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Los 50 del lanza
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Libro electrónico309 páginas5 horas

Los 50 del lanza

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Los 50 del lanza es la segunda entrega de la saga iniciada con la exitosa novela Lanza internacional, premiada en 2016 por el International Latino Book Awards, Estados Unidos.

Al cabo de una vida de aventuras, el Flecha, ladrón trotamundos que conocimos de joven, sale decidido a retirarse de la cárcel española de Topas el día en que cumple 50 años. Pero antes debe honrar una promesa en Salamanca. De ahí viajará en tren hacia Madrid con la esperanza de recuperar el botín que ocultó años atrás. Durante el trayecto el Flecha pasa revista a las “anécdotas” de su vida de lanza en Europa.

Ladrón pendular en la frontera de Francia y Suiza donde viven los ricos más ricos; chofer de automóviles de lujo con singulares cargamentos entre Austria e Italia; depredador de bolsos y billeteras entre las multitudes del Metro de París, en festividades religiosas de España, en la fiesta de la cerveza de Alemania, el Flecha es invisible y está en todas partes. Con la irrupción de la banda de los portugueses, los excombatientes yugoslavos, los rateros búlgaros y rumanos, se enfrenta a un mundo cada vez más violento.

En Europa se relaciona con los exiliados chilenos y se convierte en futbolista de un clásico memorable. Diversas mujeres se cruzan en su camino y le entregan su calor, pero el corazón del Flecha sigue anclado en una población de Santiago de Chile donde lo esperan su “legítima” y su familia. A su regreso culminará la carrera entablada con el Tigre, su primo violento: según lo convenido, la derrota ha de pagarse con sangre.

El desenlace de esta novela profunda y electrizante revelará a un ser humano insospechado.

ACERCA DEL AUTOR:

Eduardo Labarca exhibe una extensa trayectoria de escritor y periodista en Chile, América Latina y Europa, combinada con el ejercicio de la profesión de traductor de las Naciones Unidas. Con un título de abogado, ha sido reportero y comentarista de medios escritos y digitales, de radio y televisión, y director de un noticiario cinematográfico.

Su obra literaria comprende ficción y no ficción: libros de reportajes (Chile invadido; Chile al rojo); novelas cortas (El turco Abdala y otras historias); novelas (Butamalón; Cadáver tuerto, Catalonia, Premio del Consejo del Libro y la Lectura); ensayos de semificción (El enigma de los módulos, Catalonia); teatro (Las 7 puertas del Dr. Allende); biografía (Salvador Allende. Biografía sentimental, Catalonia). Lanza internacional (Catalonia), cuyo protagonista, el Flecha, es un ladrón chileno que sale a conquistar el mundo, obtuvo el primer premio, género Aventura o Drama, de los Premios Internacionales del Libro Latino 2016, en Estados Unidos. En Los 50 del lanza, el Flecha cumple 50 años y decide retirarse al cabo de una vida de aventuras.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 jun 2017
ISBN9789563244861
Los 50 del lanza

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    Los 50 del lanza - Eduardo Labarca

    Labarca

    Los 50 del lanza

    Novela

    Primera parte 

    Anécdotas de una virgen canosa

    Capítulo 1

    Dentro de cinco minutos, diez a lo más, comenzará su segunda vida. El cambio de folio de su existencia, este 20 de julio, cae en el día de su santo, fecha en que además cumple cincuenta años. La canícula del verano español es sofocante, por fortuna el camino es de bajada. El Flecha desciende hacia el río Tormes a morir y renacer. Se desliza en dirección a los quince arcos del puente romano cuyos adoquines marcaban la entrada de la ciudad: puerta de bienvenida para muchos, para él de despedida. Sobadas por la luz dorada, arriba duermen las edificaciones ocres de Salamanca y la Catedral Vieja y la Catedral Nueva con sus torres que miran testarudas al Tormes. De estatura mediana, peso mediano y ojos que lucen castaños, el Flecha, entrecano de cabello, oliváceo de tez y aspecto neutro, tranquea, invisible, con el paso medido de sus zapatos negros. A la espalda lleva una blanda mochila de contenido escueto: un par de calcetines, un calzoncillo, el resto de un jabón, un cepillo de dientes, un libro. A pesar de los 38 grados a la sombra viste como corresponde a un señor: traje oscuro, camisa blanca, corbata de seda con elefantitos. Las canas rubrican su aspecto de caballero apacible. El tesoro del Flecha va en el bolsillo de la camisa: los euros que acaba de procurarse para viajar a Madrid y la Virgen que lo acompaña desde mucho antes del día de frío polar en que ingresó al penal de Topas dos años y medio atrás, y que ha estado con él en su celda en todo momento. El Flecha va empapado de esperanzas: salvarse de su destino, salvar su mano derecha.

