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Cuentos de humor negro
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Cuentos de humor negro

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Esta es una antología de cuentos de humor negro. Desde viejos escritos aun frescos, hasta textos inconcebibles como humorísticos o impublicables décadas atrás, esta antologia confirma que el humor negro puede anidar lo mismo en la inocencia aparente que en la trama mas retorcida.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 jul 2012
ISBN9781939048165
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    Cuentos de humor negro - Ricardo Guzman Wolffer

    RICARDO GUZMÁN WOLFFER

    El humor aparece cuando las naciones

    ya han vivido mucho.

    Wenceslao Fernández Flores

    Para comprender el alma del mexicano contemporáneo es necesario leer esta antología. De manera lenta, pero decidida, el humor en México se ha ido ennegreciendo. Esto de vivir en el tzompantli cansa.

    Del humor prehispánico diversos autores han dado cuenta (imposible no mencionar a Carlos Montemayor).1 Hay una tradición humorística nacional. Podríamos documentarla a partir del momento en que Cuauhtémoc lanzó el primer comentario humorístico registrado: ¿Y crees acaso que estoy en un lecho de rosas?. Según la edad del lector, podrá añadirsegüey o hijo o maestro, de modo que quedara una frase como la siguiente: ¿Crees que estoy en un lecho de rosas, güey?.Vivimos en la comedia, como lo explicó Sabina Berman, aunque eso sí: Depende de a quién le suceda, si a nosotros o a otros; depende de la distancia de donde se miren las cosas.2

    (1 Oficio de las alas rinde homenaje a los trazados de rutas aéreas de la Sierra Madre Occidental, en La Jornada, México, 27 de marzo de 2007.)

    (2 Entrevista en La Jornada, México, 18 de diciembre de 2005.)

    Nuestra peculiaridad, como herederos de la Colonia, como usuarios involuntarios de la descomposición políticosocial, es ver con amargas sonrisas cómo los dioses cotidianos se ríen, pero de nosotros. Y hablo en plural, porque la risa es un fenómeno social. Fuera de su contexto es difícil percibir el sentido humorístico, ya lo dijo Henri Bergson.3

    (3 Henri Bergson, La risa, tercera edición, Porrúa, México, 1999.)

    Por eso la literatura se concentra en áreas de nuestra alma que luchan por sobrevivir a la marejada de realidad y a los balazos antihumorísticos que con saña arrojan los medios de ¿comunicación?. Y como esas partes de nuestro interior están teñidas de nuestros miedos, de nuestros anhelos y de nuestras indefiniciones, nos reímos con carcajadas a veces desesperadas.

    El humor negro —ése que ataca temas y formas fundamentales, y si se puede sacramentales en el sentido vital, mejor— mexicano está en muchas partes y de muchas formas, ¿de qué otro modo podrían hermanarse en esta antología autores tan dispares como Gabriel Trujillo Muñoz y Francisco Rojas González, o tan encontrados como el erudito Carlos Montemayor y el afilado Armando VegaGil? Como la literatura de humor negro es esquizoide (tiende a dividir y reducir la realidad), cada texto es una muestra del rompecabezas nacional coetáneo, pero sin dejar de constatar que el enfoque puede matizar ese ineludible humor negro de todos tan temido. Y funciona en cada uno de esos pedazos: a estas alturas de la conflictiva nacional, ¿quién tendrá la autoridad moral para diferenciar lo humorístico de lo gracioso, lo sarcástico de lo irónico, lo académico de lo objetivamente real? Ya lo dijo Wenceslao Fernández Flores, notable humorista, al ingresar a la Real Academia de la Lengua Española:

    ...para todo este inmenso público, en el que entran doctos e ignaros, las fronteras del humor son elásticas y difusas. Dentro de ellas mete, como en saco de trapero, los productos más heterogéneos: los chistes, el sarcasmo, las payasadas, la ironía, un libro de Quevedo y una salida de cualquier excéntrico de circo. Cree que es humor cuanto lo hace reír.4

    (4 El humor en la literatura española, incluido en Obras selectas, Biblioteca Literaria Carroggio, España, 1979.)

