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Ojos del color del jade
Ojos del color del jade
Ojos del color del jade
Libro electrónico574 páginas8 horas

Ojos del color del jade

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«Contaré historias de la gran Tenochtitlán, de sus extraordinarios dioses, gritaré a los cuatro vientos que no eran tan diferentes al nuestro».

Quizás a Genoveva le hubiese gustado nacer en el siglo XXI, pero nació en el siglo XVI, en plena época de conquistadores y descubrimientos. Sus ansias de libertad, constantemente reprimidas, la llevan a embarcarse en una expedición capitaneada por su tío, Hernán Cortés, que no solo cambiará su vida, sino la de toda la humanidad. En el camino pondrá a prueba sus creencias al encontrarse de frente con una nueva forma de ver la vida: la de los temibles mexicas. Conocerá su famosa tiranía, pero también su bondad y generosidad, lo que le hará replantearse sus propios valores. Su papel será fundamental en el desarrollo de un acontecimiento que cambió la historia de la humanidad.Esta novela narra el encuentro entre dos mundos aislados cuyas historias habían transcurrido de forma paralela y que se antojaban completamente distintos, pero que sin saberlo compartían las mismas inquietudes. La curiosa Genoveva nos llevará a descubrir las costumbres, dioses y creencias mexicas, comparándolas con las de los castellanos, hasta hacernos ver que realmente no son tan diferentes.

Personajes históricos, como Hernán Cortés, Marina, Pedro de Alvarado, Moctezuma, Xicoténcatl o Cuauhtémoc, se mezclan con otros surgidos de la ficción, como la propia Genoveva, Yareth o Jatziri, para mostrar una nueva versión delos hechos envuelta en un relato de supervivencia, tolerancia y amor. La mal llamada conquista de México como nunca te la habían contado.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 jun 2021
ISBN9788418722820
Ojos del color del jade
Autor

Aida Bañuls Estruch

De pequeña, Aida Bañuls Estruch, tenía una amiga invisible con la que se inventaba una y mil historias. Cuando con dieciocho años tuvo que decidir a qué se quería dedicar, apostó por el periodismo para poder contar historias. Aunque acabó trabajando en una agencia de comunicación como redactora de contenidos y más tarde se especializó en marketing online, campo en el que actualmente desarrolla su carrera profesional. Natural de Gandia (Valencia), ha vivido en diferentes partes de España y en el extranjero, siendo México el país que cautivó su corazón y en el que se sumergió durante casi cuatro años. Con esta novela, su primera obra literaria, pretende darle un homenaje a ese fascinante país cuya historia real ha sido muchas veces silenciada.

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    Ojos del color del jade - Aida Bañuls Estruch

    1

    Alas

    Santiago de Cuba, 1518

    Desde que tenía memoria le perseguía aquella sensación continua de querer estar en otro sitio, de ser otra persona, de desear tener alas para contemplar la tierra sin vivir arraigada a ella. La libertad se había convertido en un sueño inalcanzable con el que despertaba todas las mañanas y del que se despedía por las noches. Aun a pesar de que en aquel momento era lo más libre que podía ser y quizás más de lo que lo sería nunca.

    Su tío, Hernán Cortés, intentaba estar pendiente de ella, pero estaba demasiado ocupado atendiendo sus labores como alcalde de la ciudad para saber en todo momento dónde se encontraba. La regañaba a menudo cuando alguien le contaba que de nuevo había salido sola: a leer a la playa, a visitar a su amigo el fraile Leonardo o simplemente a dar una vuelta por la ciudad, aunque no se lo impedía. La dejaba ser. Y eso era más de lo que nunca había tenido. Aquello podía ser suficiente, debía de serlo, se repetía, intentando conformarse con las migajas de una libertad truncada desde el mismo día de su nacimiento por el simple hecho de ser mujer.

    Cada día que pasaba en Cuba, su Sevilla natal le parecía más lejana y etérea; todos sus recuerdos estaban envueltos en una especie de neblina. Le costaba rememorar cómo había sido su vida, cuáles eran las calles de aquella ciudad que hasta hacía un año conocía como la palma de su mano, cómo eran los muebles de esa casa en la que había crecido. Hasta la imagen de sus padres fallecidos se desdibujaba como parte de esa otra existencia. Instintivamente, se llevó la mano a la brújula que colgaba de su cuello. Al tocarla era como si les estuviese acariciando a ellos, notaba la presencia de sus padres, su protección desde donde fuese que estuviesen.

