Estampas de Liliput: Bosquejos para una sociología de México
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Estampas de Liliput - Fernando Escalante Gonzalbo
2003
I. Una fantasía gigantesca
Si nunca hubiese aparecido Gulliver les habría costado trabajo a los liliputienses darse cuenta de su ridícula pequeñez. No obstante, a alguien se le podría haber ocurrido inventarlo y no sería tan extraño: la compañía de un gigante cordial, educado y bien dispuesto se antoja cómoda, enormemente tranquilizadora. Por eso debe ser que incluso gentes muy poco propensas a la divagación encuentran amable una fantasía así.
Seguramente en el fondo de ello podría descubrirse alguna nostalgia infantil casi obvia. No creo que importe gran cosa. Tiene más miga, en cambio, su significado moral, porque puede ser un recurso utilísimo para anular cualquier responsabilidad: frente a un monstruo de ese tamaño, nada de lo que hiciéramos sería muy grave. Pero además la excusa resultaría igualmente eficaz si no existiera Gulliver; en ese caso, cabría hacerlo responsable de todo, sin discusión y de manera irrebatible.
Es posible que una fantasía de ese estilo explique la propensión a imaginar conspiraciones desorbitadas, de auténtica pesadilla, obra de masones, judíos, jesuitas; también las ideas fabulosas que se tienen acerca del Estado, de Hobbes en adelante. En cualquier caso, se trata de sustitutos pedestres y bastante contrahechos de la divinidad, que sirven sobre todo porque ofrecen un desahogo moral. Así nos viene sucediendo en México hace mucho. A fuerza de desearlo, terminamos persuadidos de que vivimos a la sombra de Gulliver: la omnipotencia del Estado mexicano es una ilusión casi unánime, que convence a propios y extraños. Lo pintan unos justiciero y otros opresor, cruel, repentinamente democrático; en lo fundamental están todos de acuerdo: es un gigante capaz de cualquier cosa. Por eso parecen sensatas las hipérboles más extravagantes y, según se dice, podríamos haber padecido nada menos que la dictadura perfecta.
A partir de lo que alegan unos y otros, habría razones para esperar que el Estado posrevolucionario fuese una máquina eficacísima y de fuerza avasalladora. Por eso salir a la calle resulta una experiencia extraña, incluso desconcertante: el gigante no está ahí ni parece probable que haya estado nunca. El contraste con la fantasía común es violento y desorientador.
Desde luego, en cierto sentido el Estado es una cosa abstracta, inasible y que por eso no puede verse, pero se manifiesta de un modo muy material y concreto en cuanto se sale a la calle. Y esto al pie de la letra. El Estado y la ciudad tienen una misma historia en cualquier parte: no sólo han crecido juntos sino que mantienen entre sí conexiones hondas y complejas, casi inextricables, y a la vez bastante ostensibles. Como que no podría explicarse una cosa sin la otra. El Estado se expresa mediante la ciudad que sólo gracias al Estado puede existir como tal.
Así dicho puede sonar confuso: en realidad es algo simplísimo y que cabe apreciar a simple vista. Una ciudad consiste básicamente en un sistema de calles: un conjunto ordenado, coherente, significativo de calles. Y con eso se dice más de lo que parece. Una calle se distingue de un zanjón, de una brecha, por su carácter de cosa pública, que le asigna una serie de funciones cuya utilidad es, literalmente, inapreciable. Resumiéndolo todo lo posible hay que decir que las calles sirven para ordenar el espacio —el espacio común y el privado, en sus múltiples usos— y para ordenar también el tránsito.
Hay, por supuesto, una serie de requisitos materiales para que una calle pueda serlo. Son muy obvios y también, al fin y al cabo, casi intrascendentes: asfalto, pintura, alguna forma de alumbrado, indicadores de nomenclatura e incluso ciertos mínimos detalles de decoración. No basta nada de eso porque no sirve para poner orden: no es decisivo, ni mucho menos, para establecer cómo se usa el espacio. Para eso hacen falta leyes; para ser más exactos, hace falta que se cumplan las leyes.
