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Entre la arena del reloj
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Libro electrónico151 páginas2 horas

Entre la arena del reloj

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Un personaje bajo el nombre de Andrés Amat y Tortosa busca rescatarse del olvido en una ciudad de la provincia mexicana. Mientras que trata de encontrarse a sí mismo en un tiempo que, él asegura, no es el suyo, Andrés Amat nos guiará de forma tragicómica por la vida tradicional de Guanajuato a través de sus vivencias, sufrimientos e ilusiones. El amor y el desamor lo llevan a cuestionarse el presente de forma políticamente incorrecta; y en su proceso de adaptación conocerá personas que lo acompañan en su soledad: una viejecita, amigos, viajeros, o incluso un amor prohibido. Pese a ello, la desesperación y el miedo al abandono lo empujan a hallar respuestas en las pasiones y en las supersticiones que envuelven a la sociedad que lo rodea.

IdiomaEspañol
EditorialWalter Arias
Fecha de lanzamiento11 may 2019
ISBN9780463616420
Entre la arena del reloj
Autor

Walter Arias

Walter Arias born in Guanajuato, Mexico. Specialized in History of Catalonia and New Spain in XVIII century, currently is focused in narrative writing. Now he is preparing a historical novel set in Barcelona and Mexico during 1784 and 1817.

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    Entre la arena del reloj - Walter Arias

    I

    Noches de insomnio

    Después de un larguísimo periodo vagando por el mundo, aparecí desconcertado en Guanajuato. En uno de mis últimos destinos antes de arribar al territorio mexicano conocí a Eulalia, quien prometió acompañarme en esta travesía. El día de nuestra partida la esperé en el puerto hasta el último minuto y jamás llegó. Mientras que el tiempo se agotaba venían a mi cabeza el transcurrir de imágenes vividas y los planes juntos en este lugar. Era diciembre del 2005 y estaba temeroso por encontrarme con el pasado sin ninguna compañera más que la derrota. Pese a eso, quise comunicarme, pero no obtuve respuesta. Yo acostumbraba a escribir con plumilla, tinta y papel sellado con lacre, pero no tenía forma de saber de ella pues esta juventud ya no solía redactar cartas. Aun así no quise culparla y responsabilicé al servicio de correos. ¿Qué estaría haciendo? había demasiadas respuestas y ninguna que me hiciese sentir mejor. Tenía que retomar mi vida en esta pequeña ciudad.

    Llegué a vivir al pueblo de Marfil, donde otrora existía una rica hacienda y un cuartel, ahora en cambio había casas de gente adinerada y de mal gusto, alguna chabola y tiendas de cerveza por doquier. En mi búsqueda por un lugar donde dormir, hallé un cuarto modesto con una viejecita al lado del antiguo cementerio. La casa de la señora Lupe estaba sin acabar, demasiado ladrillo a la vista sin resanar, amplios espacios grises y una imagen de la virgen de Guadalupe adornaba el salón principal. Por el día la vivienda mantenía un frescor agradable, pero por las noches había que usar tres o cuatro frazadas para dormir. Una vez teniendo un techo, guardé mis pertenencias, puse un viejo cartapacio debajo de la cama, en el que guardaba mis recuerdos, entre ellos, una servilleta con una falsa promesa de amor que me hizo Eulalia. Decidí salir de la depresión y no repetir los mismos errores que cometí en la vida pasada.

    En cuanto tuve más confianza con la señora Lupe, le solté mis lamentos y lloriqueos acerca de Eulalia. La señora, menuda, con el pelo canoso y atado en una trenza larga me miraba con incredulidad hasta que dijo de forma maternal: llora todo lo que quieras, pero en seis meses te estarás riendo de tu muina, de tus lamentos y tus pendejadas. Me instó a buscar trabajo para mantener la mente ocupada y no sentir más la traición. En un par de días encontré un empleo de mensajero gracias a un anuncio en el semanario local y según el cual debía entregar documentos que los bancos enviaban a sus clientes, con un horario libre y con la promesa de un buen sueldo. Por otra parte, existían algunas universidades en la ciudad y fui a ofrecerme como profesor. En la más afamada me pidieron un comprobante de la formación académica y una autorización para trabajar, ambos detalles no los tenía conmigo, en mi cartapacio llevaba los reconocimientos y condecoraciones de Su Majestad Carlos III, los cuales después de más de dos siglos no serían válidos, aparte que las autoridades académicas ignoraban quién había sido aquel gran monarca. Sin embargo, la mujer encargada de las contrataciones me dio un voto de fe:

    ─¿No podría usted conseguirlos durante este semestre?

    ─Pues todo lo que tengo son mis reconocimientos de mediados del siglo XVIII, firmados por el rey de España, ¿pueden valérmelos? En esa época México tenía al mismo soberano─. Traté de convencerla que mis razones no eran equivocadas. La mujer rio y con una sonrisa apuntó mi nombre en una lista.

    ─Usted parece buena persona y nos ayudará formando a los jóvenes, pero por favor, trate de conseguir los papeles que le pido para que el próximo semestre volvamos a contratarlo─. Le agradecí su confianza y me fui pensando que afortunadamente esos votos de fe aún se daban en lugares provincianos. El martes siguiente comencé. Dictaba una clase en el curso preparatorio para la universidad y el resto de la semana lo empleaba con el trabajo de mensajero, que debía compensar los huecos económicos pues la docencia estaba mal pagada.

