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La creación de la amenaza roja: Del surgimiento del anticomunismo en Chile a la "campaña del terror" de 1964
La creación de la amenaza roja: Del surgimiento del anticomunismo en Chile a la "campaña del terror" de 1964
La creación de la amenaza roja: Del surgimiento del anticomunismo en Chile a la "campaña del terror" de 1964
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La creación de la amenaza roja: Del surgimiento del anticomunismo en Chile a la "campaña del terror" de 1964

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La creación de la amenaza roja recorre el fenómeno del anticomunismo en Chile, desde sus primeras manifestaciones en la segunda mitad del siglo XIX hasta las elecciones de 1964. En ese amplio espectro temporal, el libro aporta dos tesis centrales e interrelacionadas. En primer lugar, el autor plantea que la elección presidencial de 1964 fue el momento de mayor proyección pública del anticomunismo en Chile. En segundo término, sostiene que el anticomunismo fue un elemento estructural del desarrollo político chileno en el siglo XX, en la medida que condicionó los términos del debate público e influyó visiblemente en el discurso político de una serie de fuerzas que, de diferentes modos, adhirieron a distintas variantes de esta polaridad ideológica.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento11 mar 2017
ISBN9789560006936
La creación de la amenaza roja: Del surgimiento del anticomunismo en Chile a la "campaña del terror" de 1964

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    La creación de la amenaza roja - Marcelo Casals Araya

    297-302.

    Capítulo 1

    Definición, matrices y contenidos del anticomunismo

    a. El anticomunismo. Rasgos fundamentales

    El comunismo en cuanto ideología, doctrina política y modelo de desarrollo fue uno de los fenómenos que más hondamente marcaron el desarrollo político, económico, social y cultural del siglo XX. No es de extrañar, por ende, que las respuestas y reacciones ante este potente desafío a los fundamentos de la sociedad liberal-burguesa contemporánea hayan sido tan variadas como extendidas en el tiempo, impactando de modo notorio en las formas de entender y hacer política en distintas regiones del planeta. Su influjo puede rastrearse en variadas dimensiones de la realidad social, así como también en la constitución y legitimación de distintas ideologías políticas que hicieron suya la misión de combatir al comunismo. Tanto las políticas estatales de exclusión y represión de todo aquello sindicado como «comunista» (u otro epíteto asociado), como la aparición de grupos civiles que se autoconfirieron la facultad de hostilizar a quienes fueran relacionados con esa ideología, fueron expresión de aquella recurrente capacidad del anticomunismo por atravesar fronteras nacionales, sociales y políticas, instalándose de ese modo como una de las polaridades ideológicas de mayor presencia en la «política mundial». Es por todo ello que, antes de estudiar el desarrollo del anticomunismo en Chile, resulta necesario aventurar una definición y un acotamiento del tema en cuestión. Si bien el anticomunismo, como veremos, fue un fenómeno polifacético, transversal y cambiante en el tiempo, ello no quita ni inhibe un esfuerzo por identificar sus principales contenidos, lógicas y actores involucrados.

    Comencemos por señalar la característica más evidente del anticomunismo: su aversión a toda idea, expresión y práctica perteneciente al ámbito del comunismo, tanto en su formulación teórica comenzada en el siglo XIX con la obra de Karl Marx y Friedrich Engels y continuada durante el siglo XX con una serie (no siempre armónica) de intérpretes de estos principios, como en su expresión histórico-política, iniciada en 1917 en Rusia y reproducida en las décadas siguientes en otros países. Tanto los fines de la prédica doctrinaria comunista como la práctica política de los grupos que adhirieron a este conjunto de principios, definiciones y normas fueron el blanco de ataque de todos aquellos que asumieron posturas anticomunistas, intentando con ello evidenciar ante una comunidad determinada (local, regional, nacional o global) la contradicción existente entre el comunismo y todo el sistema de valores, creencias y fundamentos doctrinarios que, en esas visiones, sustentaban a la «civilización» a la cual pertenecían. Podría señalarse, en este punto, que el comunismo y el anticomunismo nacieron juntos, toda vez que a la formulación inicial de las bases de esta corriente ideológica se le antepuso inmediatamente una réplica en términos absolutos e irreconciliables desde diversas fuentes que ya analizaremos. Es más, podría añadirse que –de alguna manera– el anticomunismo es anterior al comunismo en cuanto tal, en la medida en que afectó también a las corrientes socialistas premarxistas de la primera mitad del siglo XIX como parte de un extendido espíritu contrarrevolucionario –algunas de ellas de marcada tendencia antimoderna– presente en diversas capas sociales europeas. Marx y Engels ya advertían en su «Manifiesto del Partido Comunista» de 1848 que el término «comunista» era usado por parte de los sectores dominantes europeos para deslegitimar toda oposición u organización obrera¹. El mismo Marx conoció de cerca el virulento rechazo de las burguesías europeas a sus planteamientos, y fue testigo de la transformación de ese sentimiento en leyes represivas en contra de quieres sostuviesen esas ideas y actuasen en función de ellas. Como señala Fabio Giovannini, antes de cualquier Estado comunista, ya existía anticomunismo de Estado².

    El anticomunismo, a pesar de compartir ese rasgo común de aversión al comunismo, no se caracterizó por presentar una actitud unívoca y estática ante esta ideología. Si hay un elemento que da forma a este fenómeno es su problemática (y a ratos abiertamente conflictiva) pluralidad, producto tanto de la diversidad de posturas y acciones con respecto al «problema comunista», como también de su mutación y reformulación a través del tiempo. En ese sentido, como se verá en los capítulos siguientes, el hecho de compartir un sentimiento anticomunista no garantiza entendimiento ni armonía entre esas fuerzas. En Chile, las pugnas y polémicas entre conservadores y falangistas (y luego democratacristianos) con respecto a este punto constituyen un claro ejemplo de esta amplitud del arco de posturas y críticas anticomunistas y de sus relaciones no siempre concordantes. Serge Bernstein y Jean Jacques Becker, los primeros investigadores que trataron este tema desde la disciplina histórica, dieron cuenta de esa profusa diversidad de los anticomunismos, señalando que, por ello, no constituyó una doctrina política formalmente establecida. El anticomunismo, agregaban, «se conjuga con posiciones políticas extremadamente diversas. Él no es más que el punto común, no sin importancia, de comportamientos políticos, intelectuales, espirituales, por otro lado completamente diferentes y opuestos»³.

    Hubo momentos, eso sí, tanto en Chile como en otras partes del mundo, en los cuales esta diversidad conflictiva de los anticomunismos se fundió en una oposición sólida y coordinada ante lo que concebían como una amenaza vital. Fueron coyunturas, por lo general, de fuerte conflictividad social y polarización política, en donde un anticomunismo demonizante y unívoco se instaló como el discurso hegemónico de uno de los bandos en disputa. Los golpes de Estado de Brasil, en 1964⁴, y Chile, en 1973, entre muchos otros eventos, tuvieron este rasgo anulador de diferencias al interior del campo anticomunista. Sin embargo, estos episodios de alianzas anticomunistas fueron más bien excepcionales, producto de situaciones particulares en donde el conflicto político se planteó en términos maniqueos, primando más bien la discusión y el conflicto sobre la manera de proceder frente a esta «amenaza» antes que el consenso. La pluralidad del anticomunismo nos obliga a definir a este fenómeno, en primer término, como una «polaridad ideológica», en el sentido de que, sin necesidad de compartir principios en común, las distintas fuerzas políticas opuestas al comunismo se identificaron de distintas formas con una lucha doctrinaria y política frente a aquellos que pretendían modificar abruptamente los fundamentos del orden social. Hablaremos, entonces, de «polaridad» con el único fin de dar cuenta de esta profusa diversidad de anticomunismos.