Hacer una ciudad es una tarea legislativa descomunal, interminable. Lo sería incluso si se regulasen apenas los asuntos más graves y perentorios. La más escueta enumeración resulta abrumadora: normas sobre uso del suelo, sobre espacios privados, públicos, comerciales, reglamentación del tránsito, una relativa organización del transporte colectivo, ciertos criterios generales de orden público y policía. Esa complicadísima trama de leyes, reglamentos y ordenanzas es lo que convierte al sistema de calles en un bien público: singular, indispensable, tan indispensable que sólo llega a descubrirse cuando falta.
Y bien: lo que cualquiera puede apreciar a simple vista es que en la ciudad de México no hay calles. Las que existen como cosa material, con alumbrado y pintura, son con frecuencia intransitables y ponen un orden más bien aproximativo, poco fiable. Su existencia como bienes públicos es dudosa, en el mejor de los casos intermitente, si no es que nula. Sería algo extraño y notable que nuestro Gulliver revolucionario se hubiese olvidado de la ciudad o no le concediera importancia. Más bien parece que no puede con ella.
Hay una disculpa superficial y tramposa: la ciudad es enorme. Es cierto, pero también irrelevante. Las calles son intransitables por muchas causas que no tienen que ver con el tamaño de la ciudad. La más obvia y escandalosa, la que suele provocar mayor indignación en el momento, es la rutina de las manifestaciones, marchas, plantones, sentones y demás intentos políticos multitudinarios. Dos docenas escasas de inconformes con lo que sea pueden imponerse, sin dificultad considerable, cerrando el tránsito dondequiera. Y no hay más remedio que esperar a que se aburran.
Puede ser muy molesto y sin embargo hay en ello todavía un atisbo de reconocimiento de la naturaleza pública de la calle. En teoría, una manifestación callejera es ápice de una lucha política: un enfrentamiento entre la ciudadanía —una porción de ella, se entiende— y el poder público. Ocupar la calle tiene un profundo, serio sentido cívico. Por esa razón el asunto suele resolverse en los países civilizados con gases lacrimógenos, balas de goma y cargas espectaculares de la policía montada. Entre nosotros sería impensable algo así y rara vez ocurre. Ni por un lado ni por el otro ofrecen las manifestaciones ese aspecto épico, sensacional. Las más de ellas reúnen, en efecto, a dos docenas de gentes que piden las cosas más pueriles e intempestivas y que interrumpen el tránsito un día tras otro, sin consecuencias dignas de consideración. La dimensión política llega a ser tan irrisoria que el acto se convierte en algo distinto, una especie de ritual sin dignidad, un festejo desganado, insulso, que sobre todo impresiona por su vacuidad. Se trata de ocupar la calle porque sí, porque se puede.
Por más estorboso que sea, el amotinamiento callejero termina siendo un poco ridículo porque cualquier automovilista hace casi lo mismo —tomarse la calle— y sin necesidad de pretextos políticos: con toda naturalidad. El tránsito se arregla por eso a partir de la urgencia, la comodidad, la ocasión, también a partir de la audacia o la ineptitud de cada cual. Observar la circulación de coches en la ciudad de México es un espectáculo sobrecogedor, que suspende el ánimo. Una tan pareja y vigorosa manifestación de incivilidad no puede más que ser deliberada: lo que se ve no es escepticismo ni desgana, sino una hostilidad muy positiva hacia cualquier cosa pública. Sin duda el tema tiene una hondura insondable: lo cierto es que las señales de tráfico inspiran odio y desprecio y por algo será.
Aunque parezca extraño, el resultado de todo ello no es un desorden absoluto, irreparable. La perfecta anarquía es tan rara, tan difícil de encontrar como la disciplina: hay otra cosa, hay formas muy previsibles y bien arregladas de la prepotencia. En cada caso, cualquier ciudadano sabe quién puede más,