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La línea maestra y otros cuentos
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Libro electrónico144 páginas2 horas

La línea maestra y otros cuentos

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Escritos con una solidez y una naturalidad asombrosas, los diez relatos de La línea maestra se mueven con soltura sobre la difusa frontera que separa lo extraño de lo íntimo. Haciendo gala del oficio que viene demos trando en su vasta trayectoria como escritor y periodista —a través de poemas, cuentos, novelas, crónicas e investigaciones—, Osvaldo Aguirre se aleja esta vez de los mundos marginales que tan bien sabe retratar, para descubrir un universo más cotidiano aunque no exento de zonas oscuras y conflictivas. Problemas familiares, parejas en descomposición, enredos sexuales, la muerte de un padre y la internación de una madre en un neuropsiquiátrico; esas son algunas de las situaciones que atraviesan los personajes de este libro que hacia al final, en el cuento que le da título al conjunto, deja filtrar un halo de luz a partir del nacimiento de un hijo más que deseado.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 ene 2023
ISBN9798215083628
La línea maestra y otros cuentos
Autor

Osvaldo Aguirre

Osvaldo Aguirre nació en Colón, Buenos Aires, en 1964. Publicó, entre  otros libros, La deriva (novela, 1996),  Historias de la mafia en la Argentina (investigación periodística, 2000,  2010), Rocanrol (cuentos, 2006),  Notas en un diario (no ficción, 2006,  2018), El año del dragón (cuentos, 2011),  La tradición de los marginales (artículos  y entrevistas, 2011), Escuela de detectives (novela, 2013), La oscuridad dentro de  mí. El relato femicida (investigación  periodística, Gárgola ediciones, 2018),  Leyenda negra (novela, 2020), 1864 (poesía, premio José Pedroni, 2020)  y Francisco Urondo. La exigencia de lo  imposible (biografía, 2021). Entre otros  trabajos de edición compiló Una poesía  del futuro. Conversaciones con Juan L.  Ortiz (2008, 2016), Setecientos monos.  Antología (2012), Mario Levrero. Francisco  Gandolfo, Correspondencia (2015, 2018),  La vanguardia perdida. El humor de los  60 en 4 patas, Gregorio y La Hipotenusa  (2016), Miedo. Historias de terror y  suspenso (201 ) y La bolsa y la vida. Historias de bandidos sociales (2021).  Vive en la ciudad de Buenos Aires.

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    La línea maestra y otros cuentos - Osvaldo Aguirre

    La línea maestra y otros cuentos

    Es un grito terrible, el que se alza esperando ser escuchado, el que viene a vos

    cuando despertás

    Mark Strand, Puerto oscuro

    El acantilado

    ––––––––

    Después de la última mesa de lectura, llamé a Cecilia desde un teléfono del centro cultural. Tuvimos una discusión porque ella quería que pasara por casa y yo prefería ir directamente a la cena que se hacía como cierre del festival. Había llegado a un punto de saturación y no me importó que se enojara.

    En la cena tomé un poco de alcohol, sin emborracharme. Recuerdo que en la mesa estaba la poeta de Córdoba, con su marido. El marido era ingeniero agrónomo y no soltaba una palabra, todo un sapo de otro pozo. Y estaba también Alejandra.

    La inclusión de Alejandra en el festival fue una ocurrencia mía. Me gustaba. Si nos poníamos estrictos, había otros escritores con mayores méritos en la ciudad. Alejandra había ganado un premio municipal, en un concurso de novela, y prácticamente no tenía poemas publicados. Pero el secretario de cultura y Pedro en particular, con quienes decidíamos la lista de invitados, no tuvieron inconvenientes.

    Habíamos pasado tres días en una burbuja y llegaba la despedida. Tres días de escuchar lecturas y discusiones más o menos teóricas, de compartir almuerzos y cenas, de llevar la poesía como misioneros por distintos lugares de la ciudad. Las actividades se hacían en el centro cultural, al lado del río, y en bibliotecas y dependencias municipales de los barrios. En una de las excursiones a la periferia, unos chicos habían asaltado con un revólver al poeta de México. La realidad nos recordaba su presencia con malas maneras.

