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La caja de música
La caja de música
La caja de música
Libro electrónico320 páginas4 horas

La caja de música

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Una caja que abrirá las puertas de tu imaginación.

La novela relata en dos planos temporales, separados por siglos, la historia de un objeto, una caja de música.

Una aristócrata la deja en herencia secreta a su hija. Siglos después, sus antepasados contratan los servicios de Clara Alcázar, que se traslada al sur de Francia para descubrir el misterio de la caja.

Clara se verá así inmersa en la historia de Glorian de de Thémines, esposa del Duque de Sévèrac y será testigo de su amistad con la Duquesa de Chevreuse. Ambas desvelarán las intrigas en la corte del rey Luis XIII, y su esposa Ana de Austria, y su enemistad con la corte del rey Felipe IV e Isabel de Borbón.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento3 mar 2017
ISBN9788491129851
La caja de música
Autor

Natividad Ramírez Ruiz

Es natural de Jaén, ciudad donde reside con sus dos hijos. Tiene 47 años. Lleva casi 25 años trabajando en el sector bancario donde ha ocupado puestos de responsabilidad y de dirección de sucursal, en distintas oficinas del actual Banco Mare Nostrum (anterior Caja de Ahorros de Granada). En la actualidad es empleada en la oficina principal que la Entidad tiene en Jaén capital. Es Licenciadaen Ciencias Empresariales y Económicas de la Universidad de Jaén, con las especialidades de Balances y Contabilidad de Costes, en la diplomatura y Dirección estratégica y comercial, en la licenciatura respectivamente. Se declara lectora empedernida y apasionada de la literatura desde que era muy pequeña. Posee el blog www.latrastiendadechocolate com. Tiene otros hobbies como la cocina, la pintura y los viajes.

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    La caja de música - Natividad Ramírez Ruiz

    Prólogo

    Nada te turbe,

    Nada te espante,

    Todo se pasa,

    Dios no se muda,

    La paciencia

    Todo lo alcanza

    Quien a Dios tiene

    Nada le falta:

    Solo Dios basta.

    Santa Teresa de Jesús

    Convento de Nonenque. Aveyron. Junio de 1706

    Hoy me cuesta respirar. Me siento tremendamente fatigada, por lo que me he retirado temprano a la celda, saltándome los maitines; la Madre Abadesa ha dispensado esta ausencia.

    Quizás la vida intramuros de las monjas cartujas: de sosiego, rezos y vida contemplativa, marcada por la soledad, han favorecido hacer mi vida más longeva y, con ello, alargar también la carga que pesa sobre mi corazón.

    El sufrimiento de la que un día fue mi señora, de la que fui su confidente, sirviente, y hasta me atrevo a decir que amiga, me ha acompañado todos estos años.

    Aún me queda una promesa sagrada por cumplir. Me la encomendó en su lecho de muerte y me imploró que tomara este encargo como si su propia vida dependiera de ello: debía entregar a su hija una preciosa caja. No una caja cualquiera; una artesanal y primorosa caja de madera de la que, al destapar su tapa, emana una dulce melodía tintineante y una bella dama danza y gira con elegancia, embelesando a cualquier espectador que la vislumbre; le acompaña un caballero y ambos conforman una armoniosa pareja. La caja contiene un pequeño secreto...

    Debo devolver este presente a su dueña pero las fuerzas me han abandonado. Ya estoy vieja y cansada.

    Atrás quedan ya los tiempos de banquetes, opulencia, baños perfumados, encajes, sedas y bordados y la corte de nuestro rey... tan lejos que, a veces, pienso que lo soñé.

    Soy Sor Paullete (probablemente por la procedencia de mi origen humilde) pero en otro tiempo me llamé Juliette...

    A duras penas, y con mucho esfuerzo, me levanto y, con letra temblorosa, escribo el nombre de mi pequeña niña —ahora una burguesa adulta— encima del paquete.

