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El niño de Samarcanda
El niño de Samarcanda
El niño de Samarcanda
Libro electrónico198 páginas3 horas

El niño de Samarcanda

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Novela impregnada de una honda nostalgia por el pasado que nunca fue, El niño de Samarcanda recoge los recuerdos de la infancia de un joven Rafael Marín, convertido en su propio personaje bajo un fino disfraz de ficción. La pasión por el cómic, el amor por la literatura y la imaginación sin límites se dan cita con la Transición como fondo en esta novela llamada a conmover a todos los lectores que se adentran en ella.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento25 jun 2021
ISBN9788726783018
Autor

Rafael Marín

Rafael Marín (Cádiz, 1959) es uno de los más destacados autores españoles de literatura fantástica. A principios de los ochenta se abre camino por varios fanzines y publica un puñado de relatos en la mítica revista Nueva Dimensión. En 1983 aparece su primera novela, Lágrimas de luz, que es recibida como un hito en la entonces incipiente ciencia ficción española. Con un cuidado casi exquisito en el manejo del lenguaje, Marín se ha movido como novelista por casi todos los géneros, no sólo la ciencia ficción o la fantasía, sino el policiaco o la novela histórica, por no mencionar el juvenil. También ha cultivado con fortuna el relato corto, en el que a menudo es capaz de aportar una perspectiva novedosa a elementos sumamente cotidianos. Enamorado de los comics como medio de expresión, a ellos ha dedicado algunos de sus mejores trabajos de divulgación, como W de Watchmen, Spider-Man: el superhéroe en nuestro reflejo o Hal Foster: una épica post-romántica. También ha sido guionista en ese medio con obras como Tríada Vértice e Iberia Inc. Junto a su amigo el dibujante Carlos Pacheco estuvo al frente de Fantastic Four para la americana Marvel.

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    El niño de Samarcanda - Rafael Marín

    El niño de Samarcanda

    Copyright © 2011, 2021 Rafael Marín Trechera and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726783018

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    … entre una España que muere

    y otra España que bosteza.

    -Antonio Machado

    Have you seen my childhood?

    I'm searching for the world that I come from

    -Michael Jackson

    Yo desconocía que vivía entre paréntesis

    y lo bueno y lo malo estaba por venir

    -Juan José Téllez

    La abuela y la madre no escuchan la radio porque están de luto. Siempre hay luto en la familia: un primo desconocido, una tata olvidada, un abuelo que para el niño de Samarcanda sólo es un retrato ceñudo en una foto en blanco y negro. Ahora están de luto por la muerte de un tío. Joven, simpático, algo tarambana como son los tíos jóvenes y simpáticos que existen en el mundo. Un accidente de moto se lo llevó por delante, tres semanas antes de marcharse a Alemania. Ha dejado una novia descompuesta, una familia aturdida y una radio apagada. Y un canario que no trina porque han cubierto la jaula con un paño negro cuando llega la mañana; condenado a vivir en una noche eterna, el canario tiene también contadas las horas de su tiempo.

    El niño de Samarcanda no es todavía el niño de Samarcanda, pero tiene sueños. Y aunque no oye la radio porque la radio está amordazada no se le ha ocurrido a nadie en la familia quitarle los libros ni los tebeos. Tiene sólo nueve años, es gordito y, aunque se resiste a confesarlo, sabe que no ve demasiado bien y que pronto tendrán que ponerle gafas. Como la economía familiar no es nada del otro jueves y él lo sabe, al niño de Samarcanda le da cierto reparo decir en casa que no ve tres en un burro. No podrá ocultar demasiado tiempo que necesita gafas, no si no vuelven a encender la radio y quiere seguir leyendo las aventuras de Víctor, Héroe del Espacio, en los tebeos extra del Capitán Trueno.

    El niño de Samarcanda imagina aventuras exóticas al rescate de mujeres de ensueño, batallas en palacios de oro y plata acompañado de comparsas alegres con los que nunca compartir el luto ni el tedio. En la casa, grande y sola, encalada de blanco y vacío, la madre y la abuela hacen punto, calladas, y sólo de vez en cuando se oye un suspiro contenido, de esos que escapan de lo más hondo del pecho. El niño pasa despacio las páginas del tebeo, quizá porque teme hacer ruido, o porque se relame en cada viñeta como si pudiera escudriñar su contenido y pasearse por cada una de ellas, viajando hacia el infinito.

