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Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000)
Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000)
Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000)
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Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000)

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Investigación sobre la trayectoria del PC de Chile entre los años 1990 y 2000, sus conflictos internos, sus cambios ideológicos y su relación con las organizaciones sociales luego de ser excluido del pacto transicional.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento3 ago 2021
ISBN9789560013453
Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000)

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    Hijas e hijos de la Rebelión. Una historia política y social del Partido Comunista de Chile en postdictadura (1990-2000) - Rolando Álvarez Vallejos

    Introducción

    A comienzos de la década de 1990, el mundo occidental registraba profundos cambios geopolíticos, marcados especialmente por el fin de la Guerra Fría y el nacimiento de lo que en aquel entonces se denominó como el «Nuevo Orden Mundial». En la práctica, esto significaba la hegemonía de Estados Unidos como única potencia mundial y la debacle de sus adversarios hasta entonces, la Unión Soviética y los países que componían el «socialismo real», todos en franco proceso de extinción. El triunfo de las potencias capitalistas se manifestó en todos los ámbitos, desde la cultura popular hasta las ciencias sociales, incluyendo diversas expresiones artísticas. Se decretó el fin de la modernidad y de los proyectos utópicos que la constituían. La conocida fórmula del «fin de la historia» popularizada por Francis Fukuyama se instaló como el nuevo sentido común de la naciente última década del siglo XX.

    Por su parte, en Chile se desarrollaba una compleja trama de ingeniería política. Luego de 16 años y medio de férrea dictadura cívico-militar, el general Augusto Pinochet dejaba la primera magistratura del país en manos del líder de la oposición, el demócrata cristiano Patricio Aylwin. Lo más destacado de este proceso era que, a diferencia de otros casos, como el argentino, la transición chilena no se producía en el marco de la derrota total del régimen saliente. Por el contrario, la continuidad del modelo político y económico de la dictadura tenía como principal expresión el hecho que de Pinochet, desde el puesto de comandante en jefe del Ejército, seguiría siendo un actor político relevante durante gran parte de la década. En el ámbito socio-cultural, las reformas estructurales de corte neoliberal aplicadas durante la dictadura incidieron en modificar las leyes laborales, el sistema educativo y el sistema previsional, entre otros aspectos. Esto, unido al carácter negociado que tuvo el retorno a la democracia, hizo que la actividad política se convirtiera en un espacio de búsqueda de consensos y negociación, en desmedro de la otrora actividad reivindicativa, de corte más confrontacional.

    En este contexto, las fuerzas de izquierda vivieron una profunda derrota, lo que las obligó a repensar las bases teóricas y políticas de sus proyectos. En el caso de Chile, desde 1933 la izquierda estuvo compuesta por dos fuerzas hegemónicas: el Partido Socialista (PS) y el Partido Comunista (PC). Con encuentros y desencuentros hasta 1973, ambas fuerzas lograron convertirse en ejes fundamentales del sistema de partidos chileno hasta el golpe de Estado de septiembre de aquel año. Luego de la caída del gobierno de Salvador Allende, el PS experimentó un proceso popularmente conocido como «renovación socialista». Luego de superar un alto grado de fragmentación orgánica, los socialistas, mayoritariamente, arribaron a la década de 1990 asumiendo la necesidad de abandonar sus antiguas definiciones marxista-leninistas, dando paso a posiciones socialdemócratas e incluso liberales. En el caso del PC, el proceso fue más traumático, porque a fines de los ochenta, a diferencia del PS, estallaron profundas divergencias sobre cuál debía ser la fórmula para sortear los cambios que estaban ocurriendo a nivel mundial y en la restaurada democracia chilena. Al igual que en otras latitudes y «partidos hermanos», la gran interrogante que cruzó el debate de los comunistas fue si era posible o no dar continuidad a la organización en el marco de un mundo poscomunista. La resolución de esta interrogante, de por sí compleja, se hizo más problemática producto de las divergencias sobre la línea que el PC había sostenido contra la dictadura y sobre cuál debía ser la posición de este frente al nuevo gobierno democrático. La combinación dio por resultado una de las más profundas crisis del comunismo chileno en su larga historia. ¿De qué manera la sorteó?, ¿cuáles fueron las reformulaciones teóricas y políticas que hizo el PC para intentar subsistir en un período en que a nivel nacional e internacional sus planteamientos perdían la validez de antaño?, ¿qué factores explican la sobrevivencia de los comunistas como actores políticos dentro del sistema político chileno en una etapa histórica hegemonizada, en la práctica, por el consenso neoliberal? El presente texto examina el camino seguido por el PC chileno durante la primera década luego de terminada la experiencia comunista a nivel mundial.

    Este libro se inserta fundamentalmente dentro de dos debates historiográficos generales. El primero se refiere a la historiografía sobre el comunismo, campo que ha desarrollado sus propias propuestas metodológicas sobre cómo debe ser abordado el pasado de estas organizaciones. En primer lugar, se descartan las «historias oficiales» (muy corrientes en el caso del comunismo) y las anticomunistas, porque ambas caen fuera del campo de la historia «científica» o profesional y su objetivo es primordialmente político¹. Por su parte, Perry Anderson planteó la importancia de evitar historias comunistas «internistas», basadas solo en los aspectos endógenos de la organización. Así, los factores internacionales, y especialmente las coyunturas políticas, sociales y económicas del respectivo país, deben ser un aspecto fundamental para reconstruir su pasado². La prolífica escuela francesa sobre el comunismo también ha remarcado la importancia de evitar que este se reduzca a una historia de las ideas, excluyendo la dimensión material, porque normalmente esta faceta no coincide exactamente con el plano ideológico³. Por otro lado, se ha propuesto que la historia del comunismo debe romper con la concepciones limitadas de la historia política, ligándola con las evoluciones sociales y culturales de las sociedades a las que pertenece, rescatando los enfoques multidisciplinarios (ciencia política, sociología y antropología) e incluyendo la mirada de la «larga duración» para analizar así sus cambios más imperceptibles, especialmente sus prácticas militantes⁴. En esta línea, diversos autores han planteado abordar la historia del comunismo recogiendo los aportes de la historia social y cultural⁵. De esta manera, y coincidiendo con enfoques politológicos, se ha destacado el peso y particularidades de la militancia sobre la base de la trayectoria de los PC, la que también jugaría un papel en las decisiones de los núcleos dirigentes⁶. Por ello, asimismo, cobran relevancia los cambios en las sociologías militantes para entender el comportamiento de la organización⁷. Por último, pero no menos importante, desde la politología, Angelo Panebianco ha resaltado la importancia de los contenidos del momento fundador de las organizaciones políticas, porque serían fuente primordial para la legitimación de los dirigentes ante la militancia. Empero, la sobrevivencia de la organización requiere de la adaptación de esos fines a cada momento histórico, lo que explica el motivo por el que los partidos políticos están en constante proceso de cambio. La particularidad de las trayectorias de cada partido político estaría determinada por la fidelidad a los principios originales versus la manera de adaptarse a las nuevas contingencias históricas⁸.