    Me falta el aliento y casi me desmayo. Siento la humedad de las paredes en mis huesos. A rastras vuelvo a mi catre y me tumbo sobre un colchón de lana, que parece una nube esponjosa, para el reposo de mi maltrecho cuerpecillo. Aprieto el crucifijo entre mis manos aferrándome a él, me proporciona tanto consuelo y paz… Mis párpados se resisten a permanecer abiertos y me invade un sopor ajeno que se apodera de mi voluntad. Creo que el momento de mi descanso ha llegado al fin ¡Hace tanto tiempo que lo deseo!

    Capítulo I

    Madrid. Noviembre de 2014

    Se despertó muy temprano, antes de que se filtrara ningún rayo de sol por las rendijas de la persiana. Clara pensó « ¡Paradojas de la vida!: el día que una puede quedarse hasta tarde durmiendo, un resorte te abre los ojos al amanecer y, sin embargo, el día que tienes que madrugar, odias cuando el despertador suena y tienes que salir de ese caliente refugio que resulta la cama». Tenía además el móvil apagado para evitar que el sonido de una llamada o de un mensaje alterara su sueño pues, como bien sabía, una de las premisas de la ley de Murphy aseguraba que el día que no se trabajaba temprano, te llamaban a las ocho de la mañana para consultarte algo o, lo que es peor, para intentar venderte algo.

    Su perro Gus, regalo de Edward, dormía plácidamente acurrucado en su cesta de mimbre y cuando se percató de que su dueña se incorporaba de la cama, la miró con ojillos resignados: «Otra vez se ha desvelado ésta», pensaría. Era un cachorro de raza terrier tibetano, de color caramelo —de ahí el nombre; Gus— que recordaba a los caramelos de su infancia. Tenía un carácter tranquilo pero, a veces, sacaba la vena testaruda y juguetona. Su pelo largo era indomable; no se dejaba cepillar ni acicalar con facilidad porque no era nada presumido, tenía un espíritu hippie algo chapado a la antigua.

    Para confirmar la hora, Clara se sentó y se asomó a una radio despertador que no utilizaba habitualmente y que, por eso, estaba en el lado del copiloto de la cama: «Las seis y media de la mañana», comprobó horrorizada, pensando en voz alta.

    Se preparó un té. Antes solía tomar café pero desde que inició una relación con Edward —un irlandés de pura cepa—, se aficionó a este bebedizo, como solía llamarlo ella.

    Clara y Edward se conocieron en el cóctel de presentación de un libro, de un conocido escritor inglés, que ella había traducido al español.

    Ya duchada, vestida y desayunada, se sorprendió no haber oído el constante sonido de los WhatsApp entrantes: « ¿A las diez y media?». El tono WhatsApp formaba ya parte de la BSO de su quehacer diario. Pero, « ¡Oh no!», se le había olvidado que el móvil estaba apagado y cuando lo encendió tenía diez mensajes pendientes de leer y otros tantos grabados en el buzón de voz. De todos, el más sorprendente era el que le había dejado grabado Aurora: «Clara, ponte en contacto conmigo cuando leas el mensaje: Lo que tengo que decirte creo que te interesa mucho».

    Clara era traductora-intérprete y aunque durante años trabajó como empleada en una compañía editorial de prestigio internacional, se cansó de tantas exigencias y decidió establecerse como free-lance. Tal decisión provocó que sus honorarios mermaran ligeramente pero al menos disfrutaría de tener la satisfacción de trabajar solo en aquellos proyectos que le gustaban. De vez en cuando, le salía algún trabajo especialmente remunerado y con esos extras, saneaba su economía una temporada. Con la cuenta corriente del día a día; unos pequeños ahorros y un plan de pensiones, que iba engordando a golpe de excedentes, se bastaba.

    Desde hacía doce años vivía en un ático pequeño, pero coqueto. La joya de la corona de su apartamento era una terraza con la misma extensión que la parte habitable. Estaba situado en las afueras de Madrid, en un barrio tranquilo y con muchas zonas ajardinadas. Lo adquirió cuando trabajaba en la multinacional y con la idea de cambiar pronto a una casa residencial, con un marido tipo Ken y rodeada de niños correteando —situación que nunca llegó a producirse—.

