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Dana y el teorema del vacío
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Libro electrónico290 páginas4 horas

Dana y el teorema del vacío

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Una arriesgada novela conceptual de uno de los maestros del género fantástico en España, Víctor Conde. A Dana Lorenzo, experta de uan corporación financiera, se le concede la oportunidad de comprobar que el sistema financiero mundial está a punto de perder su sentido. Con aires de thriller y profundidad oceánica, Victor Conde nos hace reflexionar con una novela que pone los pelos de punta por su verosimilitud.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento25 jun 2021
ISBN9788726831801
Dana y el teorema del vacío

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    Dana y el teorema del vacío - Víctor Conde

    Dana y el teorema del vacío

    Copyright © 2021 Víctor Conde and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726831801

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    SINOPSIS

    ¿Qué pasaría si descubriésemos de repente que al dinero, como concepto, le quedan solo cuatro años de vida?

    Dana Lorenzo trabaja como experta en teoría para una gran corporación financiera. Es una de las mujeres más inteligentes y capaces del mundo. Su pasatiempo es algo que ella llama el Teorema del Vacío, que tiene que ver con los conceptos de «dinero» y «riqueza» de los países. Un día, alguien le roba el teorema y lo usa para demostrarle que al dinero y a la riqueza, tal y como los entendemos hoy en día, les quedan solo unos pocos años de existencia…

    Para Thais, mi pequeña investigadora.

    La genialidad altera los parámetros de su hábitat.

    Thomas Malthus

    PRIMERA PARTE

    DANA TIENE UNA TEORÍA

    SOBRE EL VACÍO

    1. CRISTAL Y ARENA

    Dana Lorenzo miró al ancho pero casi despejado auditorio. La mayoría de los asientos, dispuestos en gradas con una suave inclinación, estaban vacíos. Se suponía que aquello no debería ser así: le habían asegurado que al menos dos ciclos enteros de estudiantes de economía chinos asistirían a su conferencia. Pero allí solo había una treintena de cabezas, eso sí, todas con los ojos clavados en ella con la máxima expectación. Sus ágiles dedos de veinteañeros estaban preparados para volcar a las tabletas lo que dijera ella con una velocidad asombrosa.

    Bueno, quizás aquí se halle el próximo Adam Smith de Asia, pensó. Treinta no son quinientos, pero no les voy a defraudar. Apostaré por la individualidad, no por la masa.

    Sabía que en toda China había casi noventa millones de personas tituladas con estudios superiores, una vez y media la población de Italia. Y aun así, eso solo representaba un 6’5 % del total de los habitantes del país. Entonces, ¿qué hacían tantas sillas vacías?

    La jefa de teoría de Inverscape se aclaró la garganta y comenzó, la boca pegada al micrófono:

    —Tengo la (equívoca) certeza de que hubo una época, y puede que incluso un lugar asociado a ella, en la que todo el mundo parecía poseer una intuición particular para saber cuál era su inclinación política, y a qué bandera seguir para apoyar sus ideales. Es una ilusión creada por un marco histórico que no vivimos, sino que nos contaron. Ya sabemos lo que pasa cuando te cuentan las cosas: que lo que te llega es un resumen, un esquema simplificado de lo que pasó. Y los esquemas suelen ser ciertos a nivel general, pero nunca a nivel particular. Te pueden decir que durante los años cincuenta mi país, España, fue reaccionaria, pero esa no es la verdad; solo es el resultante de la interacción de millones de pequeñas fuerzas que al final lograron tirar de la cuerda en una dirección determinada. Te pueden decir que España fue socialista en los ochenta, cosa que tampoco es verdad: ahí se quedan en el tintero las miles de batallas individuales que no prosperaron, que tiraban en sentidos opuestos, y que nadie, al no haber sido glosadas en un índice, se molestó en añadir a la ecuación de la década. ¿Mentiras globales o resúmenes parciales?

    A medida que hablaba, una traductora profesional contratada por la Universidad de Pekín traducía sus palabras al putonghua, acompañándolas de una fuerte gesticulación, por si había algún sordomudo en la sala. Con una demora de unos cuantos segundos, los dedos de los alumnos comenzaron a saltar como cigarras.

    Dana se había asegurado de pasarle por escrito a la traductora su discurso. Quería que lo leyera con detenimiento para que, en caso de encontrarse con algún tecnicismo de difícil traducción, tuviera tiempo de elegir la opción correcta. No deseaba que por culpa de la ambigüedad de una palabra se desvirtuase el sentido del discurso.

