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El final de los eternos
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Libro electrónico204 páginas2 horas

El final de los eternos

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Es el año 2205 y la tierra dejó de ser habitable hace mucho tiempo. Los sobrevivientes se han resguardado bajo ciudades-cúpulas y establecieron una división de clases en la que los eternos, humanos inmortales con todos los privilegios, tienen el poder sobre la ciudad y sobre los robots, seres creados con el único fin de servirles; mientras los mort
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 abr 2021
ISBN9789585162280
El final de los eternos
Autor

Guillermo J. Mejìa

Guillermo José Mejía Barona es ingeniero en electrónica y empresario, nacido en Cali en 1963. La ingeniería ha sido su actividad profesional y su pasión, pero las letras lo han acompañado toda la vida. Aunque desde muy tempano se aficionó a la lectura, solo llegando a sus cincuenta se enfrentó a la escritura al asistir al taller de cuento y crónica de la Universidad Santiago de Cali. Como resultado de ese proceso, escribió una serie de cuentos que fueron publicados en diferentes antologías, incluyendo «La Jubilación» que obtuvo el Primer Lugar en categoría cuento en los Talleres de la Red de Escritura Creativa Relata 2015. Después, su interés lo llevó a la novela corta de ciencia ficción y policiaca. En 2018 ganó el III Premio Internacional de Novela Héctor Rojas Herazo con «La muerte del fotógrafo», publicada en 2019 y cuya secuela inédita: «Ella no debía enamorarse», fue finalista en el XIV Concurso Nacional de Novela y Cuento en 2018. «El final de los eternos» es su primera novela de ciencia ficción.

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    El final de los eternos - Guillermo J. Mejìa

    portada_plana_-_el_final_de_los_eternos_(1).png

    ©2021 Guillermo José Mejía Barona

    Reservados todos los derechos

    Calixta Editores S.A.S

    Primera Edición Abril 2021

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Teléfono: (571) 3476648

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN: 978-958-5162-23-5

    Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado

    Editor: Natalia Garzón Camacho

    Corrección de estilo: Laura Tatiana Jiménez Rodríguez

    Corrección de planchas: María Fernanda Carvajal Peña

    Maqueta de cubierta: Juanita Mogollón R.

    Diagramación: Juanita Mogollón R. - @cizymogollon

    Impreso en Colombia – Printed in Colombia

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    A Rogelio Gaona Puerta, amigo, compañero, cómplice de sueños.

    La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es precisamente precario. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales.

    Jorge Luis Borges, El inmortal

    —Duerme. Ya lo hemos discutido una y mil veces. El catálogo lo explica de manera clara.

    —Sí, pero ¿será seguro?

    Él la abrazó y repitió, tan amoroso como le fue posible:

    Duerme. Todo va a ir bien.

    Cuando despertó, el sol apenas asomaba en el horizonte, sin embargo, ella ya estaba levantada y vestida, con la niña en los brazos, mirándola como si fuera la última vez.

    Desayunaron en silencio.

    Antes de salir, le alcanzó un tapabocas con doble filtración, al tiempo que se ajustaba el suyo.

    —Dicen las video noticias que la concentración de material particulado supera los límites y que empeorará durante el día.

    —Odio estas cosas —dijo, acomodándose la capucha y las gafas contra los rayos ultravioleta y envolviendo la niña en una cobija con doble protección—. Ojalá algún día construyan esas cúpulas de las que tanto hablan.

    Con la niña en los brazos, cruzaron la enorme puerta de vidrio que daba acceso a la lujosa recepción del Instituto Stephen Mark contra el envejecimiento.

    —Buenos días. ¿Cómo podemos ayudarlos? —preguntó la atractiva recepcionista.

    —Tenemos una cita con el doctor Carlson.

    La secretaria verificó en su pantalla de computador y sonrió.

    —Aún es un poco temprano; por favor, esperen —dijo señalando la elegante sala.

    La madre se sentó y desarropó a la niña, quien al verla sonrió. Él se acercó por detrás, le puso las manos sobre los hombros y dijo:

    —Tú deberías hacerte el tratamiento con ella.

    La mujer le tomó una de las manos y le dijo:

    —Sabes que no podemos afrontar ese gasto —Besándole la mano, añadió—: Además, para qué quiero la eternidad si tú no estarás en ella.

    Un pequeño robot, reluciente, como todo en ese lugar, llamó su atención:

    —Por favor, adelante —dijo.