    A estas alturas de la vida, Clara había perdido ese exacerbado espíritu maternal que acecha a las mujeres entre los veinte y los treinta y tantos años por lo que ya había superado la edad límite y el tópico del reloj biológico. A sus treinta y ocho años, esta inquietud la satisfacía con el simulacro de descendencia que le suponía cuidar a su cachorro.

    En este tema —el de la maternidad— nunca sintió ese reclamo, ni aún siquiera en la infancia: de pequeña, junto a otras niñas de su edad, se sentía rara. Mientras sus amigas jugaban a las muñecas, a ser las perfectas mamás, Clara, sin embargo, se embelesaba mirando los dibujos de los cuentos que le regalaban aun antes de aprender a leer. Los adultos, en las reuniones familiares, decían delante de ella: «Mira Clarita qué aspecto de inteligente tiene, como si entendiera lo que pone…» y aunque no entendía nada, sí sabía que provocaba admiración, por lo que más se concentraba en la aparente lectura.

    Siempre gozó de una imaginación desbordante que le causó, las más de las veces, regañinas y alguna que otra complicación. Se ilusionaba fantaseando historias con las barajas infantiles de personajes que representaban oficios, a los que unía de forma totalmente aleatoria: el pescadero lo emparejaba con la panadera; a ésta la emparentaba como hija del carpintero y la enfermera; aquél como pariente del jardinero y la pescadera, rocambolescas uniones e historias que sus amigos, primero celebraban con risas, pero luego censuraban porque no se atenía a las normas reales del juego que dictaban que ganaba aquél que consiguiera más parejas de oficios similares, de ambos sexos.

    Esa afición por la lectura se fue alimentando con el paso de los años y, paralelamente, la llevó a desarrollar una pasión desmedida por conocer el mundo —en esa época solo lo conseguía a través del papel impreso —.

    En la adolescencia Clara llenaba su cabeza con miles de sueños dispares: se veía bajo el refugio de una choza africana, levantándose al alba para dibujar un amanecer espectacular ante sí; o lavándose los pies en el Ganges, vestida con un sari de seda color amarillo limón; o tomando café en la plaza de San Marcos, con la cabeza cubierta con un canotier chic, manos enfundadas en guantes cortos de piel y luciendo un trajecito de chaqueta Chanel entallado, mientras le esperaba una góndola que la llevaría a un concierto en el palacio del Dux.

    Ya rozando la mayoría de edad, se acercó la tremenda decisión de elegir carrera y, por ende, porvenir. La idea que tanto tiempo cultivó de estudiar turismo se vino abajo tras una charla que le ofrecieron, de orientación profesional, en el instituto donde estudiaba. Un tipo barbudo, y al que definiría como un grosero, director en el departamento de viajes de un gran centro comercial, le quitó las ganas. Clara siempre lo contaría así:

    —Me acerqué tímidamente a preguntarle, tras la mesa redonda, si al gustarme tanto conocer mundo, me aconsejaba que debía trabajar en el sector de las agencias de viaje, a lo que él contestó «Ay chiquilla, en dónde vives, los empleados de las agencias son los que menos viajan. Su trabajo es organizar viajes para los demás en las épocas estivales de vacaciones de toda la vida, ¿adónde crees que viajaras tú en esas fechas? Con un poco de suerte, a tu casa a descansar tras una jornada de trabajo maratoniana. Y cuando te tomes unos días de vacaciones, ¿quién te podrá acompañar en días hábiles y meses a destiempo? Estas adolescentes de hoy es que no piensan…». Decir que le arrojó un cubo de agua es decir poco, ¡¡¡el Mar Mediterráneo entero!!!

    Así que, descartada la idea de Turismo, pensando y requetepensando, se decidió por una licenciatura en Idiomas y la especialización en la rama de Traducción e Interpretación; al menos, trabajara donde trabajara, viajaría sin las fatigas de desconocer el lenguaje.

    Capítulo II

    Chatêau de Sévèrac, Junio 1637

    Estoy algo alterada y por eso mi doncella trata de tranquilizarme diciéndome que estoy muy hermosa.

    Mi esposo, el Duque, quiere que todo esté perfecto, es muy importante para él esta visita que se anunció hace ya algunos meses y que hace que, desde entonces, esté irritable, nervioso y malhumorado.