    En una diligencia me encontré con un lugar donde enseñaban lenguas, era una escuela de idiomas perteneciente a la universidad. Pensé que aprender francés sería una buena idea, recordaba la tarde en que Eulalia comentó que su madre nació en el país gabacho y ostentaba la lengua gala. En esa ocasión mientras tomábamos café en una librería, me enseñaba a decir Je t’aime, faire l’amour, tu as cette fille à tes pieds et t’aime à la folie, ¡Qué risa me da ahora! pero en ese momento la creí sincera y como un enamorado soñé que cuando nos vieran en el altar, en lugar de tirarnos arroz nos darían monedas de oro por su soberbia belleza. En otra de las diligencias toqué una puerta de la cual salió una mujer. Le repetí lo de todos los días:

    ─Buenas tardes, aquí traigo este documento, ¿puede firmar de recibido? ─La señora me miró desconfiada, sentí incomodidad─. No encontraba el número de la casa ─comenté, para destensar el momento.

    ─No eres de aquí, ¿verdad? ─dijo sin quitarme la vista.

    ─Pues si le dijera que vengo de otro siglo ¿me creería?

    ─Es que en esta calle hay tres casas con el mismo número y solo quienes son de aquí pueden saber cuál es cual ─me explicaba mientras le daba una pluma para que firmase el comprobante─. Es que ¿sabe usted? hace unos meses alguien echó tierra de panteón en mi puerta. Me maldijeron, estuve a punto del suicidio y creo que los responsables fueron los de la casa de enfrente que tiene el mismo número que la mía ─clavó su mirada perdida en mí y con voz ronca continuó:

    ─Pero ya estoy curada, una persona muy católica me ayudó. Solamente ahora voy con una psicóloga que está por ahí delante, quien mantiene mi alma limpia.

    ─¿Una psicóloga? ─deduje que era una sanadora de almas y podía ser de gran ayuda. Corté rápido la conversación acerca de las supersticiones con la tierra del panteón y me di la tarea de buscar a la psicóloga que mencionó la mujer. Aunque sinceramente, no solía creer en personas que cobran para escucharte, ya lo había experimentado alguna vez con los curas, los cuales fungían como sanadores y aconsejaban sobre todos los temas, incluidos los amorosos, pero que finalmente acababan diciendo: la solución está en la fe que le tengas a Dios. Decidí buscar a la sanadora de almas para que me ayudase a apagar el fuego que Eulalia había avivado como si hubiese echado una cerilla en un bote de brea. Hasta que por fin, un día de enero con sentimientos de inseguridad, me senté frente a la mujer que daba consultas en una pequeña enfermería, donde solían caer universitarios cercanos a las congestiones alcohólicas. La sanadora de almas me citó cada semana en su consultorio. Al lado estaba una gran tienda ostentosa de víveres que ocupaba el lugar de la antigua hacienda de beneficio que vagamente recordaba. En las primeras sesiones la sanadora puso el dedo en la llaga, hizo preguntas sobre la relación por la que yo sufría, por mis estudios, por mis proyectos, etcétera. Le expliqué que venía de otro tiempo, supuse que estaba habituada a que muchos trastornados le contasen cosas de esta índole. En unas pocas sesiones desarmó la ilusión formada alrededor de Eulalia, aunque en un primer momento quise aferrarme. Quería escuchar que volvería tarde o temprano, pero la sanadora de almas pacientemente expuso de manera benévola, que en el siglo XXI las cosas eran distintas al tiempo del que venía, ahora las jóvenes de acuerdo a sus edades y contextos llegaban a enamorarse al menos de veinte hombres al mes, por lo tanto, no era recomendable una relación con alguien que estuviera en un ambiente que, en teoría, yo había superado años atrás, o incluso siglos, me dijo con una sonrisa de complicidad. Eulalia tenía veintiún años cuando la conocí mientras yo estaba finalizando mis treinta. Entendí lo que dijo la sanadora, pero me encontraba ante la tentación: una alumna de diecinueve años llamada Claudia, cada martes al terminar la clase se acercaba sin ningún pretexto, con la mirada penetrante, sonriendo de forma coqueta y con un escote pronunciado. Tenía ganas de invitarla a salir, pero el fantasma de la traición de Eulalia me frenaba.

    Comencé a salir los fines de semana a conocer la ciudad. Donde antiguamente se le conocía como la plaza mayor ahora era llamada de la paz, la antigua casa de cabildo y cajas reales seguían siendo parte de la administración local. No obstante, había nuevas construcciones que embellecían el paisaje, pues las zonas circundantes de las haciendas y donde solían vivir los mineros eran bastante decadentes. La minería ya era solo una añoranza, en cambio, había un bello teatro, árboles, túneles, la calle subterránea que antiguamente era el desagüe de las letrinas y de las haciendas, la universidad principal cuyas escalinatas me recordaban a Gerona, una enorme alhóndiga construida por mi sucesor con el fin de evitar desabastos, una estructura interesante que cubría a un mercado y un esperpéntico monumento rosa de un hombre en la punta del cerro de San Miguel. Las casas céntricas solían estar del color de la piedra o con estucado blanco, ahora estaban pintadas de colores. Era famoso en la ciudad un museo macabro donde exponían gente momificada, pero me negué a visitarlo. En fin, tenía la sensación de ser un turista quien descubría novedades ávidamente antes de regresar a su tierra.

    Un viernes de enero entré a un lugar llamado Bartolo, era una de las antiguas casas situadas frente a lo que fue la del Conde de Rul; pedí una cerveza mientras observaba el panorama. Jóvenes entonaban canciones de amor y desamor. Ahí conocí a Eduardo, Armen y Ciro, los tres estaban sentados en una mesa, misma que acompañaban con una cubeta repleta de hielos y varias cervezas dentro. Ciro me invitó a sentar e inmediatamente hicimos buenas migas. Comentaron que cada tarde se veían para beber o charlar en el Jardín de la Unión y los fines de semana solían venir a este lugar a cantar. Eduardo por su parte, compartía poco con ellos, pero tuvimos una

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