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Los mejores cuentos adaptados al cine: Selección de cuentos
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Los mejores cuentos adaptados al cine: Selección de cuentos
Libro electrónico255 páginas2 horas

Los mejores cuentos adaptados al cine: Selección de cuentos

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Descubra los mejores cuentos adaptados al cine.

El cine y la literatura van unidos de la mano desde el principio. No hay duda de que hoy en día el lenguaje cinematográfico no sería el mismo sin la influencia literaria, sin las novelas, sin los relatos cortos, sin la imaginativa de escritores de todos los tiempos que crearon en nuestra mente la facultad de «ver» y «vivir» aquello que ellos narraban. El cine nace de esa visualización mental.
En el presente libro hemos seleccionado historias que han dado lugar a películas de éxito. Así tenemos El curioso caso de Benjamin Button, de Scott Fitzgerald; Escándalo en Bohemia, de Conan Doyle, una historia de Sherlock Holmes adaptada en numerosas ocasiones; El hombre que pudo reinar, de Kipling, La leyenda de Sleepy Hollow, de Washington Irving, que propició la creación de uno de los mejores filmes de Tim Burton; Reanimator, de H.P. Lovecraft; Rashōmon y En la espesura del bosque, de Ryūnosuke Akutagawa, en los que se basó la obra maestra de Akira Kurosawa.

Sumérjase en estos cuentos clásicos y déjese llevar por la historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 may 2021
ISBN9788418765841
Los mejores cuentos adaptados al cine: Selección de cuentos

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    Los mejores cuentos adaptados al cine - Colectivo

    INTRODUCCIÓN

    El cine y la literatura van unidos de la mano desde el principio. No hay duda de que hoy en día el lenguaje cinematográfico no sería el mismo sin la influencia literaria, sin las novelas, sin los relatos cortos, sin la imaginativa de escritores de todos los tiempos que crearon en nuestra mente la facultad de «ver» y «vivir» aquello que ellos narraban. El cine nace de esa visualización mental.

    En el presente libro hemos seleccionado historias que han dado lugar a películas de éxito. Así tenemos El curioso caso de Benjamin Button, de Scott Fitzgerald; Escándalo en Bohemia, de Conan Doyle, una historia de Sherlock Holmes adaptada en numerosas ocasiones; El hombre que pudo reinar, de Kipling, La leyenda de Sleepy Hollow, de Washington Irving, que propició la creación de uno de los mejores filmes de Tim Burton; Reanimator, de H.P. Lovecraft; Rashōmon y En la espesura del bosque, de Ryūnosuke Akutagawa, en los que se basó la obra maestra de Akira Kurosawa.

    EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON

    Una de las fábulas más entrañables jamás escritas. Hoy en día es ampliamente conocida por su famosa adaptación al cine, a cargo de David Fincher en 2008, con Brad Pitt y Cate Blanchett como protagonistas. La película tuvo 13 nominaciones a los Oscars, de los cuales ganó 3: Mejor dirección artística, maquillaje y efectos visuales. También obtuvo 5 nominaciones a los Globos de Oro, no obstante en esa ocasión no se llevó ningún premio a casa. Y aunque la versión cinematográfica difiere en numerosos aspectos de la narración original que aquí presentamos, hay que decir que ambas son obras maestras dentro de su género.

    Este precioso relato fantástico cuenta la historia de Benjamin Button, un hombre que nace con apariencia de anciano de ochenta años que comienza a envejecer en sentido inverso, es decir, en lugar de cumplir años, los descumple.

    ESCÁNDALO EN BOHEMIA

    Ha sido llevado en varias ocasiones a la pantalla, pero podemos destacar entre todas una película para la televisión Británica titulada Sherlock: A Scandal in Belgravia (2012), con Benedict Cumberbatch y Martin Freeman, como Sherlock Holmes y el Dr. Watson. Una magnífica versión libre de un relato que nos mantendrá intrigados de principio a fin y que tuvo 13 nominaciones a los Premios Emmy y ganó 3 Premios BAFTA (mejor guión, montaje y sonido).