    Esta recopilación recoge algunos viejos escritos aún frescos, pero reinterpretados en sus alcances. Por más que busco, no he encontrado una estatua de Cuahutémoc mostrando los pies que nunca estuvieron en un lecho de rosas. Hay también textos que serían impensables como humorísticos o incluso como objeto de publicación hace unas décadas, no sólo por su tono y florido vocabulario, sino por los objetos a diseccionar con machete mellado y un animus rigendi que ya quisiéramos ver en nuestros dignos legisladores a la hora de diseñar las políticas sociales. El lenguaje termina por no sólo ser forma. El humor es absorbido por nuestras referencias atemporales: la gloriosa indefinición cantinflesca sigue vigente.

    El mexicano contemporáneo ha sido atropellado por los objetos humorísticos de todos los tiempos, pero ahora gusta de recrearlos y con ello los ha llevado a la deformación. Ya no basta reírnos de los enfermos, ahora hay que hostigarlos: el dolor ajeno es más disfrutable cuando es provocado. En ese mirar distorsionado vamos dando con nuestra identidad; por eso, el humor va cambiando: entre menos nos identificamos con los otros, más nos encontramos. Lo que antes nos parecía terrible, ahora nos hace reír o peor aún, sonreír tenuemente. ¿Qué institución es ahora inatacable, inmune a la carga de crítica y conciencia de este humor negro mexicano?

    El poder en sí siempre es solemne, y nada hay más contrario a la solemnidad que el humor. Aquí un muestreo del ataque a muchos cotos de poder: el policiaco, el moral, el verbal, el económico y varios más.

    De los pintores casi sagrados (que alguien vaya a ver si salen ruidos de su tumba) el Doctor Atl nos regala un suave pero eficaz relato de cómo todo está en la percepción. En ocasiones la vida sólo depende de cómo la percibimos. El muerto sentado, publicado en 1936, inicia esta recopilación. Y también nos recuerda que en México hemos tenido muchos creadores multidisciplinarios, casi renacentistas. Con ironía, el autor recrea la nostalgia por las fortunas del porfiriato y cómo ciertos instintos del hombre siguen vigentes.

    Un delicioso texto, El hombre que encontró su manía, de Luis Jacobo López, publicado en aquella época en que se gestaba el milagro mexicano, nos recuerda que cada quien tiene sus gustos. Y muy sus gustos, dicen todavía, pero en nuestra querida y sufrida nación (¿se han preguntado por qué Pepe el Toro sigue en horarios estelares televisivos?) encontrar un entretenimiento tiene su dificultad, porque tarde o temprano nos topamos con la muerte.

    Francisco Rojas González, sin duda uno de los cuentistas clásicos mexicanos, escribió El diosero, y dentro de esta colección de estampas mexicanas está La parábola del joven tuerto. Texto implacable que incluso fue llevado a la pantalla grande, en su momento era trágico, pero las actuales generaciones (o sea, todos los que seguimos vivos) llegan a reírse de estas historias de extraña lógica nacional, donde se muestra que aquello terrible y turbador para unos, lo que llega a parecerse al respeto, para otros es la salvación y la garantía de la paz buscada. Esta contrastante ambivalencia llama más al humor en el actual contexto nacional, donde con el ánimo de proteger a las personas con capacidades distintas (de la mayoría restante, cabría añadir), se les señala: al intentarlos hacer normales se les destaca su anormalidad. Ya el maestro Hugo Argüelles había explotado esta veta de la risa en lo siniestro, pero este relato, en la posmodernidad de la globalización, se antoja tan turbador como perfecto para la risa nerviosa, ¿quién dijo que la risa siempre sería gratificante y sanadora? Menos cuando se atenta contra el destino determinista y se le vence.

    En La palabra sagrada, José Revueltas habla de las formas escondidas, del doble lenguaje y la doble moral que nos gusta tanto, con una suavidad que comienza a tensar la nuca del lector al hacer evidentes que hay tal poder en las palabras que a veces sería mejor no invocar el humor, sino dejarse conducir a él. La dificultad con Revueltas es que su prosa hipnótica tiene un efecto de segundo aire, cuando creemos haber leído un texto, descubrimos otros subyacentes, cuando pensamos estar ante la descripción de un funeral, nos percibimos sonriendo ante las preocupaciones, en apariencia absurdas, de los deudos, pero al final comprobamos que Revueltas nos ha conducido por un camino insospechado para constatar que el humor no se puede ocultar. Y éste se vuelve negro cuando evidencia el desprecio por los demás en cuestiones trascendentales.

