Allende, la leche y yo
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Allende, la leche y yo - Reinaldo Edmundo Marchant
niños?
La manzana
Todavía puedo sentir los pasos de él, siempre por la noche, el bolso al hombro, la barba impropia para un joven de sólo veinte años y esa manzana roja, haciéndola saltar en la palma de la mano. Seguramente venía de la facultad de historia de la Universidad de Chile o, es posible, que regresara de algún mitin en contra de lo establecido. ¡Sólo Dios lo sabía!
Un asunto es cierto: Carlos –su apodo, jamás conocí su nombre– no dejaba margen de error en nada; su vida debía protegerla en cada detalle. Un paso en falso y ¡a la parrilla eléctrica de tortura!, sacrificio que vivieron miles de combatientes de su generación.
Ya ni recuerdo cómo trabé amistad con él. Por aquel tiempo preparaba mi examen de admisión a la universidad y él me explicaba algunas guías de estudios. Sumido en las materias, dejaba un tiempo para criticar el autoritarismo, la falta de libertad, ese mal necesario de la democracia solidaria y verdadera, «los hombres no nacimos para vivir en lugares sitiados», decía. No había demagogia ni sectarismo en sus palabras. Daba a conocer su postura de joven rebelde.
Indefectiblemente, antes de retirarse, me dejaba de regalo una manzana. La primera vez, solté una sonora risotada cuando me la pasó. Hasta sentí ánimo de devolvérsela. Mucho después, comprendí la eternidad de aquel simple obsequio.
Al dejar mi hogar a altas horas de la noche, Carlos analizaba cuidadosamente el camino que tomaría de regreso. En ocasiones, lo divisé haciendo un largo rodeo, avistando por allá y por acá, y al darse cuenta de que yo lo avispaba, fingía que iba por un envoltorio de cigarros, asunto imposible pues en toque de queda no atendían los boliches del barrio…
Una vez propuso que ensayáramos en su casa.
–Será un honor para mí –dije.
Me presentó a su madre. Deduje que ella sabía perfectamente quién era yo. Entramos a su habitación. Me sorprendió ver un estante colmados de libros. Sobresalían textos de literatura de todos los tiempos.
–Si alguna vez pretendes escribir, hazlo seriamente y lee a los grandes maestros de la literatura universal –recomendó.
Sentados en el piso hojeamos una veintena de ejemplares. Varios tenían marcas de lápiz en los bordes y citas de otros autores. De forma natural habló de pensadores, filósofos griegos, de pasajes bíblicos, poetas y novelistas de innumerables latitudes.
–Ya ves, no tengo libros de marxismo...
Era verdad. Lo señaló en serio, pero sin ahondar en el tema.
Me regaló unos poemarios anónimos –más adelante me enteré de que él los creó–, cuya temática era el amor y la resistencia social.
Desde aquel momento comenzó una relación de más confianza. Ya no me enseñaba con tanta dedicación las asignaturas de historia y matemática, ramos que necesitaba reforzar. La mayor parte del tiempo la dedicábamos a hablar de la vida, los sueños y la dictadura de Augusto Pinochet.
Jamás me enteré de buena tinta –tampoco le pregunté– en qué partido militaba. Menos conocí aspectos de su entorno familiar y red de amistades. Casi distraídamente, en una oportunidad me entregó un panfleto que afirmó haberlo tomado en la calle y que llamaba a combatir al gobierno de turno. Una brigada del MIR se atribuía la nota.
–Tómala, léela y bótala –me pidió, riendo.
Encendió un fosforo y quemamos la hoja.
Pocas veces lo divisé de día. No sabía la hora en que salía ni dónde iba. Empeño por estar al corriente no le ponía y él valoraba mi discreción. Sí puedo testificar que tenía en aquel tiempo veinte años. Una noche llegó con dos manzanas:
–Una es para ti y la otra es por mi cumpleaños –dijo. Le di un fuerte abrazo y ahí confirmó la edad que cumplía.
Pasamos meses estudiando, hasta que un martes no llegó. Al día siguiente, tampoco apareció. Transcurrió la semana y nada supe de él. Conjeturé que pudo haber sucedido algo malo, una detención por parte de los servicios de seguridad o podía estar herido al participar en una barricada. Así que partí hasta su hogar a recabar información. Manipulé el timbre y salió su madre. Tenía la cara descompuesta, demacrada. Consulté en voz baja por su hijo y, con tono enérgico, contestó:
–¡No le entiendo! –y concluyó con el mismo énfasis– ¡Permiso!
Cerró de inmediato la puerta.