    También cabe destacar la película Sherlock Holmes de Guy Ritchie (2009), donde se lleva a cabo una interesante revisión y transformación de los personajes y las historias de Arthur Conan Doyle, en la cual Rachel McAdams interpreta a Irene Adler, pasando a ser un carácter protagónico. Obtuvo 2 nominaciones a los Oscars (BSO, Dirección artística) y 1 a los Globos de Oro (Mejor actor Comedia o Musical para Robert Downy Jr.).

    EL HOMBRE QUE PUDO REINAR

    Este relato largo dio lugar a una magnífica película de John Huston estrenada en 1975, con Sean Connery, Michael Caine y Christopher Plummer como principales actores del reparto. En ese mismo año tuvo 4 nominaciones al Oscar (Mejor guión adaptado, montaje, vestuario y dirección artística), mientras que en los Globos de Oro estuvo nominada a Mejor banda sonora original. Un film inolvidable que retrata la peripecias de Danny Dravot y Peachy Carnehan, dos buscavidas que se sobreviven con trapicheos y contrabandos en la India de 1880. «La más bella película de aventuras de todos los tiempos», como dijo Maruja Torres en El País.

    LA LEYENDA DE SLEEPY HOLLOW

    Es otro de los cuentos que ha dado lugar a variadas interpretaciones cinematográficas, pero entre todas podemos destacar indudablemente el Sleepy Hollow de Burton (1999), con Johnny Depp y Christina Ricci en los papeles principales. Se llevó el Oscar a la Mejor dirección artística, de las tres nominaciones que obtuvo.

    Narra la increíble historia del curioso maestro de escuela Ichabod Crane y de un jinete sin cabeza que aterroriza sobre su imponente caballo a una tranquila y pintoresca población agrícola de una comarca de origen holandés situada en las cercanías del río Hudson norteamericano, cerca de Nueva York. Es un fabuloso relato corto de terror escrito en 1820 por Washington Irving, dentro de su colección de ensayos e historias cortas titulado The Sketch Book of Geoffrey Crayon, cuya lectura no deja a nadie indiferente.

    REANIMATOR (HERBERT WEST: REANIMADOR)

    La película Re-Animator de Stuart Gordon, concebida en 1985 y protagonizada por Jeffrey Combs representando al Dr. Herbert West, ganó el premio a la Mejor Película en el Festival de cine fantástico de Sitges, siendo su mayor virtud la proyección de imágenes hiperrealistas para la época. Lo cierto es que esta versión se basa en la obra de Lovecraft, pero también incluye innumerables licencias para hacer que el espectador no descanse tranquilo en su butaca. Una obra maestra del género.

    RASHŌMON

    Con esta película cumbre del cine del siglo XX, Akira Kurosawa consiguió el Oscar honorífico a la Mejor Película Extranjera y el León de Oro en Venecia, potenciando el boom del cine japonés a nivel internacional. Para concretar el guion se utilizaron ideas y elementos de los dos cuentos de Ryūnosuke Akutagawa que publicamos aquí, dando lugar a una disección del alma humana y de la comunicación entre las personas pocas veces visto desde entonces.

    Nuestra editorial, Mestas Ediciones, ha hecho esta selección desde el más intenso cariño al mundo del cine, así que esperamos que este libro le guste y lo disfrute tanto como a nosotros. Coja palomitas y pase unas horas deliciosas.

    El editor

    EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON

    F. Scott Fitzgerald

    I

    Hasta 1860 lo correcto era nacer en tu propia casa. Según me dicen, hoy los grandes dioses de la medicina han establecido que los primeros llantos del recién nacido se deben emitir en la atmósfera aséptica de un hospital, preferiblemente en un hospital elegante. Así pues, el señor y la señora Button se adelantaron cincuenta años a la moda al decidir, un día de verano de 1860, que su primer hijo nacería en un hospital. Nunca sabremos si este anacronismo influyó algo en la asombrosa historia que estoy a punto de narrar.