    Hace un momento, en el sombrío refectorio de la residencia del Colegio Mayor Arzobispo Fonseca no le costó —nunca le ha costado— conseguir dinero. Entre muros de piedra cinco veces centenarios se dejó caer en un sillón frailero ante una mesa de madera densa y pidió un cocido y media botella de vino del Duero para brindar por sí mismo en este día. El crujido bamboleante del ventilador que le refrescaba la coronilla desafiaba la solemnidad de esta sala peinada por vigas de roble. Comió pausadamente y paseó la mirada por los parroquianos, todos hombres encorbatados como él con excepción de un comensal solitario que ocupaba la mesa del fondo. Por su delgadez y estampa inconfundible, el Flecha reconoció al profesor Kepa Ozkariz Etxeberría, que había visitado el penal de Topas con una tropilla de doctorandos en derecho penitenciario. En el salón de actos de la cárcel, el catedrático que ahora acometía un solomillo en mangas de camisa le había hecho una propuesta a la que el chileno, fiel a su temperamento, no había contestado ni sí ni no. Pero hoy el Flecha había retocado en tal grado su vestimenta, fisonomía y lenguaje corporal, que no temió que el académico, que lo había conocido con sombrerón y traje de charro mexicano, pudiera reconocerlo. Además, el recinto de la antigua Universidad de Salamanca, donde Cristóbal Colón había respondido a las preguntas de los teólogos sobre los pueblos que habitaban del otro lado del océano, no era el escenario en que un jurista, estrella del derecho penal como el profesor Ozkariz Etxeberría, pudiese suponer que un señor con aspecto insignificante que degustaba un cocido fuese un reo liberado esa mañana, al que en invierno había escuchado cantar.

    El Flecha se escurrió hacia el letrero Aseos y a la vuelta aplaudió la única chaqueta que colgaba en el perchero del pasillo. La prenda larga y angosta solo podía pertenecer al espigado penalista. Invisible una vez más, el Flecha palpó la presencia del bulto. Con los dedos prensiles y las dos uñas largas de su mano izquierda extrajo, cuidándose de no dejar huellas en el monedero, tres billetes de cien euros, cuyo diseño de puente reflejado en el agua parecía evocar el del Tormes. De regreso en su mesa, pidió melocotones en almíbar evitando la denominación chilena de duraznos al jugo, un expreso doble y una copita de pacharán. Al terminar pagó la cuenta, dejó una propina de cinco euros y metió en el bolsillo de su camisa los doscientos sesenta que le quedaban, gentileza del profesor Kepa Ozkariz Etxeberría, suficientes para el viaje y un par de días en Madrid. En el bolsillo, el dinero se ha juntado con la estampita.

    Adivinaba que le costaría acostumbrarse a su nueva vida, que ante una cartera distraída o un bolsillo boquiabierto los dedos tratarían de escapársele. Necesitaría mucha voluntad para cumplir la decisión de retirarse que había de solemnizar dentro de un rato con la ceremonia del monumento. El profesor de derecho penal acababa de ser, sin saberlo, el último gil de la vida del Flecha y los euros de su billetera, el último botín de la carrera del lanza internacional venido de un país que se caía del mapa: Chile. El Flecha dejaba hoy de ser ladrón ladrón.

    Capítulo 2

    A lo largo de un mes el Flecha había cosido con hilo dental los trozos de gamuza muy sobada que han dado forma a la mochila de ocho compartimentos en la que ha de llevarse el tesoro que espera recoger en Madrid. Los presos españoles y latinos celebraban sus habilidades de talabartero; los serbios, albaneses, rusos, kosovares pasaban de largo sin mirarlo; los moros y los gitanos sonreían. Pero nadie advertía que el Flecha aprovechaba la faena para horadar la suela de su zapato derecho y encajar en su interior un resorte y la navaja que había comprado a un gendarme. Después de que lo condenaran, el abogado de oficio que lo había defendido a desgana se volatilizó y el Flecha no recibía visitas. Su único contacto con el mundo de fuera eran las llamadas intercontinentales a Santiago de Chile que le permitían conversar los cinco minutos reglamentarios con la Teruca, su mujer, que se empeñaba en que hablara por el teléfono con su hijo Ernesto, para que comprobara que estaba cambiando la voz.

