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Chile tiene fiesta: El origen del 18 de septiembre (1810-1837)
Chile tiene fiesta: El origen del 18 de septiembre (1810-1837)
Chile tiene fiesta: El origen del 18 de septiembre (1810-1837)
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Chile tiene fiesta: El origen del 18 de septiembre (1810-1837)

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Sólo en 1837 se instauró en Chile una gran fiesta nacional. Con anterioridad, existía una multiplicidad festiva, y tres fechas eran celebradas mediante fiestas cívicas: el 18 de septiembre de 1810, el 12 de febrero de 1817 y 1818, y el 5 de abril de este último año. Esta trilogía de conmemoraciones recordaba distintos hitos del proceso independentista y simbólicamente representaban la regeneración política, la independencia y su consolidación, respectivamente. Sin embargo, con el paso del tiempo, las autoridades de la época comenzaron a definir una sola fiesta nacional, entre otras, por razones económicas
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento2 jun 2016
ISBN9789562829212
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    Una mierda esta cosa, no sirve, bastante basura la verdad, no se que sacan subiendo este texto sin que sea en doc

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Chile tiene fiesta - Paulina Peralta

Paulina Peralta C.

¡Chile tiene fiesta!

El origen del 18 de septiembre

(1810-1837)

LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

© LOM Ediciones

Segunda edición, 2007

A cargo de esta Colección: Julio Pinto

Motivo de cubierta: 18 de septiembre en la Pampilla.

Ernesto Charton de Treville, propiedad Museo del Carmen de Maipú

ISBN: 978-956-282-921-2

ISBN Digital: 978-956-00-0683-7

Diseño, Composición y Diagramación

LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88

www.lom.cl

lom@lom.cl

A Carlos Peralta Mücke

Introducción

Procesos de elaboración abundan a lo largo de la historia. En efecto, distintas épocas y lugares han sido testigos de la capacidad creativa que han presentado hombres y mujeres a lo largo del tiempo. Esta tendencia humana hacia la invención ha posibilitado el surgimiento de diversas construcciones, las cuales varían según su naturaleza, como también de acuer­do al contexto en el cual aparecen. De esta manera, con las palabras ‘invención’, ‘creación’ o ‘construcción’ es posible aludir a un sinfín de fenómenos y prácticas, entre las que pueden destacarse aquellas relacionadas a lo político, lo cultural, lo social y lo económico, sólo por dar algunas referencias generales del campo de acción en el cual es posible constatar esta aptitud humana.

El tema que aborda este estudio guarda relación con la idea de invención, pues se centra en dos fenómenos que expresan esta condición de construcción en el tiempo: la nación moderna y la tradición. Siguiendo los postulados que Eric Hobsbawm plasmara en su libro Naciones y nacionalismo desde 1780, la nación se caracteriza por su modernidad. De hecho, el mismo título de su obra pone en evidencia la idea de ‘artefacto cultural’ e ‘ingeniería social’ con la cual el autor define el proceso de construcción nacional, puesto que su origen lo sitúa a fines del siglo XVIII y no antes¹. Según Hobsbawm, la nación se constituyó a partir de ese momento en una nueva forma de pensar e imaginar las colectividades preexistentes o que comenzaban a surgir. Más aún, a partir de ese instante, se convirtió en uno de los proyectos de sociedad más seductores con el que contaron las comunidades para autodefinirse.

Algo similar ocurre con las tradiciones. Éstas, al igual que las naciones, son producto de la capacidad inventiva de los seres humanos. Nuevamente es Eric Hobsbawm, quien en conjunto con otros renombrados investigadores, plantearon esta hipótesis para el caso de las tradiciones². Hace más de veinte años, este grupo de historiadores afirmaba que dichas manifestaciones eran construcciones en el tiempo, deduciéndose con esto que las tradiciones que actualmente forman parte del presente, tuvieron que ser construidas en algún momento del pasado.

