Objetos frágiles
Por Inés Mendoza
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En su apuesta por un Romanticismo actual y necesario, estas narraciones retoman la ironía del Decadentismo, la sugerencia simbolista, el gesto disidente de las vanguardias. Los hombres y mujeres que caminan por sus ciudades heridas son habitantes de los sueños, sonámbulos que, como los de Keats, Shelley o Novalis, nadan en el corazón de lo contradictorio: luz y sombra, erotismo y muerte, individuo y sociedad, materia y alma, jerarquía y caos, fugacidad y permanencia. Todos ellos se mueven en el territorio del duermevela y el vacío de lo real: encarnan la insignificancia de lo humano en la corriente del tiempo.
Objetos frágiles es, en suma, un libro apasionado, exigente y maduro, que confirma a Inés Mendoza como una de las voces más destacadas en el cuento español de hoy.
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Objetos frágiles - Inés Mendoza
Inés Mendoza
Objetos frágiles
Inés Mendoza, Objetos frágiles
Primera edición digital: octubre de 2017
ISBN ebook: 978-84-8393-607-8
IBIC: FYB
Inés Mendoza, 2017
© De la ilustración de cubierta: Giorgio De Chirico, VEGAP, Madrid, 2017.
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2017
Colección Voces / Literatura 249
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Si de visita con dos amigos en el jardín de un lujoso chalet, nada más romper la primavera, el anfitrión nos invita a apreciar el aroma de un rosal que ha cultivado él mismo, lo primero que me viene a la cabeza es que el mar pronto inundará aquella casa. Una ocurrencia extravagante hasta para un insensato como yo. Pero si por accidente, poco después, vuelvo la cara hacia la tapia que delimita el jardín al fondo de la propiedad, resulta que mis ojos tropiezan con algo más raro aún: el casco de un velero sin velas repleto hasta la borda de camelias rojas.
Además del colorido de semejante imagen, me llega un hedor como a pescado o salitre. Ni mi amiga ni su compañero parecen notar nada. Tampoco nuestro anfitrión. En cambio yo sospecho que el rasguño que me sala el paladar proviene de ese barco, quizá empeñado en revivir sus tiempos remotos de bravo artilugio marino. Naturalmente, me parece justo. Condenado a sufrir otro verano más el sopor de un burdo adorno doméstico, su única estiba es la cama de tierra para macetas donde nuestro anfitrión ha plantado camelias rojas y hasta ridículos capullos de jazmín. Es bien seguro que el velero recuerda su vida anterior, cuando bogaba a muchos nudos entre brumas de mares únicamente poblados por el eco frío de las leyendas, cuando su vela mayor se abultaba de cara al oleaje del temporal o las cuadernas del casco frenaban el aletazo de los monstruos en altamar, y los callos en los dedos del timonel, y los torsos de bronce que cada tarde se gritaban blasfemias encaramados a la arboladura como gaviotas hediondas.
Después de un buen rato bajo el sol, mis amigos siguen al anfitrión olisqueando de mala gana unos claveles. En cambio yo finjo acariciar los pétalos de unos arriates que huyen hacia el fondo de la parcela. Es así como arribo por fin a la zona de la tapia donde está el velero. No me choca lo que descubro. Una capa de moluscos viscosos, inexplicable en el aséptico huerto de un chalet burgués, recubre el casco como para confirmar mi impresión de venganza marina.
Escarbando con las manos la tierra donde se asienta la embarcación, sorprendo un leve hundimiento de la proa en el terreno del jardín. Se diría que el peso de esas malditas camelias ha desfondado al barco, que se va a pique. Un poco más allá reparo en un ancla picada de moho que se recuesta en la tapia como si fuera un rastrillo. Ahora no me quedan demasiadas dudas. De repente mis piernas quieren temblar; empiezo a marearme, y eso que ya hacía casi media hora que había perdido de vista ese rasguño salobre en el paladar, ese olor a pescado.
Con tanto clavel y tanto perfume de rosal, no creo que nuestro anfitrión descubra a tiempo la inclinación a estribor, casi imperceptible, que una de estas noches veraniegas terminará por volcar el velero: un capitán imprudente. Por eso lo más natural es que zozobre, que al fin su proa fije rumbo hacia las profundidades oscuras de la tierra igual que en cualquier naufragio, aunque ya ningún torso bañado en sudor gruña blasfemias mientras achica el agua.
Tal vez ese caluroso amanecer, nuestro anfitrión oiga desde su chalet los gritos de auxilio de los desgraciados que se ahogan. Y les vuelva la espalda arrebujado en sus sábanas limpias, como ocurrirá en más de una travesía a ultramar. Llegado el otoño, incluso puede que las costillas del casco se astillen y algunos tablones manchados de humus descollen sobre el césped. Entonces el velero quedará sepultado para siempre, feliz de alcanzar el prestigio de los barcos hundidos, soñando que custodia tesoros podridos de camelias muertas que solo conseguirán exhumar –tras meses de faena– buzos futuros.
Aún sigo agachado junto al velero cuando oigo que mi amiga grita