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Butamalón: El origen sangriento de Chile
Butamalón: El origen sangriento de Chile
Butamalón: El origen sangriento de Chile
Libro electrónico551 páginas11 horas

Butamalón: El origen sangriento de Chile

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Esta novela luminosa oscila entre dos épocas y describe en siete visiones la travesía alucinada del fraile Barba por territorios desconocidos y su tránsito espiritual desde el día en que arriba al Reino de Chile con las tropas de los conquistadores hasta que queda inmerso en la sociedad indígena. Barba se desplaza en el corazón de la Guerra de Arauco y vive las intrigas que laten en el seno de ambas sociedades. En torno a él bulle el conflicto más cruento de la Conquista de América, en que el pueblo mapuche hace frente a las tropas españolas, triunfantes en Europa. Treinta mil españoles y doscientos mil indígenas mueren en combate, decenas de miles de aborígenes son esclavizados y marcados con hierro en el rostro, mientras mil españoles se convierten en esclavos de los mapuches. Las mujeres indígenas son violentadas y medio millar de cautivas españolas son arrastradas a la ruca y el lecho de los caciques. Faltando al voto de castidad, Barba se une a Elyape, una mujer de la tierra. A la cabeza del Butamalón, alzamiento general, el toqui Pelantaro destruye las siete ciudades españolas del sur y en la batalla de Curalaba derrota y decapita en 1598 al gobernador Martín García Óñez de Loyola, un hecho del que es testigo el fraile Barba, confesor del vencido. El contrapunto entre el pasado y el presente que atraviesa esta novela excepcional, en la que conviven la lengua castellana de la época y las expresiones en el mapudungún originario, pone de realce las marcas profundas que en el cuerpo, el alma y el destino de Chile ha dejado un conflicto aún no resuelto.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2018
ISBN9789563246766
Butamalón: El origen sangriento de Chile

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    Butamalón - Eduardo Labarca

    III

    INVOCACIÓN

    Hable usted por mí, hoy. Que mi voz sea su palabra. Que si digo agua, sea el agua con que lavaba mis manos –peces jabonosos– entre las suyas. Y si digo mano, sean ésas: sus manos y las mías, juntas, comulgando en esa ceremonia. Y pies serán mis pies rosados, calientes, ligeramente húmedos, cuando usted los besaba y también los mordía. Que así sea. Cada sonido con su significado primero. Cada gesto como esos gestos. Venga a mí su voz, mamá. Quiero renacer en su verbo de madre joven. Hoy regreso al pasado y a usted: no me abandone.

    Son 498 páginas, éstas, frente a mí y debo traducirlas. Al Historiador que las escribió en inglés no lo conozco: voy a conocerlo en este texto... Se interesó por este paisito. No le tuvo miedo a nuestra Historia. En Dallas, Texas, estudió la lengua de los colonizadores hispanos, y cruzó el océano y aterrizó en España. En Sevilla se encerró tras los muros de piedra del Archivo de Indias y más tarde anduvo por Extremadura. Ingenioso. Empeñoso: trepar a la Sierra de Gata para bajar siguiendo la caca de las ovejas por las cañadas de la Mesta, husmeando a cuatro siglos de distancia a partir de Pinofranqueado, el escueto villorrio natal del fraile Juan Barba. Quiso remontarse a los orígenes, respirar el mismo aire reseco, contemplar el mismo paisaje gris, pisar los mismos senderos adustos que en los años de la peste el asombroso personaje había corrido de niño. Descubrir sus fantasmas, descifrar los secretos de su partida hacia las Indias e intuir los demonios que aquí en Chile lo llevaron a su sino. En España el investigador de Dallas se metió en lo concreto, buscó los datos precisos. Desde Europa sobrevoló de nuevo el océano y aterrizó en Santiago. Masticó el smog de la Alameda, hurgó en nuestra Biblioteca Nacional, investigó en el Fondo José Toribio Medina. Viajó a Chillán, se infiltró en las costas de Arauco, se asomó a la punta de Llaguapí por senderos caracoleantes y remontó los lomajes de Purén antes de entrar por las llanuras ocres de la Frontera. Tomó fotos, grabó entrevistas, filmó, anotó, y un día se fue de vuelta a los Estado Unidos. Allá en el norte rubio desenmaletó sus papelitos y grabaciones, se sentó frente a la IBM y escribió estas páginas contando lo que los chilenos deberíamos saber pero no sabemos. Tuvo que venir un historiador extranjero a averiguarlo y a decírnoslo luego en inglés. Que el sacerdote Juan Barba, dominico de la Orden de Predicadores, nacido en Extremadura el 28 de enero –Acuario– de 1559, había recibido en el Perú patente de misionero para evangelizar indios de paz y de guerra en la provincia de Chile, entre el valle de Copiapó y el estrecho de Magallanes. Que el 14 de mayo de 1598 el fraile Barba llegó aquí, a Santiago del Nuevo Extremo, proveniente del Perú, después de cabalgar trescientos días a través de alzadas cordilleras, desiertos implacables y matorrales en llamas. Que se había incorporado a la hueste del capitán Joaquín de Orellana, veterano de las guerras de Flandes, compuesta de cuarenta soldados montados y quince peones que traían para su servicio a más de doscientos yanaconas, veinticuatro negros, sesenta llamas de carga y una jauría ladradora de dieciocho alanos. Etcétera... Etcétera...

