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Un Instante En La Eternidad: Un Punto En El Punto Azul
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Libro electrónico448 páginas6 horas

Un Instante En La Eternidad: Un Punto En El Punto Azul

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Este libro es una serie de crnicas, ensayos, narraciones y crticas cotidianas, vivida y entrelazada con la biografa novelada de la escritora Emilia y del investigador cientfico Arturo.

Emilia y Arturo, juntos, fueron testigos (y participantes) de varios de los ms relevantes inventos y eventos del siglo XX. Con motivo de la poca que les toc vivir (realmente "un instante en la eternidad") se van narrando, con fino humor, los hechos que ocurrieron en ese siglo y parte del siguiente, junto con la vida y el impacto en ellos, quienes durante ms de medio siglo permanecieron unidos por un amor incondicional, viviendo en variadas circunstancias y ciudades del mundo.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento12 ago 2015
ISBN9781506506708
Un Instante En La Eternidad: Un Punto En El Punto Azul
Autor

Jorge Franco

Jorge Franco nació en Guadalajara, Jalisco. Cursó la carrera de física en la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus estudios le permitieron desarrollar una mente racional, librándose de supersticiones tradicionales. Trabajó como analista de sistemas de computación en “UNIVAC” de México y posteriormente, en 1966, fue subdirector de sistemas de información de la organización de estados americanos en Washington, D.C. Después fue gerente de productividad en IBM de México donde obtuvo un premio latinoamericano por el diseño del primer sistema comercial de productividad con base de datos. Después fue socio de la empresa “Computomata International Company” en Los Ángeles, California, donde actuó como encargado de proyectos críticos de automatización de sistemas, en múltiples empresas financieras de España y México. Como consultor independiente asesoró a varias empresas como IBM, Televisa, Banamex, Bancomer, dirección general del Instituto Mexicano del Seguro Social y Secretaría de Educación Pública. Escribió el libro “CÁLCULO. El Verbo del Cosmos”, que facilita a los estudiantes el entendimiento preciso del cálculo diferencial e integral. Después de su larga experiencia e investigación en el campo educacional publicó, también, los libros “Educación y Tecnología: Solución Radical” y “La Sinrazón de la Religión”.

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    Un Instante En La Eternidad - Jorge Franco

    Copyright © 2015 por Jorge Franco.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    El texto bíblico ha sido tomado de La Biblia, Dios Habla Hoy ®, © Sociedades Bíblicas Unidas, 1983, 1987. Biblia VPD en español (Traducción directa de los textos originales: hebreo, arameo y griego).

    Fecha de revisión: 10/08/2015

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    ÍNDICE

    1     PRIMER ENCUENTRO

    2     ANCESTROS DE EMILIA

    3     JUVENTUD DE ARTURO

    4     PRIMER CASAMIENTO

    5     DOLOROSA SEPARACIÓN

    6     SEGUNDO CASAMIENTO

    7     REENCUENTRO

    8     ODISEA EN WASHINGTON

    9     RETORNO A MÉXICO

    10   MISTERIOSO VIAJE A EUROPA

    Peculiar proyecto en un laboratorio de IBM

    Nuevo viaje a Europa y a Silicon Valley

    11   CASA DE ENSUEÑO

    12   ESPAÑA QUERIDA

    13   ANARQUÍA Y LETAL AFECCIÓN

    14   TRANSICIÓN

    15   ENCIERRO Y METAMORFOSIS

    16   ENCUENTROS ESPIRITUALES

    Jesucristo

    Krishnamurti

    Siddharta Gautama

    17   MORTAL DOLENCIA Y CRUEL CONFESIÓN

    18   «HOSPITAL: PREÁMBULO SEPULCRAL»

    19   ÚLTIMO TRANCE

    20   EPÍLOGO

    1

    PRIMER ENCUENTRO

    Debemos nuestra existencia a un encadenamiento preciso, en el tiempo y en el espacio, de todo lo que ha ocurrido desde el principio del universo.

    Robert Dawkins

    Un hilo invisible conecta aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar el tiempo, el lugar ni la circunstancia. El hilo se puede enredar o estirar, pero nunca se romperá.

    Antiguo proverbio chino

    A comienzos de los años 50, en alguna de aquellas tardes luminosas de la ciudad de México, Arturo la vio por primera vez desde su ventana en el tercer piso. Venía sola, caminando por entre los corredores de la planta baja del Multifamiliar Miguel Alemán. Era una niña de escasos 14 años que vivía con su madre en el 4º piso del edificio de enfrente. Impresionado por la visión Arturo le pidió a su tía, de visita en su casa (y que acababa de exclamar: ¡Esa muchacha me gusta para que sea tu novia!), que fuera a pedir permiso a la madre para que la dejara bajar a jugar a la cancha. En esa época el conjunto habitacional, recién inaugurado, gozaba de un inusitado ambiente de fiesta y de confianza. La madre accedió y la chica también. Al tenerla enfrente, de ojos negros hermosísimos, el joven quedó atónito. «¿Será posible tanta belleza?».

