Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El estadio: El once de septiembre en el país del edén
El estadio: El once de septiembre en el país del edén
El estadio: El once de septiembre en el país del edén
Libro electrónico259 páginas2 horas

El estadio: El once de septiembre en el país del edén

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El Estadio es, cronológicamente, el primer libro que se publicó (en marzo de 1974) sobre el golpe de Estado chileno. Pero es más que eso: circunscrito a los acontecimientos del primer mes de la dictadura, el relato se apoya en una selección de testimonios significativos que, unidos al rigor documental, un sabio ordenamiento de los materiales y un exigente y eficaz tratamiento verbal, configuran una narración estremecedora. Más de veinte años después de su primera publicación en Chile (Emisión, 1991), LOM ediciones vuelve a poner a disposición del público esta obra fundamental. Su vigencia radica hoy en algo más que la necesidad de seguir denunciando el terrorismo del Estado chileno: el reportaje de Villegas demuestra que ese terrorismo ya había sido documentado el primer año de una dictadura que duraría diecisiete y, por lo mismo, permite situar adecuadamente el recurso al desconocimiento y al perdón que hoy ensayan sus defensores.
IdiomaEspañol
EditorialLOM Ediciones
Fecha de lanzamiento21 dic 2017
El estadio: El once de septiembre en el país del edén

Lee más de Sergio Villegas

Relacionado con El estadio

Libros electrónicos relacionados

Biografías de figuras políticas para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El estadio

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El estadio - Sergio Villegas

    LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

    © LOM Ediciones

    Primera edición, 2013

    ISBN: 978-956-00-0458-1

    Diseño, Composición y Diagramación

    LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

    Fono: (56-2) 2 860 68 00

    www.lom.cl

    lom@lom.cl

    Sergio Villegas

    El Estadio

    Once de septiembre en el país del Edén

    ...y tu campo de flores bordado

    es la copia feliz del Edén.

    Himno Nacional

    Seis de los nuestros se perdieron en el espacio de las estrellas.

    Un muerto, un golpeado como jamás creí

    que se pudiera golpear a un ser humano.

    Los otros cuatro quisieron quitarse todos los temores,

    unos saltando al vacío, otros golpeándose la cabeza contra el muro.

    Pero todos, todos con la mirada fija en la muerte.

    ¡Qué espanto causa el rostro del fascismo!

    Llevan a cabo sus planes con precisión...

    sin importarles nada.

    La sangre para ellos son medallas.

    La matanza es carta de heroísmo.

    ¿Es este el mundo que creaste, Dios mío?

    ¿Para esto siete días de asombro y de trabajo?

    Víctor Jara

    , Estadio Chile

    Palabras preliminares

    de la Primera Edición

    Esta es una obra testimonial. Estrictamente. Los testigos que aquí concurren y hablan tienen una particularidad: fueron en su mayoría víctimas del golpe, protagonistas de alguna experiencia dolorosa —a menudo aterradora— en el Chile martirizado, destrozado, cubierto de heridas inmensas, que emergió del putch de septiembre. No son siempre protagonistas centrales, como muchos de los que aún pueblan cárceles, campos de concentración y salas de torturas, porque estos encontraron un resquicio providencial en un instante determinado y lograron salvarse. Pero entraron al infierno, estuvieron en él y pudieron ver o sufrir sus horrores.

    Esta no es una breve historia del golpe, de sus hechos esenciales ni un análisis de cualquier naturaleza. Es simplemente un cuadro de la violencia increíble con que la dictadura se impuso en Chile. Es el testimonio vivo, disperso, lacerado, del comienzo de una guerra cruel desatada contra una población civil desarmada, indefensa, una guerra en la cual un lenguaje brutalmente ofensivo y procaz era elemento no menor del instrumental de la tortura.

    Este es un reportaje y fue hecho como se pudo en esos momentos, bajo las condiciones agobiadoras del terror, de la persecución, de los allanamientos, de los fusilamientos en la calle, de los cadáveres alineados

    en la vereda. Los testigos fueron entrevistados al azar de las circunstancias, en una casa amiga del barrio alto o San Miguel, en una embajada, en un vuelo de avión con destino al exilio.

