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Se robaron Monserrate y otros cuentos
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Libro electrónico116 páginas1 hora

Se robaron Monserrate y otros cuentos

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No es extraño que en Bogotá se roben “hasta un hueco”, como dice el refrán popular. Lo extraño sería que se robaran el mayor ícono de la capital de Colombia: el emblemático cerro de Monserrate, con templo y todo. Con humor y angustia, utilizando chascarrillos bogotanos, Javier Correa Correa, autor de las novelas La mujer de los condenados, Si las paredes hablaran y Muerte en el anticuario (publicadas por eLibros), cuenta 27 historias urbanas que también podrían ser reales, pues en ellas se entrelazan los tejidos de millones de personas que desde sus soledades, como las de ‘El pintor’ o ‘El saxofonista’, son apenas la proyección de un niño que descubre la existencia de las palomas.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento17 abr 2017
ISBN9789585949935
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    Se robaron Monserrate y otros cuentos - Javier Correa Correa

    hijos

    Descubrimiento

    ASIDO A LA MANO de la madre, seguro en ella, el niño caminaba con sus pasos cortos, inestables. El brazo arriba, los ojos indagando el milenario mundo, cubierto ahora por pavimentos, cementos, casas. En el aire, inalcanzables para él, negros cables transmisores de energía eléctrica que algún día, tal vez, sentiría en sus dedos introducidos en una toma doméstica, como un repentino cosquilleo abrasador.

    En la mano libre portaba una carterita de un plástico transparente teñido de rojo. Adentro, tres juguetes insignificantes para un adulto, pero imprescindibles para él.

    Zapaticos sin talla (el bebé tiene trece meses, está aprendiendo a caminar, Lleve estos, si no le sirven se los cambiamos); unos pantalones anaranjados, amplios para que adentro cupieran los pañales desechables; por entre el cuello del saco de lana, también anaranjado, se asomaba el amarillo de la camisa. Colores vivos, como se usan hoy y que denotan la energía vital de quien los luce, aun sin darse cuenta, porque fueron escogidos por la madre.

    Bordeaban una esquina de barrio. Un sol incipiente servía de preámbulo a la lluvia de una hora después. No había vehículos que transitaran por la vía. Yo observaba desde mi ventana, después de interrumpir una novela brasileña. El niño aún no sabía leer. No necesitaba. Solo sentía la seguridad en la mano de la madre y la libertad para explorar.

    De pronto se detuvo. Fue halado suave del brazo, pero se mantuvo en su lugar. La madre volteó la cara y encontró al niño estupefacto quien, con la mano en la que sostenía la carterita plástica, señaló a la calle, donde un ser extraordinario se movía cadencioso. Su curiosidad fue respetada. Miró a la madre para compartirle la novedad y volvió la vista hacia el objeto que, de un momento a otro, alzó el vuelo. Extraordinario.

    El niño, que sonrió, acababa de descubrir las palomas.

    El publicista

    A Pablo, mi hijo

    DEDICADO POR VARIOS AÑOS a ofrecer productos que se vendían con relativa facilidad, el creativo de la agencia de publicidad sintió inquietud una tarde, cuando tomaba un café oscuro. Afuera, la tarde era gris. Pequeñas gotas, como de rocío, se deslizaban por el cielo y caían lentas en las terrazas de los edificios y en las tejas de barro de las casas. Algunas se colaban por hendijas y otras empañaban los vidrios. El arcoíris quería salir, con una múcura llena de oro en cada uno de sus extremos. Pero no había sol suficiente. Un avión pretencioso tomaba altura, hacia un mundo extraño.

    —Eso es —dijo el publicista.

    —¿Qué? —le preguntó una secretaria, pese a que las secretarias de las agencias saben que no deben preguntar cuando un creativo está pensando.

    —Nada. Solo estoy pensando —dijo él y bebió otro trago de café.

    —Eso es lo que voy a ofrecer: un mundo extraño —pensó, para no ser interrumpido de nuevo.