No obstante, ambos fenómenos no sólo coinciden en su carácter de creación, sino que además presentan otra similitud, que es la apariencia de antigüedad que asumen, a pesar de que en la mayor parte de los casos, sus orígenes son relativamente tardíos. En relación a la nación, muchos autores han argumentado que su fuerza reside justamente en que ésta se manifiesta como un fenómeno que data del ‘principio de los tiempos’, con lo cual se estaría afirmando que el sentimiento nacional formaría parte de la esencia misma del género humano. De esta manera, la existencia de la nación se ha visto librada del carácter de creación histórica reciente que en realidad posee. Por su parte, las tradiciones no se alejan mayormente de esta aseveración, puesto que, aún cuando es generalizada la creencia de que su surgimiento se pierde en un pasado remoto y sumamente lejano del cual pareciese no existir registro alguno, lo cierto es que fueron creadas en algún momento de la historia. En otras palabras, pese a que ciertas prácticas fueron en algún momento inven­tadas, con el tiempo terminaron siendo investidas con el status de tradición.

Es interesante constatar el hecho de que la combinación de ambas construcciones ha generado, a su vez, la aparición de otras invenciones. En efecto, el proceso de construcción nacional conlleva necesariamente la confor­mación de un nuevo cuerpo de tradiciones más acordes con las ideas imperantes. En este sentido, la nación chilena conformada a comienzos del siglo XIX no fue una excepción. La autoproclamación de una ‘comunidad imaginada’ planteada en términos nacionales, exigió necesariamente la puesta en práctica de una serie de manifestaciones que expresasen el espíritu que comenzaba a ‘despertar’ en estos territorios, las cuales se fueron transfor­mando, con el paso del tiempo, en tradiciones nacionales. Una de ellas fueron las instancias festivas, que desde comienzos de siglo buscaron ser institucionalizadas ‘desde arriba’, mediante un proceso de reiteración anual que perdura hasta nuestros días.

A casi doscientos años de existencia republicana, este trabajo propone analizar el origen de las fiestas cívicas nacionales en Chile y su posterior consolidación a lo largo del siglo XIX, específicamente entre 1811 y 1837. Esta delimitación temporal responde a la intención de profundizar en torno al proceso de instauración e institucionalización de las festividades cívicas chilenas, período que a su vez coincide con la primera fase del nacionalismo chileno identificada por Alfredo Jocelyn-Holt (1810-1836)³. Por su parte, en términos espaciales, hablar de Chile resulta prácticamente inabarcable en los términos de este estudio. Por lo mismo, es necesario señalar que las fiestas analizadas corresponden principalmente a las realizadas en la ciudad de Santiago. Sin embargo, aún cuando el énfasis estuvo puesto en la capital, no se descartaron fuentes provenientes de otras regiones geográficas.

Es necesario aclarar que la unidad de este trabajo se caracteriza por ser temática y no cronológica. Esta opción metodológica se debe a que los mecanismos festivos fueron trabajados desde dos ejes. Por una parte, la fiesta nacional fue analizada como un instrumento capaz de hacer nación ‘desde arriba’, vale decir, desde los grupos dirigentes. Pero a su vez, fue estudiada como una instancia festiva que progresi­vamente fue formando parte del imaginario colectivo y otorgando a la comunidad un espacio propicio para ser nación, esto es, para vivir de acuerdo a los valores y patrones de conducta relacionados al patriotismo, la ‘comunidad imaginada’ y la ‘chilenidad’.

Más específicamente, las hipótesis centrales que sustentan la idea de ‘hacer nación’ son dos. La primera de ellas dice relación al carácter transmisor que se le ha adjudicado a la fiesta en sentido amplio. Se postula que las celebraciones nacionales –que actualmente se conocen bajo el apelativo de Fiestas Patrias–, fueron pensadas al momento de su creación, como un vehículo de difusión, capaz de transmitir el sentimiento patriótico y nacional que los grupos dirigentes deseaban inculcar en la población. La nueva forma de imaginar la comunidad debía ser aceptada y asimilada por el pueblo chileno, como también perpetuada en las mentes y corazones de dichos sujetos. Por esta razón, no bastaba con proclamar la nación chilena, sino que los sectores dominantes necesariamente requerían de un mecanismo capaz de difundir y promover sentimientos de pertenencia e identifica­ción hacia ella. Dentro de los instrumentos puestos al servicio de estos fines patrióticos, la fiesta cívica se constituía como uno tremendamente efectivo, dado que otorgaba un espacio para vivir y sentir –de manera bastante efímera– el valor de la unidad, aspecto que define en gran medida la ideología nacional.