    En un mundo tan lleno de síntomas que inquietan, la lección de Chile no debería caer en el vacío. Con la violencia no se juega, con los dictadores no se hacen alianzas ni se concilia, porque el precio inesperado de esas alianzas, de las subestimaciones o las conciliaciones, puede ser el arrasamiento de todo derecho, de todo vestigio de vida democrática. El fin de toda democracia llega así, en cualquier momento, por sorpresa, y es una pesadilla angustiosa de la que no se despierta fácilmente.

    Que estas páginas sean un homenaje a los caídos de Chile, a los que sufren la prisión y la tortura en cada cárcel, en cada campo de concentración a lo largo del territorio; a los que luchan en forma infatigable, en medio de condiciones tan duras; al cardenal Silva Henríquez, a su iglesia, cuyo valor solo podrán medir con justicia los que vivieron la hora más atroz y lo oyeron rebelarse —única voz, única esperanza posible en ese instante— contra el crimen sin misericordia y sin límites; a los hombres de armas que pagaron con la cárcel, con las flagelaciones o la muerte su lealtad a las más dignas tradiciones militares, su respeto a la vida cívica de la nación; a los chilenos de todas las tendencias, de todos los credos, que se reúnen hoy dentro de la patria o fuera de ella, en la clandestinidad o fuera de ella, con un solo pensamiento imperioso: poner término al oprobio. A los que toman ese camino y están dispuestos a marchar por él.

    Sergio Villegas

    Buenos Aires, enero de 1974.

    «¡Ganamos!»

    LAUREANO: El día jueves 13, como a las once de la mañana, pasa un camión militar por Providencia. Acaba de terminar la queda larga. Por una bocacalle sale un hombre canoso corriendo dificultosamente, sin duda porque es muy gordo. Corre agitando un brazo en alto, haciendo la «V» de la victoria con dos dedos y gritando eufórico: «¡GANAMOS!».

    Estaba claro que salía a saludar a los uniformados. Desde el camión, alguien le disparó y lo dejó tirado en el suelo. Un poco más allá, el vehículo se detuvo, bajó el oficial y preguntó por una dirección que buscaba.

    I

    «¿Es este el mundo que creaste, Dios mío?

    ¿Para esto siete días de asombro y de trabajo?»

    (Víctor Jara,

    Estadio Chile

    )

    Interrogatorios, suicidios, un soldado

    que llora y una escapada milagrosa

    ESTEBAN CARVAJAL: Me tocó pasar a mí. Los detenidos por interrogar éramos cinco. El mayor me mantuvo a duros golpes en los oídos. Me llevaba de un lado para otro a bofetones, hasta que me salió sangre por la boca. Recibí un golpe fuerte en los testículos, de bototo supongo, y me fui hacia adelante. Habría caído al suelo si no me aplican otro golpe, en la espalda esta vez, con el antebrazo. Volvieron a golpearme en los testículos y volví a irme de bruces, como es natural, pero me impidieron la caída en esta ocasión mediante un rodillazo en el estómago.

    A nosotros nos detuvieron en el local del Regional Norte, que estaba cerca de la Séptima Comisaría, entre ocho y media y nueve de la mañana. No era propiamente el local, sino una casa vecina. Estaba ahí con cuatro compañeros más. Nos rodearon, entraron lanzando bombas lacrimógenas y nos sacaron. De paso, se llevaron un televisor, dinero que había en una cómoda, varias lámparas, servicio de mesa y diversas prendas personales.

    La recepción en la comisaría fue a culatazos y patadas. Así, por lo demás, hicimos todo el trayecto a pie. Los blancos preferidos eran la espalda y los testículos. Nos hicieron pasar y nos pusieron en el patio, tendidos boca abajo y con las manos en la nuca.

    El interrogatorio era en esa posición y uno por uno. ¿Quién es el responsable? ¿Quién manda? ¿Qué hacen? La pregunta principal, sin embargo, era esta: ¿Dónde están las armas? Nosotros contestábamos que no sabíamos nada, que no teníamos idea.

    La radio estaba puesta con gran volumen, así es que supimos lo que estaba ocurriendo en La Moneda, escuchamos el ultimátum a Allende, el bombardeo, los primeros comunicados de la Junta.

    A las doce llegó un oficial. Traía un método especial de ablandamiento.

    —Al primer carabinero muerto —nos dijo—, uno de ustedes va a pagar con su vida.

    A la una llegó el capitán Azócar con la noticia.

    —Acaba de morir un carabinero. Y dijo con tono amenazante:

    —Al próximo los matamos a todos.

