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Viene clareando
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Libro electrónico154 páginas2 horas

Viene clareando

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Partiendo de un hecho verídico, la autora narra una hermosa parábola que se va entretejiendo en los versos de Atahualpa Yupanki: entonces surge un pasado familiar, la silenciosa dignidad de una madre, la militancia de un padre, la vida provinciana y una especie de valor cívico que alienta en personajes cuyo callado sacrificio es el sostén verdadero de la historia. 
Viene clareando es "la narración de un exilio interno" en palabras de Marcela Crespo Buitrón, Doctora en Filología Hispánica, en su trabajo publicado como parte de una investigación para el Conicet, Argentina, en el Instituto de Filología y Literaturas Hispánicas "Dr. Amado Alonso" de la Universidad de Buenos Aires. 
La novela se inaugura con un golpe, el del cuerpo deshecho de Atilio Sandoval contra la vereda de la Fotia, el 23 de marzo de 1976, ante la mirada estupefacta de su novia Berta. La historia plantea así, desde sus inicios, una problemática que encontraba en la época de referencia un punto extremo de tensión, pero que se prolonga hacia atrás en el tiempo, conectándose con las luchas revolucionarias del siglo XX en Latinoamérica (en la novela se alude a la entrega del Che Guevara a cambio de una "cabeza de chancho"), y más atrás aún, con la explotación y dominio de las poblaciones indígenas por parte del sistema colonial -explica Roxana Juárez en su artículo "Fronteras, formas del (des)arraigo y memoria en Viene clareando, de Gloria Lisé".
A partir de ese golpe inaugural, la protagonista, estudiante de medicina, novia del líder sindical asesinado, asume tras la muerte, la generalizada postura de "simulada" indiferencia de gran parte de la población civil de ese momento. Siguiendo el derrotero de muchos que atravesaron situaciones similares, Berta decide huir de su ciudad natal hacia la de su madre, en La Rioja, iniciando así el periplo que, paradójicamente a sus objetivos de olvidar y escapar, constituye el encuentro con la memoria familiar y social, en la medida en que restituye historias negadas y voces silenciadas. 
La novela fue traducida al inglés, portugués y turco.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 oct 2021
ISBN9789508511225
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    Viene clareando - Gloria Lisé

    Imagen de portada

    Viene clareando

    GLORIA LISÉ

    VIENE CLAREANDO

    BIBLIOTECA DE TEXTOS UNIVERSITARIOS

    COLECCIÓN: LA OTRA CARA DE LA MONEDA

    Arte de tapa: Carolina Ísola

    Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, sin autorización expresa del editor.

    © 2015, por BIBLIOTECA DE TEXTOS UNIVERSITARIOS

    Domicilio editorial: Avda. Uruguay, 4400 Salta - Argentina

    Tel.: (54-387) 4317305 / 4010112

    web: www.edicionesbtu.com.ar - contacto: info@edicionesbtu.com.ar

    Depósito Ley 11.723

    ISBN: 978-950-851-122-5

    Digitalización: Proyecto451

    Índice de contenidos

    Portada

    cabeza de chancho

    el anillo

    ser de esa gente

    24 de marzo

    escuchar la radio

    flores

    hay una foto

    la tía Avelina

    el cuerpo

    los 21

    Tristán Nepomuceno

    Ave María

    tal vez

    mensajero

    infierno

    la ventana

    Olpa

    Indio

    Lupe

    un año

    Lusaper Gregorian

    cantar

    Yacumaman

    palo santo

    Dedicatoria

    En recuerdo de Isauro Arancibia y su hermano Arturo, Atilio Santillán y Trinidad Iramain, a quienes no pude conocer porque fueron muertos sin acusación fundada ni derecho a la defensa.

    El relato que prosigue no es más que una ficción.

    Viditay, ya me voy

    de los pagos del Tucumán,

    en el Aconquija viene clareando

    vidita, nunca te he de olvidar.

    Viditay, triste está

    suspirando mi corazón,

    y con el pañuelo te voy diciendo

    paloma, vidita, adiós, adiós.

    cabeza de chancho

    Lo tiraron por una ventana de la FOTIA, era Atilio Sandoval que explotaba sobre la vereda de calle General Paz. Una noche caliente, una noche tucumana con luna como queso y en los techos ventiladores y gatos, según el lado de donde se mirara; y aunque ya el bochorno cedía a los vientos refrescantes del otoño, en esa noche, nada menos, Sandoval, que no se rendía, le hacía frente a la muerte y se la ponía como un poncho.

    Era el 23 de marzo de 1976 y cambiaba todo para siempre.