    Les contaré lo que sucedió, y dejaré que juzguen ustedes mismos.

    Los Button gozaban de una posición social y económica envidiable en el Baltimore de antes de la guerra. Estaban emparentados con esta o aquella familia, lo cual, como todo sureño sabía, les daba el derecho a formar parte de la extensa aristocracia que vivía en la Confederación. Era su primera experiencia en lo referente a la antigua y encantadora costumbre de tener hijos. Como es natural, el señor Button estaba nervioso. Esperaba que fuese un niño, para poder enviarlo a la Universidad de Yale, en Connecticut, institución en donde el señor Button había sido conocido durante cuatro años por el más bien obvio mote de Cuello Duro.

    La mañana de septiembre consagrada al maravilloso acontecimiento se levantó muy nervioso a las seis, se vistió, se anudó una impecable corbata y corrió por las calles de Baltimore hasta el hospital, donde sabría si la oscuridad nocturna había traído con ella una nueva vida.

    A unos cien metros de la Clínica Maryland para damas y caballeros vio al doctor Keene, el médico de cabecera, que bajaba por la escalera principal frotándose las manos igual que si se las estuviese lavando, cosa que todos los médicos deben hacer de acuerdo con los principios éticos, aunque jamás escritos, de la profesión.

    El señor Roger Button, presidente de Roger Button & Company, Ferreteros Mayoristas, corrió hacia el doctor Keene con mucha menos dignidad de lo que cabría esperar de un caballero sureño, hijo de aquella pintoresca época.

    —Doctor Keene —llamó—. ¡Eh, doctor Keene!

    El doctor lo oyó, se giró y se detuvo a esperarlo, mientras se iba dibujando una expresión extraña en su severo rostro de médico conforme se acercaba el señor Button.

    —¿Qué ha pasado? —preguntó el señor Button, respirando trabajosamente después de su carrera—. ¿Cómo ha ido todo? ¿Cómo está mi mujer? ¿Es un niño? ¿Qué ha sido? ¿Qué…?

    —Cálmese —dijo con aspereza el doctor Keene. Parecía un tanto irritado.

    —¿Ha nacido el niño? —preguntó suplicante el señor Button.

    El doctor Keene frunció el entrecejo.

    —Caray, sí, supongo… en cierto modo —y le lanzó de nuevo una extraña mirada al señor Button.

    —¿Mi mujer está bien?

    —Sí.

    —¿Es niño o niña?

    —¡Por Dios! —gritó el doctor Keene en el colmo de la irritación—. Le ruego que lo vea con sus propios ojos. ¡Es indignante! —Aquella última palabra casi fue pronunciada en una sola sílaba. Luego el doctor Keene murmuró—: ¿Le parece que un caso como este mejorará mi reputación profesional? Otro caso igual sería mi ruina… la de cualquiera.

    —¿Qué pasa? —preguntó el señor Button, aterrado—. ¿Trillizos?

    —¡No, nada de eso! —le cortó el doctor—. Puede verlo usted mismo y buscarse otro médico. Yo lo traje a usted al mundo, joven, y durante cuarenta años he sido el médico de su familia, pero con usted he terminado. ¡No quiero volver a verlo jamás ni a usted ni a nadie de su familia! ¡Adiós!

    Se giró bruscamente y, sin añadir más, subió a su faetón, que lo aguardaba en la calzada, y se alejó con aire serio.

    El señor Button se quedó en la acera, atónito y temblando de pies a cabeza. ¿Qué horrible desgracia habría sucedido? De pronto había perdido cualquier deseo de entrar en la Clínica Maryland para damas y caballeros. Pero, segundos después, haciendo un esfuerzo ímprobo, se obligó a subir las escaleras y atravesó la puerta principal.

    Había una enfermera sentada tras un escritorio en la opaca penumbra del vestíbulo. El señor Button se le acercó, venciendo su turbación.

    —Buenos días —saludó la enfermera, mirándolo con amabilidad.

    —Buenos días. Soy… el señor Button.

