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Todos los nombres de noviembre
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Libro electrónico266 páginas4 horas

Todos los nombres de noviembre

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Inusual y sobresalinte colección de relatos cortos en las que Victor Conde, maestro por excelencia de la ciencia ficción y la fantasía, se aleja de los terrenos que suele transitar su ficción para mostrarnos historias pequeñas, dramas cotidianos y reflexiones sobre la vida que nos rodea. Una partida de ajedrez sirve de apoyo a una mujer ahogada por la vida, un hombre fracasado y alcohólico recurre a un ídolo de su juventud para recomponer su vida rota, un artista gráfico repasa su vida y sus desamores a través del lenguaje del cómic, un demente que quiere perseguir sus sueños se ve enfrentado al inabarcable monstruo de la burocracia legal, un árbol de leyenda en el corazón de África encierra la más hermosa de las palabras... Historias impregnadas de una nostalgia y una sabiduría al alcance de pocos creadores. Imprescindible.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento30 may 2022
ISBN9788726947656
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    Todos los nombres de noviembre - Víctor Conde

    Todos los nombres de noviembre

    Copyright © 2022 Víctor Conde and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726947656

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Para Sofía, por esa sonrisa.

    PRÓLOGO INNECESARIO, CON EXPLICACIÓN INNECESARIA POR PARTE DEL AUTOR

    Miles, si no millones de veces, me han preguntado en entrevistas que por qué me puse un pseudónimo. Y no sé ni cuántas explicaciones he debido dar a ese fenómeno, el de la heteronomía (y me pregunto: si Víctor Conde existió como entidad creadora desde el principio, ¿entonces es mi nombre real el alias y ese el ortónimo?). Al principio me encantaba jugar a un juego consistente en inventarme una historia diferente y cada vez más disparatada cuando me hacían esa pregunta. Pero luego dejé de hacerlo porque ya resultó evidente que me lo estaba inventando, y además, como no me acordaba de las mentiras que dije la última vez, el juego perdía su gracia.

    La verdad detrás de la elección de mi pseudónimo, lamento decirlo, es bastante prosaica, y por lo tanto aburrida: como todos sabéis, el mundo editorial funciona por etiquetas. Por «cajas» en donde te meten los distribuidores y los libreros, y de las cuales es muy difícil salir. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que Stephen King es un autor de literatura de terror. Si el hombre quisiera hacer otras cosas, como por ejemplo romántica o ciencia ficción, lo tendría crudo. No porque no pudiera, sino porque la industria del libro no sabría dónde colocarlo. Este fenómeno nos ocurre a todos, porque es así como funciona el mundo del libro. ¿Podremos librarnos algún día de la nefasta influencia de las etiquetas…?

    Con este temor en mente —que si empezaba mi carrera como escritor de fantástico y de ciencia ficción luego no me publicaran nada más—, escogí un pseudónimo, Víctor Conde, y le di buen uso. Pero como todos llevamos dentro la semilla del «autor total», esto es, el hombre de letras que no quiere constreñirse a un solo género sino escribir lo que sea que le apetezca, acabé redactando textos que no podían ser encuadrados de ninguna manera dentro de los márgenes del fantástico. Textos históricos, cómicos, dramáticos, e incluso policíacos y eróticos. Porque una vez que uno domina un medio de expresión, en este caso las letras, ¿por qué coartarnos a nosotros mismos y restringirnos? ¿Por qué no usar tus pinceles para crear historias de lo que sea que te apetezca?

    Siempre tuve claro que cuando decidiera dar el salto a «más allá de la ciencia ficción» firmaría las obras con mi verdadero nombre y no con un pseudónimo. Al final lo he hecho, y algunos libros han salido a la calle firmados por un tal Alfredo Moreno, que vaya usted a saber quién será, pero que dicen que tiene un estilo que está totalmente plagiado del de Víctor Conde. Podría ser, no lo niego. Hay autores que se influencian unos a otros hasta tal punto que podrían pasar como negros del compañero, y ya saben a qué me refiero. Puede que esto pase con los dos antes mencionados, y que Víctor sea el negro de Alfredo, o al revés. Se admiten apuestas.