    En la búsqueda de complejizar las miradas historiográficas sobre las trayectorias de las organizaciones políticas, junto con las fuentes tradicionales para abordar la historia de los partidos, este texto rescatará las dimensiones subjetivas de la militancia y dirigentes del PC chileno. Para ello, utilizaremos el concepto de imaginario político a partir de los planteamientos de Cornelius Castoriadis. Según este, el quehacer humano se despliega por medio de «imaginarios sociales». Esto implica que la sociedad ha sido creada por la acción humana como parte de un proyecto racional de construcción. Pero esta acción implica una apropiación simbólica de significados, es decir, unas representaciones subjetivas que, según Castoriadis, orientan y dirigen la vida de las personas que forman parte de esa sociedad. De esta manera, los imaginarios sociales son producto de las tradiciones culturales y valóricas de una sociedad y, asimismo, son la manera como estas son representadas en determinados momentos históricos⁹. De esta manera, Castoriadis reivindica la capacidad creadora de las sociedades, en contra de las visiones deterministas de lo social, que exaltan su dimensión estructural y/o material. Complementando este planteamiento, Tomás Moulian señala que esta creación cognitiva combina deseos, mitos colectivos, sueños compartidos, conocimiento científico, orientando la acción y movilizando voluntades. En el fondo, los imaginarios sociales producen una «realidad objetiva», sobre la base de mezclar aspectos subjetivos e irracionales con otros lógicos y calculados¹⁰. Por su parte, en un trabajo clásico, George Duby estableció que la problemática que encierran los imaginarios colectivos no es la determinación de lo material sobre lo mental, sino la correlación entre ambos planos, la mutua influencia entre ellos. En este sentido, recalca que los valores culturales son altamente resistentes al cambio y pueden actuar como freno a las modificaciones materiales. Por ello, la relativa rapidez de los cambios de los imaginarios políticos, por ejemplo, no debe significar olvidar que, en otras esferas, como las culturales, ocurren de manera mucho más lentas¹¹. Asimismo, el libro empleará el concepto de cultura política. Como ha sido señalado, esta categoría se ha popularizado de tal manera, que se utiliza con sentidos inclusive opuestos. En este caso, cuando nos refiramos a la cultura política comunista chilena, estaremos aludiendo a «valores y visiones del mundo en el que las personas han sido socializadas». En esta línea, visualizamos a la noción de cultura política como una herramienta que permite ampliar los factores que explican el comportamiento político de las personas y los grupos, incorporando «el contexto cultural e intelectual» en el análisis¹². En este sentido, el gran aporte que el concepto de cultura política ha realizado para la renovación de las investigaciones sobre historia política, radica en considerar que «las motivaciones de los actores políticos no son meras decisiones personales, sino que se conforman a partir de las ideas culturalmente establecidas que los individuos han interiorizado al socializarse». Así, la visión de mundo que porta una cultura política, contiene sus propios medios de expresión (símbolos, discursos, mitos, un vocabulario y palabras claves). Además, ayuda a los grupos políticos, conformar una identidad propia, pues «la adhesión a sus principios constituye la base de su pertenencia política»¹³. Desde el punto de vista de esta investigación, examinaremos la manera cómo la cultura política comunista se desenvolvió durante la crucial década de 1990. Las coyunturas históricas nacionales e internacionales que la atravesaron a lo largo de estos años, provocaron una compleja relación entre continuidad y cambio de la cultura política comunista.

    En un segundo nivel sobre la cuestión de la historiografía del comunismo, este libro pretende aportar a la discusión sobre las distintas suertes que corrieron los partidos comunistas luego del fin de los «socialismos reales». En efecto, a nivel internacional, el debate sobre la suerte de la izquierda, y en particular del comunismo luego del fin del «socialismo real», demuestra que este ha seguido distintos caminos. En el caso del PC uruguayo, se vio afectado por una profunda crisis interna a partir de la década de 1990, lo que se tradujo en el desgajamiento de militantes y fracturas en sus organismos de dirección. Sin embargo, a partir de adaptaciones ideológicas, el PC uruguayo recuperó protagonismo político, lo que se reflejó en el triunfo el 2010 de su candidata a la Intendencia de Montevideo, la principal del país¹⁴. Por el contrario, el Partido Comunista de Francia, que tuviera un papel muy relevante en la política francesa de posguerra, ha sido incapaz de recuperarse de la crisis que golpeó a los partidos comunistas luego del fin del socialismo. En efecto, tras haber sido uno de los representantes de la corriente eurocomunista, que buscaba sintetizar democracia y socialismo alejándose de la Unión Soviética, el comunismo francés tuvo una regresión estalinista. Esto le impidió, en la década de los noventa, adaptarse a la nueva realidad del país, basada en cambios en el mundo del trabajo y el desprestigio de la otrora orgullosa condición obrera. Así, el PC francés casi ha visto extinguido su antiguamente poderoso caudal electoral¹⁵. Por su parte, el Partido Comunista Italiano optó por abandonar su identidad comunista, reconstruyéndose como un partido «democrático». En este caso, por la trayectoria histórica del PC italiano, la disolución del partido apareció como un camino previsible producto de su temprana heterodoxia ideológica, lo que ha valido ser considerado un «comunismo socialdemócrata». Reorganizando su memoria histórica y teniendo como base una fuerte presencia en la vida política italiana, el abandono de la denominación «comunista» le permitió convertirse en un actor democrático incuestionable en la vida política del país¹⁶. Teniendo en cuenta esta diversidad de experiencias, el caso de los partidos comunistas enfrentados a la era poscomunista ha sido un campo propicio para la ciencia política, que ha indagado el comportamiento y capacidad de adaptación de los partidos políticos ante presiones internas y externas. De esta forma, se pueden distinguir dos polos para hacer frente a la crisis terminal del proyecto comunista global: uno que reafirmó su fidelidad al ideal original, aceptando cambios menores (caso de Francia, Portugal y Grecia) y otro que optó por abandonar la matriz comunista, disolviéndola en nuevas colectividades (caso de Italia, Finlandia, Suecia, entre otros). Asimismo, existirían los casos intermedios, como el representado por el PC español¹⁷.