La segunda hipótesis guarda estrecha relación con la primera e incluso la complementa, pues postula que dichas festividades son y fueron –desde su creación hasta la actualidad– un instrumento legitimador. Las fiestas cívicas han sido utilizadas desde aquel entonces para respaldar el régimen y las ideas políticas de turno, que en el caso específico del siglo XIX, fueron aquellas que se buscaron instaurar luego de la independencia de la metrópoli. En otras palabras, hay tras estas celebraciones nacionales un intento por justificar el establecimiento de un régimen político original y moderno. Esta legitimación ya no podía apoyarse en la ‘tradición de obediencia’ que mantuvo al monarca español alrededor de tres siglos en el poder, sino simplemente en la adhesión voluntaria de los nuevos ‘ciudadanos’ a la naciente república.

Por su parte, las tesis que guiaron la consideración de la fiesta cívica como instancia de ‘ser nación’, tuvieron su origen en un juicio planteado por Jaime Valenzuela, quien ha destacado la importancia de estudiar estas manifes­taciones a partir de la vivencia de dicho proceso social, vale decir, desde la experiencia que genera un acto de esta naturaleza en el ánimo de los partici­pantes⁴. Por ende, origi­nalmente se buscó ahondar en cómo el mundo popular vivía dicha festividad. Habría que señalar de antemano lo dificultoso que se tornó la realización de esta parte de la investigación, pues a diferencia de los sectores dominantes, los testimonios del mundo popular llegan de forma indirecta, generalmente mediati­zados por el afán casi obsesivo del gobierno de la época de transmitir a la posteridad imágenes de unidad, de las que no se sabe con seguridad si fueron realmente ciertas. De ahí que el objetivo inicial de indagar en las demostraciones más espontáneas presentadas por el mundo popular en dichas festividades no pudo ser logrado de la forma que se esperaba.

No obstante lo anterior, ciertas hipótesis centradas en los sujetos popu­lares siguen en pie. La principal es que en estas celebraciones, el mundo popular cumplió un papel preponderante, en el sentido de constituirse como una colectividad creativa, que aportó a las festividades nacionales un carácter lúdico. Como se verá hacia el final de este estudio, la costumbre de construir ramadas y chinganas –que actual­mente le otorgan a estas instancias un sello singular y característico–, era propia y exclusiva de dichos sectores. El espacio de sociabilidad en que los sujetos populares cotidianamente se divertían, fue reproducido en estas festividades, pero por sobre todo, fue aceptado y cooptado por la autoridad. En otras palabras, se sostiene que el mundo popular se apoderó de la fiesta y la hizo suya al darle un contenido propio. Asimismo, se intentó responder la pregunta sobre si dicha apropiación significó finalmente la interiorización y aceptación de los principios nacionales por parte de los sectores populares.

Las fuentes consultadas se caracterizan por su variedad, ya que la ausencia de archivos ‘festivos’ específicos determinó que, pese a la existencia de documentación, ésta se encontrara relativamente dispersa. En primer térmi­no, fueron analizados los mandatos gubernamentales surgidos entre 1811 y 1842, a fin de percibir cada una de las disposiciones emanadas desde la autori­dad con respecto a las festividades nacionales y otros temas afines. Para esto fue examinado el Boletín de leyes y decretos del gobierno, recopilación que reúne gran parte de las órdenes gubernamentales dictaminadas en este período. En segundo término, fueron revisados diversos periódicos publicados entre 1811 y 1813, como también desde 1817 hasta 1840 aproximadamente, ponién­dose especial énfasis en los meses de febrero, abril y septiem­bre, por ser aquellos en los cuales se llevaron a cabo las diversas fiestas cívicas existentes en la época. La mayor parte de ellos corresponde a la ciudad de Santiago, hecho que no descartó la revisión de periódicos surgidos en otros espacios geográficos, especialmente en el puerto de Valparaíso, la región de Coquimbo y sus alrededores⁵.

