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Lanza internacional
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Lanza internacional

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Un avión vuela desde París a Santiago de Chile, entre los pasajeros viene un joven apuesto y elegante. En el momento del desembarco, un perro llevado por un policía se acerca a husmear la maleta del viajero… Así arranca esta historia de idas y vueltas de un Lanza internacional. Cuando todavía es niño, el Flecha decide que no será un simple ladrón como otros miembros de su familia, ni como los lanzas de la población marginal de este Santiago que lo vio nacer. Él se propone ser el número uno. Para lograrlo dedica muchísimas horas a entrenar su mente, su cuerpo, sus dedos y sus excepcionales ojos con el fin de adquirir las destrezas para apoderarse de los billetes ajenos y manejar como malabarista la navaja mariposa que más de una vez le salvará la vida. Inicia su carrera como escapero, carterista y asaltante. Va a dar a la cárcel donde fortalece su carácter y se bate a duelo con un sable de acero ante los ojos de dos mil presos exaltados y trescientos gendarmes impasibles. Todo Chile sigue en la prensa sus hazañas. Cuando recupera la libertad con siete cicatrices que lo consagran como un “choro” verdadero, está listo para ascender a la categoría de lanza internacional. Dejando atrás a su familia, vuela a Europa donde sortea la persecución de la policía francesa y de los agentes de los militares chilenos que le pisan los talones. En Francia, sus audaces peripecias se entrelazan con la conquista de sorprendentes y fogosas mujeres que le brindan calor y compañía. El Metro de París, los grandes bulevares, las tiendas más famosas, el Museo del Louvre y una fiesta alucinante, la más grande del país, son el terreno para sus aventuras. Buen hijo y buen marido, tras cada cosecha, el Flecha envía dinero a su madre y a la mujer que lo espera en Chile. El día de su regreso, el éxito o fracaso de su peregrinaje se jugará en el aeropuerto internacional de Santiago.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 may 2015
ISBN9789563243468
Lanza internacional

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    Lanza internacional - Eduardo Labarca

    parte

    Anécdotas del ojo zarco

    Capítulo 1

    Orgullo. Orgullo de ser el primero, primer poblador de la Santa Estela regresando desde Europa en clase ejecutiva. Antes de abrocharse el cinturón ya había paladeado el primer sorbo de champaña. La azafata lo había mirado a los ojos con sus ojos verdes extrañamente separados y le había extendido la copa con largos dedos de alargadas uñas de coral. Cuando sintió en la espalda el empuje de las turbinas que proyectaban la aeronave hacia las nubes, el segundo sorbo se lo ofreció a sí mismo: ¡Por mí... a mi salud, a tu salud Flecha!… París quedaba atrás…

    La salida había sido precipitada, con la precipitación del escape, pero sobre todo del triunfo. El triunfo iba al fondo de su maleta: la gaveta que transportaba a Chile con su contenido. El escape estaba en este viaje, en el pasaje que había comprado en una oficina de Air France a la carrera antes de tomar el RER, el metro-tren hacia el aeropuerto Charles de Gaulle con el tiempo justo. Mientras se acercaba al mesón a tranco rápido, los parlantes lo llamaron con su nombre verdadero —monsieur Eliás Segoviá— y vino un golpe de suerte. La funcionaria de la línea aérea, flacuchenta con agrio gesto de directora de escuela, les decía en mal español a él y a tres argentinos rezagados —gordos envueltos en camisetas rojiblancas de River Plate— que sus asientos ya estaban ocupados. "Je suis desolée, messieurs... sentenció la mujer citando un artículo de cierto reglamento. Pero al percibir la fragancia de Agua Dorada del Flecha, al descubrir el lino ocre con granos de pimienta de su traje de Yves Saint Laurent, al observar su corbata italiana color pistacho, los gemelos de oro y concheperla en los puños de la camisa Van Laack, sus relucientes zapatos de cocodrilo, y sobre todo la piel olivácea bien rasurada, el moderno corte de pelo y el rostro de joven ejecutivo del chileno, y aunque arrugó la nariz al ver sus calcetines rojos, la mujer le dijo en un español parecido al que en la población Santa Estela hablaba el padre Jacques, que poseo una solución para usted, monsieur, y le ofreció una plaza en clase ejecutiva... Sin algún pagamento de vuestra parte... a menos que prefiera una nochada al hotel a cuenta de la compañía y volarse mañana en économique". El Flecha no tuvo dudas de lo que prefería, que era largarse de Francia antes de que la policía lanzara la alarma por la gaveta repleta de billetes que acababa de volatilizarse en medio de la mega fiesta, fiesta más grande incluso que las celebraciones del 14 de Julio, y que venía dentro de la maleta Samsonite con ruedas que el flamante pasajero de clase ejecutiva se apresuró a embarcar.