    Únicamente un día de frío trasminante, en vísperas de la última Navidad, había tenido un contacto inusitado con una persona venida de la nebulosa exterior, cuando el profesor Ozkariz Etxeberría llegó a la cárcel mixta de Topas con su estampa quijotesca y un rebaño de discípulos. El encuentro se realizó en el teatro del presidio donde se apiñaban con festiva estridencia y oculta tristeza los reclusos del pabellón del Flecha y las reclusas de un pabellón femenino, durante un acto que fue transmitido por la radio interna del penal. El Mariachi Taleguero subió al escenario ovacionado por la concurrencia que descargaba sus tensiones con bullicio de trueno. A la cabeza venía un cantante con un sombrerón cinematográfico confeccionado por él mismo —el Flecha—, seguido por un trompetista rubio con cuerpo de jugador de rugby y otros cinco músicos, todos vestidos de charros. Crujió el toque de cuartel de la trompeta, el guitarrón dictó los primeros compases, los violines soltaron su llanto valseado. El Flecha avanzó por el escenario, esperó a que la música le diera la alternativa y comenzó a cantar suavemente.

    De piedra ha de ser la cama

    de piedra la cabecera

    la mujer que a mí me quiera

    me ha de querer de a de veras.

    La guitarra y la vihuela trotaban con punteos lánguidos, el guitarrón marcaba un cansino dos por tres, lagrimeaban los violines. El trompetista, un sargento portugués que en altura y en edad superaba al Flecha, oprimía los émbolos con los dedos de la mano izquierda y disparaba su staccato con la misma energía con que en la guerra de Angola había soplado el clarín para animar a las tropas coloniales. El Flecha acariciaba el micrófono:

    ¡Ay, ay, corazón por qué no amas!... 

    Con la excepción del alcaide Albuquerque, menudo y cabezón, que dirigía el presidio a su aire, todos, hombres y mujeres, presos y carceleros, incluidos el profesor Ozkariz Etxeberría y los abogados visitantes, unían sus voces a la del mariachi en un trueno arrastrado de secretos dolores. Con chaqueta verde, camisa azul, corbata de arcoíris y pantalón frambuesa comprados en las rebajas del Corte Inglés, Albuquerque, a quien a sus espaldas llamaban Napoleón, de lo que él secretamente se enorgullecía, se balanceaba sobre sus zapatos de plataforma con mirada infinita. El Flecha daba unos pasos y mordía casi el micrófono. De niño cantaba La cama de piedra a dúo con Cuco Sánchez, cuya voz brotaba de la radio RCA en la población Santa Estela, allá en Santiago de Chile, y la había vuelto a cantar en locaciones variadas. Más de dos años había estudiado canto en Topas con el maestro Paco de Miranda, un tenor oxidado, otrora cantante de zarzuela, que daba clases voluntariamente a los reclusos. El maestro le decía:

    —Amigo Elías, si nos hubiéramos encontrado hace treinta años usted estaría en La Scala de Milán.

    El Flecha atacó la nueva estrofa, la platea le hacía coro, las palabras salían de todos los pechos:

    Subí a la sala del crimen

    le pregunté al presidente

    que si es delito el quererte

    que me sentencien a muerte...

    Se acercaba el fin de la canción, varias mujeres lloraban.

    ... y escriban sobre mi tumba

    mi último adiós con mis balas...

    La ovación fue estruendosa, un público desbocado exigía a Elías que cantara Juan Charrasqueado, pero Napoleón, arriba de sus tacones, fue intransigente:

    —Solo una canción por banda, no más de treinta minutos de jarana... y conste que estas libertades se deben a los visitantes y a que estamos en vísperas de Navidad.

    Bajaba el Mariachi Taleguero y al escenario subía el Combo Libertad, formado por reclusos de ambos sexos. A Elías se acercó una visitante rubia y menuda, pero de pechos voluptuosos, envuelta en un abrigo negro de faldones flotantes, que había puesto oído cuando lo presentaban con su nombre verdadero: Elías Segovia Riquelme. La mujer le extendió una mano enérgica y habló con acento chileno.

    —Felicitaciones, don Elías. Cantó muy bien y con ese sombrero se parece a Jorge Negrete. Me llamo Mónica Arancibia.

    El Flecha le preguntó si era abogado criminalista.