    Juan José Arreola, un imprescindible en cualquier antología de cuento, nos conduce por un camino más apacible, con sus disfrutables giros argumentales, hacia el mismo lugar terrible. Terrible y humorístico en Hizo el bien mientras vivió. Aunque aquí las palabras asesinas no vienen de nombrar la realidad, sino de intentar modificarla. ¡Ah, los chismes y su encanto! ¿Dónde son más propicias las maledicencias, que en esos lugares donde los integrantes se ostentan como puros y honestos? ¿Quién necesita más aclarar que no es embustero: el que lo es o el que no lo es? Y si juntamos el abuso de los que están acostumbrados a pasar por encima de los demás, con aquel que sigue pensando que todos serán honorables como él mismo, el humor aparece como una tenue verdad que al revelarse nos confronta con nuestra apreciación de los demás y sus hipocresías aceptadas por los que saben que en la casa del jabonero el que no cae, resbala.

    En Los niños jugadores, Francisco Monterde logra una perfecta síntesis literaria. Dos niños que le vendieron el alma al Diablo para poder ganar en todos los juegos deciden competir.

    ¿Cómo resolver este encuentro sin quedar mal? El conflicto básico del bien y el mal, puesto en la inocencia y confianza de dos pequeños, se mezcla con el agua como metáfora de la vida para lograr un final tan negro como humorístico. De nuevo percibimos ese sutil matiz que tiñe de negrura la sonrisa que la desgracia ajena nos saca, incluso ante nuestro desconcierto.

    Incluir a Francisco Tario conlleva no sólo la dificultad de escoger entre su amplia, impecable y apenas recobrada obra como cuentista; también representa una suerte de mínimo homenaje para este contemporáneo de Rulfo que en su momento quedó al margen de la oficialidad y con ello su obra se ha ido a los estantes de cultos y culteranos. Con Usted tiene la palabra retomamos la veta del humor y la muerte que tan cercana es a los mexicanos, pero con un ingrediente adicional, que modifica por completo la percepción del lector: ¿cómo seríamos si pudiéramos regresar de esa mortandad que creemos irreversible? Y peor aún cuando se trata de un político. Como en casi todos los textos de Tario, vemos aquí ese enfoque ahora clasificable como posmoderno que en su momento se antojaba más irreverente que de avanzada, pero que termina por recordarnos que como la muerte está disponible a cada instante, más vale verla con buenos ojos. Y si nos ponemos sospechosistas, también podríamos ver una metáfora de lo que pasa con algunos políticos que regresan de la muerte burocrática.

    Espejo retrovisor de Juan Villoro deja ver cómo el humor puede ser cotidiano. ¿Quién no tiene un amor infantil atravesado? ¿Cuántas veces nos hemos quedado con un chasco en el momento previo al anhelado éxito? Villoro, joven añejado en el arte de la narrativa (incluso futbolera, no me pregunten por qué), toca esos pasajes casi inevitables. Cómo nos reprochamos entre sonrisas no haber aprovechado aquellas tardeadas de la adolescencia. Lo divertido puede llegar cuando uno tiene la oportunidad de reivindicarse ante sí mismo.

    El humor de la propia intimidad debería ser terapéutico. Este alevoso texto nos clava el dardo del escepticismo, con esa peculiar sensación de que en los temas amorosos cualquier instante puede ser prefacio de la ruina; cómo no preferir ver esa incertidumbre con la lente del humor, que termina por ser negra al recordarnos la propia fragilidad en estos trances dolorosos donde el éxito siempre depende de otra persona.

    Carlos Montemayor, entre muchas otras virtudes, tiene la de depositar su amplísimo bagaje literario tanto en sus novelas impecables como en cuentos cortos. Vásquez forma parte de Las llaves de Urgell y otras historias, que en su momento le valió al autor el premio Xavier Villaurrutia, y marca otra veta del humor negro mexicano, el que nace de la propia desesperación para embarrarnos en el rostro la propia inconciencia. Es recurrente en la literatura humorística, especialmente en la picaresca, la situación del terrible mal que todos saben menos el que la padece. ¿Qué sería lo peor que uno podría ignorar?