    Por último, el tercer eje del debate historiográfico sobre el comunismo en el que interviene este libro, se relaciona con la forma de entender la relación de los partidos comunistas con su ambiente exterior. Algunos autores, centrados especialmente en la experiencia de la década de 1930 y siguientes, definieron a los partidos comunistas como «instituciones totales», es decir, que cubrían el conjunto de las actividades de sus integrantes, inclusive a nivel de su vida privada. Siguiendo la tesis de Erving Goffman, se visualiza a la militancia comunista como una especie de contra-sociedad que, durante un prolongado periodo de tiempo, llevaba un estilo de vida cerrado apartado de la sociedad¹⁸. Este enfoque «totalitario» resalta que estas organizaciones, a nivel interno, no toleraban las disidencias y los matices. En base a complejos aparatos de control, intentaban construir una compleja maquinaria partidaria monolítica¹⁹. A partir de esta constatación, algunos influyentes expertos en la historiografía del comunismo han concluido que los partidos comunistas, de manera genérica, eran portadores de un proyecto totalitario. Este sería el caso de los PC de Francia e Italia, los más influyentes de Europa Occidental²⁰. En sentido opuesto, desde diversas perspectivas, se ha polemizado con esta mirada, proponiendo en cambio que la historia de los comunismos no puede entenderse sin la interrelación con la sociedad y el entorno en el que se desenvuelven. Por ejemplo, una importante obra colectiva ha reivindicado como programa de investigación la necesidad de matizar fuertemente aquellas ópticas que visualizan al comunismo como un proyecto totalizante y mundial. Por el contrario, a través del concepto de cultura política, se propone complejizar la relación entre lo nacional y lo internacional. En este sentido, la integración de los factores nacionales sería decisiva para entender las experiencias comunistas de cada país. Por ejemplo, algunos autores, en debate con Marc Lazar, plantean como hipótesis que la trayectoria del PCF y el PCI solo se termina de entender reconociendo la fuerte influencia que tuvo la democracia liberal de sus respectivos países en la ideología y accionar de estas organizaciones²¹. Por su parte, otros estudios han cuestionado el carácter absoluto de la tesis «totalizante», proponiendo que, para entender la dinámica de construcción del modo de ser comunista, se deben analizar las «multicomplejidades» correspondientes a cada caso. En ese sentido, habría que diferenciar aquellas experiencias en donde los comunismos en el poder llevaron a cabo políticas de control y represión, que los aproximó a las nociones de «instituciones totales», con la de partidos poderosos que construyeron «contra-sociedades», pero que contaron con apoyo masivo, como en Francia e Italia. En este caso, la organización lograba, a través de sus amplias redes, un control sobre la militancia, pero, siguiendo a Annie Kriegel, en base a distintos niveles concéntricos. Por lo tanto, no constituirían «instituciones totales» propiamente tales. Por último, en el caso de los militantes comunistas británicos, habría coexistido una pluralidad de representaciones sobre su estilo político, en constante tensión con la concepción bolchevique, rompiendo claramente con el concepto de Goffman²².

    Desde la perspectiva de la cultura política, se ha propuesto que esta categoría tiene la virtud de explicar la longevidad del comunismo y por qué la influencia de la cultura comunista trasciende los límites de las organizaciones partidarias. Es decir, a través del examen de la cultura política comunista, se comprende su proyección dentro de sus respectivas sociedades y, a la vez, cómo ésta incidió en la organización. En el caso del Partido Comunista de Brasil, la cultura política de ese país lo habría dotado de algunas de sus características, como la tendencia a la conciliación, la flexibilidad y al personalismo, en donde el peso de las relaciones personales se encontraba por sobre el de las instituciones. Esto explicaría la importancia de la figura de Luis Carlos Prestes como factor decisivo en la popularidad del comunismo brasileño²³. Por último, una última perspectiva epistemológica que se aparta de las visiones «totalizantes» del comunismo, han planteado como programa alternativo de investigación lo que se ha denominado como «una historia social del comunismo». De esta manera, alejado de las historias oficiales o anticomunistas, la perspectiva de la historia social «desde abajo» permite visualizar la manera como los comunistas se organizaron y experimentaron su militancia. En el caso de la lucha contra la dictadura del general Francisco Franco en España, el PCE jugó un papel decisivo en la activación del accionar de los movimientos sociales en contra del régimen. Esto, se ha dicho, fue gracias a que los comunistas españoles se adaptaron a las demandas sociales. En este sentido, la adopción de la lucha por la democracia y los derechos sociales para todos convirtió al PCE en el principal partido del antifranquismo. En el caso del movimiento estudiantil habría ocurrido un fenómeno similar, en donde las organizaciones creadas por los estudiantes le habrían aportado aspectos políticos y culturales decisivos para convertirse en la organización que lideró el antifranquismo en Catalunya²⁴.