    En el presente volumen he recopilado algunos cuentos de lo que llamamos mainstream, o literatura general, aunque alguna sorpresita de corte fantástico habrá también. Es una muestra de las historias que han ido saliendo de mis dedos a lo largo de los años y que, como verán, tocan muchos palos. Deseando de corazón que les guste, les dejo con estos cuentos que no son más que ventanas a distintas noches y a distintos sueños. Diferentes nombres para un solo tiempo, noviembre en este caso, pues todos sabemos que noviembre en realidad no existe, sino que es un palimpsesto que se usa para ocultar otro mes que hay debajo. ¡Hey, buena idea para un cuento! A ver si mi otro yo me deja y lo escribo…

    Víctor Conde

    BLANCO ES EL COLOR DE LOS FANTASMAS

    ¡Qué suerte tuvo Adán! Cuando se le ocurría algo nuevo,

    sabía con toda seguridad que nadie lo había hecho antes.

    Mark Twain

    1

    Arturo Rosaleda dejó escapar un lento suspiro. El cielo sobre su cabeza se estiraba como una tela cosida por los extremos. Oleadas de luz-cielo se acoplaban a unas montañas cobrizas que él tomó por rascacielos, y que se elevaban en el horizonte como exclamaciones pautadas. No era más que ciudad, ciudad libre; clavos que sujetaban las costuras del firmamento. Las moles rosáceas de los edificios del campus de la universidad se alzaban a su lado como verdades poligonales, colosos que lo vigilaban con centenares de ojos, en cada uno de los cuales anidaba una mirada distinta.

    Él, en medio de todo aquello, al abrigo de una sombra acabada en punta, pensaba que todavía no había logrado cobrar una apuesta que un enemigo suyo perdió hacía treinta años. Le debía el equivalente moderno a cinco euros. Y no le vendría mal cobrarlos.

    No tenía cambio para la máquina de café. Odiaba quedarse sin cambio. Debía haber algún truco metafísico en el universo para que un monedero nunca se vaciase de las monedas más pequeñas, pero él no lo había descubierto. La máquina lo estaba retando con su descarada publicidad de los productos que era capaz de ofrecer, y él, director adjunto del campus y decano de la facultad de Matemáticas, no era capaz de hacer que obrara su magia. Un gambito bastante lamentable.

    Una sirena sonó a lo lejos. Era el campeonato regional de ajedrez que se estaba disputando en las instalaciones de la facultad de Ciencias de la Información, que se reanudaba. En ese preciso instante, cien cabezas se estarían inclinando sobre doscientos brazos, y otros tantos ojos reflejarían con ansiedad tres mil doscientos escaques. ¿Cuántas aperturas españolas se estarían poniendo en juego, cuántas defensas sicilianas? ¿Cuántas tácticas salvajes deudoras del gambito letón o de la apertura de Reti estarían desafiando la capacidad de asombro de los jinetes de negras? A ellos les tocaría justo después, jugando a romper todos los esquemas de respuesta de las blancas. La sirena sonó, y aunque él no pudo oírlo, un suave temblor como de centenares de tierras siendo sacudidas por terremotos se expandió por encima y por debajo de la hierba: el seísmo de los tableros de madera siendo golpeados por un ejército de lanceros blancos.

    Arturo sonrió debajo de su espesa barba. El viejo juego de la guerra recomenzaba. La sangre se derramaría sobre las penínsulas blancas y marrones de la tierra del emperador. Habría sufrimiento y muerte. Muchas bajas gratuitas sacrificadas por el bien de las clases sociales más altas, las de los reyes y los obispos. El ajedrez era un juego al que no se lo podía despojar de su dimensión clasista ni dinástica. Los peones, al igual que en la vida real, serían los primeros en caer, interponiendo esos castillos esmaltados ante cada embate del contrario. ¿Acaso sus monarcas les habían prometido algo a cambio, una especie de soldada? Nah… no había retribución allí, aparte de la de tener el honor de derramar la primera sangre.

    Arturo estaba tan furioso por no haber obtenido su café que vio sus propios latidos como puntitos luminosos ante sus ojos. Las pequeñas trivialidades de la vida moderna lo sacaban de sus casillas, metáfora más que apropiada para aquel momento. Mantuvo lo que consideraba un silencio digno mirando con odio a aquella máquina.

    Deseándoles a los contendientes toda la suerte del mundo y el amparo divino, volvió al bloque departamental de la facultad de Matemáticas y subió a su despacho.

    Hoy, el geniecillo malo del café le había ganado por la mano.

    La atmósfera del salón de actos se podía cortar con un cuchillo. Palabras como «opresiva» o «angustiosa» le quedaban pequeñas, pues el aire parecía pesar lo mismo que en un planeta mucho más denso que la Tierra. No se desprendía de esa viscosidad ni siquiera cuando entraba en los pulmones de los asistentes.