    La Reina Ana vendrá acompañada por seis damas de la corte, tres de ellas españolas y tres francesas; éstas últimas impuestas por la Reina Madre, María de Médicis.

    Mi marido, orgulloso de que mi padre, el Mariscal, incluyera en mi formación el dominio de la lengua de Navarra, alberga grandes esperanzas de que la consorte del rey Luis XIII de Francia se encuentre cómoda y entretenida con mi conversación y atenciones.

    Debo hacer honor a mi familia para no ensombrecer la memoria de la casa de la que procedo, ni el linaje de la de mi esposo.

    Mi padre me concertó un enlace muy ventajoso después de los desgraciados acontecimientos que tuvimos que superar en la familia. Quién iba a pensar que el descerebrado de mi hermano mayor, tras una disputa, iba a acabar con la vida del hermano del que después sería su Ilustrísima, el Monseñor Cardenal Richelieu.

    La educación de mis hermanos y la mía fue muy estricta, fruto del carácter duro y severo de mi padre, el Mariscal de Francia y Señor de Thèmines.

    Un año antes del enlace con el Duque, mis dos hermanos varones y mi única hermana: Charles, Antoine y Claudine respectivamente, ya no disfrutarían de verme casada. Fallecieron todos en 1621 como si hubiésemos sido víctimas de una trágica maldición. Me encontraba sola, sin los compañeros de juego de mi infancia y sin mi querida hermana, a la que me sentía profundamente unida. Aún sin haber recuperado la sonrisa, a la temprana edad de veintidós años me descubrí esposándome con un señor mayor; rudo y áspero en sus maneras; autoritario; seco y de carácter bronco, al que conocí días antes del enlace.

    Pero no me quejo, mi padre hizo todo lo que pudo para darme un buen futuro. El duque -que ya contaba con la edad de cuarenta años- aceptó nuestro compromiso por el parentesco, a través de mi abuela, con una Gontaut-Biron, una de las familias más importantes de la nobleza francesa.

    Tengo que darme prisa pues aunque ya mi peinado y vestuario estén dispuestos, los reyes están al llegar.

    —Apriétame el corsé y me calzas esos incómodos tacones de preciosos lazos; esos que hacen juego con el color salmón del vestido. —farfullé apresuradamente a Juliette.

    Antes de dar la bienvenida a nuestros ilustres invitados tendré que dar una vuelta por las cocinas para comprobar que todo se cumple según lo previsto.

    Mi querida doncella, estoy segura de que la receta de nuestro maestro cocinero, las perdices al chocolate, los va a dejar impresionados…le dije a Juliette.

    No en vano ha sido la Reina Ana la que ha impuesto la costumbre de tomar chocolate a la taza en los salones parisinos, alabando continuamente las posesiones españolas de las tierras de donde procede este rico alimento. Cuando vea el uso de este manjar en mi cocina..., pensé.

    Juliette, asegúrate de que ya se han cortado los racimos de flores para los centros y lucen frescos, en jarrones, por todos los rincones del castillo. —. Deseo que inunden con su aroma todo el ambiente.

    Mi esposo, para esta ocasión, ha mandado reformar dos salones, con mobiliario y cortinaje nuevo que ha dado un aspecto más renovado a nuestro hogar.

    ¿Has ordenado, como te dije, que esta noche se enciendan velas y antorchas en todas las estancias del palacio? —le recuerdo a Julietteincluso las de los pasillos intransitados. —. Quiero que nuestros señores admiren los tapices y vean que aquí no se escatima en su recibimiento.

    Llevo dos meses aprovisionándome de los mejores quesos de la zona, de los mejores caldos vinícolas, de las verduras y frutas más jugosas y todo está ya perfectamente ordenado en los sótanos de las cocinas y despensas. Mi marido no tendrá queja, durante los días que celebraremos los fastos de tan grata visita todo va a salir perfecto.

    —Señora, estad tranquila —replica Juliette, que ve a su señora muy agitada—. En el establo los caballos están listos para ser ensillados y para cabalgar mostrando la belleza de nuestros campos, no poco se han esmerado vuestros lacayos en cepillar y acicalar a los equinos para que se aprecie su valiosa procedencia.