    El segundo eje de debate en el que se inserta este texto, se relaciona con el caso particular del PC chileno durante la postdictadura, materia que recién se ha comenzado a investigar. La principal obra que lo ha hecho, plantea que el declive comunista durante la década de 1990 se relacionó con la incapacidad del «núcleo dirigente» del partido de apartarse de la ortodoxia marxista-leninista, ligada a la concepción de la dictadura del proletariado y el «asalto al poder». Esto le habría permitido subsistir, pero lo habría alejado de los movimientos sociales, producto de su incapacidad de elaborar un proyecto de futuro. Esto se tradujo, se dice, en la marginalidad política y la disminución de su influencia en el país durante toda la década²⁵. En un trabajo centrado en el período de la dictadura militar chilena, pero cuyas conclusiones se proyectan a la década siguiente, se propone, por el contrario, que el comunismo chileno vivió su propio proceso de renovación ideológica durante aquella fase. La traumática derrota de la Unidad Popular y las experiencias del exilio y de la represión, habrían gatillado un proceso de transformación de la ideología y la cultura política comunista. A diferencia del proceso que paralelamente desarrollaba la izquierda socialista chilena, caracterizado por el progresivo abandono del marxismo, la apuesta comunista se basaba en intentar una renovación sin dejar de lado la matriz tradicional de la organización. Esto habría sentado las bases para enfrentar el nuevo ciclo político que se iniciaba en Chile a partir de 1990²⁶. Siguiendo esta línea, desde una óptica de historia conceptual, se ha planteado que, durante la década de 1990, el PC desarrolló una «segunda renovación», continuadora del proceso iniciado durante la dictadura, que habría consistido en dotar de nuevos sentidos a antiguos conceptos fundamentales de su ideología y la resignificación de sus prácticas políticas²⁷. Con todo, investigaciones más generales sobre la historia política reciente del país han coincidido en señalar al PC de la década de 1990 como un actor político carente de proyecto político, arcaico, autista y sin credibilidad para encarnar una alternativa de proyección nacional²⁸.

    A partir de este estado del debate, queda claro que a pesar del derrumbe del «socialismo real» a fines de la década de los ochenta y principios de los noventa, las experiencias comunistas no han recorrido un solo sendero o, necesariamente, han sido superadas por la historia. Así, la visión dominante en Chile, respecto al supuesto declive irreversible del comunismo a partir de 1990, no solo es matizable a la luz del repunte de su influencia en los movimientos sociales y en el sistema de partidos años más tarde, sino también porque en otras latitudes han existido distintas experiencias «poscomunistas» relativamente exitosas. Por otra parte, este libro comprenderá la historia del Partido Comunista de Chile no solo como parte de la historia general del país, sino que fuertemente influida por las características del proceso político chileno de esta época. Y, en particular, asumirá que la interacción cotidiana de sus militantes en las organizaciones sociales de la época incidió en el modo en que la organización intentó reinventarse durante la década de 1990. Lejos de las miradas que visualizan a los partidos comunistas como «monolíticos», «totalizantes» o aislados del mundo exterior, nuestra perspectiva historiográfica explorará la manera en que tanto la realidad chilena de la época como la trayectoria de las organizaciones sociales influyeron en la evolución del Partido Comunista de Chile.

    De acuerdo a nuestra hipótesis, a la luz de los aportes de la politología, estimamos necesario problematizar las ópticas que visualizan al PC durante la década de 1990 como puro dogmatismo e incapaz de entender la nueva dinámica política que experimentaba Chile. La necesidad de subsistencia, seriamente amenazada por factores exógenos (contexto nacional e internacional) e internos (cuestionamientos entre la militancia), obligó al PC a buscar modalidades de adaptación a la nueva etapa democrática. En este punto está el origen que explica el comportamiento y la modalidad del proceso de adaptación que el PC chileno experimentó durante esta década. A su manera, durante este período buscó cumplir dos objetivos: primero, subsistir como colectividad política y, luego, ser competitivos electoralmente para así incidir en la realidad nacional. Por su parte, producto de su tradicional vínculo con las organizaciones sociales (sindicales, estudiantiles y territoriales), pugnó por preservar su influencia en dichos espacios, lo que generó nuevas dinámicas socio-políticas en la existencia de la organización.

    Según nuestro planteamiento, la historia del Partido Comunista de Chile durante la década de los noventa es necesaria desglosarla en dos temporalidades distintas. Por un lado, una coyuntural, ligada al acontecer político cotidiano del país. En ese plano, el PC fue contestatario al orden dominante, denunciando la política de los consensos entre la derecha heredera de la dictadura y los gobiernos encabezados por la Concertación. En este nivel, predominó el estilo de la lucha contra la dictadura, intentando capitalizar el descontento a través de la inserción en los movimientos sociales. Se basaba en una retórica confrontacional y ortodoxa a la luz de la hegemonía neoliberal de la época. Pero, por otro lado, desde el punto de vista de una temporalidad de más larga duración, aspectos en apariencia inmutables, como su imaginario y cultura política militante, vivían un proceso de mutación. En este sentido, la apuesta por la conexión con los movimientos sociales fue haciendo necesario flexibilizar y modificar algunas de sus prácticas políticas. Es decir, en el ámbito «más lento» e imperceptible de la historia, la tensión entre renovación y continuidad de las viejas prácticas partidarias se expresó en los frentes de masas de los comunistas, en especial en el movimiento sindical y estudiantil. En este ámbito, el eje del debate fue la cuestión de la relación entre lo social y lo político. Es decir, ¿cuán autónomo del partido debía ser un dirigente social que militaba en el Partido Comunista? En la respuesta a esta pregunta, se jugó la profundidad de los cambios que estaba dispuesto a realizar la dirección del Partido Comunista de Chile. Los conflictos entre los principales dirigentes sociales que tuvo el PC durante la década de 1990 y la máxima dirigencia de la organización, reflejaron la centralidad del debate sobre cómo definir la relación entre lo social y lo político. Aunque con dudas y sin una elaboración teórica claramente definida, la organización debió abrirse a tolerar el desarrollo de nuevas formas de vincularse con el mundo social y el comportamiento de algunos de sus dirigentes en este espacio. En el fondo, su cultura política se fue haciendo más pragmática, dejando de lado fuentes identitarias tradicionales. Con todo, este proceso no careció de conflictos y diferencias internas, que se expresaron en la marginación del partido de destacados dirigentes sindicales.