    El anticomunismo fue parte del discurso y la práctica de un amplio arco de partidos y agrupaciones muy diferentes entre sí. En el caso chileno, gran parte de las principales corrientes políticas presentaron, en distintos momentos y con diferentes intensidades, tendencias anticomunistas. Cuando, a principios de la década de los treinta, se constituyó una izquierda política organizada y con pretensiones de poder, los sectores oligárquicos que antes manejaban los hilos del Estado y la política se constituyeron en derecha política con el objeto de contrarrestar los embates reformistas de sus adversarios. Conservadores y liberales, protagonistas de duros debates doctrinarios y políticos durante el siglo XIX, se aliaron en defensa de sus intereses y principios, ejerciendo desde el Parlamento una efectiva oposición. Fueron, en consecuencia, las agrupaciones que, desde el interior del sistema de partidos, motivaron en mayor medida su actuar en su oposición a las doctrinas socialistas en general y al comunismo en particular. Su anticomunismo, en ese sentido, estuvo fundamentado en la defensa de su propia versión de la nación frente a un grupo que amenazaba con disolverla. Esto implicaba varias cosas: para los conservadores, el materialismo histórico y el consecuente ateísmo de los comunistas constituía una amenaza para la religión y la sociedad basada en ella, características inherentes, según ellos, de la nación chilena. La lucha política era concebida por este sector como una defensa de la religión, apelando muchas veces a la figura del cruzado en lucha contra los infieles. Para los liberales, por su parte, las imprecaciones en contra de la propiedad y la democracia «burguesa» por parte de la izquierda marxista criolla constituyeron el principal elemento de crítica y rechazo generalizado, por cuanto implicaban un atentado en contra de las bases del sistema republicano. Además de estas objeciones doctrinarias, el anticomunismo de la derecha política se basó en una concepción particular de orden social, donde toda trasgresión a los márgenes permitidos implicaba necesariamente la existencia de amenazantes conatos subversivos. En esa línea, al debate propiamente doctrinario al interior de la polaridad comunismo-anticomunismo se le sumó, sobre todo durante las primeras décadas de la centuria, un rechazo (muchas veces traducido en miedo) a la creciente visibilidad de los sectores populares, particularmente del sector organizado de los trabajadores que, por entonces, comenzaban a presionar a la institucionalidad estatal en función de sus demandas sectoriales y planteamientos políticos. En otras palabras, el anticomunismo de derecha fue, en parte, una reacción en contra de la modernización de la sociedad y del consecuente desdibujamiento de las jerarquías sociales, traducido en términos políticos en la negación de la versión más radical de ese igualitarismo tan resistido: el comunismo. Volveremos sobre estos puntos.

    Como se mencionó, otra de las grandes corrientes anticomunistas de la historia político-ideológica chilena fue el socialcristianismo, que tuvo en la Falange Nacional primero y en la Democracia Cristiana después sus estructuras orgánicas más reconocidas. El anticomunismo socialcristiano se caracterizó por el carácter alternativista de sus planteamientos, es decir, por la definición de su proyecto como un reemplazo tanto del camino revolucionario marxista, reconociendo una parte importante del diagnóstico social de izquierda, como del individualismo liberal y los efectos perniciosos de la profundización del sistema capitalista. El socialcristianismo, enraizado primero en sectores intelectuales mesocráticos y oligárquicos, y luego en grupos socialmente diversificados, planteaba instaurar el orden social cristiano, entendiendo por ello una sociedad regida por la justicia y la solidaridad cristiana, donde el carácter alienante de la expoliación capitalista y del régimen de propiedad que le era inherente, por un lado, y el autoritarismo estatal antidemocrático de los regímenes socialistas, por el otro, no tenían cabida. Rechazaba, entonces, el orden social imperante, pero advertía de los peligros de otros proyectos alternativos. Enfatizaba su anticomunismo en la defensa de la religión como expresión «natural» de la sociedad chilena, y en la mantención de la «libertad», entendida como continuidad de las garantías individuales y del Estado de derecho. Sus planteamientos de carácter reformista tendieron en la mayoría de los casos a profundizar los procesos de modernización económica y democratización política, buscando con ello, entre otras cosas, acabar con el atraso, la pobreza y la exclusión, el «caldo de cultivo», según ellos, de las doctrinas marxistas. Estas especificidades del pensamiento socialcristiano, que desarrollaremos más adelante, se tradujeron en estrategias para hacer frente al comunismo discordantes con las planteadas por la derecha política. Mientras los primeros abogaron por el desarrollo integral de la sociedad y la inserción política con fines proselitistas en los sectores populares, los segundos se inclinaron más por soluciones de fuerza, donde la represión y la ilegalización asomaron como las soluciones más recurrentes.

    Así como existió un anticomunismo católico de centro, hubo también una versión laica de éste, representada en gran parte por el Partido Radical. Con la reestructuración del sistema de partidos en la década de los treinta, el radicalismo quedó ubicado al centro del espectro político, con un poder electoral en crecimiento y con la posibilidad de pactar en términos ventajosos con cualquiera de los dos extremos. Su marcada impronta mesocrática y el carácter oscilante de su trayectoria política posibilitó que, en distintos momentos, asumiese una postura y una retórica izquierdista, minimizando las imprecaciones anticomunistas de sus miembros. Cuando, por otro lado, los vientos de la política radical soplaban hacia la derecha, aquellos elementos contrarios al comunismo se agudizaban, legitimando el cambio de rumbo en la «amenaza comunista». El radicalismo chileno, mucho más que otras fuerzas políticas, fue capaz de cambiar discursivamente los términos del conflicto político en función de sus necesidades políticas. Así, cuando se buscaba crear o mantener una alianza con la izquierda marxista, la lucha se entendía bajo el binomio izquierda-derecha, presentado como una pugna entre el progreso y la «reacción» en un fuerte tono antioligárquico. Estos conceptos, sin embargo, quedaban eclipsados cuando se requería propiciar una coalición de centro-derecha, siendo reemplazados por la lucha entre democracia y comunismo, entendiendo a ambas polaridades como radicalmente incompatibles. Ello explica, en parte, el hecho de que la colectividad que lideró el marcadamente reformista Frente Popular junto a comunistas y socialistas haya sido la misma que propició la exclusión y persecución del PC mediante la Ley de Defensa Permanente de la Democracia. El anticomunismo de los radicales, como se deja entrever, estuvo caracterizado por este recurrente concepto de «defensa de la democracia» en tanto régimen de gobierno consustancial al sistema republicano chileno y al ordenamiento social imperante.

    Hubo también expresiones de anticomunismo desde la izquierda. El Partido Socialista, si bien construyó alianzas programáticas de largo aliento con el Partido Comunista, tuvo también momentos de tirantez y otros de abierto conflicto. Las relaciones no fueron fáciles durante los años treinta, aún cuando, a mediados de esa década, se logró articular el Frente Popular junto a los radicales, conquistando el gobierno en 1938. Esas mismas relaciones frías terminaron con la alianza gubernamental poco tiempo después, manteniendo entre ambas fuerzas ásperas disputas políticas tanto en el parlamento como en el movimiento sindical. Algunos sectores del Partido Socialista, como aquel liderado por Bernardo Ibáñez durante los años cuarenta, fueron especialmente explícitos en su aversión al comunismo en tanto doctrina y experiencia histórica, por cuanto habría distorsionado los principios humanistas y democratizadores del socialismo. De hecho, cada corriente presente al interior del PS tuvo sus argumentos para, en momentos determinados, formular imprecaciones anticomunistas. Trotskistas, «titoístas», populistas y «guevaristas», por mencionar las corrientes críticas más relevantes, tuvieron en común ese sentimiento de rechazo hacia la codificación soviética del marxismo, tanto por las disputas partidistas internas como por la apropiación local de los principales debates ideológicos a escala global. El anticomunismo socialista, en su diversidad, se basó en un fuerte antisovietismo, fundamentado en la popular idea de «revolución traicionada»⁵.