    El resto del viaje había sido una sucesión de arremetidas de la azafata que se empeñaba en hacerlo feliz. Mirándolo intensamente, la mujer le había purificado las manos con una servilleta humeante y había vuelto a la carga con el champaña y bocaditos calientes, galletitas para untar en un arcoíris de sustancias de sabores variados. Le había entregado un estuche de contenido abigarrado: un par de calcetines azules con los que el Flecha cubrió los suyos rojos, un antifaz, peine, cepillo y pasta de dientes, un frasco de colonia muy inferior al Agua Dorada, pañuelos, bolitas de cera para taparse los oídos, palitos con algodón... ¿para qué? La cena fue a la carta con servilleta de hilo, y el Flecha eligió ensalada de "avocat" y se enteró de que era palta, y lenguado meu-nière, y la azafata generosa le escanció en copa de cristal un vino blanco de Alsacia con varias medallas, a lo que siguieron la tabla de doce quesos franceses y la bandeja de postres fríos y calientes, la copita de calvadós y el café que el Flecha rechazó para dormir.

    Y despreciando la película durmió y durmió en un asiento ancho que la azafata reclinó hasta dejarlo en posición horizontal, antes de arroparlo con un edredón que exhibía el caballito con alas y cola de sirena de la aerolínea, y no supo que cruzaban la línea del Ecuador hacia el sur y sólo despertó cuando encendieron las luces y la mujer —bonjour monsieur— le trajo sonriente el desayuno: jugos, frutas, yogur, omelette, mantequilla sin sal y mermelada de ruibarbo, pan, queso, jamón, medialunas calientes... En Buenos Aires los pasajeros que viajaban a Chile como él debieron permanecer en el avión y cuando el monte Aconcagua se alejaba de la ventanilla hacia atrás, la aeronave inició un descenso picado hacia el aeropuerto Arturo Merino Benítez, mientras en el bolsillo de su camisa el Flecha acariciaba con la yema de los dedos de la mano derecha la estampita de la Virgen de la Viñita que llevaba a la altura del corazón y le prometía diez velones grandes si todo salía bien en el momento de máximo peligro: el desembarco.

    Con sus ojos más separados que la noche anterior, la azafata le dedicó una sonrisa líquida inolvidable en la puerta del Airbus y el Flecha se despidió con dos ojos serenos, cuyo color marrón encerraba un secreto. Siguiendo el letrero Recogida de equipaje se dio de cara con la frontera de vidrio entre los que llegaban y quienes los esperaban, y allí la vio afuera y fue visto por ella. La Bernardita Chadwick, un metro cincuenta, graciosa, con el mechón morado que la había hecho famosa en Santiago, le dirigía el signo de la victoria y le soplaba besos que él correspondió agitando la mano. De lejos, el Flecha vio venir su reluciente, rígida Samsonite color invierno. En el instante en que la correa transportadora se detuvo, observó al gordito de bigote ralo, mejillas relucientes y ostentosa pistola de cowboy, que llevaba la palabra POLICÍA estampada en la espalda y guiaba a un perro contrahecho de color indefinido y manchas negras que paseaba su nariz impertinente por las maletas y se acercaba a la suya. El Flecha no se inmutó: había rociado la valija con un spray ad hoc y los besos lanzados por la Beña Chadwick significaban que gracias a sus contactos de hija del presidente de la Corte Suprema y sobrina de un obispo, el camino estaba despejado y que esta vez el sub-inspector Zavala no saldría de su cueva a cobrarle peaje. Por eso, cuando el perro lanzó un ladrido desafinado junto a la Samsonite, el Flecha permaneció tranquilo… pero estalló lo inesperado. El quiltro levantó la pata contra la maleta y el policía, girando hacia el lanza, le lanzó el grito:

    —¡Flecha!

    ¡La Pálida! El mundo del Flecha quedaba suspenso.

    —Sobrino, cuando aparece la Pálida el tiempo se detiene y vemos en un relámpago la película de toda nuestra vida —le había dicho el Ángel, su tío ladrón ladrón.

    Capítulo 2

    En el instante en que el policía de mejillas lustrosas gritó su nombre, el Flecha, con la Virgen en el bolsillo del corazón, se sumió en un mundo de tiempo coagulado. En el aeropuerto, la Virgen le transmite la misma esperanza que en el día primero, muchos años atrás. No era la Moreneta catalana, la severa Virgen negra de Montserrat, delgada y nariguda, que los españoles, chilenos e incluso los moros veneraban en las cárceles de España donde Elías, el Flecha, pasará alguna temporada. Era la verdadera, la original, la de enorme corona, la auténtica, la Cholita, la matrona de carnes abundantes, miembros gruesos y falda repolluda: la Virgen de Montserrat de la ermita de la Viñita, primer templo de Chile, levantado al pie del Cerro Blanco de Santiago por Inés de Suárez, la amante del conquistador Pedro de Valdivia. Era la virgen morena del cerro donde los padres del Flecha vivieron en una casa de fonolitas y planchas de cholguán hasta una semana antes de que él naciera. Don Henry, su padre, le contaba que Las Noticias Gráficas habían titulado: Cerro Blanco… infierno negro.

    Cuando don Henry murió en la enfermería de la Penitenciaría tres días antes de la fecha en que saldría con dos tercios de la pena cumplida, la señora Auristela y sus tres hijos —Elías, el Fidel y la Lucinda— fueron con el padre Jacques a retirar el cuerpo. El jefe de la familia yacía peinado y afeitado con los ojos cerrados, vestido con su terno gris, camisa blanca y corbata rayada, pero sin zapatos y solo con los soquetes rojos que le gustaban. Lo cargaron en un furgón negro del Hogar de Cristo que rumbeó hacia el crematorio del cementerio, cuya chimenea de fábrica asomó a la distancia. Desparramados sus ciento veinte kilos de gordura mórbida junto al féretro, doña Auristela ocupaba casi todo el asiento y arrinconaba al párroco en un extremo. Los tres niños se apretujaban junto al chofer de visera negra reluciente. En el crematorio esperaba el hermano de la viuda, Floridor Riquelme Riquelme, el Ángel, alma de los Riquelme de la población Santa Estela, lanza internacional veterano, conocido en todo el continente y más allá, cuya delgadez y talante movedizo contrastaban con la gordura serena de doña Auristela. Estaban también la Chepa, mujer del Ángel, ladrona de cartel, morenota más alta y con más cuerpo que el marido, y unos veinte pobladores encabezados por la Marcelina Araya, presidenta del Centro de Madres Rosa Luxemburgo, que esparció pétalos de flores sobre el ataúd. El cura Jacques, joven, rubio y de lentes, en un responso mechado de palabras francesas alabó el sentido familiar y el espíritu de trabajo del occiso. Dio las condolencias a la familia y dijo que rezaría por la viuda, los niños y el alma del vecino decedido. En la fila de atrás se sentó un varón de pelo blanco, ojos de piscina y erupciones rojas en el rostro. Viéndolo, la señora Auristela se alzó, abundante, frente a él y lo escupió en la cara:

    —¡Me las vai a pagar, maricón!