    Aquella brújula de la que nunca se desprendía había pertenecido a su madre, Juliana, quien la llevó en el cuello hasta el último día de su vida; ella misma se la quitó de su rígido cuerpo después de que hubiese expirado. A simple vista, podía parecer un colgante más, pero encerraba mucha historia; su abuelo, un audaz comerciante que había logrado una gran fortuna, se la había regalado a su padre, Juan, en su decimotercer cumpleaños: «Así siempre sabrás dónde está el norte», le dijo al entregársela. Él creía que un hombre de verdad siempre debía saber en qué punto exacto se encontraba «para ser capaz de cambiar de rumbo cuando fuese necesario». Al comprometerse con su madre, su padre decidió convertir aquel regalo en otro, engarzando la brújula en plata y decorando su exterior. Las letras de los puntos cardinales permanecían visibles y sus flechas apuntaban con total exactitud. Su madre estaría contenta de que ella la llevase. Era tan precisa que, en su largo y tedioso camino hacia las Indias, los marineros le habían pedido permiso para consultarla. Ella había accedido a mostrársela, sin quitársela de su cuello. Le daba pánico perderla. Cuando dormía o se acercaba a algún sitio abarrotado, siempre la ocultaba, temerosa de que alguien pudiera arrancársela y dejarla sin el único recuerdo de sus padres. Ahora aquella brújula marcaba el camino de vuelta a casa. «Qué ilusa —se dijo a sí misma—, como si pudieras andar por ese océano que os separa, como si fueses a encontrar a alguien esperándote».

    La brisa golpeó su rostro y volvió a contemplar el mar que envolvía aquella isla con la misma emoción que la primera vez. Cuando era pequeña y leía libros sobre caballeros que cruzaban el mar en busca de aventuras, intentaba imaginar cómo sería; sin embargo, cuando lo tuvo delante, se dio cuenta de que no había palabras que pudieran describir su belleza. Sentarse a admirar su vaivén incesante, cerrar los ojos para concentrarse en el rugido de las olas, leer respirando el olor a salitre o pasear por la orilla de la playa disfrutando del tacto de la arena bajo sus pies: esas eran sus aficiones preferidas en su particular paraíso.

    Cada vez que podía se escapaba a esa playa a escondidas de su tío. «Genoveva, no debéis andar sola por ahí, nunca se sabe con quién podéis cruzaros», solía decirle. Aunque la mayoría de los indígenas de la isla trabajaban para los castellanos, había algunos grupos rebeldes que organizaban revueltas; pero no podía evitarlo, se había enamorado del mar desde el primer instante que lo vislumbró en aquel mugroso navío que la había llevado hasta allí. Era su refugio, lo más parecido a un hogar en aquella lejana isla. El grito de Magdalena, una de las indígenas que trabajaban para su tío, la hizo volver a la realidad. Era la hora de la comida.

    2

    La cuenta atrás se acelera

    —Voy a ausentarme un par de semanas anunció su tío, Hernán Cortés, mientras se limpiaba la comisura de los labios con una servilleta.

    A pesar del calor que hacía en la isla, llevaba puesto un jubón negro del que casi nunca se despojaba y que le cubría todo el cuerpo. Nunca había visto a su tío mal vestido o despeinado, siempre iba de punta en blanco como el noble hidalgo que era. Debía de ser un poco más joven que su madre, no sabría decir cuántos años de diferencia había entre ellos, nunca se lo habían dicho, pero su poblada barba le hacía parecer mayor.

    —Me marcho con Francisco Dávila a la hacienda de Cubanacan; dicen que puede haber oro por esas tierras —añadió.

    —Lo decís como si no estuviésemos acostumbradas a vuestras ausencias —contestó con el desdén que la caracterizaba Catalina Suárez de Maracaida, su mujer, desde el otro lado de la mesa.

    Se rumoreaba que su tío tenía varias amantes y ella aprovechaba cualquier momento para recriminárselo. Se fijó en que apenas había probado bocado. Estaba muy delgada y de seguir así continuaría estándolo. Aun así, nadie podía negar que era una mujer hermosa, poseía una belleza frágil. Con sus ojos claros y su tez blanca como la porcelana, tan fina que pareciese que se fuese a romper en cualquier instante, todo lo contrario de su tío, que era un hombre robusto y de porte imponente con su frente ancha y nariz aguileña.

    —¿Podría acompañaros, tío? —preguntó, casi sin pensar—. Tengo curiosidad por conocer su hacienda en Cubanacan. He escuchado que las tierras que están a orillas del río Duaban son muy hermosas.

    Los inquisitivos ojos marrones de su tío se posaron sobre ella.

    A este paso, tendréis que ponerle un séquito a esta muchachita intervino Catalina—. Se escapa a la playa cada vez que puede, ahora quiere ir con vos a Cubanacan. ¡Se cree un hombre!

    Era habitual que hiciese ese tipo de comentarios, siempre despectivos, de ella. No la culpaba por su odio. De un día para otro había llegado una huérfana perdida afirmando que era la sobrina de su esposo, quien no parecía tenerle demasiado aprecio. Las malas lenguas decían que solo había aceptado ese matrimonio coaccionado por Diego Velázquez de Cuéllar, gobernador de Cuba y viudo de una de las hermanas de Catalina. El gobernador había llegado a apresar a Cortés para presionarle y que se casase con Catalina, a quien le había prometido matrimonio durante un breve noviazgo.