    Una expresión horrorizada se pintó en el rostro de la chica, que se puso en pie de un brinco y pareció a punto de salir volando de allí. Se dominaba gracias a un evidente gran esfuerzo.

    —Quiero ver a mi hijo —dijo el señor Button.

    La enfermera profirió un débil grito.

    —¡Por supuesto! —exclamó histéricamente—. Arriba. Al final de la escalera. ¡Suba!

    Le señaló la dirección con el dedo. Bañado en un sudor frío, el señor Button se dio media vuelta, titubeante, y comenzó a subir las escaleras. En el descansillo de arriba se dirigió a otra enfermera que se le acercó con una palangana en la mano.

    —Soy el señor Button —consiguió articular—. Quiero ver a mi…

    ¡Clonk! La palangana se estrelló contra el suelo y rodó hacia las escaleras. ¡Clonk! ¡Clonk! Inició un metódico descenso, como si fuese partícipe del terror general desencadenado por aquel hombre.

    —¡Quiero ver a mi hijo! —el señor Button casi gritaba y estaba a punto de sufrir un síncope.

    ¡Clonk! La palangana había llegado a la planta baja. La enfermera recobró el control de sí misma y dedicó al señor Button una mirada de auténtico desprecio.

    —Muy bien, señor Button —aceptó con voz sumisa—. De acuerdo. ¡Pero si supiese cómo estábamos todos esta mañana! ¡Es algo ni más ni menos que indignante! A esta clínica no le quedará ni un ápice de su reputación después de…

    —¡Vamos! —gritó el señor Button, con voz ronca—. ¡No puedo soportar más esta situación!

    —Venga por aquí entonces, señor Button.

    Él se arrastró penosamente tras ella. Al final de un largo pasillo llegaron a una sala de donde salía un coro de lloros, sala que en el futuro sería conocida como la «sala de los llantos». Entraron. Alineadas a lo largo de las paredes había media docena de cunitas con ruedas, esmaltadas de blanco, cada una con su etiqueta en la cabecera.

    —Bueno —resopló el señor Button—. ¿Cuál es el mío?

    —Aquel —dijo la enfermera.

    Los ojos del señor Button miraron adonde señalaba el dedo de la enfermera y esto es lo que vieron. Envuelto en una gran manta blanca, casi saliéndose de la cuna, había un anciano sentado que aparentaba unos setenta años. Sus cabellos ralos eran casi blancos, y del mentón le caía una larga barba como el humo que ondeaba absurdamente a los lados, movida por el airecillo que penetraba por la ventana. El anciano miró al señor Button con ojos apagados y marchitos, en los que acechaba una interrogación que no encontraba respuesta.

    —¿Estoy loco? —tronó el señor Button, transformando su miedo en rabia—. ¿Acaso la clínica quiere gastarme una broma de mal gusto?

    —Pues a nosotros no nos parece precisamente una broma —replicó la enfermera con seriedad—. Y no sé si está usted loco o qué, pero lo que es del todo seguro es que ese es su hijo.

    El sudor frío aumentó en la frente del señor Button. Cerró los ojos, los abrió de nuevo y miró. No cabía error posible. Veía a un hombre de setenta años, un recién nacido de setenta años al que se le salían las piernas de la cuna en donde descansaba.

    El anciano miró tranquilamente al caballero y a la enfermera un instante, y de pronto habló con una voz cascada de viejo:

    —¿Eres mi padre? —preguntó.

    El señor Button y la enfermera se llevaron un susto de muerte.

    —Porque si lo eres —prosiguió el anciano lastimeramente—, quisiera que me saques de este sitio o, por lo menos, que hagas que me traigan una mecedora cómoda.

    —Pero, en nombre del cielo, ¿de dónde has salido? ¿Quién eres? —estalló el señor Button, crispado.

    —No puedo decir exactamente quién soy —replicó la voz lastimera—, porque he nacido hace solo unas horas. Pero mi apellido es Button, de eso no cabe duda.

    —¡Mientes! ¡Eres un impostor!