    Cincuenta partidas de ajedrez se estaban disputando al mismo tiempo. Desde que el juez sopló el silbato que indicaba el comienzo de las hostilidades, las manos que movían fichas y saltaban raudas a la clavija del cronómetro iniciaron su rapidísima y agresiva danza. Ninguno de los allí presentes era un jugador profesional, todos eran aspirantes, pero eso sí, algunos tenían talento. Se les notaba la mirada del tigre agazapado, esa ansiedad contenida por revolverse en la espesura y saltar sobre el enemigo para destriparlo. Muchos habían estudiado las aperturas de una partida modelo, y simplemente repetían esquemas clásicos a velocidad cegadora, con la mente puesta en el primer enroque.

    Arelis Belaúnde era una de aquellas cabecitas agachadas. Peruana de nacimiento, el color de café molido de su piel contrastaba poderosamente con el de los allí presentes salvo, quizás, el de aquel muchacho negro de la esquina, el de los labios gruesos y las gafas de empollón. Ella no tenía pinta de empollona, aunque hasta el momento había superado los exámenes trimestrales con nota. No era una persona que destacara de ninguna manera a primera vista, ni por su altura —medía un escaso metro cincuenta— ni por su físico —para los chicos que se burlaban de ella en clase parecía una fotocopia más de las chamaquitas que, vestidas de sirvientas, limpiaban sus casas—. Adoptando para sí el lenguaje retórico de burlas y chanzas que empleaba su padre, les decía: «Que os pinchelen», y seguía caminando abrazada a su libreta de apuntes. El idioma español, sobre todo el sudamericano, estaba lleno de giros reprimidos durante siglos, de vocales y consonantes descartadas, que se le escapaban por las separaciones que tenía entre los dientes. Mirando con recelo a aquellos muchachos, todos muy altos y muy blanquitos, muy europeos, Arelis notaba cómo la boca la traicionaba y soltaba por lo bajo unos improperios indignos de una señorita. Luego descubrió que otras partes de su cuerpo también eran capaces de traición.

    Siguiendo el enfoque de preparación de aperturas de Carlsen, abrió con un peón de centro a e5. Era una maniobra clásica —ella jugaba con blancas—, destinada a dominar la región más importante del tablero: su centro. Su contrincante, otra chica del mismo curso que ella, se atrincheró tras una defensa siciliana. Los sicilianos sabían de estas cosas, de cómo protegerse y liquidar subrepticiamente al contrario usando tácticas sucias, y si no que se lo dijeran a Marlon Brando en El padrino.

    Arelis miró de reojo el cartelón que colgaba de una pared, en el que estaban los puestos asignados en la clasificación. Ella tenía el número 49. Estaba casi al fondo del tablero, en sus insondables profundidades. Pero no le importaba. El ajedrez, aunque se le daba bien —¡más que bien!, habría dicho Amaru, su marido— no era una meta en la vida. Se había apuntado al torneo porque el premio eran tres mil euros, y para un hogar como el suyo, con un niño recién nacido y otro que ya raspaba la edad escolar, las cantidades de más de dos ceros les venían que ni pintadas. Pero claro, había que esforzarse por conseguirlas. Las hadas no existen si los niños no dan palmadas.

    Así que allí estaba Arelis, diecinueve años, bajita, madre de dos hijos, con la cara plana y redonda y el pelo impregnado de noche típicos de su raza, mirando las figuras que se disponían como soldados de madera prestos para atacar… e hizo lo que cualquiera en su situación habría hecho justo en ese momento de su historia:

    Enrocó.

    2

    El césped del campus servía para algo más que para alimentar cabras: los estudiantes se tumbaban en los intervalos entre clases y se dedicaban a dar rienda suelta a sus pulsiones adolescentes. Con mucho recato, eso sí, para que los profesores que pudieran estar espiándolos desde los ventanales de arriba no captaran nada extraño. Aquella tarde, la segunda después de la fase preliminar del torneo, Arelis estaba sentada sobre una toalla con su mejor amiga, una chica sudamericana que estudiaba Económicas —ella, Empresariales—, mientras daba de amamantar a su bebé.

    —Lo has hecho increíblemente bien —le dijo Yatza, poniendo delicadamente una mantita sobre la cabezota del niño para que no le diera directamente el sol—. ¡Has subido del cuarenta y nueve hasta el puesto veintiuno en solo una tarde! ¡Uauh!