    ––Juan José ––llama la madre, que sí tiene gafas, para leer y coser, y habla con ese tono cantarín que el niño de Samarcanda no detecta, porque lo tiene también, y que muchos años después tanto nos llamará la atención a sus amigos––. Me he quedado sin hilo. Sube al cuarto y tráemelo, anda.

    El niño de Samarcanda es, ante todo, un niño bueno que estudia en los Salesianos cercanos, aunque no sabe que de los Salesianos cercanos acabarán echándolo dentro de un año. Obedece y deja el tebeo, justo cuando la nave de Víctor va a estrellarse con un asteroide.

    ––En el armario. A la derecha –instruye la madre.

    El niño de Samarcanda, Juan José, sube las escaleras apoyándose en la pared de cal. Empuja la puerta de madera marrón oscura y contempla aquel cuarto donde pocas veces entra por deseo propio, el cuarto que habría sido de una hermana que jamás llegó a tener y que ahora sirve como habitación de invitados que no vendrán nunca. Es quizás la misma habitación donde yo habría de alojarme una noche de poesía y encuentro con Philip Marlowe.

    La habitación está vacía, pero la paradoja es que está llena de recuerdos. Una máquina de coser que nadie usa, una Singer oxidada, vestigio de un tiempo en que la madre ayudaba a la economía familiar cosiendo vestidos para un barrio que ya no vive aquí, sino en Francia, Holanda y Alemania. Una cama donde jamás ha dormido nadie, aunque el niño de Samarcanda sabe que la madre y la abuela cambian las sábanas y las colchas todas las semanas. Una lámpara enorme que cuelga del techo, un crucifijo que tiene color de sacristía, una ventana que da al patio.

    Hay una foto del abuelo allí, pero no del abuelo como apenas lo recuerda el niño, sino de como era el abuelo cuando era joven. Quizás porque el abuelo está muerto, el niño lo ve muerto en la foto: tiene ojos de muerto, sonrisa de muerto, miedo a la vida como sólo pueden tener miedo los muertos. Delgado, demacrado, flequilludo, una camisa muy blanca y muy ancha, unos pantalones que parecen sostenidos con una correa demasiado tensa. Tiene una escopeta de caza y a sus pies hay un bicho abatido. Si es un jabalí, no se parece a los jabalíes que el niño de Samarcanda ha visto en los tebeos. Pero no tiene cuernos, así que no sabe si es o no un ciervo.

    Siempre que entra en este cuarto, y entra poco, el niño de Samarcanda siente miedo. No es que crea en fantasmas, aunque no está muy seguro: es que lo atosiga la sensación de tiempo que flota en la habitación, y más que la sensación de tiempo, la sensación de antes. El niño sabe que el mundo existía antes de que él viniera al mundo, que hubo alegrías cortadas de cuajo, y hubo muertes, y violencias. Y hubo hambres de las que él, que está gordito y necesita gafas, ha escapado por los pelos. El niño de Samarcanda vive en un mundo de miradas y de silencios donde no se dice nada porque está todo dicho, donde no se habla porque no se puede. El pasado es un misterio, el presente una imposición, el futuro algo que posiblemente no se parecerá en nada a los tebeos de Víctor, Héroe del Espacio.

    El niño de Samarcanda sabe que muchos de los silencios, muchos de los lutos, muchos de los misterios de la familia y la ciudad están dentro de este cuarto, como están dentro de los cuartos de sus amigos del colegio, de las casas de los primos, de las habitaciones ya vacías de la gente del barrio que ahora vive en Montmartre o en Hamburgo.

    El niño de Samarcanda cruza la habitación intentando no mirar la foto, no cruzarse con los ojos muertos del abuelo muerto de la foto. Abre el armario y allí, en un cajoncito, dentro de una lata amarilla de metal que fue alguna vez una caja de galletas, están los hilos y las lanas, las agujas y dedales. Saca la caja, coge la lana negra que la madre le ha pedido, y cuando vuelve a colocar la caja en su sitio y cierra el cajoncito, algo se atora.

    El niño de Samarcanda insiste, pero el cajón no se deja. Algo ha metido mal dentro de la caja de galletas de metal amarillo. La saca, la abre, la vuelve a cerrar. Y palpa por si hay algo que haya caído, un ovillo, una tijera. Lo que encuentra es un cajón mal cerrado detrás del cajón que ha abierto.