    —No es sitio para una joven como vos —sentenció su tío, haciendo una mueca de disgusto que dejaba entrever la cicatriz que tenía en los labios. Decían que era la marca de una de sus numerosas aventuras galantes—. Debéis permanecer aquí y empezar a relacionaros en sociedad. Quizás os vendría bien tomar unas clases de costura, hablar con otras jóvenes castellanas de vuestra edad. Dentro de poco tendremos que buscaros marido, necesitáis tener amistades. —Dejó la servilleta sobre el plato y se levantó, dando por concluida la conversación.

    Aquellas palabras se esparcieron como cristales por todo su cuerpo. Volvía a estar dentro de la jaula y los barrotes la aprisionaban. «Buscaros marido». Sabía que ese momento tenía que llegar, tan solo un par de años la separaban de la que ahora era su tía política. Ya hacía casi diez meses que había llegado a las Indias en busca del único familiar vivo con el que contaba y al que ni siquiera recordaba porque había emigrado cuando ella era apenas un bebé, aunque su madre le había hablado mucho de él. El valiente tío Hernán, que siempre les enviaba cartas desde el Nuevo Mundo, habitado por seres extraños y rebosante de riquezas al alcance de quien tuviese el valor de ir a buscarlas. El triunfador de la familia.

    Al quedarse huérfana, puso en una maleta todo lo que tenía, compró un billete a las Indias con los pocos ahorros que les quedaban y se marchó de su hogar con una nota como tabla de salvación en la que su madre le encargaba el cuidado de su querida hija a su único hermano. Pese a que cuando se embarcó a las Indias ya tenía edad para casarse, trece años, la muerte prematura de su padre, la enfermedad de su madre y sus problemas económicos habían hecho que se retrasara lo inevitable: que una mujer se case con un hombre que le convenga; a ella o a su familia. Y ahora mismo la única familia que tenía en el mundo estaba en esa mesa. El cerco se estrechaba y era solo cuestión de tiempo que ocurriese aquello que tanto la atormentaba. Asintió a su tío con resignación mientras en su interior el reloj que marcaba la cuenta atrás se aceleraba.

    3

    Yo ya no tengo nombre

    Durante el tiempo que su tío estuvo fuera, todo transcurrió con normalidad: los esclavos trabajaban en las minas, las criadas se encargaban de la limpieza de la casa, Catalina se pasaba el día durmiendo y ella se entretenía leyendo. Eso había hecho durante gran parte de su corta vida: leer. Una afición que había heredado de su padre. Cada noche antes de dormir, se sentaba junto a su cama y le leía. La mayoría de las veces eran versículos de la Biblia; otras, novelas de caballerías; y en ocasiones, poemas. Era su momento preferido del día, le encantaba escuchar su tono de voz, tan grave y marcado, la emoción que transmitía al pronunciar cada una de las palabras, el tierno beso que le daba en la frente cuando la creía dormida. Lo echaba tanto de menos. Le costó conseguir que accediese a enseñarla a leer; tuvo que suplicar, llorar hasta quedarse sin lágrimas y patalear como nunca lo había hecho. Él le puso una condición: «Solo podrás leer en casa y nunca lo harás delante de desconocidos. No serías la primera niña a la que acusan de brujería por saber leer. —Genoveva aceptó. Con el paso del tiempo su padre se mostró satisfecho con su decisión—. Enseñarte a leer es el mejor regalo que podría haberte hecho: vivirás otras vidas, viajarás en el tiempo, conocerás el mundo, aprenderás tantas cosas como seas capaz, serás quien quieras ser. Y todo sin moverte de tu alcoba», solía decirle después, cuando comentaban juntos cualquier lectura. Su madre, que nunca había aprendido a leer, no estaba de acuerdo con él: «Ningún regalo es bueno si se tiene que esconder».

    Solo ahora, a miles de millas de distancia, leía en público. Se atrevió a hacerlo por primera vez en el barco que la llevó hasta Cuba. En aquel navío en el que todos viajaban hacinados no había intimidad. Y no quiso renunciar a su único entretenimiento, así que un día, justo después de comer, en plena cubierta sacó de la pequeña maleta en la que cabía todo su mundo su libro favorito, Tirant Lo Blanch, una novela de caballerías que había comprado a un precio bastante considerable en Sevilla el año anterior, y se puso a leer, ignorando las contrariadas miradas de la tripulación, que cesaron en cuanto Leonardo, el fraile que conoció en el navío y con el que había fraguado una bonita amistad en aquellos días de cielo y mar, se sentó junto a ella para acompañarla en la lectura. Él nunca se separaba de su Biblia, aunque viajaba con un baúl repleto de libros para «enseñar a los indios todo lo que sabemos».