    El Gato Acevedo inventó una sonrisa, se encogió, dio media vuelta, se volatilizó.

    —¡Los chancros te están comiendo la cara por sapo! —gritó doña Auristela al fugitivo.

    Unas veinte personas encajadas en abrigos y bufandas formaban un grupo aparte envuelto por las espirales de vapor que manaban de las bocas. Iban de la adolescencia a la ancianidad y fueron las últimas en despedirse de la viuda con abrazos sentidos: Querida primaTía querida... Sobrinita... El Ángel y la Chepa se llevaron al Fidelio y a la Lucinda —la Lucy—, sus sobrinos. Todos se marcharon y doña Auristela tomó a Elías del brazo y madre e hijo se fueron caminando hacia el Cerro Blanco, donde él, que acababa de cumplir once años, no había estado nunca. Cada diez pasos, la viuda se detenía acezando.

    —Aquí me enamoré del Henry y... él se enamoró de mí —dijo coquetamente y fue contando a su hijo historias que él no conocía—. Don Mañungo Segovia, el padre del Henry, murió en la enfermería de la Peni y no en Curepto, como decíamos para que la gallada no hociconeara. Con el Henry nos conocimos los días de visita: él iba a ver a don Mañungo y yo a mi taita, Remberto Riquelme, que estaba por el robo del siglo, el asalto a una camioneta del Banco Chile… Un paco de civil que iba pasando le metió una bala en la pierna y mi padre quedó con el nombre de Rengo Riquelme: en la Peni era un choro respetado. Don Mañungo, mi suegro, su otro abuelo, mijo, llegó preso, abigeato lo llamaban, por unos animales que se habían piteado en Pelarco y que aparecieron en la Argentina. Don Mañungo era rubiasco, decían que hijo del rico, y a él sacó el Henry la piel y los ojos claros y por eso usted no se parece a los niños de la Santa Estela.

    Pese al frío, a doña Auristela le corría la transpiración por la frente.

    —Nieto de asaltante y de cuatrero, eso es usted, hijo. Pero ninguno de sus abuelos le quitó la vida a nadie, ni el Henry tampoco. Mi hermano Abel sí que se echó al Kike Cabrera en defensa propia. El Kike era hijo del Tanque, el primero de los Cabrera que se tatuó en la mano una araña como la que tenía el asesino de Los crímenes de la tarántula. Al Abel, la diablura de echarse al Kike le costó la vida cuando el Chaleco Cabrera, otro hijo del Tanque, le hizo una encerrona y entre diez lo cosieron a estocadas en la cárcel. Pero en la misma cárcel al Chaleco le llegó al pigüelo: lo hicieron bolsa con una cañería de plomo. El hijo del Abel, el Abelito, mi sobrino primo suyo, el Tigre, es un niño canero: nació en Puente Alto en la enfermería del Buen Pastor donde su madre María la Torcaza estaba presa, mientras el Abel se hallaba en la cárcel de General Mackenna, antes de que lo mataran. El día en que el Abelito cumplió dos años, las monjas se lo entregaron al Ángel y la Chepa, que lo criaron sin hacer diferencia con Segundo, el Floridorcito, su hijo de sangre, y los dos, el Abelito o sea el Tigre y el Segundo, o sea el Peuco, crecieron como si fueran hermanos. La Torcaza, cuando salió, se metió al ambiente donde la Carlina y acabó en los Callejones. La última vez la vi en la Vega Central llena de piojos, curada hasta las patas. Por eso el Tigre salió violento. A los diez años ya estaba preso y con un dedo menos: lo perdió jugando a los dados, aunque él jura que fue de un balazo.