    Era un nutrido grupo de muchachos que se dividió en dos bandos para jugar voleibol. Durante el partido Arturo permaneció detrás de ella, procurando pasarle el balón. Pudo apreciar así su esbelta figura. No podía despegarle la vista. Después del juego dijo tímidamente llamarse Emilia Dulce María. Junto con el susurro venía el misterioso velo que la cubría. A pesar de su mirada huidiza, parecía confiar en su hechizo. Tenía cabello negro ondulado, rostro de Madona y piernas preciosas. La impresión inicial de Arturo fue de admiración, pero enseguida, de ternura. En medio de su juventud, sin meta ni rumbo, tuvo la revelación de que algo excepcional iba a ocurrir en su vida. Tal vez un destino ligado a ella. Por primera vez sintió que se estaba enamorando. Una alegría indescriptible le produjo un breve estremecimiento. Su corazón tocaba a tambor batiente. A partir de ese momento todo fue un antes y después de conocerla. Para ella, en cambio, parecía haber sido un encuentro casual, sin consecuencias, a salvo del percance del amor a primera vista.

    Por ese tiempo Arturo acababa de regresar a la ciudad de México después de cuatro años de estar estudiando en Guadalajara. Tenía 17 años de edad y aspecto de turco o de judío, según opinaban sus amigos. Era un flaco despreocupado que usaba grandes gafas de carey en sus diminutos ojos. Vivía con su madre y dos hermanos en un apartamento del multifamiliar. Todas las mañanas, a través de los ventanales de la sala, surgía el sol por detrás de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, tiñendo de rojo las cumbres cubiertas de nieve perpetua. Al contemplar aquel espectáculo tan grandioso, Arturo revigorizaba su habitual optimismo.

    A diferencia de la escasa población de la capital de Jalisco –con menos de medio millón de habitantes-, la ciudad de México contaba con tres millones (del total de 26 en todo el país; hoy con casi cien millones más). El Multi –como lo llamaban- estaba prácticamente en las afueras de la ciudad, en un paraje despoblado. Había milpas y terrenos baldíos por todas partes. La avenida Félix Cuevas, que corría al lado, estaba casi desierta. Para llegar desde el Zócalo (donde Arturo vivía antes de irse a Guadalajara) se tomaba el destartalado camión Santiago de bancas corridas o el perezoso tranvía rotulado Primavera.

    Varios años antes del encuentro con la jovencita, Arturo había cruzado por ese lugar acompañando a sus dos tías solteronas, hermanas de su padre. El trayecto a aquellos lares era largo y se tenía la sensación de ir a otra ciudad. Era rumbo al lejano Mixcoac donde visitaban un convento de monjas contemplativas, con las que interactuaban a través de un interfono. Las tías depositaban los varios regalos que les llevaban en una ventanilla rotante, empotrada en gruesos muros donde las hermanas permanecían enterradas vivas. Las monjas giraban el rotante para recogerlos del otro lado. Todo esto sin que nadie pudiera ver a las esposas del Señor (tan desdichadas como las esposas de los otros señores). Las tías eran espléndidas con las religiosas pero tacañas con todos los demás. Arturo había vivido de chico con ellas en la calle de Guatemala, en el tercer piso del edificio marcado con el número 16 (edificio Escalerillas), desde donde –a través de alguno de los tres balcones- veía la parte trasera de la Catedral Metropolitana. Cuando él, de cinco años, y su prima, de diez, regresaban de comprar el pan y las tortillas, las tías contaban las piezas para ver si se habían adelantado y comido alguna y, de creer que sí, los castigaban sin darles de comer ese día. Las tenían que obedecer sin chistar.

    Una de ellas, la que no era maestra de primaria, era la encargada de preparar la comida, sazonada con sus frustraciones. Sus platillos asqueaban. A pesar del hambre, a los dos niños les costaba trabajo comer el menjurje habitual de berenjenas hervidas. Les sabía mejor el potaje –también sin sazón- de garbanzos. A veces la prima y él comían mejor cuando les daban las migajas que dejaba la abuela, desdentada y encamada.