    Durante los tres meses de travesía, había habido dos temas de conversación habituales entre los pasajeros: las riquezas de aquellas tierras y los salvajes que las habitaban. La mayoría aseguraba que se comportaban como animales, que no eran como los castellanos; mientras que otros, como Leonardo, recelaban de esos comentarios. Sus ideas de unir religión y conocimiento habían sido, precisamente, las que le habían obligado a embarcarse en aquella aventura. Simpatizar con Bartolomé de las Casas, el clérigo que se atrevía a defender a los indios, no estaba bien visto en Castilla. Leonardo, como de Las Casas, era partidario de que los indios trabajaran por un sueldo, y no como esclavos. Según le había contado a Genoveva, quería que el Nuevo Mundo se pareciera más a Castilla con iglesias y hospitales, pero para eso se necesitaba educación. Esa había sido la razón por la que había aceptado la oferta de sus superiores, quienes para librarse de sus incómodas ideas le habían sugerido que se fuera a las Indias; tratar de instruir a los nativos y darles las armas para tener una vida mejor. Era consciente de que era una misión muy complicada; el Nuevo Mundo estaba repleto de aspirantes a conquistadores que soñaban con convertirse en grandes terratenientes con decenas de indios a su cargo.

    Nunca olvidaría el rostro del primer indio al que miró a los ojos. Recién llegada a la isla, sin soltar su única maleta y con la nota para su tío escondida en el sostén, esperaba una carreta que había contratado Leonardo para que la llevase hasta la hacienda en la que vivía su tío. Una pequeña tartana vieja y destartalada con un caballo igual de decrépito llegó a buscarla; el conductor tenía la tez marrón, la nariz achatada, los labios gruesos y una mirada perdida que le perforó el alma. No hablaron en todo el trayecto, ni siquiera le dirigió una sonrisa ni la observó con curiosidad. La llevó a su destino y se alejó dejando un rastro de quebranto a su paso. Había solo dos cosas que parecían tener en común todos los indígenas de aquellas tierras: el color de su piel y el dolor que destilaban sus ojos. Eran silenciosos y apenas sabían unas pocas palabras en castellano. No había logrado entablar conversación con ninguno de ellos, más allá de lo estrictamente necesario para que pudieran cumplir con sus labores, no estaban interesados en hablar con ella. Tampoco creía que su tío lo consintiese, ni mucho menos Catalina. Ella siempre que podía los humillaba, los insultaba, diciéndoles que eran unos salvajes que no sabían hacer nada bien. Una vez, cuando tan solo llevaba un par de días en aquella casa, a una de las criadas se le cayó una jarra de vino al suelo y los gritos de Catalina se escucharon por toda la isla. Genoveva no se acordaba de qué era lo que había dicho, algún insulto sobre el color de su piel, sobre su torpeza y la manida frase «no sirves para nada». Lo que sí recordaba con exactitud era la descorazonada tristeza de la criada y su manera de llorar como si se hubiese acostumbrado a que las lágrimas recorriesen sus mejillas. Tras soltar todos los improperios de los que fue capaz, Catalina se marchó a su alcoba, dejándola a solas con la criada, que se apresuraba a limpiar el reguero de vino que había esparcido por el suelo. En cuanto su tía desapareció, Genoveva se agachó a ayudarla, pero ella hizo un gesto de rechazo. Insistió y recogió un par de trozos de vidrio de la jarra, que había quedado hecha añicos. Cuando se los acercó, le sonrió y ella, entre lágrimas, le devolvió la sonrisa.

    —Genoveva —dijo, apuntándose hacia sí misma con las manos para dar a entender que ese era su nombre—. ¿Tú? —le preguntó señalándola.

    —Yo ya no tengo nombre —le respondió en un casi perfecto castellano con una mueca en el rostro que vagaba entre la insolencia y la tristeza.

    Recogió el último trozo de la jarra que había en el suelo, lo puso en el delantal de su vestido junto con el resto y se retiró a la cocina. Se quedó paralizada, sin saber qué hacer ni qué decir. Catalina la llamaba Magdalena, pero sabía que ese no era su verdadero nombre, ese era el que le habían otorgado los castellanos. «Yo ya no tengo nombre —repitió—. Porque se lo robaron, porque se lo robamos», se dijo a sí misma.

    4

    La expedición

    Para sorpresa de todos, su tío regresó anticipadamente a Santiago de Cuba. En cuanto llegó, las reunió en el salón para anunciarles la noticia que iba a trastocar sus vidas.

    —Veréis, he vuelto antes a petición de nuestro gobernador, Diego Velázquez, al que tantos recuerdos nos unen. —Hizo una pausa para observar a Catalina, quien le devolvió una mirada desafiante. Ninguno de los dos parecía haber olvidado el papel fundamental que había ejercido Velázquez en su matrimonio—. Me ha encomendado una honorable tarea, ir a buscar a Grijalva para ordenarle que vuelva y sustituirle en la misión que se la ha asignado: explorar los territorios aledaños a esta isla.

