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Piscis de Zhintra: doble amanecer sobre Horizonte
Piscis de Zhintra: doble amanecer sobre Horizonte
Piscis de Zhintra: doble amanecer sobre Horizonte
Libro electrónico128 páginas1 hora

Piscis de Zhintra: doble amanecer sobre Horizonte

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Información de este libro electrónico

La primera novela de Victor Conde es un sentido homenaje a la space opera más desprejuiciada y gozosa. En ella acompañamos a su protagonista, una mujer artificial de juventud eterna que se enfrenta a corporaciones, piratas interestelares, acción y aventura a raudales en un entorno que nada tiene que envidiar a otras sagas galácticas.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento17 sept 2021
ISBN9788726831825

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    Piscis de Zhintra - Víctor Conde

    Piscis de Zhintra: doble amanecer sobre Horizonte

    Copyright © 0, 2021 Víctor Conde and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726831825

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Para Águeda. Rain aún sigue viva por aquí.

    ALGUNAS NOTAS SOBRE PISCIS: (Con permiso del Respetable)

    Nombre verdadero: Marionette 755, abreviado Marion.

    Nombre clave:Piscis.

    Compañeros de viaje: Aquario (nave), Peluche (gata de Angora), Destiny (compañera de aventuras, corsario y comerciante, enamorada de su nave-tanque, Preciosa), Veintidós (robot aeroflotante de combate de pequeño tamaño, con aspecto de mascota cursi y extremadamente destructivo).

    Edad: 13 años reales, 25 de apariencia externa fija.

    Altura: 1´85 m.

    Ojos: Negros.

    Pelo: Normalmente azabache. Varía según le dé por teñírselo.

    Defectos notables:Tendencia a la bulimia, que combate con mucho ejercicio diario. Cuando miente se sonroja. Afición obsesiva por probarse vestidos de diferentes culturas o razas. No usa protecciones cuando hace el amor.

    Aficiones: Andar desnuda por su nave. Cuidar a su gata. Comer.

    0 – La cabaña en las montañas.

    La desvencijada puerta de madera no aguantó la fuerza de la patada. Una bota gris y manchada de barro la atravesó, destrozando los tablones y permitiendo que la luz del sol recortara la figura del pistolero en el umbral.

    Grubbor Dospasos husmeó el interior. El interior de la cabaña olía a carne quemada, alcohol y humedad. Sobre una mesa solitaria se alineaban varias tazas de té en una bandeja sucia. Un paño de secar postas y una bota de vino delataban la presencia de un hombre, pero no había huellas de zapatos en el polvo del suelo. Ni barro, ni marcas de suelas.

    Grubbor todavía no estaba tranquilo.

    En el extremo contrario de la habitación, sobre el marco de madera de la chimenea, descansaba un rifle del setenta y cuatro, cargado —a juzgar por el contador digital de alimentación— pero con los percutores de platino en reposo. Una silla sin respaldo y un azadón apoyado en la chimenea completaban el atrezzo.

    Grubbor desenfundó su pistola, activando la carga de iones. Un circuito de luz se iluminó trazando el contorno desde su culata lustrada hasta el nacimiento del tambor de cañones. Sobre el marfil de la empuñadura refulgían marcas hechas con un cuchillo, dos para los padres de la zorra que había venido a matar, una para su caballo y tres para sus perros orientales. Él los había matado a todos y pretendía violar también a su hermana, pero se había asegurado de reservar un espacio largo y preferente para la orgullosa marca que constataría el asesinato de Marisa Danghair, la mujer que lo había ridiculizado robándole el corazón y arrastrándolo por el barro.

    Un ruido lo sobresaltó. Levantó la pistola de seis cañones y apuntó a la puerta interior de la cabaña. Ya había estado allí una vez, y sabía que conducía a un escueto dormitorio. De reojo, controló que una sombra pasaba por delante de la ventana; su hermano, escondido bajo la silueta de un sombrero ancho, se deslizó como una serpiente por el exterior, vigilando el establo. El lejano relincho metálico de Tormenta, su corcel cibernético, acalló un grupo de grillos.

    El pistolero apoyó la mano en la puerta y empujó.

    Conocía de sobra la habilidad de Marisa para preparar trampas para los osos-lechuza de la montaña, y su destreza a la hora de despellejarlos; había que andarse, pues, con mucho cuidado. Miró al suelo antes de avanzar el pie. Entreabrió la puerta y examinó la habitación.

    Dentro del dormitorio había una mujer.

    Estaba medio desnuda, cubierta solo por un camisón mojado que se transparentaba en islas de humedad en torno a sus pechos, su perfecta cadera y el sensual arco de sus muslos. Su melena frondosa y negra como el espacio caía en una incontrolable cascada sobre su rostro, dejando pasar únicamente el intenso esmeralda de su mirada. Permanecía apoyada contra la pared, junto a una tinaja llena de agua, y sostenía con fuerza un ridículo bastón de madera que enarbolaba con aire amenazador.

    Grubbor rió con ganas.

    —Siempre la misma gatita —susurró, esparciendo el hedor a alcohol de su aliento por la habitación—. Nunca aprenderás a respetar a tus hombres.

    —Mataste a mis padres —enumeró la joven, arrastrando las palabras—. Quemaste mi granja. Liquidaste a mi caballo.