    Ese mismo sentimiento, además, se traspasó hacia los grupos radicalizados de izquierda que comenzaron a aparecer a mediados de la década de los sesenta, particularmente el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), que al antisovietismo común le agregaron una crítica doctrinaria al así llamado «revisionismo» comunista, por cuanto, entre otras cosas, buscaría engañar a los sectores trabajadores al confiar excesivamente en las posibilidades transformadoras de la institucionalidad estatal. Se suscitó entonces una crítica al comunismo a partir de una reivindicación del comunismo originario, toda vez que, como veremos, en aquellos años el campo comunista dejó de identificarse necesariamente con las orientaciones teóricas y estratégicas de la Unión Soviética.

    La pluralidad de sensibilidades anticomunistas se tradujo, como queda en evidencia, en una presencia transversal de esta polaridad ideológica en el sistema de partidos. De allí la relevancia de analizar el fenómeno en tanto realidad de larga duración presente al interior de la democracia chilena. El anticomunismo, en ese sentido, constituye quizás el vínculo ideológico de mayor presencia en Chile en la medida en que su impacto dentro de las formas de hacer política ha sido visible y a ratos determinante en el curso de distintos procesos y sucesos. La historia política chilena, como veremos, está plagada de episodios donde las construcciones elaboradas por distintos actores en torno al comunismo tuvieron un rol relevante en las decisiones que motivaron su actuar. Es más, si el anticomunismo interesa como objeto de estudio historiográfico, ello está íntimamente vinculado a la fuerte presencia que tuvo en la historia reciente de Chile. Así como durante el gobierno de la Unidad Popular (1970-1973) la oposición política y social fundamentó su postura y sus posteriores acciones desestabilizadoras en una multiplicidad de discursos en clave anticomunista; en la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) instalada como consecuencia del golpe militar del 11 de septiembre de 1973, el anticomunismo devino en una suerte de ideología de Estado, fundamentando con ello tanto la existencia del régimen y los revolucionarios cambios políticos, económicos, sociales y culturales propiciados, como también las prácticas represivas y la sistemática violación de los derechos humanos entonces desatada. El objeto de plantear en perspectiva histórica el tema del anticomunismo es justamente desentrañar el proceso que desembocó en esos sucesos, así como dar cuenta de la presencia continua de este fenómeno a través del siglo XX chileno.

    b. Las «matrices» del anticomunismo

    A pesar de esta diversidad de anticomunismos recién aludida, es posible identificar ciertos elementos comunes que, en distintas combinaciones y énfasis, estuvieron presentes en parte importante de las expresiones anticomunistas chilenas. Es lo que el historiador brasileño Rodrigo Patto Sá Motta ha denominado las «matrices del anticomunismo» en tanto sistemas de pensamiento globales que otorgan sentido y legitiman socialmente la oposición al comunismo⁶. Sá Motta distingue tres corrientes de pensamiento que operan como bases del anticomunismo: el catolicismo, el nacionalismo y el liberalismo. Ello no implica que toda expresión anticomunista encaje perfectamente en una de estas tres matrices. Por el contrario, como veremos, priman las mezclas y las referencias aisladas o reiterativas a más de uno de estos grandes sistemas de creencias. El concepto de «matrices del anticomunismo» más que etiquetar unívocamente a cada uno de estos fenómenos, nos obliga a sopesar los diferentes elementos presentes en ellas, permitiendo diferenciar y analizar cada formulación anticomunista en su especificidad.

    El anticomunismo católico se originó en el siglo XIX, y el proceso de construcción de sus principales tópicos fue simultáneo con el desarrollo y difusión de las distintas vertientes del pensamiento socialista, incluida la marxista. En muchos casos, la oposición eclesiástica al comunismo fue la continuación de una vigorosa tendencia a condenar y rechazar al mundo moderno, proceso iniciado con la Reforma protestante y fortalecido luego con la difusión del ideario ilustrado dieciochesco y la Revolución Francesa. El documento pontificio que sintetizó esta condena generalizada a la realidad circundante y el llamado de la Iglesia a someterse a sus principios doctrinarios sin derecho a ponerlos en cuestión fue el Syllabus (o «listado») de Pío IX, publicado en 1864. En ese texto se formularon 80 «proposiciones» organizadas en 10 capítulos, referidas a los errores relativos a la fe (condena de doctrinas panteístas, naturalistas, racionalistas, etc.), a las atribuciones de la Iglesia en la sociedad –condenando, entre otras cosas, la separación del Estado-, a la ética cristiana y sus contradicciones con los embates laicizantes y, por último, a la condena de las libertades de imprenta, conciencia y religión, y a parte importante de las expresiones intelectuales relacionadas con el progreso y la razón, estableciendo de paso la prohibición de que el Pontífice, en el futuro, se «reconcilie» con el liberalismo y la cultura moderna.

    En varias ocasiones, además, el anticomunismo católico temprano asumió tonos antisemitas y antimasónicos, identificando al conjunto de sus enemigos con la obra destructora de Satán en la tierra. Como señala Norman Cohn en su estudio sobre el antisemitismo, la incapacidad de comprender y aceptar los cambios en las sociedades decimonónicas por parte de aquellos que idealizaban al Antiguo Régimen y rechazaban los embates del liberalismo, hizo necesaria la creación de figuras conspirativas que explicasen la caída de un orden social que se revestía de caracteres divinos. Fue así como se popularizaron mitologías tendientes a desenmascarar estos supuestos complots universales en donde judíos, masones y –luego de la Revolución Rusa– bolcheviques se habrían confabulado para atacar a la Iglesia Católica y a la Cristiandad⁷. La proyección de esa aversión generalizada al mundo moderno se proyectó en el siglo XX, con distintos cambios y reacomodos, en la forma de un anticomunismo insistente y absoluto, condicionando en gran medida las relaciones políticas entre católicos y comunistas. Es por ello que, como señala Sá Motta, la Iglesia Católica puede ser considerada como el actor no-estatal más empeñado en la lucha contra el comunismo durante toda la centuria, extendiendo su radio de acción desde sus formulaciones institucionales a la práctica política y social de sus adherentes⁸.

    En el ámbito europeo, las primeras formulaciones del anticomunismo católico datan de la década de 1840. En 1847, por ejemplo, el abate Antonio Rosmini publicó su Ensayo sobre el comunismo y sobre el socialismo, en donde condenaba al Iluminismo en cuanto precursor de este tipo de doctrinas. Luego, en 1849, Alfredo Sudre publicó su Historia del comunismo o refutación histórica de las utopías socialistas, donde derivó la existencia del comunismo de las herejías tardo-medievales, los luteranos, los anabaptistas, etc., emprendiéndolas incluso contra las burguesías laicas. Al esfuerzo de clérigos y pensadores católicos se les sumó el de los mismos pontífices. En 1846, Pío XI dio a conocer su Qui pluribus y, dos años más tarde, Noscitis et Nobiscum. En ambos documentos, tras largas reflexiones y rígidos anatemas, Pío XI estableció perentoriamente la incompatibilidad absoluta del comunismo con la religión católica, principio que fue continuado por sus sucesores⁹.

    El primer pontífice que criticó a las doctrinas socialistas de modo más sistemático, planteando al mismo tiempo directrices de orden político para hacerles frente, fue León XIII. En 1878, el tema fue abordado en su Quod Apostoli Muneris¹⁰, y, en 1891, en su célebre Rerum Novarum, profundizó sus reflexiones. El anticomunismo católico, a partir de ese momento, contó con mayores argumentos doctrinarios con los cuales persuadir a sus adherentes de la maldad radical del comunismo, superando en este plano a los vociferantes anatemas condenatorios de sus predecesores. Ese documento, por otro lado, fue el inicio de la llamada «Doctrina Social de la Iglesia», que implicó una propuesta de sociedad en función tanto de los principios defendidos por esa religión, de la consolidación del capitalismo a escala global, como también de la magnitud de la amenaza socialista. En la Rerum Novarum, en este sentido, se condenó severamente a la doctrina marxista por oponerse y atacar a la religión, y con ello a todo el sistema de valores y creencias que defendía como propios (orden, jerarquía, familia, caridad, etc.), a la vez que se hacía cargo de la pauperización de los sectores trabajadores de las naciones industrializadas mediante severas condenaciones a los excesos del capitalismo liberal. Proponía como remedio la organización del proletariado en instituciones corporativas obreras de raigambre cristiana y la inserción del Estado en el área de la producción como ente regulador y protector de los sectores más desfavorecidos.