    La curiosidad del niño es proverbial: por eso es un niño listo. Palpa detrás del cajón y logra sacar una caja de cartón que hay detrás, grande como si fuera la caja de un abrigo. La abre porque para eso se esconden las cosas, los regalos de Reyes y los de cumpleaños y los tebeos y, pronto, las revistas prohibidas y los libros malditos. Hay una tela amarilla y roja, y encima unas fotos, y un gorrito.

    La tela no es solo amarilla y roja: también es añil. Una bandera como la de España, pero con un color distinto. El gorrito es como de vendedor de helados, con un borlón. Huele raro, a sudor antiguo, a cuero viejo. Las fotos son del mismo hombre que ahora lo mira desde el cuadro de atrás. El abuelo, no tan joven como en esa foto donde caza. También armado, pero con una escopeta que no es la misma. Ya no viste una camisa blanca, sino un uniforme que se ve sucio. Tiene puesta una gorra que es la misma gorra que el niño se pone en este momento. Y está posando delante de una bandera que debe ser, aunque no se distinguen los tres colores porque la foto es en blanco y negro, la misma bandera que el niño ha desplegado.

    Una oleada de tiempo envuelve al niño. El olor del cuero y la humedad, el roce de la tela y el papel le llevan sin que el niño quiera a un mundo de órdenes y gritos y disparos. Una ensoñación donde se ve a sí mismo tomando una colina como el Sargento Gorila o el Capitán España, acudiendo presto a un combate donde no importa que sea gordito y necesite gafas. De pronto, la ficción de los tebeos y las novelitas baratas se complementa con estos residuos de un pasado sepultado tras la lata de metal amarillo donde un día en vez de hilos de colores hubo una selección de chocolates y galletas.

    ––¡Juan José! ––la voz de la madre llega desde abajo, envuelta en el olor sofocante del café con leche condensada traída de Gibraltar de las seis de la tarde––. ¿Encuentras ese ovillo o no lo encuentras?

    El niño de Samarcanda guarda a toda prisa la bandera y las fotos, coloca la caja de cartón en su sitio, baja corriendo las escaleras y sólo un segundo antes de entrar en el cuarto donde la madre cose y la abuela murmura, se da cuenta de que aún tiene puesto el gorrito donde baila un borlón.

    Se lo quita a toda prisa y lo esconde dentro de la camisa. Huele a café caliente, y a chocolate derretido. En la calle silenciosa, una moto tartamudea cuesta arriba, y el niño, la madre y la abuela recuerdan sin querer al tío muerto.

    Mientras come unas galletas que ya no vienen en cajas amarillas de metal, el niño de Samarcanda agradece que, puesto que hay luto, a esta hora no tenga que escuchar el rosario.

    El reverso luminoso de ese remanso de paz forzosa que para el niño es la casa lo encuentra en la calle. En la calle, el niño de Samarcanda puede ser Míster Hyde de sí mismo. En la calle, el niño puede ser niño de verdad, no de madera ni cartón, un niño vivo que piensa y habla y salta y corre y juega como un niño.

    El contrapunto entre la casa y la calle lo vive el niño en propia piel, como si se hubiera escindido a su placer: modoso, silencioso, obediente de la puerta para adentro; arrojado, charlatán, con un punto de rebeldía de la puerta para afuera. Ha aprendido a ser un niño más entre otros niños iguales, en una calle donde no hay clases porque todos son de la misma clase, aunque no todos tienen ni tendrán nunca la sensibilidad que tarde o temprano él acabará desarrollando.

    La calle no es una sola calle: son muchas calles, son muchos patios, muchos barrios y azoteas, muchos niños. Es el contraste, las luces, el ruido. Es perros y gatos y bicis y patinetes y jardines y plazas y vistas al mar y detrás la sombra de la montaña que a ratos es verde, y a ratos gris, y que cuando se nubla cruza veloz el cielo, manchando con su presencia ese cruce inquieto que es la línea que divide el mar del océano. La calle es vida y color, y olores y sabores, y gente que pasa y se saluda y charla y disfruta al sol, o se guarece de la lluvia que tanto gusta al niño porque es un niño, aunque en casa, cuando vuelve empapado hasta las trancas con el pelo más ensortijado que de ordinario y el resfriado asomando en los bronquios acaben siempre por castigarlo, como si hubiera hecho alguna travesura indigna. La calle es vidas ajenas que Juan José ve como extensión de su vida propia: matrimonios cogidos del brazo, niñas de paseo, balones de fútbol que nunca es capaz de chutar como Dios manda, tebeos y cromos, golosinas y helados de hielo en cubitos pinchados con un palillo de dientes que el niño ha intentado, sin éxito, reproducir en la nevera de la casa.