    Grijalva era el sobrino de Diego Velázquez, el gobernador de Cuba, y estaba a cargo de una expedición que había partido hacía meses con el objetivo de descubrir nuevas tierras, tal y como ya había hecho el año anterior Francisco Hernández de Córdoba, quien hablaba maravillas de las tierras que había hallado. Genoveva no cabía en su asombro. ¿Su tío explorando nuevas tierras? Había sido uno de los conquistadores de la isla de Cuba, pero esas eran historias del pasado, hacía mucho tiempo que había dejado las espadas atrás. O, al menos, eso creía. Miró a Catalina, ella no parecía tan sorprendida. Seguro que todo Santiago de Cuba ya sabía de su nombramiento, quizás antes que el propio Cortés, ocupado como estaba buscando oro.

    —¿Sabéis cuándo partiréis? —acertó a preguntar.

    —Cuanto antes, mejor —repuso Catalina con una sarcástica sonrisa que desfiguró su pálido y demacrado rostro. Últimamente, no tenía muy buen aspecto y cada vez estaba más flaca. Llevaba un vestido de manga larga de color rosa que no le sentaba muy bien, acentuaba su delgadez.

    Genoveva no entendía cómo podía vestir esas prendas con el calor que hacía en la isla. Ella iba siempre con manga corta.

    —Estamos empezando con los preparativos, mi señora —le respondió con sorna—. Falta mucho por hacer, aunque mi intención es que sea cuanto antes.

    —Bueno, pues ya está todo dicho; me vuelvo a mis aposentos.

    La mujer de Cortés se levantó y se marchó del salón, dejándolos a solas. Trató de buscar palabras adecuadas para aquel momento, mientras hacía esfuerzos por contener el nudo que se le había formado en la garganta. Apenas tenía relación con su tío. Sin embargo, era él quien la protegía, quien le daba todo, la persona por la que Catalina se mordía su envenenada lengua a la hora de dirigirse a ella. Su partida significaba que se iba a volver a quedar sola, esta vez en aquella remota isla. Contaría con Leonardo, claro, pero el fraile no gozaba del respeto ni del poder de su tío. ¿Cómo sería todo tras su marcha? ¿Catalina la trataría igual o la abandonaría a su suerte? Su tío pareció escuchar sus pensamientos.

    —Podéis estar tranquila, os dejaré en buenas manos. Y no en las de Catalina, precisamente. —Suspiró y desvió la mirada para observar el paisaje desde la ventana—. Os parecéis tanto a vuestra madre. A veces prefiero alejarme de vos, porque me duele recordarla. Me cuesta creer que nunca más vaya a volver a estrecharla entre mis brazos, a admirar Sevilla bajo su resguardo. A pesar de la distancia y de los años de separación, Juliana era el refugio en mitad de mi tormenta de sueños y grandeza, el sitio al que regresaría cuando cumpliera con mi misión, la persona en la que pensaba al enfrentarme a salvajes y a la que le dedicaba mis victorias.

    No se esperaba aquella confesión, nunca hablaban de su madre, ni mucho menos de sentimientos. Su tío se levantó de la silla, se acercó a ella y la miró fijamente. Sus ojos marrones buscaban en ella el reflejo de su madre. Le sostuvo la mirada a pesar de que la intimidaba.

    —Ahora no puedo hacer nada más que honrar su memoria lo que me reste de vida. Y vos… —hizo una pausa—, vos sois su vivo reflejo, con vuestra curiosidad innata y todas esas preguntas que lanzáis sin temor a represalias. Sois mi familia más cercana, por vuestras venas corre mi sangre. Mientras yo viva, nunca os faltará de nada, esté donde esté, dadlo por seguro.

    —Muchas gracias —susurró con la poca fuerza que le dejaban sus intentos por contener las lágrimas—. ¿Puedo abrazaros? —le pidió con un hilo de voz.

    Su tío sonrió.

    —Claro que sí, venid aquí, pequeña Genoveva.

    Se fundieron en un tierno abrazo y, por primera vez desde que su madre murió, se sintió amada incondicionalmente.

    El ambiente se enrareció desde que su tío anunció su partida. Catalina estaba aún más huraña que de costumbre. Aunque decía detestar a su marido —y nadie dudaba de que lo hiciese—, pasaba más tiempo encerrada en su alcoba, y Genoveva juraba que más de un día la había visto bajar a desayunar con los ojos llorosos. Su tío se pasaba los días —y las noches— fuera de casa, preparando todos los detalles para su partida. Las pocas veces que aparecía era para reunirse con alguien en su despacho o cambiarse de ropa. Últimamente, cuidaba todavía más su apariencia. Llevaba siempre puestas dos medallas de oro, una con la Virgen y el Niño Jesús, y otra con la efigie de san Juan Bautista, y había adornado su sombrero con plumas. Ella seguía con su rutina: sus paseos por la orilla de la playa, sus libros y sus visitas a Leonardo, el fraile que había conocido en el navío que la llevó a las Indias, para teorizar sobre el extraño mundo que los rodeaba.