    —Mostrarán todo su esplendor, sí, Juliette, el Duque posee los mejores pura sangres españoles —de origen árabe— del condado.

    Los pasteleros de la región van a dejar boquiabiertas a las damas con repostería exquisita que, estoy segura, luego solicitarán para ofrecerla en las tertulias de sus casas de París.

    —¿Qué me dices de nuestros hojaldres, querida? —pregunto a la camarera.

    —Señora, las damas españolas que asisten a la reina tienen fama de golosas. Tened la certeza de que sabréis satisfacer sus paladares holgadamente, los dulces de nuestro pueblo son deliciosos —aseguró la joven doncella.

    Se escucha mucho jaleo en el patio, he mandado a Juliette que me cuente lo que pasa. Hoy mi esposo ha permitido que se abra el paso por la muralla a las gentes de la ciudad para dar la bienvenida al cortejo real y hay mucho revuelo, todos quieren conocer al Rey de Francia y a su esposa, Ana de Austria.

    Mi padre se sentiría orgulloso de mí. Hace ya seis años que murió y no pudo ver hecho realidad el anhelo que sentía de que le diera un heredero al Duque.

    Mi primogénito llegó tardío, a los diez años de mi matrimonio, pero al menos nació varón, el destino quiso favorecer mi maternidad a la postre. Las habladurías de la corte estaban ya haciendo mella en el carácter del Duque, que me tildaba de mujer seca e inútil.

    Mi hijo Louis, con cuatro años de edad, es despierto y vivaracho. Les gustará a nuestras majestades.

    —Aunque el Duque presume del gran parecido de su hijo con él, todos sabemos que en realidad es la viva imagen de mi padre… pero que a nadie se le ocurra mencionarlo en su presencia, doncella mía, pues desataría su ira y mal genio contra el que lo pronuncie… Anda asómate a ver si ya ves a la reina.

    La reina Ana es de mi edad. Recuerdo perfectamente cuando se produjo su enlace con el rey Luis XIII de Francia, aquí muy cerca, en Burdeos, aunque la boda fuese en la catedral de Burgos por poderes. Yo tenía quince años y mi hermana y yo jugábamos a ser doña Ana, Reina de Francia y a ser la otra, doña Isabel de Borbón, la Reina española.

    —Verás Juliette, te explico: doña Ana es hermana del rey Felipe IV de España, casada como sabes con nuestro rey, Luis XIII. Y la hermana del rey Luis, doña Isabel, se casaba con Felipe IV.

    —Luego son cuñadas ¿no?, ¿señora?

    —Sí, se produjo un cruce de familia. Fíjate, la española pasaba a ser parte del reinado de Francia y la francesa se convertía en la futura Reina de España. Las casas reales quedaban así unidas por dobles enlaces, los mismos escudos heráldicos en posiciones opuestas…

    —Curioso, ¿verdad mi ama?

    —Se dice que todo este entramado lo orquestó la Reina Madre María de Médicis, cansada ya de las continuas disputas entre ambos reinos.

    He tenido que reajustar todos mis vestidos, desde el alumbramiento de Louis no he recuperado mi estrecha cintura.

    —¡Pronto Juliette! baja a ver qué pasa, ya se oyen trompetas, dime si es la Reina. La reconocerás por su belleza; por su porte y las inigualables joyas con las que seguro que viene adornada.

    Mis joyas harán sombra a las que ella exhiba. Me pondré los más modestos adornos siguiendo el consejo de mi padre, que me decía «hija no destaques sobre tus superiores, esto te alejará de ellos y despertarás enconadas enemistades inútiles. Por contra, debes procurar darles la luz y el brillo que su posición les otorga y así no te buscarás problemas».

    Capítulo III

    Madrid. Noviembre de 2014

    Aurora, la persona que dejó el enigmático mensaje en el móvil de Clara aquella mañana, era una de sus mejores amigas desde que primero, se conocieran en la universidad; y después, compartieran aula y piso de estudiantes. Esto hizo que, a través del tiempo, se forjara una amistad entre ellas que nada envidiaba a la de las mejores hermanas.