    Como quiera que sea, Arturo tuvo una infancia llena de privaciones. ¿Cuántos nutrientes negados, cuya falta podría haberle causado insuficiente desarrollo del cerebro, ya de por sí inoculado con supersticiones? Las tías y la abuela rezaban todas las noches el rosario de veinte misterios –de la vida de Jesús y de la Virgen María. Después de cada misterio seguía un Padre nuestro, diez Ave María y un gloria. Encendían unas velas que mareaban al niño, bendecidas por el cura. Para Arturo, el rito diario era sinónimo de martirio ya que mientras lo rezaban lo hacían permanecer hincado en el piso con los brazos en cruz, dando cabezadas de sueño. Para rematar, recitaban la somnífera letanía, machacando un sinfín de títulos de la Virgen María, seguidos de un Ruega por nosotros: Santa María, Santa Madre de Dios, Santa Virgen de las Vírgenes,… De repente cesaban las múltiples referencias a la Virgen; señal de que por fin se había acabado la letanía, pero no, éstas seguían, aunque ahora curiosamente cifradas:

    Torre de David. Ruega por nosotros.

    Torre de marfil. Ruega por nosotros.

    Estrella de la mañana. Ruega por nosotros.

    Arturo, ya de adulto, se preguntaba si este último título, raro para una Virgen, se refería más bien a Venus, la diosa romana del amor. El planeta Venus también es nombrado estrella de la mañana; de donde, ¡la Virgen María es una diosa de la mitología romana! Pero de la multitud de advocaciones, la que las tías más veneraban (al igual que la mayoría de los mexicanos) no era la de origen romano sino árabe: la Virgen de Guadalupe. Seguro que nunca se enteraron de que Guadalupe proviene de Guadalupejo (unión de la palabra árabe guada, río, y latina lupejo, espejo de luz) y de que Hernán Cortés era devoto de ella —patrona de su región Extremadura- y que siempre llevaba consigo una copia de madera.

    Para Arturo fue de primordial importancia que sus devotos compatriotas (todos hijos de la Virgen de Guadalupe) se enteraran del origen de la leyenda. La historia consigna que En 1340 el rey Alfonso XI de Castilla se encomendó a la virgen de Guadalupe antes de la batalla del Río Salado contra un sultán; su triunfo fue conmemorado con el inicio del Monasterio de Guadalupe, cerca de la ciudad de Cáceres, para resguardar la parcialmente quemada estatua de una virgen morena (supuestamente tallada por el propio San Lucas), encontrada por el pastor Gil Cordero, y que aparentemente había sido escondida por los habitantes de la región, cuando la invasión mora del año 714. La imagen de la virgen de Guadalupe fue fundamental tras la llegada de Cristóbal Colón a América, convirtiéndose en símbolo de la cristianización del Nuevo Mundo. Así, por ejemplo, Guadalupe es la patrona de México, donde cuenta con un gran santuario. Podría agregarse que desde el siglo XV el monasterio se convirtió en un centro de peregrinaje, tan importante como Santiago de Compostela. El primer viaje de Colón al Nuevo Mundo fue autorizado aquí, así como el bautizo en 1496 de dos de sus sirvientes indígenas.

    Qué ajenas estaban las tías de percatarse del invento de las apariciones en México en 1531 de la mora morena a un humilde nativo. Apariciones que casualmente ayudaron a la conquista. La Virgen de Guadalupe (¡Oh! María, madre mía) es un sincretismo con la diosa Tonantzin (nuestra madre) que los mexicas veneraban en el mismo cerro del Tepeyac y en el mismo mes de diciembre. La invención de una nueva madre indígena fue magistral. No obstante, varios siglos después, el propio abad de la Basílica de Guadalupe, Guillermo Schulenburg, mandó una misiva al Vaticano en 1996 aclarando que Juan Diego Cuauhtlatoatzinera era un símbolo, no una realidad. Como respuesta el Vaticano lo destituyó e hizo santo al aborigen en 2002 (¡Nomás eso faltaba…!).

    Por lo pronto, las tías de Arturo lo llevaron a pie desde el Zócalo hasta la Basílica de Guadalupe (el segundo templo católico más visitado del mundo, después de San Pedro) para hacer la primera comunión con docenas de otros niños, en una ceremonia masiva (evitando así tener que pagar una individual). Las elucubraciones de Arturo, después de todo, hubieran sido incomprensibles para el par de tías, alienadas por la fe. A ellas (y a la mayoría de los mexicanos) les era imprescindible creer en la Guadalupana. Si bien, el milagro de la aparición fue un invento, no así el creciente fervor por la Virgen de Guadalupe, que cundió por toda la nación y más allá. Por cierto que Arturo se quedó con las ganas de preguntarles si en vez de la prolongada letanía: ¿no bastaba con un sancta maría ora pro nobis?