    —He tenido suerte —se sonrojó ella, mirando con ternura a la cosita en equilibrio que tenía apoyada en su pezón. Para cualquier madre, su hijo era lo más bonito del mundo, desde que se despertaba de noche y se ponía a soñar con los ojos, hasta que dormitaba de día y sus labios exteriorizaban pensamientos desconocidos. ¿Con qué podía soñar una cosita de ese tamaño, con apenas semanas de vida, si aún no tenía referencias del mundo? ¿Con sensaciones, acaso? ¿Recuerdos acuosos e ingrávidos de estar flotando en una inmensidad oscura? Cualquiera que hablara el idioma de los bebés, que se lo preguntase.

    —Lo mejor de todo fue cuando machacaste a esa engreída de la clase de tercero, la rubita respingona —se burló Yatza, poniendo cara de placer carroñero.

    —¿A quién, a Lucía?

    —Claro. A ver si así se traga sus aires de playmate del año. —Puso cara de limón agrio. Arelis entendió lo que quería decir, aunque no lo compartía. Sí, era cierto que las más guapas de la clase siempre hacían piña y se burlaban de las menos afortunadas, como ella, pero no había experimentado ningún placer al verla descalificada, más allá de que el hecho suponía otro peldaño que Arelis ascendía en el tablón. Aunque, pensándolo bien, y atentando un poco contra las enseñanzas de Jesusito el Salvador… sí que había un poso de malvada satisfacción rondando por allí. Lucía era de esas jovencitas tan perfectas y maravillosas que daba auténtico gusto verlas estrellarse de vez en cuando.

    —Seguro que tu marido estará orgulloso —continuó Yatza, reclinándose sobre la hierba. Le daba igual que los chicos que pudieran pasar por detrás mirasen su inmenso escote: había elegido aquella camisa para eso. Interpuso las manos en el camino del sol y, para entretener al churumbel de su amiga mientras mamaba, hizo saltar unos perritos sobre la toalla.

    —Amaru solo piensa en el dinero que podemos ganar con esto —suspiró Arelis—. Ya tiene gastado hasta el último céntimo.

    —Pero te habrá guardado algo para ti, ¿no? ¿Hasta ahí podríamos llegar? —Su amiga era de esas personas que tenían la costumbre de convertir frases afirmativas en exclamativas.

    —Espero que sí. Ay, si tan solo le saliera bien ese negocio que lleva preparando tantos meses, ese tema de vendedor de cápsulas de café a domicilio… —Al decir eso, una mala sensación empezó a adueñarse de Arelis. Un picor que nació en su pie y acabó trepando hasta detrás de su oreja. ¿Por qué tenía tan malas vibraciones cuando se trataba de los negocios de su marido? ¿Tan solo porque había fracasado en los últimos cuatro…?

    Bueno, como en el ajedrez, todo el mundo pasa por rachas de mala suerte. La cosa era saber recomponerse.

    Un destello de sol hirió su párpado. Alguien había cerrado una ventana en la fachada que tenían justo detrás, la del edificio departamental. Por una fracción de segundo, al cambiar de posición porque se le estaba durmiendo la pierna, Arelis creyó ver una figura que la espiaba desde allá arriba: la silueta de un hombre que se esfumaba hacia dentro en cuanto notó que lo sorprendía mirándola. ¿Un profesor asomado a la ventana de su despacho? ¿Un mirón que se excitaba viendo a las mamás jóvenes dándoles el pecho a sus bebés? Sí, había gente así de sucia…

    —Oye, ¿qué ventana es esa? —le preguntó a su amiga. Yatza se puso la mano a modo de visera sobre los ojos y los perritos desaparecieron de la hierba.

    —Ese creo que es el despacho de don Arturo Diez Mil —dijo, estirando mucho las pausas entre palabra y palabra como si estuviera pensándoselas a medida que las pronunciaba.

    —¿Arturo… Diez Mil?

    —Sí, un profesor muy cabrón de matemáticas. En Económicas nos da clase en segundo de carrera, y es un engreído. Le dicen así porque al que pilla tecleando en el móvil o cuchicheando en su clase lo castiga con traer diez mil palabras escritas al día siguiente explicando las virtudes de la atención a las palabras del maestro, o no aprueba su asignatura. —Arrugó la cara con disgusto—. Un capullo integral.