    Aurora se especializó en francés técnico dentro del sector sanitario. Su familia era oriunda de Santander, pero ella se instaló en Madrid para estudiar y aquí se asentó. Su carácter era bastante conservador y era muy prudente en su comportamiento. Aunque en esto las amigas no coincidían, eso no impedía que ambas fraternizasen y disfrutaran de un estrecho entendimiento.

    Desde hace ya muchos años, Aurora trabajaba en una de las empresas farmacéuticas de mayor poder — líder internacional— en el sector de los medicamentos. Hoy por hoy podría ocupar un puesto de alto nivel en su empresa, pero prefirió sacrificar el título estampado en sus tarjetas de visita para dedicarle más tiempo a la familia.

    Estaba casada con el que fue su novio de toda la vida; Alberto, un apuesto morenazo bonachón, que poseía un puesto como arquitecto en una empresa constructora de obra civil, a nivel nacional. Se conocieron por aquellos tiempos de la universidad, donde compartieron noches de insomnio; cenas improvisadas con pizzas; madrugadas de alcohol, de exaltación de la amistad y amaneceres de resaca; donde una fabada era celebrada como el mejor de los desayunos; música de Queen, escuchándola a un volumen imposible para un tímpano maduro; momentos insignes, como aquél en el que rompieron el cerdito de la hucha para acudir a un concierto de The Bangles…, y se casaron en cuanto tuvieron estabilidad laboral.

    Ahora compartían felizmente una hija —María— de cinco años y de la que Clara ostentaba el honor de ser su madrina.

    Clara no guardaba secretos con su amiga. Aurora lo entendía todo y todo lo perdonaba. Aunque el matrimonio de Aurora era definido por Clara como de anuncio y ésta no se identificaba en absoluto con ese tipo tradicional de relación, aquélla toleraba muy bien las otras opciones de relacionarse que Clara elegía en cada momento.

    Como ya se ha comentado, Alberto era un cielo pero había que darle la vida mascada porque no tenía recursos propios para salvar situaciones cotidianas o puede que como Aurora no delegaba nada, sí los tuviera pero se había acomodado a que fuera su mujer la que llevaba la voz cantante.

    Aurora, no se sabía bien cómo, sacaba tiempo para todo, era súper organizada y sin embargo, respetaba la vida desordenada, y a veces caótica, que acostumbraba a vivir Clara. Era la que la situaba a ras del suelo cuando levitaba entre nubes o la que la levantaba de aquél, cuando se encontraba tirada sobre el asfalto.

    Aunque Aurora la quería profundamente, su animadversión por Edward era manifiesta y recíproca. No se soportaban. Lo tildaba de parásito emocional. Advertía a Clara que como no se liberara pronto, le aventuraba un doloroso futuro. Por el contrario, Edward tachaba a Aurora de mujer reprimida y acomplejada. Aurora ya había concertado alguna que otra cita a ciegas con compañeros y conocidos suyos para distanciar a Clara de ese espécimen pero nada, no había habido nada que hacer. Tenía la santa paciencia de aguantar los altibajos de su amiga ante su relación con Edward, lloviera, nevara o hiciera sol. La culpa de la antipatía que sentía Aurora ante al amor de su amiga la tenía la propia Clara; no había sabido transmitirle lo feliz que estaba con él, cuando estaba con él, siempre que él quería.

    Y entretanto, Clara, ajena a este debate, deseaba que pasase la mañana pronto para poder llamar a Aurora y salir, por fin, de dudas acerca de lo que su amiga tenía que contarle, aquello que decía que le iba a gustar; confiada en que no fuera otra de sus entrevistas celestinas.

    Clara, para entretenerse, estaba valorando sobre la mesa varias propuestas de trabajo para el próximo certamen de Arco. Ofertas con las que había sido agraciada porque ya había trabajado allí otros años. Sabía que sería una semana frenética y de trabajo a destajo, pero pagaban muy bien. No le seducía mucho la idea porque laboralmente no le aportaba nada: su trabajo consistiría en cerrar tratos con galerías y marchantes de arte de todo el mundo, siguiendo las instrucciones de sus clientes

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