    Doña Auristela miraba el cerro hacia arriba resoplando:

    —Mi tía Gloria, casada con el Terciopelo Marín, sigue vivita y coleando con más de 80 años y mi tía Olivia, que en paz descanse, mujer del Cabezón Tito, nunca se achicó. Para que usted sepa, hijo, un Riquelme nunca está solo: somos una tribu y al Abelito no podíamos dejarlo botado. Roncamos en las poblaciones José María Caro, Santa Adriana, San Ramón, La Bandera... Y aunque usted sea Segovia, por el lado mío es un Riquelme, y la Lucy y el Fidelio también. Un Riquelme no puede desteñir: somos choros choros. Por eso desde hace un rato los Cabrera no nos molestan: que se vayan con sus arañas a otra parte.

    En el Cerro Blanco, las casas y las calles de tierra de los tiempos en que ella y el Henry se habían conocido eran solo un recuerdo. Doña Auristela dijo que mientras vivían en el cerro, el Henry había estudiado de noche en la Escuela de Artes y Oficios y eso lo ayudó a ganarse la vida con los taxis:

    —Sin ser alto, el Henry siempre tuvo buena pinta, pelo anillado y ojos claros. Le gustaba la buena ropa y usaba calcetines rojos, le traían suerte, decía. Usted, hijo, salió a él: delgado, ágil, rápido de mente y de manos finas, sin cara de indio y con mirada de taladro... Cuando llegó del campo, el Henry ganó buena plata con las peleas de perros hasta que se metió la Sociedad Protectora de Animales. Podía caerse el mundo y el Henry no subía la voz ni se hacía notar. A nadie le buscaba camorra, pero si alguien quería atropellarlo sabía defenderse. Usted, hijo, es demasiado tranquilo. Debe aprender a enojarse y atacar como su padre... cuando sea necesario... El Henry decía que él era invisible. En eso usted se parece a él: ni grande ni chico... ni flaco ni gordo... invisible para pasar piola… si no fuera por el ojo…

    Doña Auristela se afirmó en un poste y contó a Elías que en la época antigua no había árboles en el Cerro Blanco y los niños jugaban en las piedras tacitas talladas por los indios. Ella, el Henry y otros habitantes del cerro emigraron una noche sin luna a tomarse los terrenos de la hacienda La Flora, al sur de la ciudad. Los peregrinos levantaron un campamento de sacos, cartones y banderas que terminó siendo la población Santa Estela, con más de veinte mil almas.

    Elías había oído a sus padres hablar del éxodo de los habitantes del Cerro Blanco y por primera vez la leyenda se tornaba tangible. La fotografía de su madre joven con él en brazos que colgaba sobre el sillón de la casa siempre le había parecido de otro planeta: nunca sintió que ese bebé con un ojo luminoso pudiera ser él y que la mujer esbelta y sensual que lo acunaba pudiese ser la Auristela obesa y deforme, única madre que él hubiese conocido.

    —Yo venía embarazada de ocho meses, mijo, y clavamos cuatro tablas y la bandera chilena. Dormimos a toda estrella, el Henry y yo éramos Adán y Eva. Cuando salió el sol, los pacos estaban listos pa’ corrernos bala. Cantamos la Canción Nacional frente a los fusiles. La Marcelina Araya, jovencita como yo, presidía el comité de toma y se enfrentó al capitán mientras nosotros aferrábamos los palos de las banderas, listos pa’ morir peleando. El padre Jacques aún no aparecía. Al final los pacos se retiraron del otro lado del puente y ahí en el barro usted llegó al mundo, el primer niño nacido en la Santa Estela, debería estar orgulloso. Celebramos la victoria con canto y baile y usted llevaba el compás llorando y moviendo las patitas. Por eso salió bueno pa’ cantar, mijo. El Henry y yo estábamos flacos como palillos, todavía no me agarraba la hidropesía. Yo le dije al Henry: Este niño tiene los ojos raros. Él me contestó que son ideas tuyas, pero después reconoció que yo tenía razón. Como los caballos overos, tiene un ojo zarco, el derecho, comentó. Uno en cien millones, dijo el médico que lo examinó el día en que cumplió un mes.