    —¡Abogado no! ¡A-bo-ga-da! ¡Criminalista no! ¡Pe-na-lis-ta! ¿Y usted, señor?

    —I-no-cen-te... señora.

    —Se-ño-ri-ta —acotó ella—. Cuénteme.

    El Flecha iniciaba un relato hollywoodense sobre su injusta detención cuando el público aplaudía los primeros acordes de Pedro Navaja. El Rubén Blades de Topas, un melillense de pelo oxigenado, comenzaba a cantar:

    Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar

    con el tumbao que tienen los guapos al caminar,

    las manos siempre en los bolsillos de su gabán

    pa’ que no sepan en cuál de ellas lleva el puñal...

    La abogada seguía el ritmo de la música a golpes de cadera. Revoloteaban los faldones del abrigo y el Flecha la miraba a los ojos, le tomaba la mano en una finta de baile y la iba llevando hacia las columnas del costado derecho. Pedro Navaja, un bigotudo anoréxico cubierto con un impermeable gris, se perfilaba al fondo del escenario. Rubén Blades seguía cantando:

    Usa un sombrero de ala ancha de medio lao

    y zapatillas por si hay problema salir volao,

    lentes oscuros pa’ que no sepan que está mirando

    y un diente de oro que cuando ríe se ve brillando.

    Entre los bastidores del decorado, el Flecha se adhería a la abogada y al amparo del sombrerón le estampaba un beso en el cuello. Los presos y funcionarios seguían absortos en el drama que se caldeaba en el proscenio, atronaba la música, varias parejas bailaban entre los asientos de la platea.

    Como a tres cuadras de aquella esquina una mujer

    va recorriendo la misma acera por quinta vez

    y en un zaguán entra y se da un trago para olvidar

    que el día está flojo y no hay clientes pa’ trabajar...

    El personaje femenino de la historia, una reclusa de abrigo rojo, acababa de asomar.

    —¡Cuidado, que te mata! —le avisaba una colega.

    La vida de Pedro Navaja era la vida de todos los internos, la historia de la mujer de rojo era la de las internas. Rubén Blades avanzaba en su relato, la tensión hervía en la sala, la abogada se seguía moviendo y los dedos del Flecha se adentraban por el abrigo y ya rozaban la pollera.

    Un carro pasa muy despacito por la avenida

    no tiene marcas, pero todos saben que es policía.

    Pedro Navaja, las manos siempre dentro del gabán,

    mira y sonríe y el diente de oro vuelve a brillar.

    —¡Tómame! —decía la abogada con los ojos cerrados. El diente de Pedro Navaja relucía, brillaban los dientes del Flecha.

    Mientras camina pasa la vista de esquina a esquina,

    no se ve un alma, está desierta toda la avenida.

    Cuando de pronto esa mujer sale del zaguán

    y Pedro Navaja aprieta un puño dentro del gabán.

    —¡Cuidado! —volaba la advertencia y los ojos del público iban y venían del maleante a la prostituta.

    Con una maniobra de la mano derecha, la abogada se despojaba de los calzones. La izquierda del Flecha, su mano erótica, buscaba el camino del humedal. Pedro Navaja no descansaba.

    Mira pa’ un lado mira p’al otro y no ve a nadie

    y a la carrera, pero sin ruido, cruza la calle.

    Y mientras tanto en la otra acera va la mujer

    refunfuñando pues no hizo pesos con que comer.

    —¡Asesino de mujeres! —se escuchaba el nuevo grito.

    La abogada aflojaba el cinturón del Flecha, le bajaba el zipper, introducía sus dedos finos entre los pliegues. La mujer de la canción metía la mano en el bolsillo de su abrigo. A Elías, la jurista le calaba un condón.

    Mientras camina del viejo abrigo saca un revólver esa mujer

    y va a guardarlo en su cartera pa’ que no estorbe

    un 38 Smith and Wesson del especial

    que carga encima pa’ que la libre de todo mal.

    La audiencia, expectante, callaba: solo se oían la música y la voz de Blades. Afirmada la espalda en la columna con el abrigo semiabierto, la abogada menuda se colgaba del cuello del Flecha y trepaba, lo atenazaba con las piernas, se acoplaba con un golpe de pubis y empezaba a subir y bajar en equilibrio precario al ritmo de la música. El femicidio estaba servido:

    Y Pedro Navaja puñal en mano le fue pa’ encima,

    ya el diente de oro iba alumbrando toda la avenida.