    El anciano se volvió cansinamente hacia la enfermera.

    —Bonita manera de recibir a un hijo recién nacido —se lamentó con voz débil—. Dígale que se equivoca, ¿me hace el favor?

    —Se equivoca, señor Button —dijo con severidad la enfermera—. Este es su hijo. Debería asumir la situación como mejor pueda. Nos vemos obligados a pedirle que se lo lleve a casa cuanto antes; por ejemplo, hoy.

    —¿A casa? —repitió el señor Button con voz incrédula.

    —Sí, aquí no podemos tenerlo. De veras que no podemos. ¿Lo entiende?

    —Yo me alegraría mucho —se quejó el anciano—. ¡Vaya tugurio! Vamos, el lugar ideal para un joven de gustos tranquilos. No he podido pegar ojo con todos estos chillidos y llantos. He pedido comida —su voz subió hasta una nota aguda de protesta— ¡y me han traído un biberón con leche!

    El señor Button se dejó caer en una butaca junto a su hijo y hundió la cara entre las manos.

    —¡Dios mío! —murmuró, aterrado—. ¿Qué dirá la gente? ¿Qué voy a hacer?

    —Tiene que llevárselo a casa —insistió la enfermera—. ¡Cuanto antes!

    Una imagen grotesca se dibujó con terrible nitidez ante los ojos del atormentado hombre. Se vio a sí mismo paseando por las calles atestadas de la ciudad con aquella horrenda aparición renqueando a su lado.

    —No puedo hacerlo, no puedo —gimió.

    La gente se detendría a preguntarle, ¿qué iba a decir entonces? Tendría que presentar a ese… septuagenario: «Este es mi hijo, nació esta mañana temprano».

    El anciano se acurrucaría bajo la manta y proseguirían su camino penosamente, pasando por delante de las tiendas abarrotadas y el mercado de esclavos (durante un oscuro instante, el señor Button deseó con toda su alma que su hijo fuera negro), por delante de las lujosas casas de los barrios residenciales y el asilo de ancianos…

    —¡Venga! ¡Tranquilícese! —ordenó la enfermera.

    —Mire —anunció de repente el anciano—, si cree usted que me voy a ir casa con esta mantita, está usted muy equivocada.

    —Los bebés siempre llevan mantitas.

    Con una risa maliciosa el anciano sacó un pañal blanco.

    —¡Mire! —dijo con voz temblorosa—. Mire lo que me han puesto.

    —Los bebés siempre lo llevan —dijo la enfermera afectadamente.

    —Bueno —repuso el anciano—, pues este bebé no va a llevar nada puesto dentro de dos minutos. Esta mantita pica. Al menos podrían haberme dado una sábana.

    —¡Déjatela! ¡Déjatela! —dijo corriendo el señor Button. Se volvió hacia la enfermera—. ¿Qué hago?

    —Vaya al centro y cómprele ropa a su hijo.

    La voz del anciano acompañó al señor Button hasta el vestíbulo:

    —Y un bastón, papá. Quiero un bastón.

    El señor Button salió dando un fuerte portazo.

    II

    —Buenos días —saludó nervioso el señor Button al dependiente de la mercería Chesapeake—. Quisiera comprar ropa para mi hijo.

    —¿Qué edad tiene su hijo, señor?

    —Seis horas —respondió sin pensar el señor Button.

    —La sección de bebés está detrás.

    —Bueno, no creo… No estoy muy seguro de qué es lo que busco. Es… un bebé realmente grande. Excepcionalmente… excepcionalmente grande.

    —Allí encontrará tallas grandes para bebés.

    —¿Dónde está la sección de chicos? —preguntó el señor Button, cambiando de tema con gran apuro. Tenía la sensación de que el dependiente ya se había olido su vergonzoso secreto.

    —Aquí mismo.

    —Bueno… —dudó el señor Button. Le asqueaba la idea de vestir a su hijo con ropa de hombre. Si, por ejemplo, pudiese dar con un traje de chico grande, enorme, podría cortarle esa larga y fea barba y teñir las canas. Así podría disimular los peores detalles, y conservar algo de dignidad, por no hablar de su posición social en Baltimore.