    Pero dejando de lado el tema de la niñez de Arturo, y retomando el del ambiente del Multifamiliar Alemán, éste era de permanente fiesta. Era un entorno lleno de cordialidad. Los nuevos inquilinos se daban a la tarea de festejarlo todo. La unidad habitacional había sido diseñada en forma integral, como una pequeña aldea para unos tres mil habitantes. Había panadería, carnicería, farmacia, salón de belleza y todo tipo de tiendas y mercados con verduras, frutas y carnes frescas, ubicados en las plantas bajas de los edificios. Éstos estaban dispuestos en forma de eles alargadas, rodeados de jardines y arbustos. La docena de elevadores diseminados a todo lo largo, eran atendidos por amables operadores que saludaban por nombre y oprimían botones mientras giraban la palanca. Lejos se estaba de los sistemas de seguridad que cierran las puertas automáticamente. Ahora, incluso, los ascensores inteligentes ya no tienen ni botones.

    El multifamiliar contaba con una cancha de juegos, una alberca olímpica al aire libre –situada exactamente abajo de las ventanas de Arturo- con prados a los lados (ahí practicaba el clavadista Joaquín Capilla, medalla de oro olímpica 1956), una sala de cine y una estación de radio local que transmitía música continua la cual se oía por la bocina instalada en cada apartamento. La mayoría de éstos era de dos pisos. En unos, las escaleras bajaban y en otros subían a una única recámara completa con un closet amplio, una sala pequeña y un solo baño. La madre de Arturo tenía en la sala un ropero de madera con lunas elipsoidales y una larga consola (con el radio siempre prendido). Debajo de la escalera había espacio suficiente para otra cama lo que, con una cortina, era una segunda recámara donde dormía Arturo. A la entrada había un pequeño comedor seguido de una cocinita. Era una vivienda reducida pero suficiente para una familia de cuatro. Afuera, en los corredores abiertos de cada piso, había barandales de protección con unas jardineras de ladrillo empotradas. Siempre tenían flores y plantas de ornato. La madre de Arturo plantaba y recogía, nada más salir a la puerta, menta, hierbabuena y otras matas aromáticas para sus infusiones y guisos.

    Todo el mundo se saludaba con abrazos y fuertes apretones de mano. Los muchachos y las muchachas se buscaban para reunirse y jugar cualquier cosa que se les ocurriera. Se sentaban en corro en alguno de los pasillos y con una botella que giraban, imponían un castigo al que resultara apuntado, tal como cantar, decir un chiste o ir a pedir azúcar al vecino. Emilia, acompañada de sus tres primas (que también vivían en el conjunto), participaba de vez en cuando en el jolgorio. Fue todo un acontecimiento la instalación de una plataforma en la cancha, sosteniendo uno de los primeros televisores blanco-y-negro, donde se podían ver las transmisiones iniciales de eventos relevantes como el informe presidencial de Adolfo Ruiz Cortines o las peleas de Raúl Ratón Macías, recién campeón mundial de peso gallo, quien popularizó la frase: Todo se lo debo a mi manager y a la Virgen de Guadalupe.

    A partir de los años 50 la televisión fue toda una novedad con eventos y personajes que despertaron una inusitada pasión popular, como los toreros Silverio Pérez y Fermín Espinosa Armillita, los actores-cantores Pedro Infante y Jorge Negrete (casado éste con María Félix en 1953 –año en que también murió-). Por cierto que la Doña (bautizada así por la película Doña Bárbara, basada en la novela de Rómulo Gallegos, donde el propio autor la escogió) protagonizó medio centenar de películas hechas en México, España, Francia e Italia, dirigidas por directores destacados como el surrealista Luis Buñuel y Jean Renoir. Nunca aceptó hacer películas para Hollywood. Sólo me ofrecían papeles de india. ¡Y yo no nací para llevar canastas!, decía con la ceja alzada. Por cierto que la primera transmisión televisada de los Oscar fue el 19 de marzo de 1953. De alguna manera la Doña (de quien Arturo encontraba cierto parecido físico y de carácter con Emilia) representó y enalteció a la mujer mexicana en el mundo, al romper con el papel tradicional de mujer sumisa. Cuando el poeta, novelista y productor de cine Jean Cocteau la conoció, dijo: Tanta y tan intensa es su hermosura, que duele, dicho esto aún siendo gay.