    Nerviosos lo siguieron. Entraron en un amplio consultorio donde los recibió un hombre de aspecto joven, peinado a la perfección y sonriente.

    —Soy el doctor Carlson —Los invitó a sentarse—. ¿El tratamiento es para el grupo familiar?

    La pareja se miró, agacharon la cabeza y contestaron casi al mismo tiempo en tono de disculpa:

    —No, solo para ella.

    El doctor se acercó a la niña y alzándola en sus brazos, dijo:

    —Así que serás mi pequeña paciente. Chica afortunada. Tus padres te quieren mucho —La niña trató de llorar y con rapidez la devolvió a brazos de su madre.

    —Doctor, no estamos seguros del procedimiento. ¿No hay peligro? —La voz ansiosa del padre, fue acompañada del gesto de la madre que apretaba a la pequeña contra su pecho, como si la fuera a perder.

    Carlson sonrió y, como un profesor que atiende a unos estudiantes un poco lentos, les explicó:

    —En 2045, nuestro fundador el doctor Stephen Mark —Señaló la imagen tridimensional que ocupaba una esquina del consultorio—, descifró los genes relacionados con el envejecimiento, dando el primer paso para frenar el proceso de muerte en los humanos. Desde entonces hemos avanzado en el desarrollo de los tratamientos, no solo para mantenernos jóvenes durante un tiempo indefinido, sino para preservar y mejorar el cuerpo biológico.

    —Doctor, ¿entonces es verdad que nuestra hija será inmortal?

    Sonriendo les contestó:

    —Aunque los medios de comunicación hablan de la inmortalidad y se refieren a las personas que optan por nuestro tratamiento como eternos, por contraste con los mortales, desde la técnica no es correcto. Aunque podemos prolongar la vida por un período indefinido —aclaró—, las personas aún pueden fallecer por alguna causa accidental. Por eso, de manera más exacta, nosotros usamos el término «amortal» —Con un gesto de disculpa dijo—: Lamentablemente, la inmortalidad no es posible por limitaciones biológicas.

    El hombre, acarició la cabeza de la pequeña y tomando la mano sudorosa de su esposa, dijo:

    —Entendemos que hay diferentes paquetes de tratamiento. Algunos muy costosos.

    De nuevo el doctor sonrió.

    —El paquete básico que ustedes eligieron solo cubre la terapia génica para detener el envejecimiento. Los otros incluyen tratamientos adicionales. Por ejemplo, el paquete Platinum garantiza, de por vida, sustituciones de material biológico con el fin de reponer las piezas defectuosas del cuerpo.

    —¿Quiere decir que nuestra hija puede convertirse en un cíborg? —preguntó la madre mientras la abrazaba. La cara mostraba una mezcla de miedo y aversión.

    El doctor acariciando la cabeza de la niña, contestó:

    —No necesariamente. Es cierto que ahora tenemos muchos sustitutos de tecnología robótica para los sentidos de audición y visión; para órganos completos como el hígado o el corazón, e incluso miembros mecánicos controlados de forma directa por el cerebro. Pero también estamos perfeccionando la reparación celular y la ingeniería de tejidos que nos permitirá obtener un órgano de reemplazo a partir de las células madre del paciente. En cualquiera de los casos, nuestros pacientes siempre seguirán siendo humanos.

    —¿Y no hay manera de evitar la muerte?

    —Como ya les expliqué, la inmortalidad es un imposible, pero en unas décadas, para aquellos que no quieran tomar ni el más mínimo riesgo, tendremos cuerpos sustitutos; por completo robóticos y manejados a control remoto desde un lugar seguro.

    —¿Y si aparece alguna enfermedad incurable?

    —Pueden estar seguros de que la velocidad de nuestros avances nos permitirá detener cualquier mal o enfermedad, garantizando la longevidad.

    Los miró con paciencia, esperando alguna otra pregunta. Estaba acostumbrado a estos momentos. Como permanecieron en silencio, continuó:

    —Sobre el precio, sepan ustedes que cada año nuestra compañía invierte miles de millones en el desarrollo de nuevas tecnologías y patentes. Y, aunque consideramos infortunado que haya personas que no puedan acceder a nuestros tratamientos, nada podemos hacer.

    El doctor no mencionó nada sobre los humanos que rechazaban ese tipo de tratamiento por convicciones morales o religiosas.