    Fue Leonardo, precisamente, el que rompió esa dulce rutina en la que se había sumergido, en la que todos los días se parecían y en la que no había nada que la atormentara. Nada más recibirla en la iglesia, miró hacia los lados y la invitó a seguirle hasta la pequeña sacristía en la que hacía su vida diaria.

    —Hay muchos rumores sobre la expedición de vuestro tío. Y muchas inquinas respecto a su partida —masculló una vez que comprobó que estaban solos y que nadie podía escucharlos.

    A pesar de las canas que empezaban a anidar en su cabello y en su barba, Leonardo debía de rondar la veintena. Era un joven enjuto, de nariz redondeada y labios finos. Había nacido en el seno de una familia acomodada venida a menos y sus padres habían decidido por él que su vocación sería la oración. Pero quien se ha codeado con la alta sociedad no puede evitar estar siempre alerta de los acontecimientos; es la única manera de prepararse para enfrentarse a ellos.

    —¿Qué queréis decir? ¿Hay algún problema? —Frunció el ceño. No entendía a qué se refería. Leonardo negó mientras se llevaba las manos a la cabeza.

    —Veréis, hay quien dice que Cortés está traicionando a Velázquez. El número de navíos, de soldados hasta de provisiones… Es mucho más del necesario para la misión que le han encomendado… La gente… Bueno, ya sabéis. —Esta vez fue ella la que negó con la cabeza—. Dicen que, más que explorar los nuevos territorios —susurró—, Cortés se dispone a conquistarlos, lo que iría directamente en contra de las órdenes de Velázquez.

    —Y si así fuera, ¿qué problema hay?

    —Nadie traiciona a Diego Velázquez y sale indemne de la traición. Ese es el problema, querida mía. Por eso quería advertiros. Si vuestro tío sigue cosechándose enemigos peligrosos, puede que corráis peligro.

    Ahora ya lo entendía. Su tío parecía estar desaviniendo las órdenes de Velázquez. Nada más ni menos que del mismísimo gobernador de Cuba, la persona que representaba la máxima autoridad en aquellas tierras. Había visto un par de veces a Velázquez por casa. Era un hombre pelirrojo y de complexión fuerte, quizás con algo de sobrepeso. La gente aseguraba que tenía mal carácter, pero ella lo encontraba simpático. Siempre que se encontraban le sonreía o le gastaba alguna broma. Ella era más distante con él, no en vano era el gobernador y no quería decir nada que pudiera importunarle.

    —¿Qué debo hacer? ¿Qué me aconsejáis? —preguntó abrumada por la nueva situación. Los planes de su tío la dejaban en una complicada encrucijada.

    —No hay mucho que podáis hacer. Esto son cosas de hombres. Pero hasta que las aguas vuelvan a su cauce, tomad precauciones. Evitad ir a la playa sola, por ejemplo. —Ambos sonrieron ante el consejo paternal de Leonardo, que sabía perfectamente de sus aficiones—. Y, sobre todo, si alguien os pregunta sobre vuestro tío o sobre su expedición, no digáis nada. Ni preguntéis, que sois muy curiosa vos. Cuanto menos sepáis de todo este asunto, mejor. Con suerte, en un par de semanas vuestro tío zarpará y todo el mundo habrá olvidado los rumores.

    5

    Me llamo Alvarado

    No pudo resistirse. Intentó seguir los consejos de Leonardo, pero finalmente sucumbió a la tentación. La casa se le caía encima. Catalina encerrada o pagando su mal humor con las criadas; su tío ausente u ocupado en sus asuntos. El mar era su único refugio, el lugar en el que podía relajarse y estar tranquila. Era la hora del atardecer y esa parte de la playa solía estar siempre desierta, al estar más alejada de la ciudad, no se cruzaría con nadie. Cogió un libro, Tirant Lo Blanch, y se marchó a la playa. Siempre llevaba una cesta de mimbre en la que guardaba sus libros, una mantilla sobre la que sentarse para no llenarse de arena y un zurrón con algo de agua. Hacía mucho calor y necesitaba beber a menudo. Al llegar a la playa, extendió su mantilla, se sentó sobre ella, abrió su libro y respiró hondo. Por fin. Paz. El incombustible rugido de las olas, la suave brisa del mar golpeando su rostro, las inquietas gaviotas revoloteando a su alrededor. Sonrió. Aquello era todo lo que necesitaba. No tardó ni diez segundos en enfrascarse en aquel libro que narraba las aventuras de un caballero obsesionado con el honor y el amor, y que la hacían soñar con un mundo en el que pudiera elegir libremente su destino.

    «El amor puede más en mí de lo que yo querría, aunque preferiría que nuestro amor se mantuviese en secreto hasta que tengamos la posibilidad de no sentir temor. Pero ¿quién puede esconder el fuego para que de su gran llama no salga humo?».¹ Releyó el párrafo varias veces. Intentando imaginarse qué era lo que realmente quería decir el autor.

