Obsesiones y otras creaciones
Por Guillem Sagués
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Seis personajes, seis pasiones que forjarán sus destinos.
Este libro revela el avance de seis personajes, con todos «sus vicios, sus obsesiones, sus creaciones, sus ilusiones», sus miedos e inseguridades.
Un joven obsesionado con encontrar a una tahitiana en Buenos Aires.
Un vagabundo y su intento de escapar de la soledad en Barcelona.
Un doctor que prueba a desenmascarar una secta religiosa.
Un detective a punto de cerrar un caso de corrupción.
Un ingeniero cuyo traslado a Copenhague cambiará su vida.
Una mujer persiguiendo su sueño de ascender el monte Fuji.
Una aventura alrededor del mundo actual y a las vísceras de lo humano.
Guillem Sagués
Guillem Sagués nació en Barcelona, en 1993. Ingeniero en energías renovables y comprometido con la creación de un mundo más sostenible. Así mismo, amante de la literatura y de cualquier forma del arte. Ya desde pequeño empezó a cultivar su espíritu creativo escribiendo poemas, relatos cortos y elaborando obras plásticas. Ganó varios premios literarios en la escuela y la universidad. Su formación y trabajo lo llevaron a vivir a Buenos Aires y a Copenhague, donde reside actualmente. Obsesiones y otras creaciones es su primera incursión en el mundo narrativo.
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Obsesiones y otras creaciones - Guillem Sagués
Obsesiones y otras creaciones
Guillem Sagués
Obsesiones y otras creaciones
Primera edición: 2021
ISBN: 9788418787232
ISBN eBook: 9788418787744
© del texto:
Guillem Sagués
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2021
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A mi madre y a mi hermana
Mujer del mar
Decidme loco si persigo las playas en las que nunca estuve. En las que los soles encienden exóticas tierras rojas, verdes, amarillas, y las mujeres se acuestan contemplativas. Conocí a una de ellas. Las ves y posan con inocente talle, muchas con los pechos al descubierto, su tez morena y lisa, sosegadas siempre por el viento templado que no sopla. Las ves y cada una se ocupa de cosas distintas, ninguna mira para el mismo lado; por lo general, la nada, una flauta o una flor. Aunque esa vez, te juro que cuando la miré a los ojos, cuando me miró a los ojos, creí estar enamorado.
Ocurrió cuando bailábamos que nos miramos de frente. La conocí en una fiesta a la que me invitaron, nada formal. Una fiesta que se celebraba porque una primera fiesta en el mismo lugar, una azotea desde donde se veía la ciudad iluminada y una luna tímida, había cerrado con éxito rotundo. Lo único que se pedía a los que llegaban, después de subir seis pisos por las escaleras, era traer «un montón de alcohol» consigo. La invitación en Facebook decía textualmente: «¡Seguimos con mucha más joda el sábado! Traed un montón de alcohol, vasos, hielo y, como siempre, ¡la mejor onda!»; y terminaba con «¡Buena música!».
Nos presentó un amigo en común. Supe al instante de dónde era. Su tez era morena y lisa. Estuvimos hablando durante un buen rato y, cuando se nos agotaron las palabras, nos pusimos a bailar. Entonces nos miramos. Ya bailábamos pegaditos y no me podía imaginar cómo habíamos sido antes de conocernos, cómo seríamos al separarnos. ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? Una cosa tenía clara: quién era yo. Al menos, si me definía por lo que quería en ese momento, por mi voluntad más ardiente. Me acerqué para besarla…, pero se me escapó, y poco tiempo después ya se marchaba de la fiesta, no sin antes jurarme que nos volveríamos a ver: «Nos vemos la semana que viene».