    Una bala de ácido mostrada con la maestría de Montemayor, quien gusta de encapsular la fuerza de una avalancha en un gesto sutil. Y en la mirada de Vásquez, en ese llano disolviéndose con una cercanía sospechosa, se empolva la seriedad al mirar con detenimiento quién y cómo está ese hombre solo que termina por reflejar nuestros peores momentos cotidianos. Cuento del canario, las pinzas y los tres muertos del humorista periodístico por excelencia Jorge Ibargüengoitia,5, quien en simbiosis kármica con el imaginario colectivo inmortalizó el dicho de que en México vivimos en La ley de Herodes, libro de donde proviene esta muestra de ese otro humor mexicano: el que brota de la desfachatez y el cinismo. Somos capaces de decir lo que sea con tal de obtener un aumento salarial o una gratificación.

    (5 Incluir a Jorge Ibargüengoitita en esta antología resultaría excesivo. Como el humorista periodístico por excelencia, su obra ha sido tan publicitada que aquí lo hemos omitido en la certeza de que sus lectores lo encontrarán no sólo sin dificultad, sino con la alegría de saberlo implícito en cualquier antología.)

    Decir que la literatura de José Agustín es corrosiva es uno de esos lugares comunes que tanto gustan, pero la verdad es que No hay censura muestra esa vena de cliché que obliga a reírnos de nosotros mismos. Agustín cuenta con hartos años de estarse pitorreando de quien le da la gana. Desde neuróticos de primer grado hasta traumados de segundo grado, muchos pasaremos por este personaje que es capaz de hacer el peor ridículo con tal de quedar bien… y no lograrlo, por supuesto. Desde que en los setenta el peso se desliza indefendiblemente hacia la anorexia, todos hacemos lo indecible por conservar el trabajo, incluso si no nos gusta. ¿Cómo podríamos hacer a un lado esta inagotable veta para el humor? Así, cuando es orillado a agachar las orejas y aguantar al jefe en turno, el humor está latente, aunque duela. Ya lo dice Agustín en esta estampa laboralista: Mientras más me reía, más intenso era el dolor.

    Francisco Hinojosa, uno de los más famosos autores infantiles de México, amplía el concepto del humor negro nacional al poner una maldad inmisericorde en esos delicados seres que deberían ser respetados según la carta de la ONU de los derechos de los niños. A los pinches chamacos (texto incluso llevado ya al teatro, como otros de Hinojosa) obliga a la carcajada nerviosa, que no termina por relajar al saber que ese mundo extraño creado por Hinojosa puede existir fuera de la mente de alguien que escribe casi exclusivamente para los infantes. Los niños han dejado de ser los delicados entes cuya protección paciente pregonaba el Tío Gamboín hace varias décadas. Si en la realidad los casos de empresarios y sacerdotes pederastas comienzan a dejar de sorprender (especialmente por la impunidad), también se han documentado ataques feroces y mortales de niños; y aunque la mayoría se desarrollan en otras latitudes del planeta, con temor vemos ya a esos infantes y pubertos que deambulan pensando que ante los derechos que esa ONU inconsciente les ha dado, carecen de la menor obligación ante los sufridos adultos que les representamos el primer contacto con el mundo que deben conquistar, por las buenas o por las malas.

    En la misma tónica está Dulce venganza del historietista e historiador de la historieta Rafael Barajas El Fisgón, porque aquí la risa nerviosa deviene precisamente de saber, sin necesidad de ser lector especializado de la nota roja, que las barbaridades que Barajas escribe con giros estilísticos y argumentales impecables, por supuesto, pueden ser ciertas (Fox y su legado de Atenco nos actualizan algunos ecos del 68). Más aún, el humor se regodea con la descomposición del cuerpo, incluso el propio cuerpo asumido como arma.