    De esta manera, planteamos que la opción del PC de alojarse en los movimientos sociales tuvo consecuencias imprevistas en la organización, porque lo obligó a repensar materias, involucrarse en actividades y desarrollar experiencias militantes nuevas. Desde este punto de vista, estimamos que una historia del PC (u otra organización política y social) es insuficiente si solo se detiene en las declaraciones de sus máximos dirigentes o en sus documentos oficiales, los que no necesariamente expresan el quehacer concreto de sus integrantes. El entorno cultural de estos y su experiencia militante cotidiana, constituyen un factor importante para entender las dinámicas de continuidad y cambio de las organizaciones políticas y sociales. En este sentido, este trabajo incorporará las nociones desarrolladas por la ciencia política que remarcan las variables internas y externas a los partidos para explicar sus procesos de cambio. Además, que los dirigentes no pueden libremente mantener o modificar aspectos ideológicos y de línea política de la organización, producto de la presión relativa que puede realizar la militancia en una u otra dirección. Asimismo, la importancia de los momentos políticos coyunturales nacionales, en donde el PC siempre intentó –y a veces lo logró– incidir, a pesar de encontrarse fuera del parlamento y del gobierno. Por último, basado en la óptica de la «historia social del comunismo», insistiremos en la influencia de la experiencia de los militantes en las organizaciones sociales como factor que explica los procesos de cambio en la cultura política de la militancia comunista.

    La primera parte del libro revisará de manera cronológica la trayectoria del PC durante la década de los noventa, porque de esa manera se entrecruzan los aspectos coyunturales de cada momento histórico, que en muchas ocasiones ayudaron a torcer en una u otra dirección la historia político-cultural de los comunistas chilenos. En la segunda parte del texto, más breve que la primera, nos detendremos a analizar de manera específica la política sindical de los comunistas y la manera cómo esta se desenvolvió en las organizaciones de los profesores y los trabajadores de la salud. Fue en estos sectores donde el Partido Comunista alcanzó mayor influencia social y política, coadyuvando a recuperar presencia en la agenda política nacional. Además, gatilló procesos y pugnas sobre cuál era la mejor fórmula política y social para adaptarse a la nueva realidad que vivía Chile en aquella época.

    Este libro es producto del proyecto Fondecyt n°1150583 titulado «Partido Comunista de Chile: cambios y continuidades de su imaginario y cultura política (1990-2010)». Debo agradecer enfáticamente al equipo de investigación que constituimos en este proyecto, conformado por Fernando Pairican Padilla, Jorge Navarro López, Raquel Aranguez Muñoz, José Ignacio Ponce López y Ximena Urtubia Odekerken. También debo reconocer a los hombres y mujeres que a lo largo de años me han facilitado el acceso a documentos, folletines y diverso material escrito producido por el Partido Comunista, o que intercambiaron opiniones sobre la historia del Partido Comunista de Chile conmigo o me comentaron algunas de sus experiencias personales. Todo ha sido de suma importancia para reflexionar sobre la centenaria historia de esta organización.


    ¹ Eric Hobsbawm, «Problemas de la historia comunista», en Revolucionarios. Ensayos contemporáneos, Barcelona, Crítica, 2010; Bruno Groppo y Bernard Pudal, «Historiographies des communismes francais et italian», en Michel Dreyfus et al., Le Siécle des communismes. París, Éditiones de l’Atelier/Édition Ouvrières, 2000.

    ² Perry Anderson, «La historia de los partidos comunistas», en Raphael Samuel (ed.), Historia popular y teoría socialista, Barcelona, Crítica, 1984. En la misma línea, Horacio Crespo, «Para una historiografía del comunismo: algunas observaciones de método», en Elvira Concheiro et al., El comunismo: otras miradas desde América Latina. México DF, UNAM, 2007.

    ³ Bruno Groppo y Bernard Pudal, «Une réalité multiple et controversée», en Dreyfus et al., op. cit.

    ⁴ Serge Wolikow, «Historia del comunismo. Nuevos archivos y nuevas miradas», en Concheiro et al. Op. cit. y del mismo autor «Les interprétations du mouvement communiste international», en Dreyfus et al., ibíd.

    ⁵ Manuel Bueno y Sergio Gálvez, «Por una historia social del comunismo. Notas de aproximación», en Manuel Bueno y Sergio Gálvez, Nosotros los comunistas. Memoria, identidad e historia social, Madrid, FIM, 2008; Gerardo Leibner, Camaradas y compañeros. Una historia política y social de los comunistas del Uruguay. Montevideo, Trilce, 2011.

    ⁶ Al respecto, Francisco Erice (coordinador), Los comunistas en Asturias, 1920-1982, Ediciones Trea, S.L., 1996; Sergio Rodríguez Tejeda, «Partido comunista y movimiento estudiantil durante el franquismo», en Bueno y Gálvez, op. cit., y Juan Andrade, El PCE y el PSOE en (la) transición. La evolución ideológica de la izquierda durante el proceso de cambio político, Siglo XXI, 2015. El papel de la militancia en la toma de decisiones de los partidos, D. Robertson, A theory of Party Competition, Wile, 1976, citado en Luis Ramiro Fernández, Cambio y adaptación en la izquierda. La evolución del Partido Comunista de España y de Izquierda Unida (1986-2000), CIS-Siglo XXI, 2004.

    ⁷ Al respecto, el clásico trabajo de Annie Kriegel, Los comunistas franceses, Editorial Villalar, 1978. Un ejemplo de estudio de militancia comunista en un contexto específico, en Fernando Hernández Sánchez, Guerra o revolución. El Partido Comunista de España en la guerra civil, Editorial Crítica, 2010.

    ⁸ Angelo Panebianco, Modelos de partidos. Organización y poder en los partidos políticos, Alianza, 1990. Una aplicación del modelo de Panebianco, Adolfo Garcé, La política de la fe. Apogeo, crisis y reconstrucción del PCU (1985-2012), Editorial Fin de Siglo, 2012.

    ⁹ Cornelius Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, 2 Vol. Barcelona, Tusquet Editores, S.A., 2003.

    ¹⁰ Tomás Moulian, «Campo cultural y partidos políticos de la década del sesenta», en La forja de ilusiones: El sistema de partidos 1932-1973. Santiago. ARCIS-FLACSO, 1993.

    ¹¹ George Duby, Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, Madrid, Taurus Ediciones, 1992.

    ¹² Miguel Ángel Cabrera, «La investigación histórica y el concepto de cultura política», en Manuel Pérez Ledesma y María Serra (eds.), Culturas políticas: teoría e historia, Zaragoza, Institución «Fernando el Católico», 2010. p.20 y 32.

    ¹³ Idem. p.43 y ss.