    A las cinco llegó un nuevo anuncio:

    —Murió otro carabinero, así es que los vamos a fusilar.

    Oímos que descorrían los cerrojos de las armas.

    —No sean idealistas, cabritos —escuchamos que decía el capitán—. Digan, dónde están las armas. Nadie lo va a saber.

    Noté que algunos compañeros daban señales de aflojamiento. Todos teníamos la idea de que íbamos a morir.

    Tres cuartos de hora después llegó un mayor de Ejército y nos sacaron para un interrogatorio. Algo ya más formal. El mayor comenzó por hacer un escándalo. Se dio por ofendido a raíz de alguna cosa que había dicho alguien y dijo que en represalia le inyectaría agua de la llave a uno de los compañeros. Estaba listo un conscripto con la jeringa cuando el mayor se arrepintió diciéndole al compañero: «Eres valiente».

    Del interrogatorio no recuerdo otra cosa que los golpes. Y creo que eso era lo fundamental. Fue una sesión larga y no recuerdo haber sentido nunca antes tanto dolor y al mismo tiempo tanta impotencia. Me parecía que estaba quebrado en varias partes. Pero estábamos todos firmes aún al parecer.

    El oficial, decepcionado, dijo finalmente:

    —Me los llevo.

    Un oficial de Carabineros acotó:

    —Tienen que saber algo, porque estaban ahí.

    Nos condujeron a un regimiento cercano y de ahí al Tacna en un bus de la Armada. Nos colocaron cómodamente en los asientos. El trato parecía cambiar. Cuando pasábamos por el centro, se produjo un enfrentamiento entre civiles y militares, un baleo horrible. Ellos, los carabineros de la Séptima Comisaría, se tendieron sobre el piso del bus. Nosotros tuvimos que seguir sentados y escuchamos que alguien nos gritaba: «Si llega una bala, a ustedes les toca, conchas de su madre». Los proyectiles silbaban y nosotros íbamos muy sentados, como un blanco perfecto.

    Entramos al Tacna y ahí nos quitaron los zapatos, los calcetines, los relojes, las argollas (cosas que nunca más recuperamos). Poco después entraba una columna completa de detenidos al patio y a los milicos se les armó un desorden. En medio de la confusión, un oficial le preguntó a otro señalándonos con el dedo: «¿Y qué hacemos con estos?». Le respondieron: «Mételos en el montón».

    Vi que pasaba por el fondo Vicente Sotta, el exdiputado democratacristiano, dirigente del MAPU. Iba con un bastón, cojeando, y más tarde nos explicó que a él lo tomaron cuando estaba donde el médico sacándose el yeso. No iban a buscarlo a él, parece, sino al médico. Había tenido un accidente hacía poco.

    A esa altura todos sabíamos ya que habían matado al Presidente en La Moneda, pero no hablábamos de eso. Nos preguntábamos si el golpe sería tan grande, tan completo como decía la Junta por las radios, o si habría gente de las fuerzas armadas luchando en alguna parte por el gobierno legítimo.

    Eramos en total unos cuarenta, pero a la medianoche se hallaban repletos ese patio y otro contiguo. Estaban llenos con gente de las industrias, de Luchetti, de Comandari, del Ministerio de Educación, del Ministerio del Trabajo y de otros lugares. Vimos ahí a Sergio Arancibia, vicepresidente de INDAP, y a Waldo Suárez, subsecretario de Educación.

    El suelo era de adoquines. Fue nuestra cama. Hacía un frío que helaba y muchos se habían resfriado. Nadie tenía permiso para moverse. Las necesidades más apremiantes debían satisfacerse allí mismo y los oficiales fueron claros al respecto. Durante el día, como gran concesión, se había permitido que una persona de avanzada edad fuese al baño. Nos molestaron varias veces durante la noche. Los conscriptos iban y venían. Nos hacían levantarnos, sentarnos, levantar los brazos durante un buen rato. Muy tarde llegó uno con trago. Andaba con el arma en la mano amenazando y profiriendo toda clase de cosas. Se notaba con rabia. Tropezó con alguien y gritó: «¡Quita el pie!». El compañero se demoró o no quiso hacer caso y escuchamos que el conscripto descorría el seguro del fusil.

    A las nueve de la mañana nos contaron. Eramos 288, sin incluir mujeres y «peligrosos». Nos hicieron pararnos y dieron comienzo a un chequeo médico que estuvo a cargo de un médico civil. Pulmones sobre todo.