    A todo lo ancho y largo de la década de los 60, las mujeres menudas leían novelones de folletín y fotonovelas con argumentos de Corín Tellado. Los chamacos disfrutaban la lectura de pepines y de las desparpajadas ocurrencias de doña Borolas de La familia Burrón. La televisión empezaba a ser un complemento a la omnipresente radio. La estación de radio XEW era la preferida de las amas de casa y se oía a todas horas en los hogares. Era la XEW de Agustín Lara, Pedro Vargas, Toña la Negra y de muchos artistas más. Era muy popular el programa Las Aventuras de Carlos Lacroix, donde el locutor y posterior actor Arturo de Córdova era la voz –peculiar y varonil- que le dio éxito a la serie, sobre todo cuando en el momento crucial gritaba: ¡Dispare Margot, dispare!, para luego escucharse un par de tiros (fue una desilusión para el niño Arturo ver en el estudio los trucos para producir los sonidos). Por cierto que poco tiempo después salió a la luz pública que Arturo de Córdova (ya casado con la actriz Marga López) y el actor Ramón Gay (apellido, no adjetivo) mantenían un amor pasional en secreto. La prensa lo publicó con motivo del asesinato de Gay el 27 de mayo de 1960 a manos del ex marido de la actriz Evangelina Elizondo. Ramón y ella eran los protagonistas de una obra de teatro. El celoso hombre le disparó al verlos llegar juntos en la noche. Otra cosa hubiera sido si, en vez, el amigo sentimental de Gay hubiese podido gritar "–¡Dispare Evangelina!. Ella había sido escogida, entre cientos de candidatos, para doblar la voz de la Cenicienta" de Walt Disney.

    Los siguientes días, después del encuentro en la cancha, Arturo espiaba a la jovencita y se hacía el aparecido en la parada del autobús donde habitualmente ella lo tomaba para ir a la Academia México donde estudiaba. Su abuela la había inscrito ahí para que hiciera una carrera corta de secretaria ejecutiva bilingüe. Cuando Emilia se percató de la persecución, optó por tomar el autobús una cuadra antes. Parado en la esquina equivocada, Arturo la vio un par de veces pasar triunfante arriba del autobús, disfrutando la evasión al pegajoso pretendiente. Coincidentemente Arturo estudiaba en la Preparatoria 4 de la UNAM, cerca de La Alameda donde también estaba la escuela de ella. Desde ese momento, él se propuso conquistarla a base de ser el muchacho más interesante que jamás ella hubiera conocido. Efectivamente, al ir escuchándolo las veces que hubo oportunidad, Emilia se fue interesando poco a poco, aunque siempre le daba pena presentar al desgarbado estudiante a sus amigas, muy lejos de la imagen del guapo adinerado que le auguraba su familia. Cuando tímidamente Arturo le pidió que fuera su novia, secamente respondió que no, pero a pesar del desdén, a los cuantos días de insistir:

    –¿Quieres probar ser mi novia?

    –Bueno, ¡pero que nadie lo sepa!

    Para Arturo, ¡qué glorioso día! Pero ahí empezó el batallar contra la serie de galanes que la madre empezó a presentarle o con los que ella misma se topaba (como el hijo de la dueña de la Academia México quien, en un descuido, le dio un beso en la boca). Otro de ellos era el creído dueño y director de la revista 4º Poder que la había contratado temporalmente, por unas horas diarias, como su asistente personal y que la llevaba en su automóvil a entrevistar a los políticos y personajes de la época. Arturo sufría enormemente viéndola salir de la casa colonial del dandy (ubicada enfrente del mismísimo multifamiliar, sobre la avenida Coyoacán), sentada desenfadadamente a un lado de él en el coche convertible, pasando cerca de él, que permanecía agazapado detrás de unos arbustos. Qué bochorno cuando una de las hermanitas gemelas de Emilia lo sorprendió espiando de incógnito (sin las gafas puestas). Cuando Arturo manifestó su inquietud a Emilia, ella sonrió y trató de calmarlo diciendo que no estaba aceptando las insinuaciones del catrín, de apellido De la Parra. No obstante, con picardía añadía que a veces le dictaba correspondencia en bata y que le regalaba libros sobre los libérrimos amores de la bisexual bailarina estadounidense Isadora Duncan. ¡Quien quita y…!

    También Arturo tuvo que enfrentarse a la hosquedad de la familia de ella. Un día, el hermano Guillermo (al igual que Arturo, ella tenía un hermano mayor con ese nombre), lo llamó aparte para mostrarle una pistola que acababa de conseguir, amenazándole con usarla si seguía molestando a su hermana. La agresividad era instigada por la mamá y la abuela quienes trataban de disuadir a Emilia de no seguir saliendo con ese estudiante pobre y sin futuro.

    –¿Qué quieres, exhibir a tus hijos en un circo por tener un padre tan feo? –ironizaban.

    Ella bromeaba con el jovenzuelo diciéndole que qué suerte tenía un plebeyo con una reina.

    La familia de Arturo había conseguido el departamento (exclusivos para burócratas), a través de su padre que trabajaba en la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, pero que ya no vivía con ellos. En cambio, la familia de Emilia había logrado rentar dos apartamentos por medio de un pariente político, empleado de la oficina de correos, ubicada ahí mismo en el multifamiliar. Uno de esos apartamentos era para la madre de Emilia y el otro, para un tío, ambos hijos de la abuela de Emilia.