Las Actas del Cabildo de Santiago entre los años 1811 y 1840, que se encuentran microfilmadas en el Archivo Nacional, fueron examinadas con especial dedicación. Estos documentos proporcionaron numerosas luces acerca de la organización y puesta en práctica del aparataje festivo ‘desde arriba’. En cuanto a las Sesiones de los Cuerpos Legislativos (1811-1845), se recogieron solo aquellos proyectos de ley que tuviesen relación con las festividades nacionales. Otros documentos oficiales revisados fueron los Bandos de Policía emanados de la autoridad y el primer tomo de Documentos parlamentarios (1831-1841), el cual contenía los discursos de apertura del Congreso realizados durante esos años, como también las memorias ministeriales que los personeros de la administración Prieto hicieron de su gestión. Por último, se tienen algunas referencias encontradas en los fondos Intendencia de Santiago, Ministerio del Interior y de Guerra.

Otras fuentes sumamente valiosas corresponden a algunos viajeros que plasma­ron sus impresiones por escrito, sobre todo a partir de la década del veinte. Entre ellos destacan María Graham y Carlos Eduardo Bladh, como a su vez Ignacio Domeyko, quien a diferencia de los dos primeros que solo estu­vieron ‘de paso’, se estableció en Chile hacia fines de la década. Otros extranjeros que también estuvie­ron en tierras chilenas y describieron la capital fueron revisados mediante la compilación realizada por Guillermo Feliú Cruz en su libro Santiago a comienzos del siglo XIX. Memorialistas chilenos como Vicente Pérez Rosales y el músico José Zapiola, también fueron analizados. Asimismo, especial relevancia tuvieron algunas correspondencias. Además de las escritas por Samuel Burr Johnston en 1812, las cartas dirigidas por Ramón Mariano Arís a Bernardo O’Higgins –recopiladas por la Academia Chilena de la Historia–, son de un valor sin precedentes, dados los detalles que propor­cionan de las fiestas cívicas realizadas en Santiago entre 1832 y 1834. Por su parte, dos descripciones festivas también fueron un sustento importante de esta investigación: la Relación de la Gran Fiesta Cívica celebrada en Chile el 12 de febrero de 1818 realizada por Bernardo de Monteagudo, y la de Manuel Antonio Talavera, quien describió el baile celebrado en la Moneda en septiem­bre de 1812. Finalmente, muchos de los análisis propuestos fueron acompañados de algunos grabados y pinturas del período, no con el ánimo de adornar, sino más bien de reforzar gráficamente, los juicios, expresiones y descripciones que muchas veces no logran ser expresados con exactitud por medio de las palabras.

Dos advertencias con respecto a las fuentes utilizadas. La primera es que la ortografía fue actualizada, con el fin de evitar distracciones. De esta manera, se buscó facilitar la tarea del lector de seguir el ‘hilo conductor’ de la narración y el análisis propuesto. La segunda es que a lo largo de este estudio no se hablará de Fiestas Patrias, como comúnmente se les denomina a estas instancias en la actua­lidad, dado que las fuentes se refieren más bien a celebra­ciones cívicas, nacionales o republicanas, haciendo poca alusión al término ‘patria’.

Para terminar este breve análisis crítico de las fuentes utilizadas, habría que señalar que de ellas surge un sector social perfectamente distinguible. En efecto, la presencia del mundo dirigente pudo ser constatada con mayor facilidad. Sin embargo, esto no fue así en el caso del mundo popular, pues las fuentes se muestran esquivas al momento de describir las prácticas y conductas más espontáneas de este grupo social. Es más, dado que en un momento más avanzado de la investigación las festividades nacionales dejaron de ser una novedad –transformándose en un ele­mento acostumbrado de la vida social–, muchas de las fuentes comenzaron a omitir detalles en sus narraciones festivas. Algunos periódicos reiteraron en varias oportunidades la decisión de no detenerse en los pormenores mostrados en dichas celebraciones, puesto que sería reproducir [...] lo que todo el mundo sabe [...]⁶. Por tanto, los silencios abundan en relación a la manera que tenía el pueblo de celebrar los días dedica­dos a la nacionalidad. Pese a esto y aunque sea ‘entre líneas’, las fuentes generalmente arrojan elementos que de una u otra forma, terminan enriqueciendo el análisis propuesto.