    Grubbor mantuvo enhiesta la sonrisa, pero enfiló la pistola hacia la hermosa veinteañera. Tenía edad para ser su hija, pero la longitud de sus garras había sido medida por muchos hombres.

    —Y me encargué también de esos molestos perritos tuyos —farfulló, divertido. Marisa levantó el mentón, haciéndole un hueco en su cabellera.

    —Y mataste a mis perros, cierto. Eso jamás te lo perdonaré, Grubbor Dospasos.

    —¿Ah, sí? ¿Y qué piensas hacer al respecto, cariño? —El pistolero avanzó un metro—. Antes de matarte pienso hacerte confesar el lugar donde has escondido a tu hermanita. Tengo planes... importantes para ella. Y me lo dirás aunque tenga que despellejarte con mi cuchillo palmo a palmo, cabello a cabello, poro a poro.

    —No le harás nada a mi hermana, cerdo. Si quieres meter tu asqueroso pene en algún sitio, aquí me tienes a mí.

    El hombre no pudo evitar un escalofrío de placer cuando oyó esas palabras, pero intuía una trampa. Con infinito cuidado, midiendo cada gesto de la joven belleza como si fuera el último, avanzó hacia ella. Primero un paso, luego otro. El bastón permanecía alto, como si estuviera al comienzo de un giro. Si pretendía golpearle con él, en el tiempo que tardara en levantarlo por encima de su cabeza, la atomizaría.

    —No has cambiado, gatita —ronroneó, comenzando a rodear la tinaja—. Ni siquiera teniendo la muerte ante tus ojos eres capaz de darte por vencida.

    —Ten cuidado, Dospasos —sonrió ella—. Puede que seas tú quien esté mirando en la dirección equivocada…

    Grubbor sostuvo su ardiente mirada, dudando, pero aquel bastón se mantenía bajo e inútil. Torció el gesto y dio un paso, revolver en mano, preparando la zurda para arrebatarle su arma y, de paso, propinarle una buena y aleccionadora bofetada.

    En ese momento, la niña emergió de la tinaja.

    Fue un movimiento fugaz y envuelto en gotas de agua, que cruzó la periferia de su visión. La reacción del hombre llegó un segundo tarde: giró la pistola para matar, pero notó que algo afilado y muy frío se le hundía en las costillas. El pistolero abrió la boca para gritar cuando el bastón de Marisa, que había pertenecido a su padre y antes de él a su abuelo, y estaba hecho de madera extremadamente resistente, se partió en su cabeza. El cráneo de Grubbor Dospasos crujió con la última duda, y el pistolero cayó muerto.

    Marisa sacó a su hermana de la tinaja, manteniéndola a su espalda, y arrancó de los agarrotados dedos de Grubbor su mítico revólver de seis cañones. Mirando en todas direcciones, ambas mujeres abandonaron la habitación.

    El salón estaba desierto. A través de la puerta refulgía el cromado de los cuartos traseros de un caballo de metal, sus tonos dorados y azules brillando con el sol de la mañana. El animal, nervioso, sacudía los cascos levantando nubecillas de polvo.

    El grito de la niña la avisó: a través de la ventana, una sombra levantó un cañón y abrió fuego contra la casa. Marisa se lanzó encima de su hermana pequeña, cubriéndola con su cuerpo y con la mesa. El sshhooopppps semilíquido de los láseres se abrió paso en el aire cargado de partículas de polvo. Varios agujeros de un palmo de anchura aparecieron en la pared de madera, reventando en nubes de astillas. La niña, aterrorizada, se llevó las manos a los oídos.

    Marisa apuntó con la pistola de Dospasos a los propios agujeros. Sudaba copiosamente y el ritmo desbocado de su corazón martilleaba en sus sienes, pero se mantuvo muy quieta y en silencio, apuntando. Pronto, el hombre que había disparado se acercó a la ventana a mirar. Cuando su sombra cubrió por completo uno de los orificios, la joven apretó el gatillo.

    Y no sucedió nada. La pistola lanzó unos chillidos entrecortados y una descarga de electricidad le quemó la mano.

    Marisa gritó, soltando el arma. La culata inteligente aún humeaba. Había intentado olfatear las huellas dactilares de su dueño en aquella nueva mano, y al no conseguirlo, se había defendido. Maldiciendo, buscó con la vista hasta encontrar la vieja escopeta de su padre descansando plácidamente al borde de la chimenea. A todo un universo de distancia.

    El hombre de la ventana se asomó mostrando los dientes. Ella lo conocía: era el hermano de Grubbor, un individuo nefasto y peligroso todavía más sucio y maloliente que este, si tal cosa era posible. Clavando sus ojillos de tiburón en la pistola de seis cañones, el benjamín Dospasos aulló de dolor. Sabía que solo había una manera de arrebatarle el arma a su hermano.

    Con lágrimas en los ojos, el joven pistolero introdujo el cañón de su escopeta a través de la ventana y disparó. Marisa se agachó. El mango de la azada explotó, golpeándola en la espalda de la violencia con la que fue arrojado al aire. El pistolero giró los cañones, pero comprobó frustrado que el escondite de las mujeres tras la mesa sobrepasaba su ángulo. Escupiendo una

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