    Todas las objeciones doctrinarias que el pensamiento católico le hizo al marxismo se tradujeron durante el siglo XX en abiertas y reiteradas condenaciones, principalmente a partir del inicio de sus experiencias históricas y de conflictos bélicos en donde fuerzas de ese signo tomaron parte. En este sentido, la Revolución Rusa significó la materialización de todos los temores con respecto a este tipo de regímenes, toda vez que el discurso público del nuevo Estado soviético enfatizaba el carácter pernicioso de la religión y sus instituciones para el avance de la humanidad hacia sus objetivos de organización socialista. También fueron especialmente impactantes para el mundo católico las noticias –difundidas principalmente por la prensa conservadora– de persecuciones y ejecuciones de clérigos y laicos acusados de actividades contrarrevolucionarias, en la medida que constituían imágenes particularmente pavorosas para esta sensibilidad en tanto símbolo de los extremos destructivos del anticlericalismo racionalista. Parte importante de este anticomunismo católico, en gran parte gracias a este nuevo referente soviético, derivó en un «occidentalismo» maniqueo que identificaba al nuevo gobierno marxista como un ataque directo a la «civilización» cristiano-occidental por parte de hordas bárbaras venidas de oriente (muchas veces, con toda la carga racista que esas conceptualizaciones conllevan). La dicotomía bíblica Dios-Satán, para esta perspectiva, se tradujo en la tierra en la nueva oposición Roma-Moscú, atribuyéndole a cada polo los roles del Bien y el Mal en aquel mítico conflicto.

    Este tipo de interpretaciones, que en Chile los sectores conservadores del catolicismo –entonces la mayoría– asumían y divulgaban con entusiasmo, adquirieron nuevas fuerzas con la recepción e interpretación de los sucesos de la Guerra Civil Española. Como se sabe, en Chile y Latinoamérica esta confrontación impactó fuertemente en las dinámicas políticas locales, debido entre otras cosas a la existencia de múltiples vínculos culturales y simbólicos con la Península, defendidos con especial ahínco por parte de las derechas nacionales como parte del ejercicio de legitimación de su posición social. Fue, además, un conflicto de especial inteligibilidad para los actores políticos del continente, lo cual, en el caso del anticomunismo católico, significó tanto la reproducción del combate bipolar entre las fuerzas cristianas representadas por los nacionalistas de Franco y las huestes comunistas del bando republicano, como la constatación de la presencia del peligro rojo en el mundo de habla hispana y la masificación de la violencia anticlerical aparejado a él. Fue en ese contexto que Pío XI divulgó su encíclica Divinis Redemptoris (1937), el documento papal más fervientemente anticomunista del siglo XX. La diferencia de este nuevo llamado con respecto a las formulaciones de sus predecesores fue que, esta vez, el Pontífice llamó directamente al combate en todos los frentes contra el comunismo y no sólo a defenderse de él. El nuevo ímpetu anticomunista de la Iglesia Católica quedó simbolizado por la frase «Communismus cum sit intrinsece pravus» (el comunismo es intrínsecamente perverso), repetida una y otra vez en las lides políticas venideras:

    Procurad, venerables hermanos, que los fieles no se dejen engañar. El comunismo es intrínsecamente perverso y no se puede admitir que colaboren con él en ningún terreno los que quieren salvar la civilización cristiana. Y si algunos, inducidos al error, cooperasen a la victoria del comunismo en sus países, serán los primeros en ser víctimas de su error; y cuando las regiones donde el comunismo consigue penetrar, más se distingan por la antigüedad y grandeza de su civilización cristiana, tanto más devastador se manifestará allí el odio de los «sin Dios»¹¹.

    En julio de 1949, Pío XI reiteró las condenas al comunismo, decretando la excomunión a todos aquellos «fieles que profesen la doctrina comunista materialista y anticristiana» y privando de los sacramentos a quienes «consciente y libremente se inscriban en los partidos comunistas; o los favorezcan; o los publiquen, propaguen o lean publicaciones de cualquier índole que favorezcan la doctrina o las actividades comunistas o escriban en ellas»¹². Por supuesto, estos llamados de la Iglesia fueron ampliamente reproducidos en Chile, lo que, considerando el peso del catolicismo en su población, provocaron un enorme impacto en la amplitud y legitimidad del discurso anticomunista.

    Los tópicos del anticomunismo católico, en las décadas siguientes, continuaron enfatizando la defensa de las ideas fundamentales de la doctrina cristiana, cambiando en la medida que la Iglesia misma iba reformulando la aplicación práctica de estos postulados¹³. Así, por ejemplo, la idea de defensa del orden social jerárquico e inmutable de principios de siglo perdió fuerza ante nociones más progresistas derivadas de la Doctrina Social de la Iglesia que propiciaban la reestructuración de la sociedad en favor de los sectores populares, propia de la sensibilidad eclesiástica de los años sesenta y setenta. La carga anticomunista de ese tipo de planteamientos poco a poco se fue posicionando como un alternativismo entre capitalismo y socialismo, dejando de ser únicamente la defensa del primero y la condena del segundo. Ello, por cierto, no implicó un desdibujamiento del anticomunismo como elemento relevante en la formulación de las nuevas directrices papales. Ante la organización de las masas trabajadores, la expansión de las doctrinas socialistas y los desafíos planteados por los avances en la secularización de las sociedades occidentales, la Iglesia Católica –especialmente a partir del Concilio Vaticano II (1962-1965)– replanteó su postura como actor social, reconciliándose con los principios democratizadores y pluralistas del mundo moderno. El objetivo era fomentar el desarrollo económico y la promoción de los sectores marginales, tanto para tender hacia un modelo de sociedad inclusivo e integrado como también para impedir el proselitismo socialista en esos sectores. Por cierto, estas nuevas tendencias no fueron compartidas por todos quienes se asumían como defensores del catolicismo. Si bien afectados por los nuevos aires que soplaban al interior de la Iglesia, los grupos más conservadores continuaron difundiendo y practicando aquel anticomunismo homogeneizante y negador de antaño, muchas veces en abierto conflicto con las instrucciones de la jerarquía eclesiástica. Al igual que en el caso del anticomunismo, el arco de pensamientos, posiciones y prácticas que permitía la sensibilidad católica iba desde el integrismo más obtuso hasta un reformismo avanzado, e incluso a posiciones abiertamente revolucionarias.

    La segunda matriz del anticomunismo, como se mencionó, fue el nacionalismo. Por esto entendemos aquella corriente política que funda su doctrina y accionar en la concepción de la nación como un cuerpo orgánico superior a las individualidades que lo componen, dotado de un ser y un destino que precisa tanto de la férrea unión de sus componentes como de la dirección de sus hombres notables para llevarlo a cabo. Como ha señalado Benedict Anderson, el nacionalismo constituye un esfuerzo a ratos más emocional que racional por «imaginar» una comunidad coherente y homogénea más amplia que la inmediatamente circundante. La nación, en ese sentido, sería un constructo sociocultural que se piensa como realmente existente con independencia de los miembros que lo componen y continuado en el tiempo, además de limitado (en la medida en que no todos pueden ser miembros de una nación), soberana y coherente. Todo ello hace que, más de allá de jerarquías y subordinaciones, la nación se conciba como un conjunto de individuos vinculados entre sí por lazos afectivos de solidaridad y cooperación¹⁴. Todo aquello que atente en contra de esa condición, por ende, entraría en la categoría de lo antinacional.