Este estudio está dividido en cuatro partes. Dado que la constatación empírica de cada una de las hipótesis exige necesariamente una previa profun­dización conceptual, el primer capítulo presenta un marco teórico, que busca aproximarse tanto a la idea de fiesta, como también a lo que se entiende por nación en el marco de esta investigación. Cada una de las definiciones surgidas es fruto de la incorporación y sistematización de diversos postulados realizados por teóricos dedicados a cada uno de los temas. El segundo capítulo se centra en el recorrido que tuvo que experimentar el 18 de septiembre para constituirse en la gran fiesta chilena de carácter nacional. Como se verá, a comienzos del período republicano, el aparataje desplegado ‘desde arriba’ no se hizo mediante una sola festividad cívica, sino más bien a través de tres celebraciones, ‘multiplicidad’ que por diversas razones fue reducida en 1837 a una sola fiesta nacional.

El tercer capítulo centra su atención en la instrumentalización que la autoridad hizo de la instancia festiva, con el fin de transmitir y legitimar los ideales nacionales que deseaba inculcar en el conjunto de la sociedad chilena. En otras palabras, es un análisis de los diversos recursos que dieron forma a la fiesta oficial, los que además se convirtieron en medios con los cuales contó el mundo dirigente para ‘hacer nación’. Por último, el cuarto capítulo se centra en la original forma de sociabilidad aportada por el mundo popular –la chin­gana o ramada–, donación que con el tiempo se constituyó en el sello de identidad característico de esta festividad. Por otra parte, indaga en la acepta­ción y afán de cooptación que el mundo dirigente mostró en relación a la chingana, actitud que a la larga terminó por institucionalizar esta forma de festejo y diversión en las celebraciones nacionales. Este capítulo finaliza con una reflexión en torno al cumplimiento –o incumplimiento– del objetivo de asimilación e interiorización de los ideales nacionales, tras el esfuerzo desple­gado por el poder dirigente. En definitiva, se busca distinguir presencias o ausencias de sentimientos de nacionalidad tempranos en el mundo popular chileno del primer tercio del siglo XIX.

Finalmente, es preciso aclarar que esta investigación se originó en una tesis realizada el año 2002 para optar al grado de Licenciado en Historia en la Universidad Católica de Chile. Muchas personas colaboraron en su realización. Especial gratitud se tiene hacia Julio Pinto V., Carmen Mc Evoy C., Claudio Rolle C. y Verónica Valdivia O., quienes con sus enriquecedores comentarios, referencias y críticas guiaron en gran medida las propuestas historiográficas de este estudio. También se reconocen los valiosos aportes de Álvaro Arrieta N., Javier Caro V., Catalina León F., Francisca Durán M., Karen Donoso F. y Francisco Rivera T. Asimismo, se agradece a Carlos Peralta P., Carolina Cabello N. y muy especialmente, a Carlos Peralta M., por el enorme interés mostrado en la realización de este estudio. Finalmente, a todos aquellos que posibilitaron este proceso de formación académica, derecho que en este país aún sigue siendo un privilegio...

1 Eric Hobsbawm, Naciones y nacionalismo desde 1780, Barcelona, Crítica, 1997, 2ª edición, pp. 18 y 23-53.

2 Eric Hobsbawm y Terence Ranger (eds.), La invención de la tradición, Barcelona, Crítica, 2002. La primera edición en inglés data de 1983.

3 Alfredo Jocelyn-Holt, La independencia de Chile. Tradición, modernización y mito, Santiago, Planeta/Ariel, 1999, 2ª edición, p. 311.

4 Jaime Valenzuela, Las liturgias del poder. Celebraciones públicas y estrategias persuasivas en Chile colonial (1609-1709), Santiago, DIBAM-Centro de Investigaciones Barros Arana, LOM Ediciones, 2001, pp. 27-28.

5 Resulta sorprendente la gran cantidad de periódicos surgidos durante las primeras décadas del siglo XIX. No obstante, se debe señalar que muchos de ellos se ‘apagaron’ poco tiempo después de los primeros números. Otros, a pesar de haberse mantenido en el tiempo, correspondían a tirajes más esporádicos, existiendo una gran diferencia temporal entre un número y otro.