    Lo mataban, y así, muerto contra el suelo, convertido en una cosa, Berta miró su cabeza aplastada, y antes de que la sangre trajera olor de matadero, ella, que bien lo conocía, hizo lo que todos los que estaban allí: hizo como que no lo había visto, se acomodó una cara de nada sobre el rostro, y cruzó la plaza. Al frente, la estatua de Hipólito Yrigoyen, con su traje sin bolsillos, porque era el presidente que nunca había robado, de espaldas al Palacio de Justicia, miraba hacia otra parte, como ella, que en ese instante se prometía que lo haría a perpetuidad.

    Atilio Sandoval ya no se ofendería ni lo juzgaría un acto de traición. Había perdido, lo habían reventado como tantas veces se lo habían jurado, y así, volado Sandoval por una ventana de la FOTIA, se había ido de Tucumán, de los ideales de justicia social, de los sentimientos de Berta, de sus abrazos, de su cuerpo sentado en esa misma vereda escuchándolo hablar a las multitudes, desde ese mismo balcón. Sí, Atilio tenía debilidad por el balcón, porque era peronista hasta los huesos.

    Miraría para siempre hacia otro lado, y eso ya no iba a importar porque él no estaría para juzgar su falta de coherencia o de huevos, como a veces le imprecaba; aunque Sandoval, como nadie, sabía que ella era toda una mujer.

    —Me cago en la historia que lo parió —dijo por lo bajo.

    No era el modo de despedirlo, no eran las palabras finales que hubieran correspondido a semejante historia de amor.

    Enojada, indignada contra ese poco de hombre que quedaba en la vereda, de haber podido lo habría atacado a patadas y le habría dado golpes de puño, golpes de hombre, que le propinaría en la cara mientras preguntaría:

    —¿Por qué?, por qué no me hiciste caso, por qué no nos fuimos cuando se podía, por qué no importó todo lo que yo te había dado, por qué no te bastó y seguiste emperrado, persiguiendo esa justicia de la reputa madre. No ves que te vendieron, que te entregaron, ¡seguro que por una cabeza de chancho! Por una cabeza de chancho, así como decías cuando criticabas al Che por haber metido en Bolivia una revolución que ningún boliviano quería.

    —Por una cabeza de chancho entregaron al Comandante —así le decía. Y ahora era él, hecho una estampilla, absurdo, grotesco, feo, sin cara, silenciado para siempre en unos segundos que Berta sabía, darían vuelta todas las historias. Ahora había que escapar, escapar sin que nadie se diera cuenta de que escapabas.

    Velozmente reaccionó como un felino en medio de la caída. Era el preciso instante para inventar visitas inesperadas a familiares que no existían, becas, trabajos, compromisos en los lugares más alejados. Porque había que salir de Tucumán y correr lo más rápido posible; se había quebrado la última barrera y ahora todo podía suceder. Era urgente: avisar, empacar, no perder tiempo en despedidas que ya no tenían sentido, y buscar un lugar en el mundo donde poder mirar hacia otro lado, como esa estatua de Yrigoyen.

    Como a él, tampoco le harían falta los bolsillos, ni grandes valijas, ni la ropa buena, ni los libros, ni su guitarra. Porque vendría el tiempo de los gritos sin grito y la música quedaría guardada en un ropero, entre esos vestidos que ya no se usan, pero que se preservan con naftalina, mantenidos por la ilusión, de que alguna vez, el cuerpo volverá a ser lo que era, y les dará la bienvenida, y se deslizarán bajo las axilas, agradecidos de haber vuelto a ser parte de una vida.

    el anillo

    Madre, estoy en camino, pude tomar un micro; conseguí pasaje a La Rioja, pasaré por Catamarca, llegaré a sus pagos.

    Esta noche, cuando llegué a la casa, usted me vio entrar, ya le habían avisado. Yo solo bajé los ojos y le dije: «Es mejor que me vaya, seguro será por poco tiempo».

    Usted me esperaba pálida, más seria que nunca, apenas le salían las palabras, porque usted es de las que ponen el cuerpo pero no de las que hablan, ni de las que se quejan y usted me enseñó a ser así, y eso no se cambia.

    No me dijo nada, solo al rato vino con un manojito de billetes, envueltos, envueltitos, Madre, porque usted es así, es una Riera, metida para adentro, envuelta, riojana pura.

    Me dio su pensión, yo sé que era todo lo que había, y su bolso azul, ese de lona, el que usted solamente saca para ir a la Virgen del Valle, el que era para el sanatorio, el de los partos, el de la buena suerte que usted decía.

    —Váyase m’hija, algo va a encontrar, llegue lo más lejos que pueda y mande sus noticias.