    Mientras reía el puñal le hundía sin compasión…

    —¡Asesino! ¡Machista! ¡Criminal!

    … cuando de pronto sonó un disparo como un cañón.

    Un balazo del bongó hizo saltar a la audiencia.

    —¡Bravo! ¡Brava! —estalló la ovación femenina, los aplausos y pataleos sacudían la sala.

    Moría la mujer, moría Pedro Navaja en el escenario y el Flecha, enhiesto y con el sombrero hasta las cejas, sujetaba a la abogada por las nalgas y la ayudaba a ascender y descender dichosamente.

    Y créanme gente aunque hubo ruido nadie salió

    no hubo curiosos, no hubo preguntas, nadie lloró.

    Solo un borracho con los dos cuerpos se tropezó,

    cogió el revólver, el puñal, los pesos y se marchó.

    Las trompetas hacían florituras, la batería y las tumbas disparaban obuses. El abrigo de la jurista y el sombrero del prisionero aleteaban en pleno vuelo, los embates del Flecha y la abogada se aceleraban. En el escenario latían dos cuerpos ensangrentados, el borracho se alejaba tarareando su moraleja desafinada:

    La vida te da sorpresas

    sorpresas te da la vida... ¡ay Dios!

    La historia de Pedro Navaja llegaba a su término, el combo emitía sus espasmos postreros, el aullido orgásmico de la abogada se fundía con los vivas del público. La música había callado, los miembros acalambrados de la jurista y del Flecha se relajaban, ambos se alisaban la ropa, recuperaban su porte, se reincorporaban dignamente al grupo. Ella tarareaba: La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. El Flecha se acomodaba el sombrero y murmuraba: ¡Ay Dios!.

    Desde la altura de su metro noventa, el profesor Ozkariz Etxeberría daba gracias a las autoridades, a los charros, a Rubén Blades, a Pedro Navaja, a la mujer de rojo y formulaba votos de pronta liberación para todos. Napoleón pedía un aplauso para los visitantes y anunciaba, empinándose, que se acababa el jolgorio.

    Antes de alejarse, la abogada introdujo sus bragas en la cartera y se dirigió a Elías:

    —Cuando salga libre y vuelva a Chile, venga a verme, don Elías —le dijo, pasándole su tarjeta.

    El Flecha se sacó el sombrerón y se despidieron con un roce asexuado de mejillas. La abogada recordó algo y le preguntó:

    —Me estaba contando... ¿Por qué lo detuvieron?

    —Por error, señora.

    —Se-ño-ri-ta.

    Clavado en su sitio, el Flecha soltó la sonrisa que se le atascaba desde que había infiltrado la mano izquierda para agarrar el seno derecho de la mujer. No había encontrado la carne tibia, pulposa que buscaba, sino materia inerte: silicona.

    El profesor Ozkariz Etxeberría inclinaba su cuello de jirafa ante el Flecha:

    —Felicitaciones, señor. Disfruté mucho su interpretación de La cama de piedra y quiero proponerle algo.

    —Gracias. ¿De qué se trata?

    —En agosto se casa mi hija y desearía que usted cantase con su mariachi en la fiesta... mediante remuneración, naturalmente. La boda tendrá lugar en la Catedral Vieja y la recepción en el Palacio de San Esteban, en el Gran Hotel Don Gregorio, con concurrencia del alcalde y los notables de la ciudad y... los periódicos, canales de televisión y la revista Hola.

    —Muchas gracias, pero usted sabe que estamos presos.

    —La presencia de ustedes sería un ejemplo de rehabilitación penitenciaria y nos honraría a mí y a mi familia. Yo hablaré con Albuquerque.

    —No creo que Napoleón acepte.

    —Conmigo no se puede negar. Del carcelero anónimo que era, yo he hecho un personaje famoso en la galaxia penitenciaria. Gracias a mí fue invitado al congreso de Tokio.

    —¿Y si aprovechamos la fiesta para irnos al monte?

    —A Albuquerque nunca se le ha fugado un preso. Les pondrá una escolta aguerrida, teniendo en cuenta que usted es un narco sudamericano y que el trompetista es el famoso sargento Ribeiro, asaltante sanguinario.

    —Hay un detalle, profesor. Usted habla de agosto y yo salgo en julio.

    —Si va a estar libre… más fácil todavía.

    —No sé si me voy a quedar en Salamanca.

