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Un día en el 76
Un día en el 76
Un día en el 76
Libro electrónico150 páginas2 horas

Un día en el 76

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Información de este libro electrónico

Todas las familias infelices deberían tener una segunda oportunidad.

Sara, una brillante cirujana pediatra, despierta en el puesto 76 del sótano de un parqueadero. No recuerda nada de sí misma, excepto que quiere salvarle la vida a Toñito, su hermano menor y, de este modo, impedir el desmoronamiento familiar. Pero ella está en el año 2015 y él, en 1976. ¿Cómo pudo pasar? La culpa y la angustia por su amnesia la impulsan a un viaje entre lo real y lo onírico que desemboca en una asombrosa revelación.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 sept 2018
ISBN9788417483807
Un día en el 76
Autor

Paloma Bahamón Serrano

Paloma Bahamón Serrano (Bogotá, Colombia, 1972) supo desde los siete años que lo suyo era escribir, pero no fue hasta que superó un cáncer cuando reunió el valor para publicar sus relatos. Estudió sociología, derechos humanos, semiótica y tiene pendiente una tesis doctoral sobre música protesta latinoamericana. Por un tiempo se desempeñó como periodista y desde hace casi veinte años ha sido una feliz maestra universitaria. Vive en Bucaramanga (Colombia), con su compañero -mago de profesión-, su madre -amante de la historia- y sus dos hijos, que son las alas de su corazón.

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    Un día en el 76 - Paloma Bahamón Serrano

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Un día en el 76

    Primera edición: agosto 2018

    ISBN: 9788417447472

    ISBN eBook: 9788417483807

    © del texto:

    Paloma Bahamón Serrano

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Con gratitud para mis dos amores, Alejandro y Francisco.

    Aurita, siempre azul.

    Óscar y su magia.

    Ernesto y Ricardo (q. e. p. d.).

    Astrid, Beatriz, Clara Lucía, Leidys, Margarita, Paula, Rubby, Sandra J. R.

    Daniel, Diego, Fercho, Max, Roberto y Rubén Darío.

    Todos, de alguna u otra forma, me ayudaron a publicar este relato.

    Dedicado a las almas del purgatorio

    «… pero los muertos están en cautiverio

    y no nos dejan salir del cementerio…».

    Joan Manuel Serrat, Pueblo blanco

    El colgado

    Mi cabeza es una cárcel y millones de almas golpean sus paredes. ¡Qué maldito dolor! Cierro los ojos e intento espantar el martilleo constante. Al abrirlos, me percato de un papel en el piso con un número escrito en tipografía gótica: 1679. Pienso en esa cifra como fecha histórica. El absolutismo como sistema político estaba en pleno auge en Europa, igual que el liberalismo económico. Thomas Hobbes, escritor de Leviatán, había muerto el 4 de diciembre. Por estas tierras latinoamericanas, ni señales de emancipación excepto por las resistencias a la conquista española de algunos indígenas como los mapuches, en lo que hoy es Chile, y del cacique Guaicaipuro en Venezuela.

    De seguro, no hubiera querido vivir en 1679, pero llevada por un impulso emocional invierto dos números de la cifra y la transformo en 1976, año al que quisiera regresar porque me remite a mi familia, a lo que podría cambiar si hoy con cuarenta y dos años tuviera contacto con ellos y pudiera prevenirlos de las consecuencias de sus acciones. Algo así.

    Soñemos, ¿por qué no? Otra vez cierro los ojos. Me veo esperando bus o taxi en la Avenida Jiménez con carrera Tercera, en el barrio Las Aguas en pleno centro de Bogotá. Visto un slack café de terlenka tipo bota campana, botines y una gabardina color ladrillo. Estoy peinada con una trenza que me cae sobre el hombro derecho. Miro hacia el parque de los Periodistas. Llega a mí el murmullo de una conversación, la voz de una mujer y dos niños. Me aproximo un poco. Son ellos, mi madre, quien se llama María Mercedes, y sus hijos; uno de ellos yo misma; el otro, Juan Agustín, mi hermano mayor.