    ¹⁴ Garcé, op. cit.

    ¹⁵ Bernard Pudal, Un monde défait. Les communistes français de 1956 à nos jours. Francia, Éditiones du Croquant, 2009.

    ¹⁶ Michèlle Bertrand et al., La reconstruction des identités communistes après les bouleversements intervenus en Europe centrale et orientale. París, Éditions l’Hartmattan, 1997, y Donald Sasson, Cien años de socialismo, España, Edhasa, 2001.

    ¹⁷ Luis Ramiro Fernández, Cambio y adaptación en la izquierda. La evolución del Partido Comunista de España y de Izquierda Unida (1986-2000), CIS-Siglo XXI, 2004.

    ¹⁸ Erving Goffman, Asylum. Essays on the social situation of mental patients and other inmates, NY, Doubleday & Co, 1961, XIII.

    ¹⁹ Bernard Pudal y Claude Pennetier, «Du Parti bolchevik au Parti stalinien», en Dreyfus et al., op. cit.

    ²⁰ Marc Lazar, Le communisme, une passion française, Éditiones Perrin, 2002.

    ²¹ Jean Vigreux y Serge Wolikow, Cultures communistes au XX siècle. Entre guerre et modernité, La Dispute/SNÉDIT, 2003. Introduction.

    ²² Kevin Morgan, Gidon Cohen y Andrew Flinn, Communists and British Society, 1920-1991, Rivers Oram Press, 2007.

    ²³ Marcos Napolitano, Rodrigo Czajka y Rodrigo Patto Sá Motta, Comunistas brasileiros. Cultura política e produçao cultural, Belo Horizonte, Editora UFMG, 2013.

    ²⁴ Carme Molinero, «Una gran apuesta: la oposición política a través de la movilización social» y Sergio Rodríguez Tejeda, op. cit. en Bueno y Gálvez, op. cit.

    ²⁵ Alfredo Riquelme Segovia, Rojo atardecer. El comunismo chileno entre dictadura y democracia. Santiago, DIBAM, 2009, y Alfredo Riquelme y Marcelo Casals, «El Partido Comunista y la transición interminable (1986-2009)», en Augusto Varas et al., El Partido Comunista en Chile. Una historia presente. Santiago, Catalonia/USACH, 2009. Un argumento parecido lo había planteado Eduardo Sabrovsky, Hegemonía y racionalidad política. Contribución a una teoría democrática del cambio. Santiago, Ediciones del Ornitorrinco, 1989.

    ²⁶ Rolando Álvarez, Arriba los pobres del mundo. Cultura e identidad política del Partido Comunista de Chile entre democracia y dictadura. 1965-1990. Santiago, LOM ediciones, 2011.

    ²⁷ Cristina Moyano, «El Partido Comunista y las representaciones de la crisis del carbón. La segunda renovación», en Tiempo Histórico No 2, Santiago, 2011.

    ²⁸ Claudio Fuentes, «Partidos y coaliciones en el Chile de los ’90. Entre pactos y proyectos», en Paul Drake e Iván Jaksic, El modelo chileno. Democracia y desarrollo en los noventa. Santiago, LOM ediciones, 1999, y Tomás Moulian, De la política letrada a la política analfabeta. La crisis de la política en el Chile actual y el ‘lavinismo’. Santiago., LOM ediciones, 2004.

    I Parte.

    El Partido Comunista de Chile en el sistema

    político de la década de 1990

    Capítulo 1

    ¿El derrumbe de las catedrales? El PC chileno de cara al colapso del comunismo y el retorno a la democracia (1990)

    A fines de 1990, el ex diputado comunista Luis Guastavino editó un libro titulado Caen las catedrales. Reunía textos políticos y entrevistas concedidas a diversos medios durante ese agitado año. El título de su obra se convirtió en una de las metáforas más conocidas y utilizadas para describir la compleja situación del PC durante aquel año. El enfrentamiento contra los agoreros que desde dentro y fuera de la organización anunciaban su fin, marcó la existencia de la organización durante ese año. Este se había iniciado pletórico de expectativas para la mayoría de los chilenos, los que a fines de 1989 habían optado por el abogado demócrata cristiano Patricio Aylwin para que encabezara el primer gobierno democrático tras los años de la dictadura del general Pinochet. Sin embargo, la alegría del fin de la dictadura pronto dio paso al realismo, las concesiones y los pactos con la derecha, que caracterizarían a la transición democrática chilena. La decepción pronto rodearía a los comunistas y otros sectores de izquierda. Así enfrentaron los comunistas chilenos el inicio de la última década del siglo XX: por un lado, con la amenaza del peligro de extinción de proyecto político de transformación que habían desarrollado durante gran parte del siglo; por otro, con el dolor de ver que el sueño democrático por el que habían luchado durante la dictadura estaba lejos de cumplirse.

    En efecto, para entender el desenvolvimiento de la crisis del PC durante 1990, es fundamental mencionar el campo cultural en el que esta se desarrolló. El 11 de marzo, el dictador Augusto Pinochet, que había perseguido ferozmente a la izquierda chilena durante 16 años y medio, entregaba el poder ejecutivo a Patricio Aylwin, el líder de la oposición. Esta salida de la dictadura había significado que la oposición reconociera la institucionalidad creada por el régimen. El costo de la llamada «transición pactada» implicaba la legitimación de una institucionalidad que estaba lejos de aproximarse a los cánones de las democracias occidentales. Por ejemplo, el Senado tenía nueve integrantes designados por Pinochet, lo que le daba mayoría parlamentaria a la derecha, a pesar de haber sido derrotada en las elecciones de 1989; el poder judicial estaba compuesto por los mismos integrantes que habían tenido una actitud cómplice durante la dictadura, todos designados por el dictador saliente; la Constitución asignaba un papel «garante» a las fuerzas armadas, que, a través del Consejo de Seguridad Nacional, tenían derecho a veto sobre el poder civil. Esto, sumado a que Pinochet permaneció al mando del ejército durante casi toda la década, provocaba que su figura continuara siendo muy relevante en la vida política del país. Por último, la autonomía del Banco Central y las disposiciones constitucionales que garantizaban la existencia de leyes laborales antisindicales, aseguraban la continuidad del modelo neoliberal. De esta manera, la coalición gobernante, a pesar de poseer mayoría electoral, se movía en aguas políticas muy complejas, producto de la poderosa presencia del legado dictatorial. Este argumento fue utilizado sistemáticamente para explicar el no cumplimiento del programa democratizador prometido al país en las elecciones presidenciales de 1989, ganadas por la oposición²⁹.