    —Ya… Pues nos estaba espiando.

    Yatza se abrió un poco más el escote, que dejaba ver perfectamente aquellas dos montañas color caramelo que lucía sin pudor en la playa, y lo enfocó hacia la ventana.

    —Pues que disfrute, y lo grabe si tiene un móvil… Niña, ponerlos nerviosos es nuestra mejor venganza.

    Las dos rieron mientras Arelis notaba que el bebé ya no estaba tragando leche, sino solo aire, y lo cambió de pezón. Iba a comentarle algo más a su amiga cuando vio algo extraño: en aquella ventana de allá arriba, una mano estaba escribiendo palabras con un rotulador directamente sobre el cristal. Arelis tardó un segundo más de la cuenta en caer en qué era lo raro de aquel cuadro, y era que podía leer las letras porque aquel tipo las estaba escribiendo invertidas, de modo que se pudieran leer al derecho desde fuera.

    Decía:

    JUGADA DE MINADO ᚄxc6.

    ¿POR QUÉ EL CABALLERO TIENE MIEDO?

    y

    JUGADA DE MINADO ᚄxc6.

    ¿POR QUÉ EL CABALLERO TIENE MIEDO?

    era todo lo que decía.

    Arelis arrugó el entrecejo.

    —Oye, ¿a ese tipo qué le pasa? —preguntó su amiga, indignada—. ¿Le va el arte sobre cristal o qué…?

    —Creo que no es eso. Jugada de minado, a partir de caballo a por c6… —Abrió mucho los ojos—. Dios, es la jugada.

    —¿Qué jugada? ¿Te está empezando a entrar a ti también la paranoia de los tableros en plan Bobby Fischer?

    Arelis se acostó a su hijo sobre el hombro para darle palmaditas en la espalda y que expulsara gases. El chiquillo soltó un gracioso croar de ranita, un ronroneo prolongado marcado por el murmullo de la g.

    —No, es la jugada en la que me asusté en mi última partida, y por eso estuve a punto de perder. Una jugada de minado es un ataque a la cadena de peones del enemigo con un peón propio, o con otra figura, como la de un caballo. Sirve para abrir líneas que puedan aprovechar nuestras piezas para avanzar, rectas o cruzadas. En la partida contra aquel chico de cuarto llegamos a un cambio de damas con ganancia de tiempo, pero yo me acojoné y no di el paso definitivo. Es lo que ese hombre me está diciendo, desde su ventana. —Arrugó la frente—. ¡Me lo está echando en cara! —exclamó indignada, en cuanto se dio cuenta.

    —¡Será imbécil! ¡Ahora mismo subo y le doy dos bofetones! ¡Quién se cree ese pendejo que es para burlarse de mi amiga!

    —No, espera. Creo que quiere decirme algo. Subiré. ¿Te vienes?

    Tres minutos más tarde, una curiosa caravana avanzaba con pasos amortiguados sobre las moquetas del edificio. En los andares de Arelis había una deriva típica de la persona que no sabe si tiene derecho a estar en ese lugar o no. La decoración de los pasillos y las puertas era sucinta, casi empresarial. Toda una lección sobre la frialdad y el distanciamiento de lo académico. Al final, encontraron la puerta que estaban buscando. En la plica adjunta ponía «Dr. A. Rosaleda, E. I.».

    —¿Hola? —preguntó tímidamente Arelis, impregnando cada letra con su acento del sur. Se sentía como una turista visitando el lucernario de la torre más alta de Madrid, sintiéndose sola, desconectando su situación precisa con respecto a cualquier presunción previa.

    —¿Qué quieren? —preguntó una voz de varón, malhumorada. Las chicas dieron un respingo. El bebé dormía plácidamente en su canguro, en contacto con el latir del corazón materno.

    —Esto… hola, me llamo Arelis Belaúnde. Soy, eh… la chica que…

    —¡No necesito que me limpien el despacho, gracias! ¡Creía que el servicio de chachas solo venía por las noches!

    Arelis y su amiga cruzaron una mirada indignada. Para gente que se ha acostumbrado a ser menospreciada desde niña, ponerse a la defensiva era una disciplina tan reglamentada como el álgebra que se enseñaba en aquel aulario.

    —¡Oiga, ¿pero qué coño se cree?! —se enfadó Yatza—. ¡Somos alumnas, no «chachas», y queremos hablar con usted! ¡No limpiarle nada!

    Arelis le puso una mano en

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