    Pero fue en vano la búsqueda afanosa por la sección de chicos, ya que no encontró ropa adecuada para el Button recién nacido. Roger Button culpaba a la tienda, como es natural… En esos casos lo suyo es culpar a la tienda.

    —¿Qué edad me ha dicho que tiene su hijo? —preguntó el dependiente con curiosidad.

    —Tiene… dieciséis años.

    —Ah, perdone. Había entendido seis horas. La sección de jóvenes está en el siguiente pasillo.

    El señor Button se alejó con aire sombrío. De pronto se detuvo, radiante, y señaló con el dedo un maniquí del escaparate.

    —¡Ese! —exclamó—. Me llevo ese traje, el del maniquí.

    El dependiente lo miró con asombro.

    —Pero, señor, ese un traje no es para chicos —protestó—. Podría ponérselo un chico, claro, pero es un disfraz. ¡También podría ponérselo usted!

    —Envuélvamelo —insistió él, nervioso—. Es justo lo que buscaba.

    El sorprendido dependiente obedeció.

    Nuevamente en la clínica, el señor Button entró en la sala de los recién nacidos y casi le tiró el paquete a su hijo.

    —Aquí tienes ropa —le soltó.

    El anciano desenvolvió el paquete y examinó su contenido con mirada burlona.

    —Me parece un poco ridículo —protestó—. No quiero que me conviertan en un mono de…

    —¡Tú sí que me has convertido en un mono! —estalló con rabia el señor Button—. Será mejor que no pienses en lo ridículo que pareces. Ponte la ropa… o… o te zurraré.

    Le costó pronunciar aquella última palabra, aunque pensaba que era lo que debía decir.

    —De acuerdo, padre —respondió el hijo era una grotesca simulación de respeto filial—. Tú has vivido más y sabes más. Como tú digas.

    Como antes, el sonido de la palabra «padre» estremeció con violencia al señor Button.

    —¡Y deprisa!

    —Me estoy dando prisa, padre.

    Cuando su hijo se hubo vestido, el señor Button lo miró desolado. El traje consistía en unos calcetines de lunares, leotardos rosa y una camisa con cinturón y un amplio cuello blanco. Sobre el cuello flotaba la larga barba cana, que casi llegaba a la cintura. No producía un buen efecto.

    —¡Espera!

    El señor Button agarró unas tijeras quirúrgicas y con tres rápidos tijeretazos recortó gran parte de la barba. Sin embargo y pese a la mejora, el conjunto estaba muy lejos de la perfección. Las greñas enredadas que quedaban, los ojos acuosos, los dientes de anciano, producían un extraño contraste con aquel traje tan alegre. Pero el señor Button era terco y alargó una mano.

    —¡Vamos! —dijo con severidad.

    Su hijo le cogió de la mano confiadamente.

    —¿Cómo me vas a llamar, papá? —preguntó con voz temblorosa cuando salían de la sala de los recién nacidos—. ¿Chiqui simplemente hasta que pienses un nombre mejor?

    El señor Button gruñó.

    —No sé —respondió con acritud—. Creo que te llamaremos Matusalén.

    III

    Aun después de que al nuevo Button le cortasen el cabello y se lo tiñesen de un negro apagado y artificial, y lo afeitasen hasta el punto de que le brillase el cutis, y lo vistiesen con ropa de muchacho hecha a medida por un sastre estupefacto, era imposible que el señor Button olvidase que su hijo era un lamentable remedo de primogénito. Encorvado por la edad, Benjamin Button —así lo llamaron en lugar de con el nombre más apropiado, aunque demasiado pretencioso, de Matusalén— medía un metro setenta y cinco. La ropa no disimulaba la estatura, ni la depilación y las cejas teñidas ocultaban el hecho de que los ojos de debajo estaban apagados, acuosos y agotados. Apenas vio al recién nacido, la

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