    —A veces, me pregunto qué resumen estamos redactando de nuestra época, y quiénes son sus protagonistas. ¿Los más inteligentes o los más polémicos? ¿Los más sinceros o los que han sabido hacer del juego social y del dorarle la píldora a los demás un arte? ¿Aquellos a los que realmente les importa muy poco decir lo que piensan en voz alta, o los que disfrazan de rebeldía cool y de pensamiento antisistema sus ganas de caer bien y ser los reyes de la fiesta? La respuesta quizá sea un pelín sobrecogedora: a lo mejor, la relación entre nuestra sociedad y la falsedad y el baile de máscaras es la misma que entre la arena y el cristal. Son cosas distintas cuando las tocas, pero están compuestas por la misma sustancia.

    »Puede que el motor que impulsa los cambios sociales sea el mismo que nos lleva a luchar por ideales vacuos, y a dejarnos matar por causas perdidas. Nos interesa más sentirnos bien porque estamos combatiendo por una causa, que comprobar si esa causa tiene futuro o no. O si hay alguna lógica bajo ella, aparte de las ganas que unos pocos siempre han tenido de construir muros muy altos para tener solo ellos la llave.

    Cuando pronunció la palabra «causa», unos sonidos amortiguados pero potentes llegaron desde fuera del auditorio. Todos sabían lo que significaban, y aunque había paredes gruesas separándolos de la calle y personal de seguridad en las entradas, no pudieron reprimir un escalofrío. Los estudiantes miraron a los lados, y algunos se contrajeron sobre sí mismos como pequeños caracoles.

    Dana también tenía esos sentimientos, con la diferencia de que ella, como extranjera, estaba a punto de coger un jet privado que la llevaría muy lejos. A medio mundo de distancia. Aquellos chavales tendrían que vivir con lo que pasase en su ciudad durante las siguientes semanas.

    Para mitigar un poco la tensión, el siguiente párrafo lo dijo en un tono más distendido:

    —Nuestro mundo no consta de mares, montañas y valles. Consta de escenas sociales. Y esas escenas tienen sus maestros de títeres y sus marionetas, sus reyes y sus vasallos. España es un país que te otorga, como don gentilicio solo por haber nacido en él, la potestad de ser un erudito en dos temas: fútbol y política. Cuando un español habla sobre estos temas, sabe de lo que está hablando, intrínsecamente. —Eso arrancó unas cuantas risas. Ese cliché encajaba con la idea que en China se tenía del país natal de la ponente—. Esto lo hace patente cada filósofo de barillo cuando entona su estribillo: que aquí todos tienen la razón, a pesar de que en un mismo instante se defiendan cien razones distintas. Con esa digna batuta en la mano que es la copa de coñac, se esgrimen un montón de argumentos que están colmados de tres cosas: los no debo, los no puedo y los no sé. Pocos se detienen a pensar, en medio del impulso de sus razonamientos, que los no debo te coartan la ilusión por emprender proyectos, los no puedo te llenan de obstáculos difíciles de salvar, mientras que los no sé están ahí para interponerse entre tus ganas de ser sabio y los límites que te ha impuesto la naturaleza. Otro baile de máscaras, solo que la careta que llevamos es nuestro propio rostro, y el hilo que nos la sujeta al cráneo está hecho de dudas.

    »El poeta polaco Zbigniew Herbert dijo que cuando todos los valores de nuestra sociedad se colapsen, las ratas muertas serán el nuevo valor de cambio. En realidad, no se estaba refiriendo a ratas reales, las de alcantarilla, sino a nosotros, a los que jugamos el juego y estamos condenados a morir en él. Nosotros, y nuestras opiniones sobre las cosas, seremos la nueva moneda de cambio cuando instrumentos como Facebook acaben de construir una realidad en la que las opiniones de barillo sean la única verdad, los baremos que únicamente importen. Eso ya está sucediendo: no nos callamos nada, expresamos nuestras opiniones sobre todo (y no solo de fútbol y política), y nos metemos a escribir cosas en el muro de los demás sin ser invitados, pensando que nuestro veredicto es bienvenido y que al otro le importa. O que vamos a influir en su manera de pensar.

    »Falso. Cada opinión tiene su valor, su equivalente en divisa internacional de pensamiento, y ese valor no aumenta ni disminuye porque otros te saquen tarjetitas con números del uno al diez valorando tus desmanes. Tus desmanes van a seguir teniendo el mismo coste en ratas muertas en el mercado global de las redes sociales. ¿Cuánto creéis que vale este?

    Más risas salpicaron el aire quieto de la sala. Del otro lado de las paredes, filtrándose como fantasmas sonoros, llegaban ruidos de una muchedumbre enfurecida: consignas lanzadas al aire y eslóganes frenéticos. Aquel auditorio enorme y casi vacío parecía una isla de tranquilidad en medio de una galerna de ruido.