    El nacionalismo, en la acepción que aquí le damos, sería el esfuerzo consciente y organizado por promover una versión específica de comunidad nacional. Es por ello que, si bien no hay una relación necesaria, una parte importante de los discursos nacionalistas incorporaron tópicos anticomunistas, así como también los grupos civiles que adhirieron a este tipo de doctrinas actuaron, muchas veces violentamente, en contra de todo tipo de organizaciones socialistas. Aquellos nacionalismos de rasgos corporativistas y organicistas, bastante comunes en el campo conservador de las primeras décadas del siglo XX, fueron los más susceptibles a adherir a las principales tesis anticomunistas. El nacionalismo, en ese sentido, puede ser proyectual, progresista o incluso revolucionario, dependiendo de las condiciones en las que se desarrolla y del sentido otorgado a ese tipo de nociones; como también puede derivar en concepciones esencialistas y estáticas, entendiendo así a la nación como una realidad inmutable, inalienable y relativamente independiente de los procesos de escala global. Esta última tendencia concibió al comunismo como un elemento foráneo y patógeno que pretendía la destrucción de la esencia nacional, infectando partes del orden social que, para evitarlo, era preciso extirpar. Este tipo de nociones fueron formuladas y difundidas por quienes se autoasignaron la tarea de defender una versión esencializada de comunidad nacional frente, en la mayoría de las veces, a un proceso de decadencia de aquellos valores inherentes a la nación o a un enemigo externo que amenazaba con disgregar aquella unidad. En este sentido, es posible advertir la presencia de una corriente nacionalista ya constituida cuando el esfuerzo normativo por establecer qué es y qué debe ser la nación pasa desde el Estado –tarea asumida en Latinoamérica en gran medida durante el siglo XIX– hacia grupos específicos de la sociedad.

    En Chile, como veremos, existió un movimiento propiamente nacionalista que, aunque marginal dentro del sistema de partidos, logró difundir sus postulados a partir de organizaciones que no necesariamente actuaban como colectividades políticas clásicas. La historiadora Verónica Valdivia es quien mayor atención le ha dedicado a esta corriente en el país, rastreando su desarrollo orgánico desde la formación de la «Milicia Republicana» a principios de la década de los treinta, pasando por los movimientos fascistas del período de entreguerras, hasta los grupos nacionalistas de corte hispanista y corporativista de las décadas centrales del siglo. Esta corriente alcanzó su mayor momento de impacto político con la formación del Partido Nacional en 1966, en conjunto con los tradicionales partidos Conservador y Liberal. Autodisuelto en 1973, al día siguiente del golpe militar, el nacionalismo fue desplazado durante la dictadura por corrientes derechistas más dinámicas y agresivas que silenciosamente venían incubándose desde la década de los sesenta: los neoliberales «Chicago Boys» y los gremialistas de Jaime Guzmán¹⁵.

    Ahora bien, las invocaciones nacionalistas no fueron propiedad exclusiva de estos grupos. A decir verdad, todos los sectores políticos hicieron uso de esta retórica con mayor o menos frecuencia, incluido los comunistas¹⁶, sin muchas veces participar de los postulados doctrinarios de esta corriente. El anticomunismo nacionalista fue común tanto a quienes sí adherían al nacionalismo como también a quienes ocasionalmente participaban de este ideario, haciendo uso de una lógica bastante clara: en tanto se concebía a la nación como una realidad suprema, única e indivisible, el comunismo se interpretaba como una fuerza disgregadora, que gracias a su énfasis en la lucha de clases y en la división de la sociedad entre explotadores y explotados, constituía una amenaza no solamente para la estabilidad de la nación, sino que también para su existencia misma. Más aún, cuando la idea de nación esgrimida por ciertos sectores anticomunistas, especialmente los más conservadores, asumía la religión católica como parte inherente de la identidad nacional, tanto las matrices católica como nacionalista se conjugaban en un discurso anticomunista especialmente potente.

    Derivado de lo anterior, es posible distinguir al menos tres ejes comunes en la interpretación nacionalista del anticomunismo. En primer lugar, mediante una ritualización de la convivencia común, se definió un tipo ideal de connacional que no incluía ni toleraba la diversidad propia de las sociedades contemporáneas. Es por ello que, estigmatizando a grupos o individuos en particular, este tipo de anticomunismo devino muchas veces en posturas racistas y xenófobas en contra de grupos determinados. Para este tipo de pensamiento existían ciertos grupos étnicos o nacionales que buscaban destruir o degenerar a la nación mediante la importación, difusión e implementación de ideas o prácticas tildadas de disolventes. Para definir a estos grupos se requería de una caracterización del tipo ideal de chileno que, en teoría, sería radicalmente incompatible con los postulados principales del comunismo. Estos discursos sobre la «chilenidad», por supuesto, fueron variando en el tiempo en sus formas y contenidos, pero en general se refirieron al carácter esencialmente viril, trabajador, libertario y rebelde ante toda tiranía del ser nacional. Los argumentos para sostener esos planteamientos fueron de todo tipo, desde definiciones perentorias de la naturaleza de la «raza chilena» hasta las mitologías históricas relacionadas con el proceso de Independencia.

    Además, en segundo lugar, este tipo de anticomunismo operó en base a marcadas nociones organicistas del orden social. En esa perspectiva, la comunidad nacional se asemejaba en su organización a un cuerpo, existiendo por ende una cabeza rectora y extremidades ejecutoras de las órdenes de la primera. Este tipo de nociones, marcadamente tradicionalistas y elitistas, buscaban apuntalar un sistema social jerárquico y excluyente, donde los roles y prerrogativas de cada uno estuviesen invariablemente definidos en función de su ubicación permanente en la escala social. En ese esquema, el comunismo vendría a significar un atentado para la unidad nacional, en la medida que fomentaría con su prédica la subversión de los roles establecidos. El concepto de «lucha de clases», clave en el análisis marxista, aparece aquí como la principal evidencia del carácter odioso y conflictivo de las corrientes socialistas, entendido no como una condición histórica de las sociedades modernas, sino más bien como el producto de la presencia de elementos instigadores de la rebeldía y el desconocimiento de la autoridad de los sectores legítimamente dominantes.

    A ellos se le sumó, en último término, la retórica internacionalista del comunismo y las continuas referencias a la Unión Soviética como la «patria de los trabajadores» que dieron pie a los nacionalistas de uno u otro tipo para concebir al comunismo como una ideología foránea, sin arraigo ni relación con los rasgos esenciales de la nacionalidad, y a los comunistas como elementos «vende-patria» sojuzgados a intereses foráneos. Para los nacionalistas era inaceptable que una doctrina propalase el principio del internacionalismo obrero y la solidaridad con los regímenes socialistas por sobre las necesidades y objetivos propios de cada nación, por cuanto atentaba contra la unidad de aquella «comunidad imaginada». Muchas veces, además, ese conflicto se trasladó al plano simbólico, estableciéndose fuertes pugnas con las señas de identidad más relevantes del comunismo criollo. A contrapelo de los bucólicos paisajes naturales invocados por el himno nacional chileno, por ejemplo, el PC adoptó los versos de «La Internacional» como himno partidario, crispando aún más a las sensibilidades nacionalistas. Por cierto, esto no se dio de modo absoluto. El Partido Comunista chileno y sus aliados comprendieron que no podían presentarse como agentes externos a la nación. Para ello hicieron uso también de figuras y símbolos convocantes, resignificándolos con un contenido funcional a su doctrina. Esta refundación simbólica de una nación popular por parte del Partido Comunista y de la izquierda marxista en general fue uno de los elementos centrales de su discurso político y de su labor artística e intelectual –planos en los que contó con destacados exponentes– durante parte importante del siglo XX¹⁷.