    ¿Y si los miro? ¿Y si los saludo? Me tiembla todo. Estoy a punto de llorar. Mi madre está agachada. Me arregla algo en el vestido. Ella también viste gabardina, pero de color verde. Falda larga de lana negra y botines. Yo, niña de tres años, tengo un vestido blanco con un lazo rosado ancho en la cintura y un saco amarillo. Mi hermano, de cinco años, tiene una chompa azul oscura sobre el uniforme de deportes del colegio: sudadera, también azul oscuro, con líneas naranjas a los costados. Él mira el suelo todo el tiempo.

    De pronto, mi madre levanta la vista y me sonríe. ¡Dios, el corazón me da un vuelco! Ella no sabe que yo soy la niña Sara del Pilar y la niña no sabe que ella soy yo, en fin. Le sonrío y la saludo: «Buenas, sumercé». Me responde con un: «¿Cómo le va?». Y yo le pregunto: «¿Esperando la buseta?».

    Ahora la niña también me mira y sonríe, o sea, yo me saludo desde la infancia y no soy capaz de afrontar más la situación. Antes de que termine por vomitar el corazón en la acera les digo: «Mejor bajo a la Jiménez a coger un taxi». Huyo. Cuando voy cruzando el parque doy un giro para mirarlos de nuevo. Agustín me observa. Reconozco esa mirada seca que tantas pesadillas me causó en la niñez.

    Vuelvo de mi ensoñación. El papelito de los números está húmedo entre mis manos. Parece ser un recorte de periódico o algo así. Hasta ahora me percato de que debajo de la cifra, en letras muy pequeñitas, tiene la famosa frase «Conócete a ti mismo», de Solón de Atenas, uno de los siete sabios de la Antigüedad.

    No sé cómo expresar la inmensa necesidad que he tenido siempre de comprenderme, de dar conmigo. Recuerdo ese ritual de Año Nuevo, el de las doce uvas. Creo que todos los años de mi vida he pedido lo mismo con cada una, paz interior.

    Últimamente me siento muy nerviosa, distraída, desubicada. Este presente con tanta velocidad, con tanto asalto tecnológico me agota. Creo que estoy envejeciendo y mi refugio es el pasado.

    Retomo la ensoñación. Ahora me alejé de mi familia y crucé el parque de los Periodistas para, supuestamente, tomar un taxi. He llegado a la esquina donde se cruzan la carrera cuarta y la Jiménez, de modo que estoy pasando por la librería Lerner que, por supuesto, ya existe en el 76.

    Contemplo la posibilidad de entrar a curiosear libros, pero me decido por bajar hasta la plazoleta de la Universidad del Rosario, tomarme un tinto en el café Pasaje y decidir cuál es mi siguiente paso. ¿Me voy a la Universidad Nacional a ver si encuentro a mi papá? ¿Subo a las Torres Jiménez de Quesada a visitar a mi familia? Podría pedirle al celador que me anuncie con Délfida, nuestra empleada, para que me deje esperarlos en el apartamento. Descarto esta última opción. Me parece que no encaja dentro del sentido común.

    Entro al café. Me siento en una silla metálica de espaldar rojo. Pido el tinto. La mesera lleva pestañas postizas y el cabello tinturado de rubio, muy largo, recogido en una cola de caballo. ¿Por qué sé que es tinturado? Se le notan las raíces. Aplico de nuevo el sentido común para resolver de qué manera voy a pagar. ¡Fácil! Imagino que cuando iba pasando por la plazoleta me encontré tirados en el suelo un billete de un peso, un billete de cinco y uno de cincuenta. ¿Cincuenta pesos oro en 1976? ¡Estoy hecha, eso es un platal! Tal vez esos billetes se le cayeron del bolsillo a algún esmeraldero que estaba realizando una transacción en la plazoleta y como no lo conozco y necesito el dinero… Ni modo, ¡es mío!

    Llega mi tinto en tacita de porcelana blanca, cucharita de plata y cuatro cubos de azúcar. ¡Hace tiempo no lo sirven así! Ahora es en vaso desechable acompañado de sobres de papel para el azúcar y palito plástico para revolverlo. Aprovecho y le pregunto a la mesera:

    —¿Señorita, qué horas tiene?

    —Las nueve de la mañana, señora.

    —Gracias, señorita.

    — ¿Y qué día es hoy?

    —Martes.

    —¿Martes, qué?

    Me mira como si yo estuviera loca, pero tiene la generosidad de responderme.