6 El Minero de Coquimbo, La Serena, Nº 47, 23 de septiembre de 1837.

Capítulo I

Fiesta y nación

Hacia una definición de fiesta

Estudiar el origen de las celebraciones cívicas republicanas en Chile y su posterior consolidación a lo largo del siglo XIX, necesariamente exige una acabada comprensión del concepto de fiesta, con el fin de reconocer sus caracte­rísticas externas y lógicas internas¹. Es indispensable, por ejemplo, ahondar en las peculiares nociones que contempla la fiesta en relación al tiempo, los entornos espaciales en que se desenvuelve y la manera en que los individuos interactúan durante los días que dura el estado festivo.

Partiendo de lo más elemental, hay que comenzar de una premisa básica con respecto a la fiesta, esto es, que el acto de celebrarlas es exclusivamente humano. No existe ningún ser vivo, a excepción del género humano, que realice a lo largo de su vida una acción de este tipo, puesto que el resto que conforma la realidad ‘viviente’ simplemente no celebra. Incluso algunos estudiosos han señalado que uno de los rasgos que diferencia a hombres y mujeres del resto de los seres vivos es que los primeros pueden ser definidos como los únicos ‘seres que festejan’, lo que en definitiva determina el ‘carácter humano’ que posee lo festivo. Esta característica de la fiesta es explicada por Helmuth Plessner mediante la fórmula de ‘posición excéntrica’ que ocupa el ser humano, la cual postula que éste [...] es un ser excéntrico entre los seres vivos. Todos los demás viven su vida, mientras que el hombre no sólo la vive sino que adopta un comportamiento respecto de ella, cosa que sólo le es posible porque toma distancia respecto de su vida². A diferencia del resto de los seres, el individuo toma siempre dos actitudes frente a su propia vida: por un lado la vive, pero por otro, y esto es lo interesante, tiene la capacidad de distanciarse de ella, mediante la reflexión que proporciona el descanso³.

La fiesta: habitual, temporal y excepcional

Se puede argumentar, entonces, que la fiesta no es ajena a la existencia humana, sino que, forma parte de la vida misma. Sin embargo, al intentar definirla de manera más concreta, comienzan a surgir diversos obstáculos semánticos. En efecto, el asunto se complica al momento de buscar conceptos plenamente adecuados con los cuales enfrentarse al análisis de la experiencia festiva, pues existen una serie de términos que son utilizados indistintamente para referirse a la fiesta, pero que no son del todo acertados. De ahí que, para evitar posibles imprecisiones conceptuales, éstos deban ser matizados y cuestionados críticamente, al menos para el caso de las fiestas cívicas.

La primera dificultad que surge al momento de definir la fiesta es precisar la frecuencia con que se practica. En este sentido, surge la pregunta sobre si es pertinente definir el acto de festejar como una conducta cotidiana en la vida del ser humano. Por cotidianeidad se entiende el diario vivir de un individuo o de una colectividad. Algunos autores la identifican principalmente con el trabajo, con aquella dimensión espacio-temporal en que la persona realiza ciertas actividades productivas con el fin de proveer, tanto a sus cercanos como a sí mismo, de los bienes necesarios para la subsistencia. Así, el trabajo implica un esfuerzo por parte del ser humano y un consumo de su energía vital, pero a su vez, puede, en muchos casos, provocar satisfacción y felicidad en la persona que lo realiza. No obstante, parece ser que la cotidianeidad no se reduce exclusivamente a lo laboral, aún cuando se reconoce su preponde­rancia. De hecho, restringir lo cotidiano al mero trabajo es dejar de lado un sinfín de actividades que no necesariamente conllevan en su esencia lo productivo, pero que sin duda forman parte del diario vivir. Entre estas acciones ‘improductivas’ se tiene por ejemplo el ocio, el descanso de una jornada de trabajo –dentro de lo cual se considera el sueño–, la sociabilidad más o menos constante con un grupo⁴, las costumbres, etc.