    La tercera matriz del anticomunismo la constituyó el liberalismo, corriente de pensamiento de importantísima relevancia política en el Chile republicano. Durante el siglo XIX constituyó el fundamento ideológico del nuevo ordenamiento político surgido tras el proceso de emancipación, influyendo en sus contenidos y retóricas en gran parte de los sectores sociales. Por cierto, la adopción en Chile de esta corriente no estuvo exenta de conflictos, especialmente con la poderosa fracción conservadora de la elite que se oponía, entre otras cosas, a la ampliación de la participación democrática y la secularización del Estado y la sociedad. En efecto, la religión fue uno de los puntos críticos de la pugna liberal-conservadora en esta época, expresándose, por ejemplo, en fuertes y hostiles pugnas entre los representantes de la Iglesia y la masonería¹⁸. Sin embargo, con el correr del siglo, el liberalismo poco a poco fue haciéndose hegemónico tanto dentro como fuera de la elite, disminuyendo al mismo tiempo la relevancia de este tipo de disputas doctrinarias. Liberales y conservadores, y luego radicales y demócratas, asumieron como propios los principios básicos del liberalismo, demostrando sí un entusiasmo variable por llevarlos a la práctica. Fue ya durante el período parlamentario cuando la acción política conjunta de liberales y conservadores se hizo recurrente, consolidando esa alianza en la década de los treinta debido a la transformación de ambos grupos, motivada principalmente por la aparición de otros actores políticos críticos de la supremacía de la elite tradicional, en partidos políticos de derecha.

    Distingamos aquí entre liberalismo político y liberalismo económico, variantes ambas de gran impacto en la formulación de discursos anticomunistas. El liberalismo político, en primer lugar, puso el énfasis en la instauración y permanencia de las libertades públicas, por un lado, y en la organización democrática del poder político, por el otro. En ese sentido, se entendió al comunismo justamente como el ahogamiento de dichas libertades y la supresión de la voluntad popular de elegir a sus representantes, proceso marcado por una ampliación excesiva del ámbito de acción del Estado. Desde esta perspectiva, la Unión Soviética primero y la Cuba castrista después se asumieron como sistemas políticos «totalitarios», en donde el Estado había suplantado por completo el poder de decisión de los individuos, prohibiéndoles de paso todo atisbo de ejercicio de las libertades fundamentales. La profusa utilización de este concepto buscaba también relacionar a los regímenes socialistas con las dictaduras fascistas europeas, aglutinando en un solo concepto las amenazas a la hegemonía de las democracias liberales en Occidente como sistemas políticos ideales¹⁹. En la medida en que este tipo de sistemas constituyeron los referentes de la izquierda marxista local, el anticomunismo liberal enfatizó en el sombrío futuro del sistema político con la eventual llegada al poder de estas colectividades. Se anunciaron clausuras de periódicos, sindicatos, partidos políticos, además de la instauración de un Estado policial que atentaría contra la vida de los ciudadanos de forma sistemática y arbitraria. La recepción local de la Revolución Rusa y de los rasgos centrales del modelo soviético le otorgó a esta vertiente del anticomunismo un referente concreto desde el cual formular sus críticas a la izquierda criolla. La elaboración y difusión de textos informativos sobre tan lejanos sucesos, además de una continua y amplia cobertura de prensa, fueron consecuencia de este afán de demostrar la imposibilidad de continuar con las formas de vida social conocidas hasta entonces con la instalación de un sistema socialista de gobierno.

    Este tipo de invocaciones se hizo más recurrente a partir de la segunda posguerra y la configuración del orden global en un esquema bipolar. El conflicto, en ese momento, se planteó entre democracia y comunismo, entendiendo a la primera como un atributo propio de todo Occidente (incluidas sus dictaduras). De ese modo, mediante un ejercicio de definición por negación, todas las fuerzas anticomunistas se convirtieron automáticamente en demócratas, incluso cuando la adhesión a este tipo de régimen no era del todo convincente. Por ello fue que muchas veces este tipo de anticomunismo liberal defendió a la democracia, entendida esta como régimen de participación restringida y controlada, sin traducirse en, por ejemplo, planteamientos de profundización y ampliación democrática. Es más, la defensa de la libertad y la democracia, como en muchos casos sucedió, legitimó la conculcación parcial o completa de ambas, toda vez que se entendieron como amenazadas por fuerzas marxistas que, a su vez, podían desarrollarse y actuar gracias a las posibilidades que les entregaba el mismo régimen democrático. A diferencia del caso brasileño expuesto por el citado Sá Motta, la existencia de una democracia medianamente efectiva durante gran parte del siglo XX en Chile transformaba a este tipo de discursos en argumentos muy convincentes, más aún cuando en los países socialistas efectivamente el régimen democrático liberal no imperaba, y las declaraciones de los adherentes locales a estas experiencias no expresaban un claro compromiso con la continuidad de ese sistema de gobierno. Esto último fue especialmente problemático para la izquierda chilena debido a sus inconsistencias teóricas frente a la democracia, a pesar de la inserción institucional de sus colectividades desde los años treinta²⁰. Durante la segunda mitad de la década de los sesenta y los primeros años de los setenta, además, se formó y consolidó una fracción radicalizada del marxismo criollo que criticó abiertamente la legitimidad del orden democrático, apelando a la violencia revolucionaria y a la dictadura del proletariado como el medio y el fin necesarios de acción política. Esto, evidentemente, alimentó más aún al anticomunismo liberal, amplificando el impacto de esta variante en la esfera pública.

    El anticomunismo liberal también se expresó en el área económica, siendo su argumento principal la defensa de la propiedad, entendida esta como un derecho inalienable y fundamental para el funcionamiento del orden social, y la promoción del mercado, en cuanto espacio ideal, autónomo y eficiente de intercambio de bienes y servicios. El comunismo, por contraposición, constituía una amenaza directa a ambos elementos al propalar la socialización de la propiedad de los medios de producción y la centralización de las decisiones económicas. Las expropiaciones, según las representaciones creadas por estos sectores, serían especialmente violentas e injustas en un eventual gobierno de corte marxista en el país, tal como lo eran en los «socialismos reales», primando la odiosidad de clase y los imperativos políticos del régimen por sobre consideraciones de tipo ético o económico. Este tipo de enfoque criticaba también a las fuerzas comunistas por la ineficiencia económica de sus regímenes. Las imágenes sobre la Unión Soviética y Cuba que difundían estos sectores, las experiencias más recurrentes a través del siglo, se caracterizaban por la pobreza material y el hambre imperante en sus poblaciones, producto de la incapacidad de sus sistemas económicos centralizados de satisfacer las necesidades mínimas. A ello contraponían las bondades de la libre empresa y la iniciativa individual como caminos seguros de desarrollo económico. Todos estos planteamientos se relacionaban con los del liberalismo político, por cuanto se asumía como condición de existencia de la democracia la posibilidad de elegir libremente dentro del campo de la producción. En este sentido, el anticomunismo liberal insistió continuamente en la defensa de la «libertad» como un todo, contraponiéndola a la «esclavitud» absoluta reinante en el campo socialista.

    Catolicismo, nacionalismo y liberalismo, entonces, constituyeron durante el siglo XX las matrices del discurso anticomunista. Cada corriente político-ideológica elaboró su propia versión de anticomunismo mediante la combinación particular de estos tres grandes sistema de pensamiento. Así, por ejemplo, el conservadurismo chileno asumió como bandera de lucha propia durante el siglo XX la defensa de una democracia que tildaban como ideal y excepcional dentro del concierto de las repúblicas latinoamericanas, a la vez que se presentaban como los paladines de la religión católica en su lucha contra el demonio contemporáneo. Esto, por cierto, bajo el entendido de que en las raíces de la nación chilena se encontraba un sustrato religioso y una natural tendencia a la convivencia pacífica y libre que el comunismo buscaba corromper. Otros sectores, en consonancia con sus principios doctrinarios, levantaron discursos anticomunistas que respondían a otras combinaciones de sus matrices, lo cual a su vez los llevó a plantear distintas estrategias en su lucha contra el comunismo.