    Ahora, yo, a traducir. ¿Tendré suficiente paciencia y energía? ¿Cómo voy a dar con las frases apropiadas? Madre, salve con la suya mi palabra, y dígame: ¿Dónde quedaron esas sílabas más antiguas que el recuerdo que hoy día tanto necesito? ¿Su mi voz? Nenebebe, hueñicito. Las palabras redondas, con aes y con oes, que usted pronunciaba mirándome a los ojos con su sonrisa de muchacha ilusionada en la siesta provinciana de Chillán:

    Duérmase mi guagua

    que viene la vaca

    a comerle el poto

    porque tiene caca.

    ¿Dónde han ido a parar esas palabras cantadas, las palabras verdaderas, las que a veces aparecen cuando sondeo antes de los labios, debajo de la lengua y más atrás? Andan al parecer por la vaga región del calor y la ternura, dormitan en el nido de mi cuerpo donde usted las depositó pacientemente, deletreándolas, esperando expectante mi respuesta en una comunicación que era de cuerpo a cuerpo, de plasma a plasma, de palpitaciones, de latidos. Esas palabras quedaron por allí y de allí salen cuando tengo paz para llamarlas. Entonces la tula que pende entre mis piernas rejuvenece, se acorta, vuelve a ser la pequeña prominencia rosada que riega las florcitas para que crezcan y a la que he de despedir con tres sacudones antes de guardarla en su casita para que no pase frío, como usted me enseñó.

    Quis?

    Ego –contestaba yo prestamente a su pregunta en nuestro idioma de travesura.

    Laquerurero. Locomuerdo. Palabras sin gramática. Meros sonidos de significados hondos. Ronroneos. Juegos. Claves del intercambio respiratorio madre hijo. Voces secretas. Arrullo gozoso. Fusión de distendidos músculos en una materia única de venas elásticas, de tactos, calores, olores, roces, miradas. Regocijo cotidiano, interminable, interrumpido sólo por la voz lejana del padre con la explicación disonante –se dice así, se dice asá– que recortaba el verbo y cincelaba el lenguaje oficial: puñado de tierra lanzado sobre la nieve, piedra arrojada al remanso de la ternura, sonido destemplado que rompía todos los encantos pero sin penetrar jamás en la trama densa sólo conocida por el dúo unidad mamá yo. Ceremonia de días, meses, años. Engolosinamiento tibio de claves siempre repetidas, alimentadas con nuevas palabras de ese idioma críptico nacido antes del nacimiento. Idioma de fantasías y misterios que no es de oír ni de entender. Idioma del que se sabe todo o no se sabe nada. Idioma para vivido y no para hablado: idioma al que se pertenece. Lengua inconjugable, intraducible. Idioma eterno. Lengua materna verdadera bebida por mí en los pezones que usted me brindaba, tragada a buches con sus acepciones indescriptibles, inmortales. Sonidos y silencios precisos como números para yo y usted. Para los demás: signos crípticos de una civilización desconocida.

    Vengan hoy a mí esos ruidos borboteantes, esas vocales respiradas, esos susurros besados. Remóntense desde mis vísceras. Entíbiense como entonces en mi sangre. Hínchense de vida. Resuciten. Dejen atrás mi cintura y luego mis costillas, y sigan subiendo. Redondéense de sonido. Alcense con murmullo de ultratumba, con alegría de cuna, con gorgoreo de recién nacido y revienten en mi boca, en mi mano, aquí: en la yema de mis dedos, en el teclado de mi máquina de escribir.

    Del estómago a la hoja de papel. De la primera infancia a mi verbo adulto de traductor. ¡Vengan ya! Refrésquenme el idioma. Airéenlo. Depúrenlo de tanta basura que encima le han amontonado. Denle una patada a la gramática: a los manuales de estilo, a los glosarios, a las instrucciones para el traductor perfecto. ¡Sáquenle la lengua a la Academia! Y, ¡a volar! Con liviandad de algodón y gordura de nubes. Muéstrense, palabritas mías: voces incontaminadas, hijas legítimas del amor más puro. Exhíbanse de cuerpo entero. Bailen. Hagan su striptease. Pónganse sus alitas de ángel y digan las cosas como se dicen: sin corsé ni funda de polietileno. Con contacto de piel sonrosada y aire y nada más. Voces de vida, lengua materna...

    Mamá, hable usted por mí hoy. Usted, que creó para mí los significados. Usted, mi diccionario eterno. Regrese del otro mundo en mi ayuda. Yo soy usted. Sea usted yo. Usted y yo ante la hoja en blanco. Yo, suyo: hablando, conjugando la única posible verdad.

    VISIÓN PRIMERA

    CAPÍTULO I

    En el Cuzco me despiertan los golpes a la puerta. El último lucero brilla entre los cuernos negros de la montaña: los torreones de la fortaleza de Sacsayhuamán. Abro y el capitán Joaquín de Orellana hinca la rodilla en la piedra en que antes posaban su frente las vírgenes del adoratorio de Intihuasi. Su cuerpo se agita, se retuerce. Una lengua blancuzca pincela de saliva los labios resecos tratando de desatascar las palabras. Don Joaquín rehúye mis ojos, agacha la cabeza retinta y hunde en la chorrera de la camisa el gancho de su nariz. Entonces, una, dos, tres veces retumba su pecho bajo la batista y por fin, tras el último golpe, con los ojos fijos en su diestra empuñada, el capitán Orellana implora de madrugada mi absolución antes de iniciar la marcha hacia el sur. Echo la estola sobre mis hombros y me apresto a escucharlo.