    —Pues si se queda, llámeme para organizar la actuación —decía el jurista, entregando su tarjeta al recluso.

    —Así lo haré —había dicho el Flecha al disolverse entre los presos que regresaban hacia el módulo y arrojar dos tarjetas y el condón a un basurero.

    Al dejar atrás la pecera donde los chapas que los habían contado flotaban en sus uniformes, el Flecha sacó del bolsillo la cadena con dos medallas que la abogada llevaba al cuello antes de que se alejara hacia la salida con el andar orgulloso de una modelo de pasarela. Una medalla exhibía el rostro de la primera mujer presidenta de Chile y la palabra Michelle. En la otra, de oro, leyó: A Mónica, con amor sin límites y ardiente deseo, tu Beatriz.

    Capítulo 3

    La gélida mañana en que lo detuvieron dos años y medio antes, el Flecha acababa de ingresar a España desde Portugal con un pasaporte ecuatoriano a nombre de Ambrosio Torrijos Aravena, comerciante nacido en Guayaquil. La Interpol descubrió su origen chileno y en la mañana de hoy, al atravesar la sala de guardia del macropresidio de Topas de vuelta al mundo, debió firmar con su identidad de un paisito llamado Chile, de profesión chofer. Pero su nombre de nacimiento, el que figura en el pasaporte extendido por Ricardo Llerena Irarrázaval, cónsul de Chile en Madrid, no es suyo exactamente, aunque en tiempos lejanos sí lo haya sido. Tampoco es suyo el ojo derecho que aparece en la fotografía de ese pasaporte. Su filiación difusa acumula otras identidades, otros rostros, otras miradas, pero el nombre que condensa sus señas tenues, mutantes, y el más querido por él mismo ha sido Flecha, el apodo con que lo bautizó cuatro décadas atrás el reportero policial más famoso de Chile, alias que en un momento más ha de sepultar.

    Mientras se aleja del presidio golpean su espalda las estrofas del Himno de Colombia cantado a bocanadas tras los muros por los narcos en su día nacional: ¡Oh gloria inmarcesible!... ¡Oh júbilo inmortal!... ¡En surcos de dolores... el bien germina ya!... El ruido de los vehículos que pasan va apagando las voces: ... Independencia grita... El mundo americano...

    Cuando tranquea bajo el sol, lo importante para el Flecha es la estampita que lleva a la altura del corazón en el bolsillo de la camisa, la inminente ceremonia que ha de realizar junto al Tormes. El roce de la cartulina y las arrugas del tiempo han convertido el rostro de la Virgen en una mancha canosa de piel grisácea. La oración mil veces repetida y nunca cumplida se ha tornado ilegible pero sigue sonando en la mente del Flecha, que puede pronunciarla de memoria: Oh Soberana madre de Jesús y madre mía, vengo a tus pies arrepentido de mis pecados... Muchos han sufrido por mi culpa. Mi madrecita y mis seres queridos han llorado por mí y yo no he sabido responder a su amor tan grande y generoso. Ahora, en este destierro, en la cárcel y condenado a muchas penas, quiero que me ayudes a comprender que mi vida no puede seguir por este mal camino y deseo de corazón cambiar y empezar de nuevo.

    La compañía de la Virgen y la confianza que le transmite en este instante son las mismas del primer encuentro. No es la Moreneta catalana, la Virgen de Montserrat, negra y de dura mirada, que los presos, incluso los moros, veneran en la cárcel de Topas. Es la amable Virgen chilena del templo de la Viñita de avenida Recoleta de Santiago, situado al pie del Cerro Blanco del que los padres del Flecha emigraron a tomarse un terreno y levantar cuatro tablas en la futura población Santa Estela, una semana antes de que él naciera.

    Treinta y nueve años, cuatro meses y catorce días —la noche anterior sacó la cuenta a partir de la fecha de la muerte de su padre— la Virgen ha estado junto a él acompañándolo día y noche, primero en Chile y luego en sus excursiones por Europa. Joven era ella, y él, un niño de once años en los días en que iniciaron su romance, pero con el paso de los años han encanecido juntos. La convivencia íntima con la Virgen ha de acabar dentro de un momento aquí, en Salamanca, en la ceremonia que marcará el fin de su primera vida y el comienzo de la segunda. Para que él pueda emprender su nueva existencia, la Virgen ha de quedarse aquí con todos los honores.

    De corbata y traje negro, el Flecha pisa suavemente para no activar el resorte de la navaja que oculta en

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