    La potencia del anticomunismo durante el siglo XX, por otro lado, no se explica solamente por la importancia de las ideas nacionalistas, liberales y católicas en la sociedad chilena. Su carácter altamente persuasivo viene dado también por una efectiva oposición entre los postulados y los referentes del comunismo local con los aspectos centrales de las tres matrices mencionadas. El comunismo en cuanto doctrina y modelo de sociedad era efectivamente crítico de las ideas religiosas en virtud de los postulados principales del materialismo histórico y del concepto de religión como encubridor de las contradicciones sociales que ellos levantaban. Del mismo modo, como se mencionó, las críticas a los regímenes democráticos liberales y su oposición a la existencia de la propiedad privada en la esfera de la producción les dio sentido a todos aquellos que adherían al ideario político-económico liberal. Por último, el carácter explícitamente internacionalista del marxismo, sumado a una actitud generalmente crítica frente a las apelaciones a la nación como unidad suprema e indivisible de la sociedad, generaron una consecuente rivalidad con todos aquellos que basaban una parte importante de su identidad en su adscripción a una nacionalidad determinada. En otras palabras, el anticomunismo tuvo un referente real que alimentó su accionar. Las oposiciones propaladas por estos sectores, con las diferencias ya anotadas, lograron legitimidad y resonancia social gracias a este vínculo doctrinario. Desde esa relación, amplificada y acomodada a los fines de los sectores anticomunistas, se construyeron las imágenes y discursos utilizados en la lucha político-cultural chilena.

    Para estudiar al anticomunismo en perspectiva histórica, entonces, no basta con identificar sus fundamentos doctrinarios. Es necesario, además, analizar su comportamiento y dinámica a través del tiempo. Quienes han estudiado este fenómeno reconocen al menos dos aproximaciones útiles a la hora de analizar sus modalidades de funcionamiento. Por un lado, hay quienes se enfocan en los actores políticos específicos que encuentran parte importante de su motivación en el anticomunismo, analizando con ello los distintos escenarios donde se expresa públicamente esta sensibilidad. Para efectos de nuestro estudio, clasificaremos a estos actores en cuatro categorías diferenciadas en virtud de los distintos objetivos, razones y niveles que informan el actuar anticomunista.

    En primer lugar, hablaremos de «anticomunismo de Estado» para referirnos a aquellas tentativas por excluir física, jurídica y/o simbólicamente a todo aquel sindicado de «comunista» a partir de partes o la totalidad de la institucionalidad estatal. Para el caso chileno, ello se tradujo principalmente, por un lado, en el despliegue de organismos de seguridad encargados de vigilar, reprimir y sancionar toda actividad sospechosa relacionada con el comunismo como, por el otro lado, en tentativas legales dirigidas a suprimir su fuerza política y social mediante su ilegalización. Esta última situación se produjo durante la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931), la vigencia de la así llamada «Ley de Defensa Permanente de la Democracia» (1948-1958) y la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Asimismo, el anticomunismo estatal incluye a todas aquellas medidas tendientes a difundir socialmente desde sus agencias una aversión generalizada al comunismo, ya sea a través de la educación, la propaganda, la prensa estatal, etc.

    El «anticomunismo partidario», en segundo término, es todo aquel referido al radio de acción de los partidos políticos, al cual ya hemos hecho referencia para el caso chileno. Aquí están incluidas todas aquellas acciones tendientes a difundir un ideario político en clave anticomunista, además de las decisiones y ajustes más específicos de la dinámica de un sistema de partidos. En tercer lugar, nos referiremos a un «anticomunismo civil» para dar cuenta de todas aquellas agrupaciones que, sin constituir formalmente un partido político, actuaron en función de las distintas motivaciones y exigencias del anticomunismo. En Chile hubo, como veremos, muchos de estos grupos, comenzando por las «Ligas Patrióticas» de principios de siglo, pasando por la «Acción Chilena Anticomunista» de los años cuarenta, hasta llegar a grupos de extrema derecha como «Patria y Libertad» y el «Comando Rolando Matus» de los años setenta, por sólo citar los ejemplos más connotados. Por último, el «anticomunismo civil doctrinario» incluye a todas aquellas agrupaciones de distinto tipo que, mediante publicaciones u otro tipo de esfuerzos de divulgación, se encargaron de advertir a la sociedad sobre los peligros inherentes al comunismo. Entre los múltiples medios de comunicación de este tipo, podrían citarse las revistas PEC, Tizona, Estudios sobre el comunismo, Fiducia, Estanquero y, a ratos, la prensa de circulación masiva no-partidaria, como El Mercurio.

    Si bien los actores mencionados pertenecen a esferas diferentes dentro de un orden social, ello no impidió que, dependiendo de las circunstancias, pudiesen actuar en conjunto en pos de objetivos comunes. El Estado, por ejemplo, requirió del apoyo partidario para la legitimación social de sus prácticas, a la vez que fueron los mismos partidos los que, en muchas ocasiones, fomentaron las prácticas anticomunistas estatales. Así también, los grupos civiles pudieron actuar concertadamente con partidos políticos y con el Estado, recibiendo, de paso, apoyo desde aquellos que difundían un anticomunismo de corte doctrinario. Estas articulaciones con otros actores tanto locales como internacionales se dieron en todas direcciones, generando de paso la adhesión de muchos sujetos que, sin participar de ninguna de estas esferas de acción, se sintieron interpelados por el discurso anticomunista y su carga ideológica inherente.

    Por otro lado, el anticomunismo puede ser estudiado como un «imaginario», en la medida que sus conceptos, símbolos y estereotipos operan como modeladores de representaciones sociales y de creencias colectivas que inciden directamente en el ámbito de las decisiones y la práctica cotidiana. En ese sentido, entendemos por imaginario «un complejo tejido de significaciones que orientan y dirigen toda la vida de la sociedad considerada y de los individuos concretos que la constituyen»²¹, a través de un conjunto de elaboraciones discursivas que definen la pertenencia y las características de un grupo determinado como también las diferencias que separan de otros. Es por ello que resulta posible hablar de un «imaginario anticomunista» en la medida en que sus elementos y contenidos pueden, eventualmente, constituirse en representaciones sociales, dotando de sentido a una realidad y una práctica determinada en función de las necesidades políticas de oposición al comunismo. Sá Motta ha identificado, a través del análisis de la iconografía anticomunista brasileña, varios elementos recurrentes pertenecientes a este ámbito. El comunismo, en ese sentido, fue visto por diferentes actores y en distintos momentos como la encarnación del demonio en la tierra, como un agente patológico que, mediante una «infiltración» externa, podría «enfermar» irremediablemente a la sociedad; como una amenaza de una potencia extranjera que buscaba expandir sus dominios a costa de la soberanía y libertad local y, también, como un desafío a la moral, en la medida en que el comunismo implicaba degeneración y perversión de las costumbres fundamentales de un orden social²². Para el caso chileno, Jorge Rojas ha señalado que el comunismo fue visto, además, como un «peligro rojo», en virtud de su íntima relación con regímenes «totalitarios» de ese signo, que avanzaría subterránea y conspirativamente, socavando los fundamentos de la nación. También, entre otras cosas, señala la existencia de un extendido temor por parte de los sectores dominantes de que los «rotos» se tomasen el poder, por cuanto constituiría un atentado a las virtudes de la civilización a manos de bárbaras fuerzas populares²³. Esas imágenes sobre el comunismo circularon dentro tanto en la esfera pública como privada de la sociedad, siendo recibidas e interpretadas no siempre desde la racionalidad política. Fueron, en ese sentido, un conjunto de símbolos que permitió la interpretación en clave anticomunista de la coyuntura política, motivando en muchos casos la acción individual y colectiva en esa línea.