    Su pecado ha sido de descreimiento. En su corazón había renegado contra Dios, allá en la Ciudad de los Reyes, cuando no encontraba cinco soldados dispuestos a acompañarlo. En llamarada han brotado las primeras frases y el bronco incendio de palabras se arrastra crepitante, interminable:

    –Yo, padre Barba, quería valer en Indias más de lo muy poco que como hidalgo pobre valía en mi villa de Orellana la Vieja, en los alcornocales de Puebla de Alcocer, allá en Extremadura. Por eso pasé a estas tierras y por mis muchos servicios prestados en Flandes a Su Majestad, acá fui encomendero principal en Abancay, donde tenía puestos trescientos indios en la recolección del oro, y podríamos yo, mi mujer y mis hijos haber vivido en gran abundancia. Pero esa existencia de apacible, abnegado trabajo que a otro habría dado la felicidad no lograba colmar mi corazón revuelto. Yo estaba hecho al combate cara a cara, pero ahora tenía que cuidarme de que los indios que a mi paso hacían reverencias no fueran a destilar uno de sus venenos en mi búcaro de aguardiente de Pisco. Cansado hallábame del servilismo perruno de esos simuladores que esperaban imperturbablemente el advenimiento del nuevo inca para ese día saltarme al cuello como lobos. Esa vida tampoco era del agrado de doña Natividad: mi mujer lloraba día y noche preguntando que hasta cuándo habríamos de vivir en tan remoto lugar, no más que de indios rodeados. Fue entonces que oí hablar de las tierras de aquí más al sur. Y se me vino a la cabeza la idea de poner mi brazo al servicio de nuestro amadísimo rey don Felipe II para doblegar a los bárbaros que en el reino de la Nueva Extremadura, en la provincia que llamaban de Chile, resístense con contumacia a se sujetar a su autoridad soberana. Antes de que amaneciera, esa idea me acechaba ya bajo el baldaquín de la cama ancha, entre los cortinajes de seda que mi mujer había ido colgando en el tabernáculo de nuestras lujurias. Y bajo el sol, cabalgando por los senderos de mi hacienda, los pedregales se me figuraban ajenos y sólo me consolaba rejurándome que ni un día más viviría allí. Pero llegaba de nuevo la hora nocturna de los demonios desatados... Entre sueños sentía en los dedos de mis pies un picoteo juguetón de pollitos recién nacidos que ascendían muy delicadamente por mis tobillos y mis piernas. La respiración de doña Natividad inundaba mi rostro y su calor me acunaba en su ardedura, y un eco esquivo traía el susurro de una voz suave, insistente, preguntándome si la seguía amando, si la había amado cuando ella tenía catorce años y yo llegaba a Extremadura de regreso de Flandes hecho capitán, y si era cierto, y que cuánto y que si siempre, y en naufragio de llantos íbase ella cogiendo de mis hombros y de mi cintura, y aferrábase con sus piernas traviesas y sus manos buscadoras, y nuestras rodillas eran el espolón que abría paso al avance resbaloso de los muslos, y nuestros cuerpos se revolvían e incrustaban poco a poco uno en el otro y sus jadeos me iban invadiendo y yo también jadeaba, y sus lágrimas entibiaban mi cuello y sus exigencias desgarraban mi alma y yo decíale que sí, que nunca la abandonaría, y su piel fragante se convertía en ola cálida, y ella me pedía que jurara y yo jurábale que eternamente me quedaría en el Perú acompañándola, y la quemante marejada me abrasaba arrastrándome cada vez más lejos, y que sí prometíale yo, que nos trasladaríamos a Lima, y continuaba esa danza en que éramos un solo cuerpo ahora, y un látigo iba acercando su descarga desde enorme distancia hacia mi médula, y llegaba, y me rozaba una vez, y otra vez, y me azotaba finalmente de lleno sacudiéndome desde dentro hacia afuera, venciéndome, vaciándome, matándome, devolviéndome a ese sueño de plomo del que volvería a emerger antes de que clareara la aurora para sentir que doña Natividad, hermosa, joven, radiante, dormía apaciblemente a mi lado, y para odiarla por haberme arrancado el juramento de que no la dejaría y odiarme por habérselo hecho a sabiendas de que no lo podría cumplir. Porque alejado yo de ese lecho, esfumadas las imágenes del ardoroso cuerpo que allí quedaba rendido y de ese rostro que sonreía en sueños, volvía a mí el deseo único, que ni siquiera las más sensatas razones podían arrancar de mi mente, de ir a someter esa provincia de Chile nuevamente descubierta, y pacificalla y sosegalla e irla poblando para que su muy católica Majestad dilatara sus dominios con esa tierra que tantos, antes, habían anunciado como de maravilla diciendo que no la había mejor en el mundo, alabándola como muy llana, sanísima, de mucho contento, muy alegre, de grandes campiñas, arboledas y muchos ríos y arroyos y muy buenas aguas delgadas para la bebida. Que tenía únicamente dos meses de invierno y que en ella, salvo cuando hacía cuarto de luna, sólo llovía un día o dos: todos los demás brillaban tan lindos soles que, me aseguraban, no había por qué llegarse al fuego. Que el verano era tan templado y corrían tan deleitosos aires, que el día entero podía el hombre andar de fuera vestido ligeramente, sin que le resultara inoportuno. Era esa tierra copiosísima de pastos y sementeras, muy aparejada para labrar y criar y para darse todos los géneros de ganado y plantas que se pudieran pintar. Abundaba de mucha y muy fina madera para edificar casas, de infinidad de leña, y las minas eran riquísimas de oro y toda la tierra estaba dondequiera llena de él, y quienes allí pasasen hallarían en qué sembrar y con qué edificar, y agua y hierba para sus ganados: que parecía Dios había criado esa provincia sólo para tener todo a la mano. Rabiaba yo por marchar a conocerla e ir a servir a la sacratísima persona de nuestro monarca en batallas contra el común enemigo de nuestra madre la Iglesia Santa de Roma. Quería alejarme del Perú, donde un aire maligno corrompía el cuerpo y el espíritu de los hombres. No más llegar aquí, los españoles tornábanse irreconocibles. Su proverbial llaneza convertíase en doblez, su lealtad en traición. El reino mismo había nacido del engaño con que Francisco Pizarro tendió a Atahualpa la mortal celada. Desde entonces todo era mentira y pérfida ceremonia, y al hacerse trasladar del Cuzco a Lima el palio del último emperador del sol y al anunciar que el indio que se atreviera a mirarle cuando él allí se hallara sería castigado con la muerte, el nuevo visorrey, don Luis de Velasco, había cedido al embrujo que asfixiaba al Perú en la bruma trágica de su propio pasado. El fantasma de Atahualpa se enseñoreaba de nuestras almas sin que tomáramos conciencia de ello: azuzaba a unos españoles contra otros, nos separaba en bandos irreconciliables, atizaba nuestros odios, consumía esta tierra en un incendio de guerras civiles que se reavivaban constantemente y