    —Nuestro mundo consta de intereses, de valores de cambio en mercados internacionales de cosas muertas... Pero hay unos pocos que todavía están vivos —dijo Dana, para concluir. Tenía ganas de recibir la salva de aplausos y largarse—. Gente que, cuando le preguntas por qué se cae la manzana del árbol, va y te responde: «Isaac Newton a tu servicio». Hay dos tipos de personas en el mundo: las que dirigen toda su energía a triunfar en la escena social dominada por los valores de cambio de los que hablaba Herbert, y las que redirigen esa energía a ser felices en sí mismas, por sus propios logros, sin someterlos al juicio de ninguna escena social.

    »Esa gente es la que, para mí, realmente merece la pena. Es gente que te cae mal cuando habla porque peca de pedante, estúpida o radical (¿no lo han sido siempre todos los escritores, antes de que entrásemos en este prismático mundo de corrección política?). Pero lo son porque, cuando el dado canta impares para ellos, esas personas hacen trampas y usan los decimales para avanzar casillas. Hay gente de cristal, cohesionada e incapaz de cambiar, y gente de arena, granulosa y versátil. A mí me gustaría puntuar como mínimo un seis en esa escala de arena, pero creo que todavía estoy en un ridículo 0’3 %. Mis opiniones valen solo cinco o seis ratas muertas en el mercado, cuando para comprar un «me gusta» en el Facebook de nuestros políticos hacen falta como mínimo doce. ¿Estaré viva... o estaré muerta?

    La traductora, que sabía que ese era el final del discurso, hizo una reverencia al auditorio en espera del aplauso. Su cabello, impenetrablemente negro, se derramó como una llovizna de noche. Pero se sorprendió cuando Dana, tras un instante de duda, añadió:

    —Todos sois más jóvenes que yo. Con treinta y cinco años ya me catalogaréis como una vieja carcamal. Desde vuestra perspectiva, es lógico que tengáis días en los que dieciocho años os parezca una edad óptima, y quizás sea por eso que solo os dura veinte segundos de tiempo real. Lo queráis o no, estáis condenados a esperar un poquito a que nosotros, los que ahora ocupamos los puestos clave, nos cansemos de manipular los hilos y os alcancen las ondas expansivas de nuestros errores. Ninguna profesión puede permitirse la moratoria, y la Economía aún menos. —Los observó con una especie de magnánimo desprecio—. Vivís en un mundo hiperconectado, de redes sociales y pensamiento global. Sois nativos digitales; en vida, no habéis conocido otra cosa. Corréis un severo peligro de perder vuestra identidad si un mínimo de gente no le da al «me gusta» en vuestra red. Pero yo, que no crecí en ese mundo aunque he logrado triunfar en él, voy a venderos un consejo. ¿Su precio? Dos segundos de vuestro tiempo.

    Dana notó cómo los treinta pares de ojos, más los de la traductora, que cogía sus palabras al vuelo y las sometía a la alquimia del putonghua, se clavaban en ella.

    —Vuestros profesores de economía os presentan el mundo como un gigantesco pastel, riquísimo, donde podéis meter el dedo y rechupetear algo de la nata. Pero os diré esto, aunque suene un poquito a metáfora sexual: no metáis el dedo demasiado adentro buscando el bizcocho que se esconde debajo. Porque os podríais llevar la desagradable sorpresa de que el pastel, en realidad, no contiene nada. Que está lleno de aire. La economía es así, porque está inspirada en el concepto de riqueza... y al igual que los bosones de Higgs, todavía no se ha demostrado que eso exista. —Hizo un barrido con la vista por toda la sala, sin pararse en nadie pero con la suficiente lentitud como para que pareciera que se estaba deteniendo en cada uno—. Al fin y al cabo, entre la nata y la nada solo hay una letra de diferencia.

    Obviamente, ese juego de palabras no tenía equivalencia en mandarín. Sin embargo, la intérprete era buena, y aunque necesitó por lo menos cinco frases más, logró traducir el chiste a los alumnos.

    Estos rieron, y despidieron a la ponente con un sincero aplauso. Cuando los invitaron a participar en una ponencia sobre el valor de las redes sociales, impartida por una europea que tenía fama de ser una de las mujeres más sagaces del panorama actual de la ideología, se esperaron un discurso denso, cáustico, casi ininteligible. Pero Dana lo había hecho ameno; había usado palabras sencillas y lo había salpicado con un poquito de irreverencia. Y de chistes picantes. Con eso se había ganado sus corazones, que era lo que importaba.