    A estas condiciones políticas objetivas se le debían unir otros elementos. Uno de los principales era que se había hecho hegemónico el sentido común que sostenía que la forma de terminar con la dictadura había sido por medios pacíficos. La apelación a que «la alegría ya viene» de la campaña opositora durante el plebiscito de 1988, cuyo resultado fue fundamental para evitar la prolongación del mandato de Pinochet, hizo que las fuerzas de izquierda, que alentaban fórmulas más confrontacionales, incluso armadas, perdieran legitimidad. Hacia 1990, la condena a la violencia política era un consenso en el marco de una sociedad cansada de esta luego de casi 16 años y medio de dictadura³⁰. Por el contrario, la llamada «democracia de los acuerdos», proclamada por el gobierno y un sector de la derecha, ponía en el centro del quehacer político y cultural de la época la mirada hacia el futuro, tratando de olvidar el pasado. Por este motivo, se intentó terminar y negociar la problemática generada por la violación a los derechos humanos durante el régimen militar, que, como se comprobó años más tarde, alcanzaba al mismísimo general Pinochet. Por último, un país viviendo un delicado proceso de cambio político, como Chile en aquel año, no podía dejar de recibir de manera influyente los espectaculares acontecimientos registrados que en Europa del Este habían decretado el fin del campo socialista. Esto, unido a la crisis política que enfrentaba Mijaíl Gorbachov en la Unión Soviética, consolidó la noción del «fin de la historia» y el triunfo del liberalismo a nivel planetario. En el país, uno de los principales énfasis de la recepción de estos sucesos fue utilizarlo como fundamento para la continuidad del modelo neoliberal implementado por la dictadura. En resumen, el Chile de 1990 comenzó a desarrollar un régimen político que ha sido definido como una «democracia semisoberana», en alusión a sus limitantes para expresar de manera realmente democrática la voluntad ciudadana³¹.

    Este fue el clima político en el que se desenvolvió la crisis del PC. Esta tuvo un doble origen: uno exógeno, relacionado con la crisis del campo socialista, tal como le ocurrió al resto de los partidos comunistas alrededor del planeta. El segundo origen fue endógeno, producto de los cuestionamientos internos a la línea política seguida por el PC durante los años de la dictadura y especialmente en la coyuntura de término de esta. Esta crisis la hemos tratado ampliamente en un trabajo anterior³², y en esta oportunidad volveremos a ella en el siguiente capítulo de este libro. De esta manera, podremos ahondar en otros aspectos para explicar la forma como la dirección y la militancia del PC vivieron esta compleja coyuntura.

    Como señalábamos más arriba, en esta crisis se conjugaron cuestiones estrechamente relacionadas con la histórica coyuntura política que Chile vivió entre fines de 1989 y comienzos de 1990, a saber, las primeras elecciones presidenciales en 20 años y el fin de la dictadura del general Pinochet. Desde nuestro punto de vista, para entender las definiciones del PC en esta fase crítica, es necesario contemplar las dimensiones más subjetivas de la política, lo que puede explicar las dificultades para adaptarse a las nuevas condiciones que experimentaba el país. En efecto, el PC se había jugado por una salida insurreccional de la dictadura. La apuesta había sido que, en base a la movilización popular, se pondría fin al régimen y se dejaría atrás su legado político y económico. Se desmontaría el andamiaje jurídico, se castigaría a los culpables de la violación de los derechos humanos y se recuperarían los derechos laborales para los trabajadores. Esta apuesta de romper con la institucionalidad creada por la dictadura, tuvo expresiones concretas en la vida cotidiana de los militantes y, en algunos casos, les implicó perder su vida, ser detenidos y sometidos a salvajes torturas, quiebres familiares, exilio y la dureza de la vida clandestina. En ese sentido, para muchos, el partido se convirtió en la razón más importante de su existencia.

    En el caso de «David», alto dirigente del FPMR durante la dictadura, perdió contacto total con su familia (madre, hermanos, etc.) por casi 9 años: «estuvimos totalmente incomunicados, no sabían si vivía, si estaba muerto…no tenían nada claro respecto a mí». Sobre la familia, el mismo «David» explica que nunca pudo construirla, solo tuvo relaciones de pareja pasajeras. Acerca de los hijos, señala que tuvo «dos hijos que no están conmigo, viven en…‘en algún lugar del mundo’…A la niña por ejemplo, la vi nacer, estuve con ella hasta los cuatro meses… después la vi cuando tenía cuatro años, y, posteriormente la vi cuando tenía 11 años…». «Daniel», por otro lado, describe que vivió 5 o 6 años de clandestinidad absoluta: «Hubo momentos malísimos… uno añoraba tener una persona de confianza con la cual poder conversar algo íntimo… hacer recuerdos. Porque con los compañeros de trabajo tampoco podía hacer ni recuerdos del pasado, ni hablar de tu familia…». Por último, «Manuela», recordaba lo que experimentó cuando un compañero muy cercano fue asesinado por los organismos de seguridad del régimen: «…cuando esa persona se muere, y más aún, se muere siendo consecuente con sus ideas, ¡es muy fuerte el golpe! ¡Es muy terrible! Además…yo no pude ir ni siquiera a su funeral… No pude ni siquiera saludar a su mamá y decirle ‘señora, yo tuve el honor de conocer a su hijo’… esas cosas te quedan adentro, como una rebeldía…»³³.