que nadie lograba sofocar. La claridad de las madrugadas llamábame a alejarme pronto del Perú, antes de que doña Natividad lograra arrastrarme hacia Lima adonde un pegajoso manto de insinceridad y felonía no tardaría en estragar mi familia hasta perdernos. Entonces, más que nunca pensaba yo en marcharme a Chile a sustentar la honra de nuestro rey bienamado y de nuestro Dios, artífice supremo y señor de todo lo criado, para acrecentar con mi espada las riquezas que en estados, vasallos y bienes Su Majestad poseía, y quebrantar las soberbias que los herejes de esas partes tenían contra los que honraban el nombre de Jesús. Los años vividos en el Perú habíanme enseñado que el laboreo del oro y de la plata sólo acarreaba a los españoles prosperidad efímera y a la postre más guerras y más odio, por lo que bueno sería en Chile dar primacía a la labranza de la tierra para hacer florecer toda clase de nuevas industrias de plantas y ganados que se trajesen de Castilla, y atender a la edificación de bien asentadas ciudades, que únicamente si hoy le dispensaba igual amor y cuidado que a la mismísima niña de sus ojos, podríase España enorgullecer más tarde de esa provincia nueva e ignota. Tenía yo el pálpito de que la guerra contra los naturales de esa tierra hermanaría allá obligadamente a los españoles entre sí, de modo que en ese reino sólo imperase la verdad de las armas, con la saludable lealtad y abnegación que había yo conocido en los campamentos de Flandes. Chile pertenecería a los vencedores, no como este Perú donde gobernaba la mirada callada de los vencidos. Y secretamente acariciaba la esperanza de que una vez que mi brazo hubiese cumplido con su justísima Majestad, ella sería servida de me hacer las mercedes que por mis servicios mereciese, no sólo en punto de riquezas, que de ésas en el Perú no me habían faltado, sino gratificándome muy especialmente en poderes y honores, concediéndome las calidades de adelantado, capitán general y hasta las de gobernador de las nuevas tierras que yo descubriere, sometiere y poblare, y por qué no la gracia del hábito de Santiago y un título de nobleza, como el marquesado de Atavillos que el emperador don Carlos confirió a Francisco Pizarro. Ese día yo y los de mi casa contaríamonos entre los principales del nuevo y floreciente reino de Chile y cesaría doña Natividad sus quejas por nunca haber sido invitada en Lima a los saraos de palacio ni admitida en la corte del visorrey. Pero antes había yo de poner en Chile manos a la obra, que ya tendría tiempo más tarde de contentar a mis hombres otorgándoles por mandado de Su Majestad a quienes mejor lo mereciesen de entre ellos, encomiendas por una o dos vidas, mercedes de tierras, solares y chácaras, pues eran muchas las heredades y los repartimientos de indios que, al decir de quienes llegaban de allá, habían vacado por la muerte de sus dueños en la guerra o que habían venido a parar a viudas, huérfanos o ancianos incapaces de defenderlos. Para lo cual y poder partirme, en la oscuridad de una taberna, en Los Reyes, bajo la luz de un grueso velón, había formado yo sociedad con un Hernando de Rengifo que ponía trescientos cuentos de pesos para la reunión de armas y bastimentos. Pero cuando entendíamos en los preparativos de la marcha, a estas tierras peruleras se personó don Miguel de Olaverría, sargento mayor de Chile, trayendo encargo del gobernador, don Martín García Oñez de Loyola, de poner en conocimiento del visorrey Velasco la muy desgraciada situación en que se hallaban los españoles que habían pasado a Chile, que eran muertos cada día por los indios que desafiaban en todo el territorio, mayormente en las tierras de la Araucanía, las armas castellanas. Mandaba decir el gobernador que a no ser que sin demora se enviasen del Perú refuerzos de dos mil hombres, todos muy bizarros, con buenas caballerías y aderezos, y armas y ropa, y se situasen quinientos mil pesos de plata de las cajas reales de Lima o Potosí para dar paga a quienes allí militaban, todo lo tan bien trabajado y sudado en esa provincia no se podría sostener y habría de seguir esa guerra inacabable hasta quedar aquella tierra desamparada en manos de los infieles, con gran pérdida y dolor para España y la cristiandad toda. Oyendo que hube oído esos relatos, en lugar de moderar mi ímpetu, sin más pensarlo renuncié a mi encomienda, por lo que doña Natividad, arrancándose desconsoladamente los cabellos, me tildó esa noche de loco. Sin escucharla esta vez, vendí todos mis bienes y ganados y reuní cuanto oro pude y en mi porfía levanté bandera para formar una hueste a cuyos soldados, según hice anunciar por pregonero en plazas y caminos con solemnidad de atabales, trompetas, sacabuches, ministriles y dulzainas, les proporcionaría yo caballos pagados y mantenidos y les prestaría dineros para que se proveyesen de armas y servicio de negros y yanaconas y otras cosas convenientes para estos adelantamientos. Por entonces, desde Chile seguían llegando tan desgraciadas noticias que nunca en tan poco tiempo pudo la fama de un reino tornarse así de paraíso en infierno. La tierra que conocíamos antes de fertilísima quedó teñida a corto andar de la fama de Cratos, la isla que los antiguos rehuían por lo yermo de sus campos y lo arisco de sus habitantes. Que en Chile ahora el Diablo andaba suelto, que Dios nuestro Señor había dejado a esa provincia en el abandono para castigo de la codicia de sus gentes y que con tal de no ir allá preferían las galeras, iban repitiendo por las tabernas hombres que antes no se habían arredrado en los campos de Flandes. Si hasta a los facinerosos les advertían en mercados, ventas y plazas: Guardaos, que os enviarán a Chile. Se decía que en los lavaderos, donde antes beneficiaban oro día y noche los veinte mil indios que en los primeros afortunados años el gobernador Valdivia había depositado en manos de los encomenderos, no restaba más que arena, pues si oro hubiese quedado y conociendo los arreboles que su brillo ponía en los ojos de los hombres, con mucha seguridad se habrían podido reunir en un día los jinetes necesarios para que allá fuesen, y en iglesias y cuarteles comentábase que Chile había venido a ser tierra de tanta pobreza que los indios amigos de los castellanos no podían allá normalmente sustentarse, de modo que sucedíanse entre ellos grandes pestilencias y mortandades. Por eso, de aquella provincia que era ahora la más mal infamada de cuantas había en estas Indias daban la vuelta tantos, desamparándola, y como parte de esa ruin reputación estaba el que muchos de los que allá habían pasado para descargar la tierra del Perú cuando aquí ya no quedaban indios para hacer repartimiento ni valles de los que se pudiese hacer merced, en lugar de obtener allá oro, riquezas y