En un instante, me envolvió la confusión. Hasta creí haberme equivocado de domicilio. No fue así. Pensé que algo trágico intentó decir con esas palabras y tono. Las cosas se aclararon cuando, al voltear la vista, vi un vehículo civil, sin patente, vigilando su casa.
Sentí mucho temor.
Apresuré el paso. No quise volver a mi hogar. Partí a caminar sin rumbo por la zona y esperé que cayera la tarde. Cuando retorné, una joven me llamó por mi nombre y me pasó dos asuntos: una hoja abierta y una manzana. La nota decía: «Suspendamos por un tiempo nuestros estudios de la vida. Sigue adelante. Ya vendrán tiempos de paz y gloria. Te abraza, Carlos. (P.S.: Apenas leas el mensaje, rómpelo)». Me dio alegría conocer noticias de él. Fragmenté el papel delante de la muchacha.
–Gracias –dije.
Y ella se retiró con cierta premura.
Pasaron varias semanas y no volví a saber de su paradero. Sí confirmé que aquel auto civil permaneció patrullando su casa de forma intermitente. Arriba del carro estaban los agentes de la temible DINA. Cuando se tranquilizó la guardia, me encontré casualmente con su madre en la panadería San Ramón. Demostró satisfacción de verme. Hasta me saludó con un beso en la cara. Sin embargo, no pronunció una sola frase.
Al abandonar el negocio, su semblante nuevamente empalideció. «Algo grave acontece», especulé.
La última manzana que me dio no la toqué. La tenía arriba de mi pupitre, donde estudiaba diariamente. A ratos la tomaba con las manos, la analizaba y lo evocaba lleno de dudas.
–Dónde estará... –decía.
Quedaba largo rato meditando, sin obtener ninguna conclusión.
Como se aproximaba la fecha de mis exámenes, me involucré con la preparación de cada asignatura. Fue por esa fecha que, de regreso a mi vivienda, mi madre me alertó que en mi cuarto me esperaba una sorpresa. Mi progenitora es mujer campechana, que lleva a flor de labios la pulla, así que no otorgué demasiada seriedad a sus palabras. Esta vez no bromeaba. Mi entrañable amigo me esperaba descansando en la cama, cuan largo era…
Nos fundimos en un abrazo. Le había crecido el cabello, lucía fatigoso, algo más delgado, y el sistema nervioso hacía temblar sus manos.
–Como ves, no he olvidado lo fundamental: la manzana…–soltamos al mismo tiempo una carcajada cuando sacó la fruta de un bolso.
Me la pasó. Tenía la cáscara verde.
No lo incomodé con ningún tipo de preguntas.
Ni siquiera quise saber cómo estaba (era evidente, por su aspecto, que muchas cosas en su vida se hallaban alteradas). Ya sabía que lo buscaba la policía por ser un militante de izquierda. Tiempo después, conocí otro propósito de esa visita: mirar, desde lejos, a su madre… Tenía certeza de que él podía morir, ocultarse por mucho tiempo, ser detenido o partir al exilio, y sintió esos extraños deseos de contemplarla cuando iba de compra a la panadería, para desprender unas lágrimas y mover la mano en señal de un hijo que la extrañaba.
Aprovechó la misma ocasión para despedirse de mí.
Quiso saber cómo estaba, si avanzaba en mis estudios. Hablamos de temas triviales. Notaba que su mente estaba en otra parte. Le ofrecí que se quedara esa noche, que descansara. Al comienzo, no le gustó la idea.
–No quiero quemar tu domicilio –reconoció.
Entonces, me pidió que observara en la calle si había algún movimiento extraño. Partí, examiné las principales arterias y regresé con una especie de satisfacción.
–Todo tranquilo.
–¡Qué bueno! –contestó.
Y a continuación puntualizó:
–Aunque con esa gente nunca se sabe…
Evitó referir que su universidad tenía agentes militares infiltrados. Ya conocían sus movimientos, podían estar meses siguiéndolo, para enseguida asestar un golpe masivo. Como se ufanaba el dictador, le interesaba capturar a «los peces gordos», y Carlos, a su corta edad, era uno de ellos.
No quiso dormir. Debía estar atento a cualquier movimiento. Pasamos la noche tomando café. Charlando. Reíamos. Afuera, bajo el silencio nocturno, llegaba el sonido de ambulancias, patrulleros policiales, detonaciones y tiroteos. Balaceras espantosas zumbaban bajo el silencio de la noche. Al día siguiente, la gente encontraba autos quemados, salpicados de balas, cuerpos inertes. Los medios de comunicación hablaban de enfrentamientos armados entre grupos marxistas y la artillería militar. No existía cómo desmentir los falsos montajes que preparaban los servicios de