A partir de lo anterior, no resultaría extraño afirmar que la fiesta forma parte de la cotidianeidad. Sin embargo, si se considera la definición proporcio­nada por la Real Academia Española, la cual señala como sinónimo de ‘cotidiano’ el término ‘diario’⁵, parece ser que dicho concepto no resulta lo suficientemente satisfactorio al momento de definir la instancia de festejar, pues como afirma Josef Pieper [...] todos los días, ‘fiesta’ o tan sólo ‘una fiesta cada dos días’ parecen ser imaginaciones irrealizables, que quizás no llegan a contradecir el concepto de fiesta, pero que son inefectivas en el vivir aquí y ahora del hombre histórico⁶. Por esta razón, más que hablar de cotidianeidad, se ha preferido utilizar –en el marco de esta investigación– el concepto de ‘habitualidad’ para definir lo festivo⁷. Esta elección se debe principal­mente al hecho de que los hábitos, aún cuando forman parte del imaginario individual y colectivo, no son acciones que necesariamente se realicen todos los días⁸. Además, al esta­blecer esta distinción entre lo cotidiano y lo habitual –y optar por el segundo térmi­no para definir la instancia festiva–, es posible rescatar las singulares concep­ciones de tiempo, espacio y relaciones humanas que ésta es capaz de generar en comparación a las del día a día.

Un segundo obstáculo guarda relación con los conceptos de tiempo y temporalidad. En efecto, cuando se habla de la experiencia de celebrar, ¿se debe hacer referencia a un tiempo festivo o una temporalidad festiva? Para responder esta interrogante, habría que partir distinguiendo ambos términos. Con respec­to al tiempo, se podría afirmar que es la concatenación sucesiva de eventos y momentos que constituyen el devenir de todo lo existente, lo que significa que va más allá de la existencia humana. En esta última idea se percibe que el tiempo contempla la idea de eternidad, pues se refiere también a aquello que existe por sobre su paso, dimensión que está fuera de todo dominio humano.

Por su parte, el concepto de temporalidad hace referencia a la relación que el ser humano establece con el tiempo. Partiendo de la premisa de que la única forma de ser es en el tiempo, vale decir, que no hay existencia humana si no es en él, el existir en el mundo necesariamente implica una subordinación a las ideas de principio y fin, hecho que se define como temporalidad. Lo temporal, por tanto, se refiere a todo aquello que se inscribe en un continuo determinado por un inicio y un término⁹. En el caso de los seres vivos, la muerte se constituye en el paso que los desliga de la existencia material. Una vez que el individuo toma conciencia de que el tiempo en el cual está inserto es lineal, irrevocable y no se detiene¹⁰, y que su propia vida es una trayectoria con un fin ineludible –la muerte–, adquiere una noción de sí mismo como ‘ser histórico’. Por tanto, cuando el ser se plantea el problema del tiempo, lo que en realidad hace es constatar que la vida es una experiencia fundamentalmente finita, temporal, determinada por el nacimiento y la muerte.

De lo anterior se deduce que la temporalidad también puede ser definida como el conjunto de percepciones con que el ser humano comprende el paso del tiempo. Por lo tanto, al interior del tiempo se ‘yuxtaponen’ diversas tempo­ralidades, que pueden o no ser simultáneas. Una de ellas es la tem­poralidad festiva, definida de esta manera y no como tiempo, ya que la fiesta es un estado que ofrece al género humano la posibilidad de percibir el paso de éste último de manera original. Dicho de otro modo, con la temporalidad festiva se da una modificación de la percepción del tiempo. Efectivamente, la apreciación del tiempo se enriquece enormemente por medio de la fiesta, pues contempla, al menos, dos dimensiones. En primer lugar, la fiesta se presenta como un sistema simbólico de medición del tiempo, ya que entrega al ser humano una manera de registrar su transcurso de una forma novedosa, esto es, vivenciándolo. En segundo lugar, la fiesta crea una temporalidad propia y peculiar. Esta originalidad se da porque en ella el tiempo se vive como una unidad, es decir, se presenta como un espacio en donde es posible percibir la fusión de las dimensiones temporales: en la fiesta se está en ‘presencia’ del pasado mediante el acto de conmemorar, del presente a través del acto de vivirla y del porvenir en cuanto se renueva y refuerza el diario vivir¹¹. Con todos estos antecedentes, es posible afirmar que la experiencia festiva constituye una temporalidad efímera y momentánea. La fugacidad es lo que caracteriza a la fiesta desde una perspectiva temporal: surge y muere, tiene principio y fin, como cualquier tipo

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