honra, habían, en una guerra crudelísima contra los bárbaros, dejado tristemente sus huesos en ese reino que era el más alejado al que hubiesen llegado los castellanos, por lo que a la provincia de Chile en todas las Indias la llamaban sepultura de españoles. En mi desasosiego, seguía yo buscando gente para marchar a esa tierra de la que ahora todos huían, viendo de tentar a los temerosos con dádivas y préstamos libres de cédula de obligación para que se hiciesen soldados, que por tener ese reino la alargada forma de una vaina de espada, sólo con la espada podríase entrar en él. Transcurrido que hubieron varios meses sin que pudiese yo encontrar mesnaderos para cumplir la misión que dejaría fama de mi nombre, una vez más sentí una noche, hace siete días, el rasquido tenue avanzando pícaramente por mis pies, y entonces, al iluminar desde la ventana el resplandor de un rayo los ojos muy abiertos de mi mujer a mi lado y al sentir el roce de su cuerpo palpitante, comprendí nítidamente con horror que todo se debía a ella, a sus extrañas plegarias, a las chinas y hechiceros que por los rincones la rodeaban cuchicheando, a los saumerios que con ellos hacía, a las piedras negrísimas, a los crucifijos colgados cabeza abajo, a los collares sustraídos del ajuar de las momias, a los animalillos de lana, a los huacos. ¿Cómo no lo había comprendido antes? Bajo mis barbas doña Natividad conspiraba con su corte de brujos para retenerme: ella era la única culpable de que hasta entonces mi empresa hubiese fracasado. Y ese cuerpo que ahora me buscaba en la pampa ancha de nuestro lecho era partícipe del maleficio, y su aliento sólo estaba allí esa noche para doblegarme una vez más, y su cuello sólo se ofrecía a mis caricias para que mis manos, al rodearlo como ahora, perdieran su fuerza y voluntad, para arrancarme nuevas promesas, debilitar mi decisión y sellar mi derrota y traicionarme, y que yo a mí propio me traicionara. Quería la malvada atarme en ese abrazo de concupiscencias al que yo iba respondiendo con mis piernas, con mis manos que se deslizaban por su pelo suave y se detenían en sus hombros tersos y que subían ahora de regreso hasta buscar delicadamente la pequeña hondonada en la garganta y acariciar lo que después apretaban poco a poco con cariño, con fuerza, con odio de garrote, y su ronquido se convertía en remolino de estertores y golpes de rodillas que mi cuerpo, puesta toda mi fuerza únicamente en las manos, no sentía, hasta que el salvaje ritmo comenzaba finalmente a amainar, y los sacudimientos se espaciaban, y los puños de doña Natividad eran ahora los puños débiles de un niño, y su vida se apagaba, y fue entonces, en ese instante, cuando mi carne toda sintió el zarpazo en la espalda, el corazón, el vientre, y transcurrido el tiempo eterno de la sorpresa, el dolor encontró su nido, y era en mi ingle: allí el pie acariciador había clavado la afilada garra. Soltéla y ella comenzó a regresar por fin de su agonía y de nuevo luchamos revolviéndonos sobre la mancha que mi sangre iba destilando, y ella y yo buscábamos en el otro cuerpo el lugar del dolor y del daño, y ella desfallecía y yo iba desfalleciendo también, y nuestros alientos se mezclaban y en el abrazo inacabable nos aferrábamos uno al otro como náufragos luchando, fundidos hasta la raíz, amándonos más que nunca en ese interminable ayuntamiento de locura, hasta que poco a poco ella se fue quedando dormida en mis brazos. Mientras en la oscuridad su corazón latía tiernamente contra el mío, un silencio denso, con destellos encarnados y olor a azufre, se instaló en ese cuarto, y entonces patentísimamente sentí la hórrida presencia: la del Diablo. Y no embargante haber siempre sido cristianísimo, la fe en Nuestro Señor abandonó de golpe mi alma, y puesto que el Diablo andaba metido en estas Indias, a él con ofuscación y a voz en cuello dirigí mis ruegos en ese amanecer alucinante de tercianas, sudor y desvarío, mientras doña Natividad dormía pesadamente a mi lado. Al alba, lacerado mi cuerpo y sumida mi alma en el letargo de la espantosa culpa, e ida mi mujer a oír misa con paso de sonámbula y palidez de mármol, vi trocarse de manera diabólica mi suerte: treinta y ocho españoles se presentaron tan atropelladamente que más no alcanzo a recordar sino el nombre de algunos, particularmente el de uno rubio y apuesto –Lorenzo Bernales– que me parece corajudo. Como es el único que ha combatido en Chile, he decidido que será mi teniente. Apresuradísimamente he conformado mi mesnada con esos treinta y ocho: de ellos sólo Bernales, oriundo de Cantalapiedra, y dos Avellanedas, que a pesar de ser hermanos se odian a muerte, parecen, por venir de Castilla y Extremadura, tener el temple de los primeros conquistadores. Los demás son todos revoltosos sin din ni don, escoria de las facciones derrotadas de las guerras civiles del Perú, contándose entre ellos tres tuertos, un manco, dos cojos y un desorejado de nombre Hilario Lobo que trata de ocultar la mutilación afrentosa dejándose crecer la cabellera como los indios. Estos peruanos miran con disgusto y desabrimiento las talegas que he ordenado cargar con copia de semillas de trigo, avena y cebada, de garbanzos, habas, calabazas y otras plantas de Castilla aclimatadas en el Perú. ¡No han pasado ellos a estas Indias para venir a arar como los campesinos rotosos de la Península! Antes, amolan a toda hora sus espadas, que si en España muchos de ellos, como el mentado Lobo, que viene de sargento, doblaban el lomo para labrar la tierra, ni asomo de idea tienen de volverlo a hacer aquí en las Indias. Por eso cubren de vituperios al herrero toledano Diego Torres, un zurdo con cuerpo de oso y alma de niño que vendrá con su mujer, cuando le ven que forja a martillazos los cuatro arados que llevaremos a Chile. Para ellos no bastaría con tener segura en estas Indias su congrua sustentación, pues sólo hablan del oro y la plata que les recogerán los indios y del día en que han de regresar al villorrio de España del que salieron ellos o sus padres, donde los vecinos se asomarán a verles pasar en calesa hacia la heredad que habrán comprado, y de cómo serán servidos y reverenciados en la casa solariega que han de procurarse con las riquezas que habrán cargado desde las Indias. Estos hombres llevan la subversión en el tuétano y en la pupila los fulgores de la traición: al acercarse la partida corren ya rumores de fuga, susurros de ataques a mansalva, presagios de deserciones... Y resuenan, vuestra paternidad, en mi cabeza los alaridos de despedida que ayer profirió doña Natividad –¡ingrato!, ¡malvado!– cuando la dejé con mis hijos al cuidado de las monjas de la Caridad prometiéndole que la mandaría llamar desde una fortaleza de Chile donde ella ha de ser la castellana.