    Habían llevado también a Mauro Sandoval, el hermano de Atilio, el que era dirigente de los maestros, y se esperaba que apareciera muerto por algún lado. La misma noche dos desdichas juntas en la misma familia, y usted ya rezaba por esa madre, y buscaba algún santo que tuviera por trabajo consolar en semejantes tribulaciones.

    Yo no podía mirarla a la cara madre, era la hija que usted no había esperado. Yo tenía la culpa, me desgraciaba, la desgraciaba y la dejaba ahora sola con todos mis hermanos y usted, que había soñado que yo le fuera médica, una doctora, que yo le fuera una compensación de todos sus desvelos, ahora me iba, como un ladrón, como una mala persona, la avergonzaba y la asustaba. Usted tenía que entornarme la puerta apenas, y avisarme para que nadie me viera salir. No había sido esa su ilusión.

    Yo me tenía que ir vestida de blanco para mi casamiento, el que usted no tuvo, o hecha una doctora que dejaba Matadero para curar gente y enseñar progreso. No se lo pude dar Madre; lo intenté pero no pude, y ahora que venía el amanecer, ya no había tiempo para arreglar nada, solo se podía escapar para salvar el pellejo, y pasar la noche, que después supe, Madre, era lo peor.

    No sé qué puse en el bolso azul, usted me preparó en una servilleta la tortilla de arroz que me guardaba para la cena, las primeras mandarinas de ese año y una manzana, la que siempre me había puesto para la escuela. Así es Madre, usted me enviaba a la vida otra vez con una manzana; «una manzana al día da salud y lozanía», era la frase que usted repetía, pero yo no tenía hambre, sentía que nunca más en la vida iba a tenerlo, y no recuerdo si se lo agradecí.

    Dudé en llevar la libreta universitaria, no sabía si era un peligro o me serviría de algo, porque a esas alturas ya no se sabía nada, pero decidí llevarla y la guardé en esa parte descosida del fondo donde quedaba oculta por si me revisaban.

    No nos despedimos, yo solo bajé la cabeza, como cuando era chica y usted me retaba, y esperé que, aunque fuera por única vez en la vida, usted se quejara de esta hija, o le cayera alguna lágrima de rabia, o me diera un cachetazo por haberlo querido tanto a Atilio y haberla desoído. No, Madre, en vez de eso, usted dulcemente hizo en mi frente la señal de la santa cruz, como en el bautismo y me dijo:

    —No se olvide nunca, hija, que cuando usted nació yo la entregué a la Virgen y a San Nicolás de Bari. Aquí está su madre, el ángel custodio me la va a cuidar. Vaya a los pagos de mi familia y encuentre a mis hermanos, y acuerdesé, por donde vaya, que si usted da con una mano, Dios la va a bendecir con las dos, que usted también se llama Cristina porque la consagré a Cristo, y ahí donde vea un Sagrado Corazón sepa que está el corazón de su madre pidiendo por usted, si usted se inclina le estará dando los respetos a su madre y a la madre de Dios.

    Me fui dejándola sola, sin hacer ruido porque los chicos dormían, sin demorar más las cosas. La dejé en medio de todas las estampitas con que usted llenó la casa, y la sartén del arroz, que no se la lavé porque esa vez no tuve tiempo. Me fui con esa libreta universitaria, donde me habían puesto la nota, la nota que usted esperaba: «Aprobada, 9 nueve, Anatomía». La dejé con mis libros que usted todavía pagaba, y solamente nos miramos.

    Yo nada más le dije:

    —No deje el tratamiento, Madrecita.

    Y me quedaron sus ojos madre, sus ojos que estaban llenos de verdad, porque sabían de la suya y de la mía, sus ojos de despedida, de despedida para siempre, de no disimularnos nada, porque las dos sabíamos que usted estaba enferma, enferma de muerte y que yo quería cuidarla, pero me iba, y usted ni siquiera me juzgaba. Sus ojos me decían, Madre, que ya no volveríamos a vernos.

    Ahora estoy en el colectivo, aclara el día y es 24 de marzo, veo las quintas repletas de naranjas, limones, pomelos, man­darinas. Es tiempo de cosecha. La caña está verde, Tucumán es verde, verde oscuro, verde enloquecedor, verde tan verde que parece que revienta, revienta de vida y pienso en Atilio, que ya no tendrá nunca en sus manos una naranja agria, que ya no podrá contarme otra vez cómo los obreros y los estudiantes las cortaban de los árboles de la plaza para tirárselas a los milicos en los desfiles, o a la cana, para que se les cayeran los caballos en las manifestaciones. Atilio nunca más podrá arrancar una naranja y sentir en la piel su perfume dulzón y decirme que le haga dulce, que si no

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