    —¡So! ¡Para! —gritó con fuerza un hombre.

    Levantó la vista y vio cómo un jinete se acercaba a ella a toda velocidad. Estaba tan solo a una legua de distancia. Se echó hacia atrás y cerró los ojos en un acto reflejo, mientras esperaba un golpe que no llegó a producirse porque el caballo obedeció las órdenes de su amo a escasos palmos de su rostro, repleto de arena por la sacudida que había provocado la repentina frenada. Intentó abrir los ojos sin éxito: decenas de granos de arena se lo impedían.

    —¿Estáis bien? Mil disculpas. Pensaba que no habría nadie por esta zona y estaba cabalgando a más velocidad que de costumbre —se justificó el jinete, que se arrodilló junto a ella para comprobar si estaba bien.

    —Estoy bien, no os preocupéis.

    Se alejó de forma instintiva. Le escocían mucho los ojos, volvió a intentar abrirlos, pero fue incapaz.

    —Tenéis los ojos llenos de arena. Esperad —respondió el extraño.

    —En mi cesta hay agua.

    Hizo un gesto hacia su derecha mientras buscaba la cesta a tientas, tocando con las palmas de sus manos la arena de su alrededor. El hombre fue más rápido que ella y encontró el zurrón con agua que llevaba. Extrajo un pañuelo de su bolsillo y lo mojó. Cogió su rostro con una mezcla de delicadeza y de nerviosismo para quitarle la arena. El frescor del agua la alivió al instante y lentamente abrió los ojos. Lo primero que vio fueron precisamente un par de ojos, de un intenso azul, mirándola preocupados.

    —¿Estáis bien? —le preguntó el hombre de los ojos del color del mar.

    —Sí, gracias —murmuró al mismo tiempo que se ponía de pie.

    Contempló al extraño durante un par de segundos. Debía de tener apenas un par de años menos que su tío. Su largo y rizado pelo rubio contrastaba con el tono de su piel, dorado por el sol. Le sonrió y pudo ver sus dientes blancos y relucientes, lo que no era muy habitual, sobre todo entre los soldados, que acostumbran a perder dientes en las contiendas.

    —Perdonad. Pensaba que no habría nadie y he querido galopar a más velocidad. —Se levantó también. Vestía como todos los soldados, con ropa ajustada de color marrón oscuro—. La verdad es que esta playa es uno de los mejores lugares de la isla —afirmó mientras observaba el paisaje—. ¿Dónde están mis modales? No me he presentado. Soy Pedro de Alvarado, para servirle. —Inclinó la cabeza a modo de saludo.

    Pedro de Alvarado. Había escuchado ese nombre en alguna de las tertulias de su tío. Quizás era uno de sus compañeros de cartas, de los funcionarios que solía frecuentar o puede que fuese uno de los expedicionarios con los que pretendía partir.

    —Yo soy Genoveva Baeza Duarte. Encantada —contestó al mismo tiempo que sacudía su vestido para quitarse la arena.

    —Me alegro de que estéis bien, pero no creo que sea muy seguro que una joven castellana como vos esté sola por estas playas tan retiradas. Si lo deseáis, puedo acompañaros a vuestra casa. Mi caballo también os debe una disculpa y estará encantado de llevaros de vuelta.

    Señaló hacia su caballo marrón que relinchaba a unos palmos de ellos. Dudó. No lo conocía de nada, aunque el hecho de que su nombre le resultara familiar le daba cierta tranquilidad porque significaba que pertenecía al núcleo de su tío.

    —Mi casa es la de Hernán Cortés, el alcalde de Santiago de Cuba. Soy su sobrina —afirmó con un gesto de altivez para ponerle a prueba y observar su reacción al escuchar el nombre de su tío.

    El tal Pedro de Alvarado alzó los ojos con un gesto de sorpresa.

    —No sabía que Hernán Cortés tuviese una sobrina. Y menos tan bella.

    Se sonrojó sin poder evitarlo. Se maldijo a sí misma porque era imposible que no se hubiese dado cuenta. Era muy blanca y el rubor se le notaba enseguida. Aquel hombre la ponía muy nerviosa. Era demasiado… perfecto. Todo en su rostro era equilibrado. Sus dientes estaban perfectamente alineados y su nariz era de proporciones ideales, ni muy grande ni muy pequeña.

    —Sabiendo que sois su sobrina, no puedo dejar que volváis sola a casa de ninguna manera. Nunca me lo perdonaría. Si no queréis montar conmigo a caballo, os escoltaré hasta casa —dijo decidido a la vez que levantaba su sombrero del suelo y lo sacudía.

    —Está bien —accedió.

    Recogió sus pertenencias en apenas un par de segundos. No había mucha distancia desde la playa hasta su casa. Tan solo unos diez minutos a pie, en los que ella fue guiando a aquel desconocido y a su caballo por un atajo, atravesando la selva.

