Cierto Azul
4.5/5
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Los músicos del sexteto de jazz que tocan en esta novela viven de noche y duermen de día. El azar les depara un niño huérfano al que le ofrecen su amor incondicional y crían al margen de los aparatos educativos que más que seres humanos, producen piezas de repuesto para que el sistema siga funcionando.
En el jazz, el tema es un regalo del universo; las variaciones, un regalo de los amigos que se atreven a improvisar juntos. ¿No es esto acaso, metáfora de la supervivencia y realización de la libertad?
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Cierto Azul - Fernando Contreras
Evans
I
So What
La calle es una sorpresa en ondas expansivas. Nunca falta alguien que se agache y chasqueé los dedos para llamar mi atención y me rasque la cabeza si me acerco, o alguien que me quite de su camino de una sola patada en las costillas. Pero esa es la calle, fuente infinita de asombro y dolor.
La vida sería más fácil sin pulgas. Nos rascamos y nos sacudimos inútilmente. Las pulgas nos habitan, nos pueblan, nos beben, trabajamos para ellas. Pero esto es vivir en la calle y la verdad, no cambiaría ni una de mis malditas pulgas por un segundo de mi libertad.
Mi abuelo me decía:
"Con los perros hay que ser cautelosos y compasivos… Los perros son aburridos y predecibles, vienen al mundo carentes de curiosidad y no soportan ni los más insignificantes cambios en las cosas… Freddie, dale siempre gracias a la vida por haber nacido gato y no perro.
Un gato no se vende por un plato de lentejas, y la fiereza con que defendemos nuestra libertad es apenas comparable con la indiferencia con la que miramos las supuestas ventajas de nuestra alianza táctica con la especie dominante.
Los gatos aceptamos solo el buen trato, a diferencia de los perros, a los que sus amos pueden malmatar a palos sin que renuncien por ello a moverles la cola y lamerles las manos con las que los torturan.
Los gatos no tenemos amo. Hemos sabido mantenernos lejos de las más bajas simas de la condición humana donde, irremediablemente, siempre están los perros. Nunca has visto, por ejemplo, un «gato policía» ni un «gato pastor», de la nacionalidad que sea. Nada resultaría más ridículo tampoco que el término «gatos de guerra» en vez de «perros...» con que se suele elogiar a esos enfermos mentales que hacen las guerras. O pensemos en quién estaría dispuesto a contratar a un abogado del que se dijera que es un «gato de traba» o a quién persuadiría un letrero en un pórtico que rezara: «cuidado con el gato». Pero al margen de estas citas más que triviales, reconozcamos que nunca en la vida hemos visto ni veremos un contingente policial azuzando gatos para dispersar a los manifestantes desarmados en una marcha pacífica, porque los gatos nos hemos resistido siempre a ser entrenados.
Pero los gatos también sabemos que la vida es breve, que aun nueve vidas resultan pocas y cortas para observar el mundo con pasión, para sacarle provecho, disfrutarlo y jugar con él hasta los límites del juego, donde está siempre la muerte esperándonos.
Los detractores de los gatos siempre dicen que no se nos ve tampoco con un barril de coñac atado al pescuezo buscando gente perdida en la nieve. Ni, como un dálmata, en un carro de bomberos; menos aún, vestidos de payasos entreteniendo gente en un circo y que no hay gatos ovejeros ni labradores ni gatos lazarillos. Tienen razón; pero he ahí precisamente el punto, ¿qué nos importan a los gatos nuestros detractores?"
Esa era una lección de jazz de mi abuelo.
Me llamo Freddie. Freddie Freeloader es mi nombre completo, como mi abuelo. Él insistió e impuso toda la autoridad que tenía sobre la familia, para que me llamaran así.
Mi abuelo nació en el cielorraso de Birdland en calle 52, un club de jazz de New York y ahí vivió feliz hasta el día en que fue despertado abruptamente, secuestrado y metido en un barco del que no salió hasta no verse en un país extraño:
"Un tipo horrible me robó y me apostó en un juego de cartas, solo por hacerse el gracioso. El muy imbécil me perdió y me ganó un marinero borracho que solo por hacerse el gracioso se quedó conmigo, sordo a mis súplicas y ruegos.
Varios días después me vi abandonado en un puerto del Caribe. Flaco, hambriento, sucio y sin mi saxofón, abordé un tren desvencijado que tardó más en llegar a la ciudad, que lo que tardó el barco desde New York… Todo como en las películas".
Nunca se terminó de acostumbrar al clima tropical y de la música de estas regiones, decía que solo el latin jazz se le hacía soportable.
Era un tipo exquisito. Ante la imposibilidad de regresar, se quedó a vivir en las calles de la ciudad, donde conoció a mi abuela, una gatita callejera que se divertía con sus historias de los jazzistas y los clubes nocturnos de una ciudad inimaginable…
Bueno y así fue cómo el viejo dio con este nombre que he arrastrado por mis propios caminos entre burlas y miradas compasivas.
Mis amigos de las calles llevan todos nombres comunes y corrientes de los que abundan por estas latitudes. Me hubiera gustado llevar un nombre común y corriente, eso me hubiera hecho la vida un poco más fácil. Pero por otro lado, mi nombre me ha obligado a vivir siempre alerta.
Nací en el cielorraso de la vieja estación de trenes al Atlántico, a pocas cuadras del centro. Mi abuelo era el dueño de una parte de ese cielorraso. Crecí entre los restos mortales de viejas locomotoras y vagones y aprendí a ganarme mi almuerzo persiguiéndolo por entre los rieles y los durmientes de la línea del tren.
Me aprendí la ciudad… bueno, el centro de la ciudad, desde muy chico. Me fui de casa muy joven, aunque nunca dejé de visitar a los viejos de cuando en cuando y aprendí lo fundamental de la vida en las letras de