    Una lágrima rueda por la enjuta mejilla de don Joaquín y se pierde entre los hilos muy negros de su barba. Sus manos se aferran al crucifijo cuando de rodillas promete con devoto celo erigir un santuario de cantería con piedras grandes y bien labradas a la Virgen de Guadalupe en plena Araucanía si la santísima Patrona de Extremadura hace retroceder la presencia maligna, desata el ñudo hecho por Satanás cuando el Malo aprovechó el instante en que la fe había dejado de arder en su corazón para rodearlo de estos hombres. Y un templo de adobe y barro con vigas de madera y estribos de roca, y con campanas, en el que nunca faltarán el vino para misas y el aceite para las lámparas, tendrá para su gusto y regodeo Santa Eulalia de Mérida, virgen y mártir, en lo más profundo del reino de Chile si conduce victoriosamente su hueste hasta el corazón de esa provincia de manera que él pueda servir con devoción a Su Majestad, honrar a Dios y a su sacra Iglesia Católica y llamar un día a doña Natividad y a sus hijos para que en aquellas tierras se le reúnan.

    Impongo al confesante penitencia de oraciones, doyle la absolución, hágole la señal de la cruz, y antes de que aclare cabalgamos dejando a nuestras espaldas el muro de piedra del Curicán Chacoma, templo de Huiracocha. Bufan los caballos, tintinean los arreos, tamborilean los cascos de los animales, y los pies desnudos de nuestros servidores hacen oír su aplauso en el empedrado. Relucen las armaduras. Atrás queda el Cuzco: avanzamos en dirección sureste. En una pampa, desmontamos. Los españoles, los negros y los indios se arrodillan. Alzo la cruz tallada en madera de chonta negrísima veteada de marfil y alta de dos varas que he de llevar hasta los confines de Chile, y los bendigo antes de entrar por el camino del inca.