    —No conozco muy bien la isla. He estado de viaje. —Hizo una pausa—. Bueno, en la expedición de Grijalva, seguro que habéis escuchado hablar de ella.

    —¿Grijalva? ¿No es el hombre al que mi tío tiene que ir a buscar?

    —Exactamente —respondió con una mueca Alvarado—. Hay muchas tierras aún por explorar. Tierras repletas de oro, pero también de salvajes. Será una gran aventura.

    —Para algunos… —susurró en voz baja para que no pudiese escucharla.

    Él seguía hablando.

    —Llevo siete años por estas tierras inciertas a la par que hermosas. La belleza de esta isla es extraordinaria, sobre todo teniendo en cuenta de dónde venimos, porque no sé vos, pero yo soy de Extremadura. Y allí no tenemos playas, ni mar ni apenas ríos. Hace mucho frío y todo es menos colorido, más gris. Y, sin embargo, no hay día en el que no extrañe mi sombrío hogar. No tendremos estos deslumbrantes paisajes, pero tenemos valores y honor; los salvajes que habitan estos territorios no saben lo que es eso —suspiró—. Poseen oro a raudales y ni siquiera lo aprecian. Esa es la razón por la que me embarqué hasta este Nuevo Mundo: quiero acopiar oro y ganarme con mi esfuerzo un puesto en la corte del rey. Volver a casa siendo alguien más que un simple capitán.

    Asintió a todo su discurso, sin casi inmutarse. Eran los clásicos argumentos que todos los codiciosos conquistadores gritaban a los cuatro vientos. Los había escuchado decenas de veces en aquellas islas. La mayoría de los castellanos procedían de Extremadura o de su querida Sevilla, y todos querían lo mismo: acumular oro para conseguir más poder.

    —No paro de hablar de mí, perdonadme de nuevo —se disculpó.

    —Os tengo que perdonar ya demasiadas cosas —le contestó con sorna.

    El soldado le respondió con una amplia sonrisa.

    —Prometo que os recompensaré por vuestra compasión. —Le guiñó un ojo, provocando que volviese a ruborizarse.

    —¿Y cómo son las nuevas tierras que se están descubriendo? ¿Son como esta isla? —preguntó para obviar su sonrojo.

    —Al desembarcar, uno puede pensar que está en otra isla como esta, pero en cuanto te alejas de la orilla descubres que esconde mucho más. —Se volvió para mirarla a los ojos—. Esos salvajes no son como los de estas islas. Construyen grandes pirámides, viven en casas de adobe, tienen sus propios dioses y… —carraspeó— sacrifican personas para complacerlos.

    —¿Sacrificios humanos? ¿Los habéis visto? —Nunca hubiera imaginado que alguien pudiese hacer algo así, tan cruel.

    —No, pero he visto las manchas de sangre reseca adherida a las paredes de sus templos. Son unos salvajes sanguinarios —dijo con odio—. Pero tienen oro, mucho más del que nunca hubiésemos podido imaginar, y por eso hemos de volver. Con un capitán que esté a la altura de la misión, como vuestro tío.

    —No me habéis dicho dónde vivís vos —quiso cambiar de tema. Estaba cansada de los caballeros andantes en busca de aventuras.

    —En una pequeña casa cerca del puerto. No paso mucho tiempo en tierra. Y cuando lo hago duermo con mis hermanos en la misma alcoba. Aún no tengo nada a lo que le pueda llamar hogar en esta isla, pero estoy buscándolo —le respondió con una sonrisa.

    —¿Cuántos hermanos tenéis? —quiso saber sin darle importancia a sus comentarios. Solo quería ser educada durante ese trayecto que ya se le estaba haciendo eterno. Pedro de Alvarado contestó con una carcajada.

    —¡Buena pregunta! Las malas lenguas os dirían que ni siquiera mis padres saben cuántos hijos tienen. Pero, al menos, por lo que yo he contado, somos doce hermanos. A cada uno más distinto. Aquí estamos la mitad, seis. Somos inseparables. ¿Y vos? ¿Tenéis hermanos?

    —No, soy hija única. Mi padre murió cuando yo era muy pequeña y mi madre hace apenas un año. Cuando me quedé huérfana, vine aquí, con mi tío. —Arrancó una rama de un árbol para marcar mejor el camino.

    —Vaya… ¿Y vinisteis hasta aquí? ¿Vos? ¿Sola? ¿En un navío?

    Asintió sin querer darle más importancia. Estaba harta de que todo el mundo le preguntase lo mismo. Claro que había sido difícil llegar hasta allí sola. Había tenido que pagar mucho dinero, dejándose casi toda la herencia de sus padres por el camino, que pedir favores a todas sus amistades y, por supuesto, que aguantar, como todos, la suciedad y el hacinamiento de los navíos. Prefería olvidarlo.

    —Sois muy valiente.

    —No tanto, aún no sé manejar la

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