    Tanto el estudio de la práctica política del anticomunismo como el del análisis de sus tópicos más relevantes deben ser abordados de manera conjunta, en virtud de la estrecha relación recíproca entre ambas dimensiones. Carla Simona Rodeghero, estudiosa del anticomunismo brasileño y norteamericano, señala que el «imaginario anticomunista» tuvo una expresión concreta en actividades como «producción de propaganda, control y acción policial, estrategias educacionales, prédicas religiosas, organización de grupos de activistas y de manifestaciones públicas, acciones legislativas, etc.»²⁴, que, a su vez, colaboraron en reproducir este tipo de concepciones en virtud de su continuidad y promoción en la práctica política y social. Del mismo modo, la expansión y hegemonía relativa de las imágenes anticomunistas legitimaron las acciones de los distintos actores mencionados orientados por ese sentimiento. La dinámica social del anticomunismo, entonces, estaría dada, en parte, por la interrelación existente entre su formulación discursiva y su imaginario afín, por un lado, y la promoción constante por parte de determinados actores en la práctica política y social, por otro lado.

    c. Identidad y cultura anticomunista

    Como queda claro hasta aquí, el anticomunismo no se define solamente por su oposición al comunismo, si bien ese constituye su dato principal. En ese sentido, señalan Berstein y Becker, desde la aversión inicial a la doctrina rival, el anticomunismo deviene en una visión de mundo particular, un sistema de valores y un ideal social que se desprenden de su condición original de «anti», conformando a la vez el fundamento de los principales elementos, imágenes y conceptos con los cuales se interpreta y construye la realidad circundante²⁵. El anticomunismo, por ello, constituyó, para quienes consideraron al comunismo como un error y/o una amenaza, un importante elemento de reconocimiento y de interpretación de la realidad de distintos actores políticos y sociales, incorporándose de diferentes maneras y grados a sus respectivos cuerpos doctrinarios y decisiones cotidianas. La identidad es un constructo social fundamental para el autorreconocimiento subjetivo y la definición grupal en torno al lugar ocupado en un orden social, así como también un elemento condicionante de las prácticas sociales y la acción política de todos los actores involucrados. Ella se construye y reconstruye a partir de una relación recíproca entre la esfera pública desde donde emanan los principales discursos identitarios y la práctica cotidiana de los sujetos, que enmarcan y reproducen dentro de sus opciones culturales las distintas «ofertas» identitarias que cruzan en todas direcciones a un orden social. Todo ello, por cierto, se inserta dentro de escenarios históricos específicos, siendo la identidad una construcción cambiante a través del tiempo y no un conjunto de características cerradas e inmutables²⁶.

    En ese sentido, el comunismo y todo lo justa o injustamente relacionado con él constituyó un factor de construcción identitaria para los sectores anticomunistas en tanto doctrina rival y enemigo político del cual era necesario diferenciarse. Como señala Jorge Larraín, en el proceso de construcción identitaria interactúan al menos tres elementos: las «identidades culturales», la materialidad y la «otredad». En efecto, las categorías socialmente compartidas de clase y nación (las «identidades culturales» de más profundo impacto en la modernidad) han desempeñado un rol crucial en la formulación y reformulación de identidades individuales en el siglo XX chileno y global. Por otro lado, la materialidad culturalmente significada constituye un elemento de importancia a la hora de definir quiénes somos. Ello comienza con el propio cuerpo y se extiende a bienes materiales que por status o necesidad simbolizan la pertenencia a determinado grupo. Del mismo modo, uno de los elementos más interesantes de la constitución identitaria es la «otredad» o diferenciación con respecto a otros²⁷. La definición del conjunto de rasgos que informa el sentido de la acción común de una colectividad muchas veces está condicionada por la relación y caracterización de los otros grupos más o menos antagónicos que participan dentro de un marco político en común en distintas escalas. Esto es más válido aún para quienes entienden los objetivos de su práctica política como una defensa de ciertos principios y realidades sociales definidas de antemano frente a una amenaza tildada de inminente y disolvente. Además, ese mismo ejercicio de diferenciación incide, como veremos, en los discursos sobre la nación y la sociedad (las «identidades culturales»), mediante la definición de ciertos rasgos colectivos a defender y, también, la exclusión simbólica de los grupos antagónicos de las ideas de nación y de orden social defendidas. Los distintos discursos ideológicos esgrimidos por las posiciones anticomunistas, en efecto, definieron un estereotipo de enemigo al cual, en mayor o menor grado, se le despojó de todo elemento común con la colectividad social o nacional en común. Es, como señala Franciso Sevillano para el caso español, un proceso de «extrañamiento» o mecanismo mediante el cual un «otro» es desplazado simbólicamente y, por ende, desvalorizado, pudiéndosele eventualmente aplicar distintas formas de exclusión, coerción y castigo²⁸. El anticomunismo, de ese modo, puede ser definido por un lado como una «lógica-ideológica de exclusión»²⁹, en tanto mecanismo de identificación y extirpación de actores políticos y sociales contrarios a las ansias hegemónicas de los sectores de poder involucrados y, por otro lado, como uno de los fundamentos identitarios de determinados sectores sociopolíticos que hicieron y hacen de su aversión al comunismo una de sus principales banderas de lucha.

    Estas identidades grupales de corte político al interior de una sociedad son, a la vez, el fundamento de lo que Larissa Lomnitz y Ana Melnick definen como «sub-culturas políticas». Estas sub-culturas actúan cooperativa o conflictivamente entre ellas, reconociendo, en la mayoría de los casos, la existencia de un campo institucional común donde desenvolverse. En Chile, el lugar predilecto para el despliegue de estos grupos fue el parlamento, aunque también se expresó en otras áreas no directamente relacionadas con el Estado. Su mecanismo de constitución se dio principalmente a partir de las redes sociales horizontales basadas en la pertenencia a una clase determinada y a una doctrina compartida, siendo, a la vez, legitimada y proyectada socialmente a través de la creación de un conjunto de imágenes, símbolos, rituales y prácticas propias de cada grupo. Ello significa que estas sub-culturas no se circunscribieron solamente a las estructuras partidarias identificadas con cada línea doctrinaria. Su influencia irradió a formas de sociabilidad, estructuras familiares, costumbres, lenguaje, actitudes frente a temas valórico-religiosos, entre otros aspectos, de personas que no necesariamente se encontraban participando activamente dentro del sistema de partidos. La formación de «dinastías» políticas –fenómeno recurrente en la política chilena– es parte de esta expansión de un ethos particular que transita en ambas direcciones entre lo público y lo privado³⁰.

    Tanto la estructura de las redes sociales fundantes como el sistema simbólico que los retroalimenta son, para las autoras mencionadas, las bases de una sub-cultura política. En el Chile del siglo XX, la clase como categoría de definición individual y de pertenencia colectiva jugó un rol de primer orden en la constitución de corrientes políticas y orgánicas partidarias. La modernización de la sociedad chilena, proceso continuo y de variable intensidad durante todo el siglo XX, y la transformación de esta en una sociedad de clases, cambió las maneras de asumir el conflicto político y, por sobre todo, amplió el radio de acción y el arco de sujetos convocados a participar dentro de la política institucional. Desde un sistema político oligárquico y de participación restringida, propio del así llamado período parlamentario (1891-1920), se pasó a un sistema en progresiva expansión, primero favorable a las clases medias y a los sectores populares urbanos organizados, y luego, al campesinado y a los pobladores de la ciudad, entre otros actores. Ello otorgó representación y visibilidad política a un sector creciente de la sociedad anteriormente excluido, que, por un lado, sintiéndose interpelados por los llamados de las distintas fuerzas políticas, posibilitó,

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