    En la calle el niño es, a veces, capitán de sus amigos, organizador de juegos y de historias, estructurador de ocios. En ocasiones es, o ha sido, blanco de burlas, porque no sabe jugar al fútbol, porque habla con un vocabulario excesivamente pulcro, porque no es capaz de ganar al esconder o no alcanza a nadie corriendo cuando el coger se convierte en una guerra sin cuartel entre los otros niños. Ha aprendido con los años y los puños a ser un niño igual que los otros niños aunque hay otros niños que lo ven distinto, porque sabe de tebeos y cuenta historias, porque tiene sueños secretos que no siempre confiesa, porque no quiere que su destino sea igual que el destino que ve en todos los demás, aunque tampoco sabe cómo escapar, ni lo imagina, a esa maldición que hace que hijos y padres compartan los mismos trabajos, las mismas miserias, los mismos alcoholes y los mismos desalientos.

    El niño vive la aventura en la calle como vive las aventuras postizas en la casa: con pasión, absorbiendo todo lo que ve, archivando gestos, coloridos. Si supiera dibujar, pero no sabe, haría retratos de esa gente oscura que cruza de vez en cuando desde Ceuta: las chilabas de colores, los ojos brillantes, los abalorios y el olor a cuero. Los escucha hablar y no los entiende, y quisiera entenderlos, y aunque ve su miseria los imagina disfrazados, como si fueran personajes de esa historia que ha leído por entregas en un Din Dan, Príncipe y mendigo: gente del sur, y en donde el niño vive el sur ya se llama África. Gente que cruza de un lado a otro, en caravanas que no tienen camellos, pero sí vehículos renqueantes que a veces vienen desde Francia y no vuelven jamás, con jorobas de plásticos negros; gente que se hace entender en francés y, ante el mar, reza de rodillas mirando el sol naciente.

    Es observando a esa gente cuando el niño de Samarcanda, sin saberlo, empieza a convertirse en el niño de Samarcanda, y a inventarles historias donde se inventa, sin imaginarlo, su futuro y su principio. En un atlas sin pastas del año de Maricastaña, Juan José ha encontrado nombres de sitios lejanos y a esos sitios, en su imaginación, pertenecen esas gentes que vienen a perderse en el norte y a veces regresan en verano como gaviotas sin sitio donde posarse: Tombuctú, El Cairo, Jartún, Nairobi, Casablanca. Y también Alepo, Bagdad, Dubái, Ispahán, Beirut, Damasco. El nombre que más le gusta es Samarcanda.

    Hay otra gente que también llama la atención del niño, de todos los niños. Hablan también distinto, pero saben cambiar de idioma o no importa que no lo hagan porque pagan con billetes que tienen colores raros y otra gente impresa bajo los números, que son iguales aunque se cuentan diferente. Son altos y rubios, y visten de flores y tienen el pelo largo, como todavía no lo llevan ni el niño ni sus amigos, aunque poco falta. Conducen coches de colores bonitos y radios incorporadas, y fuman un tabaco raro que no es el mismo tabaco (él lo probó pero no le gustó entonces) que otros niños compran o cambian por dos cromos a hermanos mayores que se dedican a un oficio que ya era viejo cuando ellos aún no habían nacido. Vienen de la cercana Gibraltar, a la que pronto van a cerrar la verja, o de más lejos, y traen consigo músicas y ritmos y unos modales que huelen a libertad, a otros mundos de soles tibios y aromas de niebla de cuento de miedo.

    Esa es otra dualidad que va a marcar ya para siempre lo que será la vida del niño de Samarcanda, el deseo de ser viajero y turista al mismo tiempo, el equilibrio entre sur y norte, la curiosidad hacia lo desconocido, da lo mismo que esté al otro lado del mar, en la línea de montañas que asoman a la costa los días claros, o en las cuadrículas de los mapas donde se da entender que norte significa arriba.

    Nada de esto sabe el niño. Vive su vida entre juegos y broncas, estudiando lo justo y aprendiendo todo lo que se cruza

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