    2

    ANCESTROS DE EMILIA

    Los orígenes de los progenitores de Emilia eran claros en unos casos y oscuros en otros. La abuela y la madre habían nacido en Guadalajara; una a fines del siglo XIX y la otra a principios del siguiente. En cuanto al padre, nadie sabía de dónde había surgido, sólo que era colombiano para luego desaparecer. Arturo y toda su familia habían sido igualmente tapatíos. Era cuando Guadalajara era más tradicionalista, de alma provinciana y mujeres de fiel rebozo (remedo de burka), tierra del mariachi y del tequila, de charros que no se rajan y de falsa charrería de bigote y pistola, como apuntara Neruda. Pero también era la tierra que vio nacer a grandes escritores y pintores como Juan Rulfo, Mariano Azuela, Agustín Yáñez, José Clemente Orozco, Gerardo Murillo Dr. Atl, entre otros.

    La jalisciense era una sociedad anquilosada en el medievo, donde la Iglesia católica dominaba todos los aspectos de la vida. Por aquellos tiempos, los curas ejercían una influencia cabal sobre ancianas, madres, niños y, en general, sobre toda la gente del campo, que constituía la mayoría de la población. Tradicionalmente, el clero había tenido el monopolio de la educación en el México colonial y el independentista. El presidente Benito Juárez había tratado de mermar el poder clerical. Él, a la edad de 24 años, en 1830, fue nombrado encargado del Aula de Física del Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca donde dio algunas clases de física.

    Al adolescente Arturo, al empezar a estudiar la Historia de México, le parecía inconcebible que, en aquellos tiempos post coloniales, un indio zapoteca hubiera podido desafiar al imperio celestial (con sede en Roma) sin que le lloviera fuego divino. El 4 de diciembre de 1860 Juárez había promulgado la Ley de Libertad de Cultos, dejando sin efecto el artículo cuarto constitucional que instituía: La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra. En la Guerra de Reforma (1858-1861) que se desató, curas melodramáticos trepados en púlpitos arengaban al rebaño a ser humilde y obediente. Además, soliviantaban a los feligreses para que tomaran las armas contra el gobierno de Juárez. Desde la misma Catedral Metropolitana (atrás de la cual viviría Arturo), el domingo 21 de marzo de 1858 (cumpleaños de Juárez), el presbítero poblano Francisco Miranda tronaba desde el púlpito: Si Jesucristo derramó su preciosa sangre para redimirnos, es una obligación derramar la nuestra para congraciarnos con Él… Os invito a tomar las armas para matar, en el nombre sea de Dios, a los infieles… Hijos míos: ¡Primero se debe defender a Dios que a los hombres! ¡Preferimos morir antes que someternos a una ley terrenal!

    La familia donde Arturo creció no escapó de la influencia eclesiástica, beligerante y dominadora de las conciencias de los mexicanos. Sin embargo, a él, su estudio de física y de historia en la secundaria le esclarecieron el entendimiento. Eso puede explicar por qué posteriormente Arturo abjuró el catolicismo, para después acceder al ateísmo (agnosticismo en el caso de Emilia). Él había logrado expulsar de su mente la idea de la existencia de un ser supremo, extraterrestre, inventado por mentes primitivas y aviesas. Es conveniente precisar las condiciones previas y posteriores al nacimiento de ambos niños.

    En 1934, un año antes de que Arturo naciera, ocurrió el llamado Grito de Guadalajara a través del cual el general Plutarco Elías Calles hacía un llamado para que los ideales de la revolución mexicana se cumplieran, también, en el ámbito de una educación secularizada. La arenga marcó el inicio de una serie de reformas al sistema educativo que culminó con el decreto de educación socialista, incorporado al artículo 3º de la Constitución, que se refería a que "la educación impartida por el estado debe ser socialista, debe excluir toda doctrina religiosa y combatir el fanatismo mediante la inculcación de un concepto racional y exacto del universo y de la vida social. Pero cuando el gobierno trató de implantarla, muchos cristeros volvieron a levantarse en armas. Ya desde 1931 se habían creado unas legiones defensoras de la religión en Jalisco y Michoacán con unos 20,000 militantes. Fue un movimiento de células guerrilleras, formado por ex cristeros y turbas fanatizadas que saqueaba poblados para abastecerse. Las principales víctimas fueron los maestros rurales que no aceptaban dejar sus escuelas y comunidades. Durante el periodo del gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940) trescientos maestros rurales fueron asesinados y colgados, otros desorejados y torturados. Hubo quema de aulas y boicot a clases. También hubo linchamiento de, al menos, 42 maestros en el estado de Michoacán, lugar de origen de Cárdenas. Estos cristeros redivivos violaban y mutilaban de los senos a las maestras por enseñar el alfabeto y la aritmética, porque –alegaban– atentaban contra la fe. En esa época aciaga, la tía de Arturo era maestra de primaria en Guadalajara, pero no siendo rural no estuvo en peligro. Ese brutal acoso, llamado la Segunda Cristiada", motivó que el gobierno cardenista, en el año de 1938, declarara una tregua anulando la reforma educativa.