    En este México de inicios de milenio que no puede hacer a un lado el constante y mundialista mensaje publicitario de necesitar un cuerpo perfecto (ni tanto que sea gordo, ni tanto que sea anoréxico), qué mejor blanco para el humor que el cuerpo mismo y su inexplicable transgresión por los agentes del orden. Ya no sólo nos reímos de lo que hacemos ni de lo que somos, sino también de cómo somos y, peor aún, hasta dónde pueden los demás allanar nuestra propia concepción.

    La muy edificante historia de la Charamusquina y las lecciones morales que de ésta se desprenden, del roquero poeta multidisciplinario (no diré que es como un ente renacentista porque dicen que no sabe preparar ni papas con limón) Armando VegaGil es una de esas raras cumbres estilísticas que por barrocas resultan tan atractivas como insultantes. Más de un lector sentirá aversión por este texto que, sin embargo, garantiza la risotada de barbaján por cebarse en el dolor ajeno y actualiza el melodrama cinematográfico de los cuarenta en la literatura que por terrible resulta costumbrista en ciudades habituadas a la desesperanza y el dolor continuo.Y es que, como sucedía hace décadas y generaciones, nos seguimos riendo de los que sufren, de un modo u otro, pero así somos los mexicanos; que pudiera no ser prudente ni cristiano (dícese políticamente correcto, que desde el sexenio pasado ser cristiano es lo correcto políticamente) ya es otra cosa. Recordemos de nuevo a Bergson, cuando nos explica que lo cómico no sólo se da por las acciones, sino también por el aspecto físico adquirido, a veces por años de gesticular para pretender hacer verosímil el discurso comprobadamente falso o quizá para engarzarnos en una realidad inaccesible. Agravando la fealdad, llevándola hasta la deformidad, veremos cómo de lo deforme se pasa a lo ridículo. Parte de la eficacia de este texto reside precisamente en exagerar los gestos considerados prototípicos de los pelandrujos barriobajeros y hasta ahí habrá una distancia de casi cualquier lector, pero cuando aparecen los valores de la paciencia, la entrega amorosa y el sufrimiento como redención, entonces la risa comienza a molestar, aunque sea la propia.

    En un país donde la emigración y sus remesas representan la segunda fuente legal de ingresos, sería inconcebible suponer que en los trances fronterizos no hay humor. Y necesariamente deberá ser implacable, como lo son los extremos geográficos del país. El silbido, de una de las escritoras básicas para comprender el acontecer fronterizo (premiada, editada y reeditada, recopilada como escritora de frontera, de género, pero, sobre todo, de calidad), Rosina Conde, nos recuerda que cuando de sobrevivir se trata, somos capaces de lo que sea; y peor aún, que también ahí hemos encontrado objeto de humor. De cuándo acá los mexicanos nos ponemos rejegos a la hora de sobrevivir. ¿Qué dirían las nuevas generaciones al saber que un mexicano falleció en el histórico hundimiento del Titanic luego de ceder a una mujer su lugar en el bote salvavidas en nombre de la caballerosidad? De cierto no lo sé, pero supongo que a Rosina le daría risa conocer tal dato. Bueno, y a muchos otros también nos daría, cómo negarlo. Lo que no es tan claramente risible es lo que tienen que vivir los migrantes del norte, pero Rosina aclara que ni la muerte más absurda está peleada con el humor.

    El humor negro ha tenido que tomar vertientes antes inesperadas. Una es la que brota del narcotráfico como forma de vida plenamente asumida en la sociedad contemporánea (y hasta respetada en algunos lugares). Otra es la asumida en otros géneros literarios que en México se han afianzado en las últimas décadas por autores nacionales: el de la ciencia ficción y el de la fantasía. Gabriel Trujillo Muñoz también es autor fronterizo, pero en su quehacer literario se añaden múltiples estudios sobre la ciencia ficción nacional; bueno, y varias decenas de libros publicados desde el norte del país hasta todos los confines del mundo editorial hispano. Así, Cachorros resalta no sólo por dejarnos entrever cómo funcionan ciertas poblaciones afectadas por quienes viven de lo ilícito, sino por obligarnos a reír del horror y la fantasía, con lo cual logra actualizar desde una vertiente netamente nacional esos mitos que se dicen universales y que deben serlo porque es en México donde los conocemos desde siempre: los de los hombresbestia que terminan por convivir con

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