de madera, de admirable resistencia, valga el reconocimiento.
A medida que aumenta la claridad se distingue el cartel que está casi sobre la ruta. Gomería, dice. Y también se ve que la casita tiene dos entradas en el frente, una grande, cerrada por una persiana metálica de más de dos metros de ancho, y la otra una puerta sencilla, la mitad de abajo de chapa y la de arriba de vidrio con una inscripción que dice Tortas
. Esa es la puerta que estaba abierta mientras Gardel, que así se llama el hombre, mateaba acompañado del Pichi, que así se llama el perro.
Esa noche ni se acostó Gardel, que en general es de dormir poco y de levantarse temprano. A las siete está listo para abrir la gomería. Sabe que en cualquier momento aparecerá un cliente con Adela, la maestra del primario y vicedirectora de la escuelita de Echeverry, que vive en Tacuarembó y sale bien temprano de su casa, tira un par de clavos miguelitos en la ruta, camina cien o doscientos metros hacia atrás, como quien va para el centro de Tacuarembó. Llega a la rotonda y allí se para, con frío o con calor, de noche, en invierno, como ahora, o en pleno amanecer, enfundada en su guardapolvo blanco, a hacerles señas a los automóviles que van para el lado del colegio, en Echeverry. Los conductores paran y se ofrecen a llevarla. Adela sube y conversa mientras van pisando los clavos. Los conductores —siempre son hombres— tardan unos metros, a veces varias cuadras —depende de qué tan dormidos estén— en detectar la inclinación del auto. A veces es la propia Adela la que tiene que hacerles notar cierta escora o algún golpeteo. Entonces les señala la gomería de Gardel y les hace ver la suerte que tienen.
A la tarde Adela le cuenta a su mamá, Betty, que es amiga del gomero desde hace años, desde que Gardel se instaló en esa casita de Echeverry, le cuenta que pasó por la gomería y Gardel estaba trabajando como siempre.
Desde que asfaltaron la ruta 26 Brigadier General Leandro Gómez que dicen que esa gomería va a tener que cerrar, que los neumáticos no se van a pinchar tanto como antes, primero porque las capas asfálticas descartan las pinchaduras con piedras de punta, esas que rompen e inutilizan la cubierta para siempre, dejándole, en ese caso, la mayor ganancia al gomero, que vende un neumático nuevo o usado al precio de un automóvil cero kilómetro. Segundo, porque los cauchos modernos tienen otro tipo de composición, gracias a los avances técnicos, que hacen que no se pinchen con facilidad. Se comenta que en Estados Unidos hay cubiertas sin cámara que no pinchan porque abrazan el cuerpo que produce la punción. Los automóviles circulan varios kilómetros con los clavos metidos ahí. El problema no es dejarlos sino sacarlos; ahí se hace el agujero, según le contaron a Gardel. Dicen que también hay cubiertas macizas que no pinchan jamás. Gardel se defendió abriendo el negocio de tortas. Aprovechó los delantales de la gomería y se puso a cocinar. Los dos negocios, uno al lado del otro, abiertos ambos y de alguna manera compitiendo o complementándose para darle de comer.
Adela hace su contribución sin que nadie se entere, por el placer de ver a su mamá contenta con las buenas noticias acerca de la marcha de los negocios de Gardel. Adela sabe que a la edad de Betty cada vez van quedando menos amigos, así que no está dispuesta a que Gardel tenga el más mínimo contratiempo.
Cada tarde, Betty visita el negocio de tortas: la tortería, como le gusta llamarla. Le asombra la pericia de su amigo para atender los dos negocios a la vez.
—Me ayuda el Braulio —contesta Gardel con voz de barítono, y señala al pibe esmirriado que se queda casi siempre en la gomería, por lo menos cuando Betty anda por ahí.
Braulio no debe tener más de quince años, aunque aparenta diez o doce. Anda con un gorro de lana azul con vivos rojos cubriéndole la cabeza y las orejas, lo que impide saber si es tonto o simplemente no escucha cuando le explican las cosas.
Durante la semana Braulio llega a eso de las diez de la mañana y termina su faena a las siete de la noche, que es cuando Gardel lo lleva en la chatita a la casa que comparte con sus padres y sus doce hermanos. El Braulio debe ser uno de los del medio, ni de los mayores ni de los menores, calcula su madre.
A la vuelta, después de llevar al pibe, Gardel y el Pichi se quedan solos. Muy pasada la medianoche el hombre se duerme, pero no esta noche. Esta noche no ha dormido porque se quedó vigilando su casa y sus negocios, que es una única edificación en el solar que da a la ruta.
2
Los sucesos de la noche anterior hicieron que Gardel decidiera limpiar la escopeta Browning que escondía envuelta en papel de diario sobre el ropero de su cuarto. Después de limpiarla la cargó con los cartuchos del 12 que tenía disimulados dentro de una cigarrera de alpaca que le regalaron en Medellín. La cigarrera solía dejarla perdida en el cajón de los pañuelos de seda.
La noche anterior había salido con la chatita como todas las noches. Primero, a dejar al Braulio; después, a dar una vuelta a la plaza, al mercadito y otra vez a casa. Encontró la puerta del negocio de tortas forzada, la casa en desorden, pero no pudo hacer el cálculo de si había algo que le faltara. Lo primero que pensó fue que pudieron ser niños traviesos, esos botijas amigos del Braulio, pensó. Ese grupito que le tiraba piedras al mocoso cuando lo cruzaban en Tacuarembó a la salida de misa. Lo que no entendía era que no habían tocado las tortas. No se habían llevado ni una. Estaban a jueves y desde el sábado que las mismas tortas esperaban en la heladera. La torta de limón, la de chocolate, la de dulce de leche y la de vainilla con praliné. No faltaba ninguna. Si se tratara de pibes, se hubieran alzado por lo menos con la de dulce de leche o se las hubieran tirado en la cara, como en las cintas cómicas del cinematógrafo.
Otra rareza era que habían forzado la puerta de atrás de la casa, la de acceso