    Miró a su alrededor y detuvo sus ojos en la punta roma de un lápiz que yacía recostado en el escritorio. Caminó tres pasos, lo recogió y lo introdujo en el sacapuntas eléctrico. Dejó que se consumiera hasta la banda metálica, tomándolo con cuidado del pequeño borrador rojo. Sonrió, quedo. La secretaria lo observaba por el rabillo del ojo. Ella tomó otro lápiz, para que él la viera, sin necesidad de ofrecérselo. Él lo recibió y lo introdujo en la máquina eléctrica, lo suficiente para garantizar que el grafito quedara agudo. Se lo devolvió y regresó a la ventana.

    —Un mundo extraño —dijo, en voz alta, dirigiéndose a ella.

    Había publicitado productos de toda índole, en especial detergentes, pues desde cuando era adolescente había detestado los comerciales televisivos en los cuales unos simpáticos y apuestos personajes simulaban ser periodistas y entrevistaban dizque a sorprendidas amas de casa acerca de las marcas que utilizaban para lavar la ropa, o aquellos en los que los maridos bailaban felices después de descolgar de las cuerdas las camisas relucientes. Eso lo había llevado a estudiar publicidad.

    —Son terribles —había argumentado, cuando le preguntaron el porqué.

    Se destacó en eso e incluso lo contrataron en un país vecino para el lanzamiento del nuevo empaque de una vieja marca.

    Cambió de línea y empezó a ofrecer carros aerodinámicos, computadores con los últimos adelantos tecnológicos, caldos de gallina para hacer más exquisitas las sopas preparadas por maridos inexpertos y complacientes, planes turísticos a destinos caribeños para parejas en luna de miel perpetua, seguros de vida para padres responsables, cremas lavaplatos que arrancan la grasa y protegen las manos, ropa interior masculina y femenina, tarjetas de crédito para triunfadores, cigarrillos de máximo placer y mínima nicotina, bombillos de máxima durabilidad, cremas para lucir manos suaves, exquisito arroz de sencilla preparación, políticos para todos los gustos. Sí, hasta políticos deseosos de poner sus intachables hojas de vida al servicio del país.

    —Un mundo extraño —repitió para sí.

    Recogió la americana del perchero, amable se despidió de todos y salió a caminar. Dejó el carro en el estacionamiento, apagó el teléfono móvil y encendió un cigarrillo sin filtro. No sintió que la lluvia había amainado pero sí encontró el arcoíris en el cielo, contra uno de los cerros orientales, donde una iglesia tutelaba la ciudad. Sonrió. Cuando el cigarrillo se consumió, buscó una caneca pendiente de un poste, hizo una mueca de complicidad con una niñita que caminaba cogida de la mano de la mamá y recordó la canción del próximo comercial que estaba preparando. La letra y la música eran suyas, pues desde el bachillerato había aprendido a sacarles melodías a seis cuerdas templadas frente a una caja de resonancia de madera y después a cuatro cuerdas templadas frente a dos microfonitos de un bajo eléctrico. La tarareó y se sorprendió a sí mismo moviendo la cabeza de un lado a otro.

    Bajó la mirada y encontró una diminuta flor blanca en medio de un dilatador del andén. Se agachó a admirarla, sin importarle que estorbaba a los demás peatones que no entendían cómo alguien podía perder el tiempo de esa manera. Imaginó un comercial para resguardar ese prodigio de la naturaleza, que había logrado abrirse paso en medio de las más adversas condiciones. Debieron transcurrir varios meses para que se reuniera suficiente cantidad de polvo entre dos bloques de cemento, que una semilla volara impulsada por el viento y cayera justo allí, que el clima le fuera favorable y que ningún bogotano despistado la aplastara con su zapato lustrado. Todo eso pensó el publicista.

    Cuando se levantó, encontró que era observado por una vendedora de dulces quien, con su mercancía en un mueble que trasteaba todas las mañanas desde una bodega y todos los atardeceres hacia la bodega, se había deleitado contemplando la escena. Él alzó su mano izquierda y ella, la derecha.

    —Bonita, ¿cierto? —preguntó él, en voz alta.

    —No la he visto.

    —Venga la mira, yo le cuido el negocio.

    Se cruzaron en el camino y fue él quien entonces la observó.

    —Un mundo diferente —pensó.

    —Muy linda —dijo ella, cuando regresó—. Desde aquí la voy a cuidar para usted.

    —Para los dos. Es nuestra.

    La vendedora de dulces le regaló una menta y él le obsequió una sonrisa. Continuó su camino a casa, imaginando la campaña para proteger la flor, para

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