    Así, la modificación drástica de los objetivos políticos de la organización no era una medida sencilla para la dirección del PC. Una muestra la constituía la crisis que estalló en 1987 entre la dirección y el brazo armado del partido, el popular Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Ese año se quiso limitar su accionar luego del fracaso del atentado contra Pinochet en 1986, cuestión que había generado un nuevo cuadro político, donde la violencia política perdía protagonismo. Sin embargo, las medidas de la dirección sobre su aparato armado produjeron el desgajamiento de parte importante de este organismo. La antigua acusación de «reformismo» contra los dirigentes del PC fue desempolvada por los «rodriguistas». Esta crisis demostró que un sector significativo de la militancia, que se había comprometido con el éxito de la «Rebelión Popular» o que, derechamente, se había hecho comunista al calor de la épica revolucionaria que esta poseía, no estaba dispuesto a abjurar fácilmente de ella³⁴. Parte importante de la legitimidad de la dirección clandestina encabezada por Gladys Marín se basó en ser impulsores de esta línea política. Desde nuestra óptica, este aspecto es el que explica, en buena medida, las continuidades de las posiciones más radicales del PC durante los primeros años de los gobiernos democráticos.

    Pero, por otra parte, para la dirección comunista era indiscutible que, con la asunción de Patricio Aylwin a la primera magistratura del país las condiciones políticas habían cambiado. Por lo tanto, la tensión se producía respecto al grado del cambio de la orientación política de la línea del partido. ¿Había que dar un corte radical a la Política de Rebelión, incluyendo sus expresiones armadas?, ¿había que incorporarse al gobierno? Como la coalición (especialmente la Democracia Cristiana) excluía al PC por sus posiciones favorables a la violencia y su adscripción a un marxismo considerado ortodoxo, ¿había que «hacer méritos» para congraciarse con los nuevos gobernantes?, ¿había que renunciar a los credos, tal como lo había hecho el Partido Socialista? En el fondo, la disyuntiva era respaldar o no al gobierno democrático. No hubo dudas en la necesidad de descartar del uso de formas armadas de lucha durante el nuevo período. Por otra parte, excluirse de la coalición de gobierno no era decisión fácil para el PC, pues durante la dictadura había promovido constantemente coaliciones e intentos de acuerdo con el centro político. Además, se sentían partícipes del proceso que había permitido el fin de la dictadura; por lo mismo, ¿por qué marginarse de la coalición que encabezaba dicho proceso? Tradicional articulador de pactos con partidos de centro, resultaba una novedad que el PC quedara fuera de los principales debates de la arena política.

    En resumen, la dicotomía entre mantener los principios y la ética partidaria que le habían entregado la mística para resistir los embates represivos de la dictadura y rebelarse con «todas las formas de lucha» en su contra, versus la necesaria adaptación de los contenidos políticos e ideológicos en la nueva etapa democrática, estuvo en el centro de gravedad de la crisis partidaria que estalló en 1990. Como una manera de resolver esta disyuntiva, el PC proclamó una posición de «independencia constructiva» ante el gobierno democrático. Es decir, no era opositor a este; de hecho, se recordaba que los comunistas habían llamado a votar por Aylwin; empero, se reservaba el derecho a ser críticos de una administración que avizoraban insuficientemente decidida a contrarrestar el legado de la dictadura.

    De esta manera, en octubre de 1990 se realizó el XIII pleno del Comité Central del PC. A esas alturas, el momento más álgido de la crisis había pasado y la organización intentaba con ahínco recuperar la estabilidad interna para enfrentar la coyuntura política. En el fondo, este pleno fue el inicio de la etapa post-crisis, en donde los ejes de las preocupaciones volverían a ser los acontecimientos políticos y no las cuestiones internas, que habían consumido la vida partidaria desde comienzos de ese año. El diagnóstico que hacía la dirección del PC se alineaba con las definiciones del XV Congreso del año pasado y la Conferencia Nacional de junio de 1990: la opción del gobierno de Aylwin era, cada vez más, aceptar el modelo económico neoliberal, por lo que la «transición democrática» se encaminaba más en la línea del continuismo del legado dictatorial que en el de su modificación. Por lo tanto, la tesis era que la contradicción fundamental del período seguía siendo «dictadura-democracia». Según el PC, un conjunto de evidencias demostraba que las fuerzas armadas (y Pinochet) no estaban sometidas del todo al poder civil. Además, este no podía tomar las medidas prometidas a la ciudadanía, producto del entramado legal heredado de la dictadura. Pero aparte de estos obstáculos, para el Partido Comunista, la «visión cupular» de la política que tenía el gobierno, hacía que este optara por resolver los nudos políticos sin la participación ciudadana y en componendas con la derecha. Por lo tanto, la principal conclusión a la que arribó el Comité Central del PC era que la democracia en Chile todavía era una tarea pendiente³⁵.

    Esto, desde la óptica de la dirigencia comunista, se reflejaba en numerosos ejemplos cotidianos. Un caso especialmente sensible lo representaba el proyecto de reformas laborales. En el marco de un Senado con mayoría de derecha, gracias a la presencia de senadores designados, el proyecto gubernamental privilegiaba los acuerdos con la oposición de derecha antes que una propuesta que realmente modificara el Plan Laboral de la dictadura. Para el PC, se observaba «un afán escandaloso de congraciarse con la derecha y los empresarios»³⁶. En materia de derechos humanos, aspecto muy sensible para el PC, se valoraba la creación de la «Comisión de Verdad y Reconciliación» y la liberación de algunos presos políticos, pero se consideraban que eran medidas «absolutamente insuficientes». Entre las deudas que tenía el gobierno en este aspecto, se mencionan la no resolución del caso de los «detenidos-desaparecidos», la existencia de 244 presos políticos, atentados contra la libertad de prensa, ausencia de condenas por violaciones a los derechos humanos y que la Corte Suprema seguía aplicando la ley de amnistía de 1978³⁷.

    Aunque se reconocían avances en diversos aspectos, el programa de cambios prometidos al país en diciembre de 1989 estaba siendo sacrificado, por lo que la propuesta del PC era acentuar su política de «independencia constructiva», o sea, aumentar las críticas frente a lo que se consideraba el inmovilismo del gobierno ante Pinochet y la derecha. Para ello, planteaba la tesis de la «ruptura institucional», es decir, promover cambios políticos, económicos e institucionales rompiendo la legalidad establecida en la Constitución de 1980 a través de la movilización popular. El Partido Comunista resumía el significado de la «ruptura institucional» en un programa básico: expulsión de los alcaldes designados por Pinochet (recién serían reemplazados en 1992); libertad a los presos políticos; verdad y justicia en materia de derechos humanos; reformas laborales y restablecimiento de relaciones

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