    —Si me lo permite, la acompañaré hasta la salida donde la espera la limusina —dijo la intérprete en un español sin acento—. Ha estado bien, ¿verdad?

    —Bueno, creo que se han quedado satisfechos —suspiró Dana, recogiendo su bolso—. Eso del valor en cosas muertas de las opiniones basura de Facebook les ha impactado.

    —A mí también. Esta noche añadiré una adenda sobre eso en mi muro, a ver con cuántas ratas me premian.

    Afuera llovía. Y la tarde se había transformado en noche gracias a:

    Tumultos; gente apelotonada en las calles; humo de bengalas enroscándose en espirales de ceniza; presencia policial fría y distante, inhumana; incendios de neón trepando por las fachadas, sus cortafuegos los espacios entre las ventanas. No había luna, pero sí aviones. Muy arriba, en lo alto, yendo de aquí para allá como pájaros de alas entablilladas. Águilas enfermas que escupían chorros de aire negro.

    El clamor de la manifestación era ensordecedor. Se encontraban en la gran avenida comercial de Wangfujing, el centro de las compras en Pekín. Y aunque su anchura normalmente bastaba para aliviar el denso tráfico humano de la urbe —era una femoral preparada para soportar un concepto de «hora punta» que en Occidente achantaría a cualquiera—, ahora estaba cortada. La había tomado un ejército formado por estudiantes, trabajadores, funcionarios, campesinos, hijos proletarios de la Revolución Cultural y representantes de las siete castas de China. Un bosque de pancartas se empapaba bajo la lluvia. El clamor de las gargantas alcanzaba tales cotas que, de haber elevado un poco más el volumen, a Dana le habría resultado imposible tolerarlo. Era un acantilado de sonido que podía dañar la audición humana, alimentado por mil sirenas de policía.

    —¡Allí está! —exclamó la intérprete, señalando un vehículo. Era una limusina negra como el betún, con una doble piel de reflejos de neón—. ¡Buena suerte!

    —¡G…a…c…as! —logró decir Dana. La chica volvió corriendo al auditorio mientras ella entraba en el coche. Fue como ser tragada por una garganta de silencio.

    —Gracias a Dios. —Se escarbó sin vergüenza en los oídos—. Un minuto más ahí fuera y me quedo sorda de por vida. ¿Cómo has conseguido llegar?

    El hombre trajeado que ocupaba el asiento principal —el que los ejecutivos llamaban «el trono», porque era aquel hacia el que estaban orientadas las pantallas digitales y el mueble bar— llevaba puestas unas gafas de sol. No las necesitaba. Tampoco se las quitó.

    —La gente ve aparecer una limo y se apartan con un temor reverencial, como si se les plantara delante un tanque. Temen que la munición que lleva dentro, la munición del dinero, sea más letal para ellos que un obús del doce.

    —Presumido.

    —Y con gusto. Mi boca dice hola.

    —Hola.

    —¿Cómo te ha ido ahí dentro, ante las fieras?

    Dana se recogió la cabellera en un moño. Era morena, aunque desde luego sin esa pureza alquitranada, de negro primigenio del vacío del espacio, de las mujeres orientales.

    —No estaban muy hambrientas. Ni había demasiadas. Eran chicos muy responsables que habían preferido ir a clase antes que sumarse a sus compañeros en la «mani». Seguro que mañana les tirarán tomates.

    —Arroz. Aquí se tira arroz. —El hombre de las gafas llevaba el cabello engominado, con tanta argamasa que ni un huracán habría arruinado su perfecta simetría. A Dana no le gustaban los hombres tan pulcros, tan estudiados: parecían artificiales. Y eso que su jefe, a pesar de andar rozando los cincuenta, era un hombre bastante atractivo. Tenía una piel envidiablemente tersa y sin huellas de la edad, algo por lo que habrían matado muchas mujeres con la mitad de años. En sus ojos de comadreja se vislumbraba una astucia observadora, y una torva sugerencia de prepotencia tiraba hacia abajo de la curva de su boca—. La gramínea no tiene aquí un significado nupcial. Es más bien un gesto despectivo.

    —Pues lo que sea. Oye, Damián, estoy cansada. Quiero llegar al avión para acostarme y dormir. —Tableteó con los dedos en su labio inferior—. Creo que necesitaré pastillas. Son once horas hasta Madrid.

    —Laurent de Lavoisier a tu servicio. —Abrió el botiquín—. Tenemos de todo: benzodiazepina, melatonina, difenhidramina, caramelos blandos...

    —Estás asustándome. ¿Es la guerra química?