    Ese era el ambiente nacional donde habrían de nacer dos criaturas que, al azar, acabarían encontrándose. Sus destinos estarían ligados por un amor imperecedero. Juntos emprenderían largas aventuras. Arturo había nacido en el tirante año de 1935, cuando hubo más de quinientas huelgas y Lázaro Cárdenas iniciara el reparto agrario contra latifundistas ingleses y, poco después, la expropiación petrolera contra Gran Bretaña y Estados Unidos (1938). Arturo había crecido en el seno de una familia muy creyente, porfirista y heredera del catolicismo español colonialista. Aún más, la familia paterna estaba compuesta de una abuela santiguada con dos hijas (solteronas y persignadas), una hermana monja y un hermano sacerdote (el tío abuelo Federico que había quedado jorobado al caer del caballo, huyendo durante la Guerra Cristera). Arturo tenía también un tío monje enclaustrado en el convento de Zapopan. A esos dos niños ya no les tocó la educación socialista. Emilia hizo la primaria en diversos colegios de monjas y Arturo, en una escuela de gobierno en la ciudad de México, completada con lecciones sabatinas de catecismo en la Catedral Metropolitana, atrás de la cual vivía con su abuela. A propósito, Maximiliano y Carlota habían sido coronados en esa misma catedral el 10 de abril de 1864, setenta y tantos años atrás (en tiempos de cuando nació la abuela de Arturo).

    Hablando de la otra abuela (la de Emilia), en las reseñas de la ciudad de Guadalajara se menciona la inauguración del bello Teatro Degollado (nombrado en honor del general Santos Degollado –gobernador de Jalisco en 1855-1856- llamado el Héroe de las Derrotas). Aún sin haberse instalado el alumbrado eléctrico en el teatro, el 13 de septiembre de 1866 (cinco años después del asesinato de Degollado) se presentó la primera función con la ópera de Donizetti, Lucía de Lammermoor, actuando como prima donna la soprano Ángela Peralta, conocida mundialmente como El ruiseñor mexicano. Posteriormente, por este teatro desfilarían Anna Pávlova, Andrés Segovia, Pablo Casals, Rudolf Nuréyev y otras celebridades.

    Precisamente a principios del siglo XX, durante alguna de esas representaciones en el teatro Degollado, doña Alejandra Chávez Huerta –abuela materna de Emilia- conoció al británico Henry Steward. La tradicional sociedad tapatía completaba las idas a misa los domingos con una que otra asistencia esporádica al teatro. Seguramente doña Alejandra había presenciado varios de esos espectáculos ya que en aquel tiempo estaba a cargo de la taquilla. Era bajita, morena clara, carirredonda, pero que lo compensaba con unos ojos vivarachos y una sonrisa franca con los que cautivó al austero Steward (mientras éste compraba su boleto). El señor Steward era alto, delgado, rubio, de facciones finas. Los retratos de su familia en Inglaterra mostraban una familia de ilustre linaje, vestida elegantemente de negro, a la usanza de fines del siglo XIX. Steward decía ser el dueño de una fábrica de hilados textiles en el poblado de Ayotla (estado de México) y de una fábrica de cerillos. Dijo también a doña Alejandra que era soltero y que quería casarse con ella.

    Del matrimonio nacieron Héctor –rubio como su padre- y las niñas Enriqueta (futura madre de Emilia) y Celia. Sin embargo, poco duró el cuento de Cenicienta. Un buen día, a escasos tres años de casados, se presentó en la casa una señora con dos niños alegando que era la primera y auténtica esposa del señor Steward. Esto bastó para que doña Alejandra tomara a sus tres pequeños hijos y abandonara la comodidad proporcionada por la riqueza del marido. De nada valieron los ruegos y las explicaciones de que hacía tiempo que estaba separado y la promesa de dar a sus hijos una inmejorable educación en Inglaterra.

    La aguerrida señora, dando muestras de un carácter férreo y decidido, se montó en el tren hacia la lejana Ciudad Juárez, donde ideó rentar una casona y acondicionarla para recibir huéspedes. La casa que alquiló, de pesado portón de madera y de pisos de baldosa, tenía un largo zaguán que conducía a un patio alrededor del cual estaban las varias habitaciones para rentar, sobre todo a estudiantes. Para cocinar, ella misma partía leña con sus tacones o compraba costales de carbón bola (vendidos en pequeños expendios atendidos por fantasmas renegridos que mostraban dientes y ojos relucientes) para encender las hornillas de la rústica cocina, de altas paredes tapizadas de cazuelas de barro y platones de cobre de todos los tamaños. Ahí preparaba apetitosas comidas para los huéspedes, ayudada por una vieja cocinera y un par de muchachas de brillosas trenzas que remolían la maza de maíz en el metate para hacer tortillas en un comal, al mismo tiempo que machacaban chiles, jitomates y especies, en el molcajete para una fresca salsa.