    Don Joaquín, el hombre que esta madrugada imploraba el perdón divino en mi celda, encaramado ahora en un overo de ojos zarcos y piel de leche y de betún, marcha a la cabeza de la hueste: altivo, tocado con un bonete verde, el ceño grave y la mirada en lontananza. A su lado, en un zaino reluciente que se obstina en sesgar la cabeza, cabalga el apuesto Lorenzo Bernales, cuyo alzado yelmo va coronado por un penacho rojo.

    CAPÍTULO II

    El Traductor no ha dormido, o cree no haber dormido. Ha escuchado pasar los microbuses noctámbulos con su tronar de molino, ha percibido los intervalos de silencio. Toda la noche ha sentido la presencia voluminosa y firme del libro bajo la almohada. El texto y las ilustraciones forman un tomo denso. El Cartero de cabellera gris subió en persona a entregarle el paquete y la carta certificada: fue anunciado por la Empleada y el Traductor vio que el hombre caminaba con el blando andar de las personas de pie plano, vio la palabra Adidas estampada en sus zapatillas gastadas. La Dueña de la pensión entró mirando sin disimulo el paquete y el sobre. El Traductor firmó el recibo y sintió la presencia intrusa del Cartero que permanecía en silencio a la espera de la propina a su lado. La Dueña dijo al Cartero: Desde Dallas, la ciudad de los magnates petroleros... Al señor le pagan la traducción en dólares. Y agregó un comentario sobre la telenovela Dallas en la que todos eran millonarios en dólares: no se había perdido ni un solo episodio en diecinueve años, dijo. En Dallas mataron a Kennedy, precisó el Cartero sin dar muestras de quererse ir. Y la Dueña dijo al Traductor que ahora que usted está triunfando espero que con el cheque de Dallas ha de pagarme los meses que me adeuda. Entonces la Dueña murmuró unas palabaras al oído de la Empleada y el Traductor supuso que le había dicho que le limpiara el cuarto y le hiciera la cama. El Cartero dijo al Traductor que con el dinero de Dallas debería comprarse un taxi o una micro, y tomó el sobre recién abierto de manos del Traductor, lo miró al trasluz y afirmó con decepcionado movimiento de cabeza que no contenía cheque alguno. La Dueña hizo un gesto de molestia y habló nuevamente el oído de la Empleada, probablemente, intuyó el Traductor, para decirle a la muchacha que no le hiciera la cama ni le limpiara la pieza. El Traductor siguió leyendo en silencio la carta en la que el secretario de la fundación de Dallas decía que le pagarían a medida que enviara los capítulos traducidos. El Traductor comprendió que de veras tenía ahora que traducir. La Empleada lo miró con sus ojos negrísimos, jóvenes, agrestes, y él supo que ella también comprendía. El Cartero salió sin despedirse. La Dueña se fue a ver Dallas con un paquete de pororó. La Empleada comenzó a barrer la habitación y el Traductor se fijó en sus movimientos precisos de muchacha acostumbrada a la escoba desde la infancia. Después la Empleada pasó el plumero por el espejo, la silla, la mesa y la vieja máquina Underwood. Salió, volvió con sábanas limpias y le hizo la cama al Traductor, sin pronunciar palabra. El Traductor tomó el libro en inglés. Míralo, dijo a la Empleada, aquí lo tienes: acaricia el lomo grueso, las tapas satinadas que cambiarán tu vida y la mía con embrujadores goces consumistas. La Empleada recibió en sus manos de dedos finos el libro que el Traductor le entregaba, observó el volumen con indiferencia y se lo devolvió. El Traductor comenzó a hojearlo y mostró a la Empleada una foto en que el Historiador aparecía con cabellos muy rubios, anteojos y cara de niño bueno. En un mapa el Traductor descubrió el recorrido que el Historiador había hecho en España. Con mochila, seguramente, dijo a la Empleada, mostrándole las líneas rojas de las carreteras y los círculos negros de las ciudades. Allá el Historiador se maltrató de lo lindo: eso es lo que nos hace falta a nosotros, míseros chilensis, maestros de las ideas generales, ases de la vaguedad. Qué va a comprender un gringo pajarón, pensamos con nuestra sonrisita entre los dientes, dijo el Traductor a la Empleada, y ella, con mirada distraída, abrió la puerta para salir. Al abrirse la puerta, el Traductor escuchó tres balazos muy seguidos provenientes del televisor de la Dueña y observó a contraluz la silueta breve de la muchacha, la cintura esculpida por la tira del delantal, el cuello corto y torneado, los cabellos recios que enmarcaban de negro la frente estrecha.