¿Podría explicarle alguna vez cómo la veía? ¿Contarle cómo la había visto desde el primer instante? ¿Confesarle que sabía de qué playas venía? Pero ¿cómo encontrarla? Antes de todo, tenía que encontrarla: ¿cómo?, si la ciudad era gigantesca. Se le olvidó decirme dónde quedar. Cuando se fue, me quedé desolado en un rincón de la fiesta, ya sin ganas de nada, abatido. Me pareció que le había gustado, pero quién sabe… Se fue y no más, me dejó con el beso aún prendido en los labios. ¿Podría confesarle que sabía de qué playas venía? ¡Eso seguro! ¡Le había gustado! Me lo habían dicho sus caderas y sus manos. En el momento de la despedida, lo había dudado, pero ahora estaba seguro, esos detalles no mienten. Sabía que venía de Tahití y, potencialmente, que la pintó Gauguin. Eso era un inicio. Además, conocía su nombre.
—¿Cómo te llamas?
Me dijo su nombre al oído mientras bailábamos; me pareció dulce. Se me figuró que querría decir algo así como ‘sonrisa de mar’, en su idioma, por supuesto. O también podría ser ‘perla de mar’. Aunque eso me parecería hasta burdo. Nada de perlas. Tenía ecos sencillos, como el de un mar claro y templado, como los que forzosamente tendrían que aparecer en el paraíso de Gauguin. Ciertamente, ahora no lo recuerdo. Sí, tendría que ser sonrisa de mar, o miel y sal.
Estuve pensando en todo eso durante horas, me lo repetía como una oración. A veces perdía completamente la fe, pensaba que no eran para nada iguales. Había algo que me hacía dudar, algo que desmontaba todas mis conjeturas. Pero al momento siguiente volvía a la hipótesis inicial. «Las primeras impresiones siempre son las buenas». Tenía que ser que Gauguin las hacía posar de esa manera, o, sencillamente, las pintaba contemplativas, aunque ellas no lo estuvieran. A lo mejor, quería traer algo volteriano a sus rostros del Pacífico perdido. Si no, ¿cómo explicar que ella mirara diferente? No sé, con más dulzura, con más sensualidad, con más… ¡vitalidad! Aunque sí es verdad que guardaba la misma inocencia que las tahitianas de Gauguin en sus labios, eso debería de ser innato.
Se sucedieron quizá días enteros. Las dudas, las suposiciones, las proyecciones se ablandaban en una masa pegajosa dentro de mi cabeza y el tiempo fluía muy lento. En un arranque heroico, decidí buscar dónde se encontraba el Gauguin más cercano, no me importaba cuál fuese, solo tenía que ser de su última época. Solo tenía que aparecer una mujer acostada sobre exóticas tierras rojas, verdes, amarillas. En ese cuadro guardaba la esperanza de resolver mis dudas, quería verla en la crudeza de las pinceladas para reconocerla u olvidarme para siempre, o, al menos, para que me dictara el siguiente paso a seguir. Resultó estar a dieciséis cuadras, a quince minutos si cogía el 92, a una eternidad si iba andando.
Salí volando, al minuto de esperar subía al autobús, llegaba al museo. Por un brevísimo instante, cuando sacaba dos billetes para pagar la entrada, me imaginé que el cuadro no estaría, que me dirían que había desaparecido, que lo habían robado o se inventarían que lo guardaban temporalmente en el almacén por restauración, solamente para encubrir su descuido, su pérdida, mi decepción. Incluso podría llegar a suceder que al presentarme frente al cuadro una de las chicas no estuviera, que tan solo permaneciera su silueta en negro o su espacio vacío insultante, como si no hubiese existido nunca —porque yo conocía cada una de las chicas que habitaban ese Tahití ficticio, su disposición, su mirada, sus intenciones y su forma de bailar, me lo mostró Google—, como si se hubiese escapado sin dejar rastro, como si yo hubiese encontrado una verdadera creación de Gauguin en una fiesta en una azotea en el corazón de Buenos Aires.
Entretanto, con el corazón en un puño, ya estaba en la sala donde se exhibía el fin de mis cábalas, pero sin verlo todavía porque quedaba justo detrás de mí. ¿La encontraría al girarme?
Diario de un rey y su castillo ambulante
1
Todo esto empezó cuando até precariamente una cesta de mimbre a mi bicicleta. No era una gran bicicleta; tenía unas ruedas estrechas y un cuadro oxidado, pero me llevaba a donde quería. Mi recorrido habitual consistía en bajar hasta la playa a toda velocidad, esquivando a veces coches y otras peatones. El carril