    —Pues, martes 17 de febrero. —Su tono es seco, molesto. Me tira sobre la mesa la factura y se aleja murmurando algo que prefiero no saber.

    Martes 17 de febrero de 1976. En poco tiempo Argentina se sumirá durante siete años en una dictadura como la que ya está viviendo Chile desde el 11 de septiembre de 1973. José Raquel Mercado, presidente de la Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC), será asesinado por el M-19 dos meses y dos días después y el niño que mi madre espera hace cinco meses va a morir el próximo 15 de agosto, con apenas tres meses de vida. Su muerte será el punto de quiebre de nuestra armonía familiar que, de todos modos, ya presentaba algunas grietas.

    ¿Cómo es la frase de Tolstói con la que empieza Ana Karenina? «Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada».

    Siempre he pensado que la muerte de mi hermano menor, Antonio Jáuregui Olmedo, Toñito, fue el pretexto de mis padres para darle rienda suelta al resto de disfuncionalidad familiar que aún estaba contenida. Viene una imagen a mi memoria. Es una foto de nosotros cuatro en 1977, año y medio después de la muerte de Toñito. Estamos todos bronceados y sonrientes pues días antes habíamos llegado de Santa Marta. Las únicas vacaciones que pasamos en el mar. En la foto está mi padre, elegante y delgado, con saco, corbata y hasta chaleco gris. Mi madre, con un chaleco de colores, falda café a media rodilla y largas botas de cuero marrón. Mi hermano mayor con un saquito blanco de rombos rojos, pelo más bien largo, a la usanza de la época, y un ojito un poco apagado por una conjuntivitis viral adquirida en la playa. Yo estoy con un overol blanco. ¿Por qué le doy tanta importancia al asunto de la ropa?

    Creo que estoy dándole rodeos a la historia que procuro recordar para intentar cambiarla porque me da miedo fallar. Por eso estoy agitando la cuchara en mi tinto para dilatar acciones. Estoy en una ensoñación dentro de otra ensoñación.

    Vivo dentro de algo que imagino. Algo que aún no es posible para la ciencia: viajar a través del tiempo. Me he deprimido al pensar que mi intención de encontrarme con los míos es absurda. Nada puede cambiar todo lo que pasó, nada, nada. Lloro en el café en 1976 y la otra yo también llora, en enero de 2015, con los ojos cerrados y en posición fetal sobre el piso. ¡Dios, éramos una familia, éramos amor! Se suponía.

    Termino mi bebida. Me acerco a la caja registradora a pagar mi cuenta. Un señor de unos sesenta años con gruesos anteojos de carey me recibe el dinero con unos dedos que no sueltan un cigarrillo Pielroja. Su piel es gruesa, seca y tiene una barba canosa de dos días. Ahí está el señor. Es real. Lo veo, lo huelo. Destila un olor mezcla de ceniza y Vick vaporub. Al alejarme, lo escucho toser.

    Voy a caminar un poco a pensar qué hago. Por la Jiménez hacia el parque me sueno los mocos con una servilleta del café. Camino hasta la iglesia de Nuestra señora de Las Aguas por toda la carrera tercera. Durante mi recorrido, una canción de los Beatles suena en mi cabeza: Golden Slumbers: «Once there was a way to get back homeward». Hubo una vez un camino para regresar al hogar…

    ¡Ja, ja, ja! ¿A qué hogar quieres regresar, mi muy querida? ¿A qué le llamas hogar? ¡Ja, ja, ja! ¡No más risas sobre mí misma! Haré un esfuerzo por tomarme en serio y reanudar mi travesía hacia la iglesia. Ahora estoy pasando frente al monumento a La Pola en la Carrera Tercera con 18.

    En realidad, configuro todo el ensueño con una opresión brutal en el pecho y el maldito dolor de cabeza que no me deja en paz. Estoy deprimida, distraída, absorta. Sí, ya sé, ya lo dije. Tampoco estoy amnésica. ¿O sí? Lo cierto es que ahora me cuesta más trabajo comunicarme con los demás. La tristeza que siento es fuerte. Es como si anduviera en un constante extravío, un letargo. Los días se repiten sin sentido para mí. Rutinarios. Pero no quiero hablar de mi presente. No ahora. No hasta que logre llegar a la iglesia de las Aguas y, para ello, apenas me falta una cuadra. Ruego que

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