    Ahí tuve la oportunidad de ver caras y de echar un vistazo a los llamados «peligrosos». Estaban en el grupo, entre otros, Coco Paredes, el subsecretario general de Gobierno Arsenio Poupin, el doctor Enrique París, el presidente del Sindicato Comandari, no recuerdo el nombre; el compañero Jano, que pertenecía al GAP, y Máximo, el médico que era Jefe de Seguridad del PS. Había también mujeres de las industrias.

    Nos tuvieron todo el día en aquel lugar. De allí, nos informaron que nos llevarían al Estadio Chile, donde todo el mundo sería interrogado en regla y saldrían de inmediato en libertad los inocentes. Digamos, de paso, que el Estadio Chile resultó ser la pesadilla más insoportable que le puede tocar a una persona.

    Mientras esperábamos, nos dedicamos a conversar y sobre todo a mirar hacia el lugar en que estaban los «peligrosos». Era un pasadizo oscuro que los milicos llamaban «el boquerón» y que daba al costado este del Tacna. Se usaba como salida de vehículos. Estaba tan lleno de tierra que me costó mucho reconocer a Coco Paredes cuando salió en dirección, me parece, al baño. Estaba sucio, negro de arriba a abajo, y como se había cortado los bigotes, más difícil se hacía identificarlo.

    Allí hubo golpes todo el día. Esa era la gente que más importancia tenía para ellos. Con el Coco se ensañaron especialmente. Pusimos atención a algunos interrogatorios que le hacían para humillarlo y ablandarlo.

    —¿Cómo te llamas?

    —Eduardo Paredes.

    —No, huevón, tú te llamas Coco.

    Le propinaron varios golpes y continuaron las preguntas:

    —¿Cómo te llamas?

    —Coco Paredes.

    —No, huevón, te llamas Eduardo Paredes.

    Nuevos golpes.

    —No te movái, huevón. Te moviste, huevón. Quién te dijo que te movieras.

    Nuevos golpes.

    A cargo de nosotros estaba el mayor Acuña, que se mostró más humano. No lo vimos abusar. En «el boquerón», en cambio, la cosa era para parar los pelos. Los culatazos llovían, en los testículos, en los pies, también en las manos, cuando las apoyaban en la tierra para cumplir los «tiburones», los saltos en «cuatro pies» que les imponían como castigo los oficiales. Eran golpes como para triturar los dedos. Los gritos se escuchaban muy fuertes. Le pegaron también a un niño de unos catorce o quince años. Era hijo de un uniformado que se mantuvo leal al Gobierno Popular y no tuvieron compasión con él.

    Estábamos muy atemorizados, pero llegó un momento en que varios compañeros no aguantaron más y quisieron ir a protestar o intervenir. Hubo que detenerlos y explicarles, con grandes dificultades, que eso era suicida.

    Al que más golpeaban era al Coco, repito. Y lo digo porque después, estando ya en el Estadio Nacional, leímos en una versión oficial que habría muerto en un enfrentamiento con las fuerzas armadas. Falso. Lo asesinaron a golpes. También flagelaban de un modo inhumano al doctor Enrique París, que fue asesor del presidente Allende para todo el asunto de la huelga golpista de los profesionales. Pero no sabíamos que lo habían matado. Recién ahora nos enteramos de que se ensañaron tanto con él que llegaron al salvajismo de cortarle los órganos genitales y que después le dijeron a la madre que había fallecido de una «hemorragia intestinal». Ahora que lo pienso, todos los compañeros de «el boquerón» que he mencionado se encuentran muertos.

    Las torturas a los «peligrosos» fueron la única novedad importante del día. Nos tenían con las manos en la nuca y nos hacían trotar. Se produjo un pequeño incidente cuando a un compañero se le cayó un arma que había logrado pasar oculta bajo el cinturón. Gran suspenso. Un muchacho de unos dieciséis o diecisiete años que estaba en nuestro grupo lo delató. Nuevo chequeo. Nos sacaron todo, con más prolijidad esta vez, incluso los encendedores. Después les pegaron a los dos, al delatado y al delator.

    —A ti por maricón —dijo un cabo— y a ti por huevón.

    Al cabro del arma le cortaron el pelo, además, porque estaba muy pelucón. El delator era más bien un muchacho con algunos trastornos mentales que nos daría luego muchos problemas y que terminó de una manera muy terrible. Voy a hablar de eso más adelante.