    1

    Después de arrastrase por la alcantarilla, Rick verificó su posición con el sistema de georreferenciación y, con cuidado, levantó la tapa. Un soplo de aire fresco, sin olor, alivió el ambiente. Como siempre, miró al cielo azul: ese día estaba sin nubes, virginal; lo disfrutó aun sabiendo que era una ilusión.

    —Cuidado, jefe. Yo primero —dijo Tom, pero Rick ya había puesto el rifle láser sobre la vía, se impulsaba hacia afuera y corría en dirección a la puerta de la bodega. Cuatro hombres y una mujer lo siguieron.

    Tom se acercó a la cerradura electrónica y marcó un código que tenía anotado en el brazo izquierdo. La puerta se abrió. Entraron en silencio y cerraron.

    Guiados por las luces en el piso, caminaron entre las filas de estanterías, llenas a rebosar de comida y todos los artículos que los eternos poseían en abundancia y que los mortales debían arrebatarles arriesgando sus vidas, hasta que Tom se detuvo.

    —¿Qué pasa? —preguntó Rick.

    —Mucho silencio —contestó Tom en voz baja y todos notaron la ausencia del zumbido, leve pero constante, que llenaba los espacios de los eternos, causado por el sistema de generación de energía, decían los que sabían—. Esperen —Se adelantó con el arma lista para disparar.

    Rick, impaciente, lo siguió y los otros se mantuvieron detrás de él.

    —Raro. No hay guardias y el sistema de vigilancia con drones no funciona.

    —Mejor —dijo Rick y, consultando el listado que guardaba en el bolsillo, empezó a señalar las cajas que debían abrir.

    Detrás, sus compañeros, empezaron a llenar los morrales. Les tomó diecisiete minutos empacar su botín. Caminaron en fila, cada uno con dos pesadas bolsas y el arma en bandolera, hacia la salida. Rick y Tom, en la retaguardia. Rick, adelante, con su camisa sudorosa por el esfuerzo, a pesar de la temperatura controlada del ambiente, que resaltaba su cuerpo delgado pero musculoso, construido en tantos años de lucha. Tom, detrás, se aseguraba de que la puerta pareciera forzada y no abierta con clave.

    Antes de que llegaran a la alcantarilla, los alcanzaron una serie de explosiones. El grito de Tom obligó a Rick a voltearse y, soltando el botín, arrastró y arrojó a su amigo herido por el hueco en el piso. Apenas tuvieron tiempo de cerrar la tapa antes de que el fuego envolviera todo.

    —¿Qué pasó allá? —preguntó Tom aún aturdido por la explosión, pero sin que su cara y su voz expresaran dolor, como si no se diera cuenta de su estado.

    Mientras tanto Rick, tratando de ocultar su angustia, le rasgaba la camisa buscando la fuente del sangrado. Media espalda estaba abierta por un pedazo de metal arrancado de la puerta de entrada por la explosión. Con rapidez abrió la bolsa adherida a su cintura y buscó el tubo de pegamento biológico, una de las maravillas de la tecnología médica de los eternos, y lo aplicó en el corte. Casi de inmediato, la herida se cerró, el sangrado paró, el tejido biológico empezó a regenerarse y una descarga de calmantes inundó al herido. Rebuscó y encontró una ampolleta de suero. Lo abrió y lo obligó a beber. Nunca lo había usado, pero las instrucciones indicaban que las nanopartículas disueltas en el compuesto repondrían, en minutos, el plasma sanguíneo perdido. Otro milagro de la medicina de los eternos. Agradeció en su mente a Bárbara por haber insistido en el asalto al almacén médico y por haber preparado estos «botiquines de guerra», como ella los llamaba.

    —¿Qué pasó allá? —repitió Tom, calmado, sin muestras de dolor.

    —No sé —Rick no distinguía si su amigo estaba en choque o si la medicina funcionaba.

    —¿Quién pudo hacer explotar la fábrica?

    —No sé, pero de seguro nos echarán la culpa a nosotros.

    Pensar en posibles represalias transportó a Rick años atrás, y el dolor, que nunca lo abandonaba, fue in crescendo. Cada vez que ejecutaba un robo a los bien abastecidos almacenes de los eternos, estos lanzaban una acción de represalia. Nada espectacular, solo una advertencia con algunas unidades robóticas, que en muy pocos casos terminaba en víctimas fatales o grandes daños. Pero en esta ocasión, de seguro, algo cambiaría. Nunca se destruyó por completo una fábrica de alimentos ni ninguna de las grandes infraestructuras de los eternos. Era muy probable que se acusara a los

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