    A solas, el Traductor siguió hojeando el libro... En España el Historiador había recorrido la Sierra de la Canchera y el valle de Las Hurdes, tierra de pedregales y cardos por donde otrora el fraile Juan Barba, cuando sólo era el bastardo Juanino, había deambulado antes de que su madre lo lanzara a los caminos sin más apellido que el nombre de la quebrada de Barba que descendía por el flanco de su caserío natal. El facsímil de un pergamino descubierto por el Historiador en los archivos parroquiales revelaba que Juanino había sido hijo de Fernando de Muxica, entregador de la Mesta a quien el Honrado Concejo de la hermandad había destituido por vender en provecho propio las reses mostrencas. De Las Hurdes, el Historiador había subido hasta Béjar. Allí, explicaba el prólogo, se compró una moto usada para viajar al sur por la nacional 630 que seguía la huella que la uña de la oveja había comenzado a escribir mil años antes. En los Baños de Montemayor se sumergió en las aguas sulfurosas que en su día hicieron la delicia de Adriano, el emperador poeta. Cruzó el Alagón y llegó a Plasencia por el cajón de Tras la Sierra con los calores de fines de verano, cuando las cigüeñas abandonaban sus nidos de los campanarios planeando soberbiamente sobre los tejados de la ciudad. En el Puerto de los Castaños el Historiador se dio de boca con un mar de ovejas y luego sus ojos se saturaron de bullentes cataratas y desfiladeros muy estrechos. En su moto, irrumpió una tarde en el corazón de la ciudad vieja de Cáceres y por la cuesta de Aldana salió a un extremo de la Plaza de Santa María, que se le ofreció con la sobria magnificencia de sus portales. Atravesó a pie el arco sesgado de la Estrella y en un zigzagueante andar de callejuelas se extasió ante el palacio de los Golfines de Abajo, la mansión Toledo Moctezuma y los sedimentos de milenios de historia depositados en las murallas de la ciudad. Esa noche se fue a comer al Figón de Eustaquio, donde saboreó una chanfaina de sesos, pana, riñones y corazón, sin vino, regada sólo con agua fresca de la sierra. Por la nacional 583, rodando en dirección al mediodía y luego hacia el poniente, penetró en una sabana de trigo maduro y girasoles a punto de cosecha. Siguiendo el Guadiana se adentró por tierras de batallas y guerreros cuyos pastos aguardaban la llegada de las ovejas que él había dejado atrás. Por el Puente de Palmas, el Historiador entró a Badajoz, se refrescó con horchata en la Plaza de España y frente a la Alcazaba vendió, por la mitad de lo que le había costado, la moto en que había recorrido más de cuatrocientos kilómetros en busca del recuerdo del fraile Juan Barba, perdido hacía cuatro siglos.

    El Traductor ha cerrado el libro y lo ha metido bajo la almohada. Se ha acercado al espejo que le ha devuelto un reflejo de ojos pardos y mejillas descoloridas. Ha observado los mechones castaños que han comenzado a cubrir el borde de sus orejas y ha decidido que no perderá tiempo yendo a la peluquería ni afeitándose mientras no haya terminado la traducción. Se ha acostado y a sus oídos ha llegado el estrépito de los últimos microbuses rodando en loca carrera por la avenida del tajamar. El Traductor ha escuchado el patético rugido gangoso, plañidero, que el león ha proferido arriba, en el zoológico, y se ha dejado llevar por el ensueño de la madrugada

    CAPÍTULO III

    Olores. Olores filudos. Olores sordos, pegajosos. Olor de mi caballo manso, que navega el sendero con tranco paseador y cimbra de bajel. Vapor dulzón –caliente, revulsivo– que se empoza en los pliegues de mi hábito blanco. Olor acre: agresivo, intenso, dominador, necesario. Olor acompañante.

    Toda criatura expele sus desechos. Todo animal precisa una cloaca para sus eyecciones. El mundo también: nuestro universo lanza lo feo al infierno. No hay casa sin desperdicios, ni ciudad sin canal nauseabundo. Y nosotros somos tal vez las heces que para depurarse vuelca España a estas Indias, del mismo modo que mi bayo expele su humeante boñiga y las burbujas doradas de sus orines para aligerar el paso.

    Olor animal. Sudor equino: espuma sensual que entibia mis pantorrillas. Olor que va quedando a la deriva en esta sierra peruana. Olor caballar que aureola mi avance. Olor que se mezcla con el mío: con la fragancia amiga que mis poros despiden bajo el sol. Mi olor antiguo, recuerdo de ovejas correteando entre las flores, hoy vuelve a mí en el efluvio de las llamas enfrenadas por los agujeros de las orejas que marchan cabeceando y fijan sus ojos sorprendidos en nuestras cabalgaduras. El olor de las llamas es y no es el de mis ovejas de antaño: tiene la pugnacidad del de ellas, pero le faltan la música de las aguas del Tajo, el zumbido de las libélulas, el llamado de las alondras, la risa aflautada de los niños pastores de la cañada segoviana.

    Todo olor es en estas Indias más violento. El aire reseco de esta sierra huele a piedras quemadas, a colada de metal, a azufre. Olor a lo que hay dentro de las montañas. Aire enfermo, pesado: demasiado quieto, cuando no nos clava la lanza de sus vientos. Olor sin plantas, sin flores. Aquí los olores jóvenes de la madrugada son viejos al mediodía y mueren al atardecer.

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