    El encargado de mantener la presión sobre los detenidos era el teniente Solminihac. Hacía visitas frecuentemente, daba órdenes y se encargaba en forma especial de «el boquerón». Tenía sangre en el ojo, se notaba, porque había estado preso por el primer levantamiento serio contra el Gobierno Popular, por el «tancazo» del 29 de junio.

    Durante todo el día estuvimos escuchando gritos y balazos en la calle. Nos hacíamos toda clase de conjeturas. Los conscriptos no hablaban una palabra. No podría decir que se portaban salvajes con nosotros, al menos hasta ahí.

    A las once de la noche fuimos trasladados en un bus de la Empresa de Transportes Colectivos del Estado al Estadio Chile. Nuestro grupo era el último. Solo quedarían en el Tacna los «peligrosos» y algunas mujeres, para las cuales se habían habilitado unas celdillas especiales. Teníamos la esperanza de que en el Estadio Chile se aclarara de alguna manera nuestra situación.

    Entramos por la calle Unión Americana y nos topamos con un tiroteo casi a las puertas del Estadio. Nos hicieron tendernos en el suelo, por precaución tal vez, aunque nos quedó la sospecha de que podía ser, también, una simple maniobra destinada a amedrentarnos. Había carabineros en la puerta. Tenían sus armas en alto y nos iban dejando caer culatazos a medida que entrábamos.

    Después del hall nos hicieron pasar a la sala y ahí nuestra sorpresa fue enorme. El estadio estaba repleto, con unas cinco mil personas sentadas, un «lleno» solo comparable al de las grandes peleas o los grandes partidos. Era como si de pronto fuera a comenzar un espectáculo. Solo arriba se veía un pequeño hueco, un espacio. Entramos con las manos en la nuca y ocupamos las únicas graderías libres que quedaban abajo.

    ¡Qué cantidad de compañeros detenidos! Allí, prácticamente, se acabaron nuestras esperanzas. Había gente de casi todas las industrias: de Sumar, de Tisol, Sedylan, Ferrocret, Carrocerías Franklin, de Horizonte, de la mayoría de los servicios públicos. Divisamos al subsecretario de Previsión Social, Laureano León; al de Educación, Waldo Suárez; al rector de la Universidad Técnica, Enrique Kirberg, que había sido muy maltratado durante todo el trayecto a pie hasta el Estadio; al director de Prisiones, Littré Quiroga. Estuvieron poco estos últimos. Los sacaron pronto. Quiroga apareció después muerto en una calle, «ejecutado», según la información de los diarios fascistas, «por sus propios compañeros». Estábamos cautelosos. Unos camaradas del Ministerio del Trabajo nos habían soplado al entrar: «Cuidado, hay trescientos infiltrados. No hablen con desconocidos. No se desplacen».

    INTERRUPCIÓN DE C.M.: Nos acarrearon en cuatro buses desde la Universidad Técnica del Estado hasta el Estadio Chile. Los buses pertenecían a un recorrido local de La Serena. Los habían sacado de un parque de huelguistas del transporte montado en esa ciudad. Eran micros algo destartaladas, y el chofer de la nuestra era el propio dueño.

    La callecita del Estadio Chile estaba llena de gente. Las tenían con las manos en la nuca, trotando en su sitio. Había milicos por todos lados.

    Tuvimos que esperar. El chofer y los uniformados que nos cuidaban en la micro conversaron amistosamente con nosotros. Se les notaba lo provincianos en la manera de hablar. Nos dijeron que debíamos tener cuidado con sus compañeros (conscriptos de Santiago, al parecer) porque no eran muy buenos. Habían hecho vandalismo y robado en grande en una rotisería cercana al Estadio.

    Todo el mundo se bajó por la puerta trasera. Había un «callejón militar» esperando. Nadie se escapaba de las patadas y los culatazos. Me bajé por delante y eludí todo eso.

    Nos sumamos al montón. Nos pusimos a trotar. Cruzamos pequeñas palabras con la gente vecina. Había de Easton Chile, de La Legua. Nos informaron de algunas cosas. De vez en cuando llegaban pacos a dejar «prisioneros». Los dejaban y se iban. Los llevaban rapados y descalzos. En la callecita había de todo, desde cabros de trece años hasta gente de edad. No se veían mujeres. Cerca de mí había un conocido, un compañero de unos cincuenta y cinco años

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1