    La señora Auristela avanzó con su hijo hacia la Iglesia de la Viñita donde los recibió el frío de Dios. Con ayuda de Elías, se hincó a rezar por el alma del marido y el futuro de su prole.

    —Esta virgencita nos ayudó cuando su papi cayó en cana por culpa del Gato culiao que lo sapió al Zavala, el tira que lo vino a detener. El Gato tenía buena pinta, pero se le empezó a podrir la cara y dicen que a medianoche se zambulle en agua caliente con hojas de matico para sujetar la enfermedad. ¡Ni Dios quiera que se mejore! El Henry, el Gato y el Zavala se conocieron aquí en el cerro de chicos. En los días en que lo metieron preso, el Henry iba a pagarme una operación que Don Francisco mostró en la tele para sacarme la grasa, es como desinflar un globo, liposucción la llaman, y por culpa del Gato y del Zavala, envidiosos, no se pudo. Muy viuda y meada de perro estaré, pero vamos a salir adelante, se lo prometo por esta virgen. Usted es el mayor, tiene que cuidar a su hermanita y a su hermano y ponerse las pilas, mijo.

    Elías recibió de lo alto la mirada de la Virgen de la Viñita y se la devolvió con el rayo de su ojo celeste. Zambulló una estampita en el bolsillo de su camisa a la altura del corazón y la angustia por la muerte de su padre se fue aliviando. Cuando salieron de la iglesia llovía con violencia. Avanzaron hacia el paradero de la micro por un túnel de agua sin tener con qué taparse. El recuerdo de su madre arrastrando los pies y tratando de apurarse bajo la tormenta ha irrumpido en el aeropuerto de Santiago traído por la Pálida, en el instante en que la imagen del perro que levanta una pata corta contra la Samsonite que el Flecha trae de París ha quedado congelada en un fogonazo de flash.

    Capítulo 3

    —¡Elías! Chiquillo ‘e miéchica, ¿no te hei dicho que te entrís? No te veo ni el humo. ¿Dónde andái metido con tus disfraces?

    Desde la muerte de su marido, la señora Auristela no lograba controlar a su hijo mayor. Vivían en el sector antiguo de la población, el más conflictivo, en la calle Mártires de Chicago al llegar a la avenida Luis Emilio Recabarren. Lo llamaba a gritos y le prohibía que se juntara con el Tigre y su pandilla de los halcones, que habían laceado a un repartidor que circulaba en bicicleta. El cadáver apareció flotando en el canal y a los diez años de edad al Tigre lo habían encerrado en la Casa de Menores, donde estuvo hasta los doce. Al salir le faltaba el dedo índice de la mano derecha.

    —Al paso que va, el Abelito, que por algo lo llaman Tigre, va a terminar como su padre, mi hermano Abel, que a los 24 murió acuchillado en la cárcel. Lo único que le pido, hijo, es que usted no se meta en actos de sangre, que siga el ejemplo del Henry.

    La detención de su padre y el desamparo de la familia habían impuesto a Elías la necesidad de tomar, aunque niño, decisiones para toda la vida. ¿Trabajar, estudiar?... ¿Robar?... Durante días y noches pensó en escapar de la casa, desaparecer sin aviso, lanzarse a los caminos, vagar por la ciudad, irse a la Argentina... Las actividades de don Henry habían alcanzado su apogeo cuando se corrió la voz de que era muy curioso y los taxistas empezaron a llegar de todo Santiago, incluidos los que trasladaban a los turistas del Hotel Carrera y chapurreaban el inglés. Don Henry revoloteaba en torno a los autos y según la marca y el modelo sabía si era necesario levantar el capó, meterse debajo o trabajar al interior de la cabina. Después de la escuela y los fines de semana, Elías lo ayudaba pasándole las herramientas y realizando una parte de la faena cuando llegaban varios autos a la vez. En el momento en que un taxi quedaba listo, Elías se ponía al volante y lo movía a la calle Comuna de París, donde había más espacio, y si su padre se descuidaba daba la vuelta a la manzana o

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