    —Casi. La guerra del sueño. Quien consiga almacenar más, gana. El sueño cotizará en bolsa dentro de nada.

    —Seguro que sí; su primo el Tiempo ya lo hace. —La mujer suspiró, estirando la espalda. Los cristales del coche eran espejos por fuera, así que espió a través de ellos con la tranquilidad de saberse a salvo—. Dios. ¿A qué viene esta manifestación tan violenta? ¿Por qué protestan?

    —Recortes sin precedentes en los últimos treinta años. El Gobierno se está cebando con todas las clases sociales, menos en las más altas. No sé por qué; no ha trascendido el motivo de tal apretón de cinturones. Pero los mercados están nerviosos. ¿Hablamos del vuelo del colibrí?

    Esa era una característica de su jefe: la manera abrupta que tenía de cambiar de tema al final de las frases. No lo hacía por capricho, sino porque realmente su cerebro funcionaba así, abriendo y cerrando carpetas, flujos de pensamiento. Buscando sorprender a sus contertulios.

    —No quiero hablar del vuelo del colibrí. Míralos, parecen fieras que saben que los humanos les han arrebatado sus cotos de caza —murmuró ella con la voz suave que ponía cuando las teorías llegaban hasta su cerebro—. Un elenco de emociones de tal magnitud necesita algo más que una justificación social. Una preocupación capaz de poner a la gente tan furiosa es lo que la lleva a una a ponerse a hacer cestos de mimbre. —Miró a su jefe—. ¿Y a ti, cómo te ha ido en la reunión? ¿El futuro de Inverscape en China es dorado brillante, o solo magenta apagadito?

    —Dorado, aunque un poco mate. Nuestros competidores franceses están que trinan con todo esto de la revalorización del yuan, pero pujarán fuerte. Ganarán.

    —Tú ganarás también. Siempre ganas. En teoría.

    —Sabes mucho de eso, ¿no? Eres mi experta en teoría.

    —Lo soy. Y, en teoría, tengo mucho sueño. Déjame dormir, pesado. Despiértame cuando oigamos cantar un chotis. —Dana cerró los ojos y simuló unos ronquidos. Su jefe sirvió coñac en dos copas.

    Fuera, el inmenso organismo formado por miles de personas experimentó sus propias contracciones: se retorció, se alzó como una serpiente para caer de nuevo sobre el asfalto. Era la expresión de una sociedad dedicada a elaborados rituales que giraban alrededor de la observancia de las divisiones humanas, en un mandala que parecía un temporizador. Los nombres de las empresas más poderosas, en caracteres chinos, estallaban en las plicas de los edificios: letras de pan de oro sobre cristal esmerilado. Pero la serpiente no sentía ningún respeto por ellos. Los ignoraba cuando no los vilipendiaba abiertamente. La serpiente se movía arrasando con todo lo que hallaba en su camino. Incrustaba su feroz siseo en los edificios que representaban el triunfo del dinero en una sociedad pobre; la suma de mil babeles privadas.

    Estaba viva, respiraba, mordía, odiaba. Sin atravesar ningún efecto Doppler, su estruendo cobraba vida y se enroscaba en espirales de destrucción sobre aquellos mapas de cemento.

    —Nuestro futuro en Asia será brillante. —Damián calibró las sombras que se apelotonaban al otro lado de los cristales. Sombras humanas, coléricas, entusiastas; siluetas llenas de mensaje—. El euro no puede perder, no acabará fraccionándose en jiao y fen. Tiene el bagaje cultural griego para apoyarle, con todo eso de los gigantes y los titanes y los héroes míticos. Es una moneda con sangre legendaria.

    —Los chinos tienen miles de años de historia —dijo Dana en voz baja, sin abrir los ojos. Estaba intentando apartarse del mundo, pero a pesar de lo aislada acústicamente que estaba la limusina, un rumor sordo seguía colándose por algún lado. Era como oír olas rompiendo en una costa lejana—. Seguro que nos ganan en número de héroes. Y de monstruos. Su siglo veinte sabe mucho de ellos.

    —¿Más que el europeo? —Damián se acordó del nazismo.

    —Más, te lo aseguro. Por mucho que nosotros creamos que hemos sufrido, ellos han sufrido más. Acojónate con las cifras.

    Permanecieron en silencio mientras la limusina accedía a una calle secundaria y se plantaba ante una barrera policial, el límite por ese lado de la piel de la serpiente. El jefe de protocolo de Inverscape se bajó del asiento delantero y estuvo un rato charlando con las autoridades y exhibiendo papeles. Al final, los policías les pusieron una escolta de

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