    La abuela, sin estudios –y en aquella época-, no hubiera conseguido ningún empleo que le diera lo necesario para mantener a sus tres pequeños hijos. Ella conservaba un baúl de lámina abollada donde guardaba sus recuerdos atrapados en unas fotos tono sepia. En una de ellas aparecía su mamá (bisabuela de Emilia) quien lucía como una indiecita, denotando su humilde origen. Eran los tiempos donde no había baño dentro de las casas sino que las recámaras disponían de un aguamanil de porcelana, montado en un aro de cuatro patas de fierro donde colgaban las toallas para lavarse la cara por las mañanas. Las madres usaban betún para lustrar zapatos, huevo de madera para zurcir calcetas y máquina de coser de pedal Singer. Con una de estas, años después, la abuela haría las faldas y blusas de la adolescente Emilia. Las cosas duraban muchos años, más que los mismos dueños. Una bisnieta, de nombre Natalia, aún conserva y usa dicha máquina de coser.

    Cuando una de las hijas de la señora Alejandra, la de nombre Enriqueta, cumplió los quince años, entró a trabajar en una tienda de sombreros finos. La elegancia y belleza de la doncella conquistó a un ingeniero de minas colombiano que de repente apareció –nadie sabe de dónde- y que dijo llamarse Esteban Mondragón Saavedra. A las pocas semanas pidió permiso para casarse con la jovencita. Él le triplicaba la edad pero, aun así, la abuela insistió en que era un buen partido y, finalmente, Enriqueta accedió. Él era muy cariñoso pero inmediatamente adoptó un papel paternal. Ella no podía salir de casa sola pues decía él que temía por su seguridad, aunque más bien era por el temor de que en cualquier momento encontrara alguien con quien congeniar mejor. De ese tan apresurado y disparejo matrimonio nació el niño Guillermo y un año después, en 1939, los gemelos Emilia Dulce María y Eduardo Enrique (en orden de aparición). Lo curioso del asunto es que estos dos nacieron en Ayotla y no en Ciudad Juárez y sin que los conociera el desaparecido padre. El desangelado matrimonio de doña Enriqueta y don Esteban había durado menos de dos años. Probablemente la señora Enriqueta quiso reencontrarse con su padre (diecisiete años más tarde) y, con la anuencia de doña Alejandra, se desplazaron de la frontera al centro del país buscando acercarse al lugar donde estaba el viejo Steward, por si acaso tuvieran que requerir alguna ayuda.

    El misterio del origen del ingeniero Mondragón sigue hasta la fecha. Nunca nadie supo en qué ciudad de Colombia nació, quién era su familia y, sobre todo, el motivo por el que había emigrado y nunca regresado a su patria. Lo único que se sabía era lo poco que él había contado acerca de su afición a la exploración y explotación de minas de oro y el de ser inventor. Desde hacía varias décadas existían en Colombia bandas que se dedicaban a la explotación de minería en la zona oriental donde había minas de carbón y oro. Tal vez, sin ser maleante, el ingeniero Mondragón fuera uno de los muchos pequeños mineros que hacían extracción artesanal de oro, aunque sin licencia. La mitad de las aproximadas seis mil minas de carbón y oro colombianas eran (y son) clandestinas, aunque no todas están ligadas al tráfico de drogas. El padre de Emilia siempre vestía de traje, corbata y sombrero. Lucía como todo un caballero, decían quienes lo conocieron. Él conservaba un documento con el número de una patente suya, registrada en Estados Unidos sobre una maquinilla de afeitar que vibraba:

    {patent:3066413,

    title = Safety razor,

    author = "Mondragon Saavedra, Esteban}

    Cuarenta años después, coincidentemente, Gillette fabricaría una similar.

    La joven madre Enriqueta y su mamá formaban un matriarcado donde Emilia crecería y se nutriría. Las tres generaciones –abuela, madre e hija- terminaron por instalarse en la ciudad de México hacia el año de 1951, cuando Emilia tenía 12 años, después de haberse mudado a varias ciudades tales como Durango y Torreón (ya que la abuela siempre seguía a su hijo Héctor dondequiera que éste fuera). Una anécdota de aquella época (que puede dar una pista sobre el complejo carácter de Emilia) fue cuando un día en Torreón, la niña, impecablemente vestida, subió al autobús de la escuela y los compañeritos le preguntaron que quiénes

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