    Después de la cena hubo baile. Algunos invitados ya se habían ido, otros parecían dispuestos a quedarse en la ciudad. Marisa, la periodista de cultura del diario local, dio un portazo para llamar la atención de un poeta, más joven, que resistía su acoso y sus insinuaciones en clave a través de las notas que dedicaba al festival y eran la comidilla del ambiente poético, y salió a la calle seguida por algún acólito que nunca le faltaba, alguien que festejaba sus desplantes y sus ironías vidriosas. Con su estilo áspero, la poeta de Córdoba había sido uno de los sucesos del festival. Pero los temas de conversación se agotaron con el postre y el ingeniero agrónomo siguió tan expresivo como una esfinge. Alejandra me invitó a bailar, y fuimos a buscar una jarra de cerveza para compartir. La música estaba muy fuerte, teníamos que repetir dos y tres veces cada cosa mientras nos movíamos en cámara lenta. No recuerdo de qué charlamos, tal vez de su lectura accidentada en el festival. Supuestamente se había equivocado de mesa y había llegado tarde, así que participó en la siguiente. En realidad no le gustaban los poetas con los que estaba programada.

    Pedro estaba a punto de quedarse dormido, hasta que nos descubrió. Le había tocado acompañar al poeta de México con la policía y con los funcionarios municipales que se acercaron para ver qué pasaba, nerviosos por la propaganda desfavorable y los ecos del episodio en las redes sociales. Nos miró con sorpresa, como si me dijera qué estás haciendo. También como si le diera pena, como se mira a los borrachos que llaman la atención. Su mujer era muy amiga de Cecilia, trabajaban juntas en un dispensario municipal.

    Era obvio que Pedro comentaría con su mujer la novedad: Mariano estuvo toda la noche bailando con una de las invitadas, Alejandra. Y quién es Alejandra, preguntaría con toda seguridad la mujer de Pedro: una contadora que trabaja en la Bolsa de Comercio y escribe, podría haber sido una respuesta. No traté de disimular, hasta lo saludé con la jarra de cerveza en alto.

    Alejandra estaba escribiendo una novela corta. Me preguntó si yo daba talleres literarios. Venía de una mala experiencia con un escritor que pontificaba sobre cómo hacer literatura sin que él mismo fuera precisamente una maravilla. Le dije que sí, que podíamos hacer un taller individual, porque en realidad yo no tenía ningún grupo, me dedicaba al trabajo en la web, y quedamos en volver a hablar para arreglar un encuentro.

    El poeta de México filmaba con un celular.

    Alejandra se ofreció a llevarme en auto. Eran las dos de la madrugada, y un rato antes, de pronto, el secretario de cultura cortó la música y entendimos que la fiesta había terminado. Hubo un ruido de vidrios rotos, un grito, insultos; Marisa, la cronista del diario local, había vuelto al salón con otro portazo y el poeta joven tenía un corte en una mano.

    Pero el festival había terminado. Un rato antes hubiera tenido que ocuparme del asunto, como me había ocupado de los imprevistos: un poeta de Buenos Aires con dolor de muelas que necesitaba un dentista; pasar una tarde con la poeta de Paraguay para que superara su fobia y aceptara salir del hotel y leer en público; tener a raya a un veterano escritor local, que se emborrachaba en las cenas y cargoseaba a los invitados porteños con filípicas contra el poder de Buenos Aires y reclamos de justicia literaria para los escritores del interior. Ahora podía desentenderme de Marisa y de su crisis de nervios, del poeta joven, un poco pálido y con la mano vendada, de los invitados exaltados por el alcohol que trataban de serenar los ánimos a los gritos.

    Alejandra insistió para llevarme hasta mi casa aunque tuviera que desviarse bastante, porque yo vivía en la zona norte y ella frente al parque Independencia. Había dejado el auto estacionado en la calle, un Ford Focus negro. Le pedí que me dejara a una cuadra, en la esquina.

    Después, en otro momento, soñé que iba en auto, pero no sé cómo ni con quién, y llegaba a esa misma esquina. Esta vez era yo el que manejaba. Doblaba hacia la izquierda, iba a comprar el diario en un quiosco de la terminal de ómnibus, y descubría entonces que la calle estaba a oscuras e inundada por el agua. Con mucho cuidado, giraba en círculo y seguía por otro camino, en la dirección opuesta, alejándome de la oscuridad.

    Alejandra detuvo el auto donde le había indicado y nos quedamos hablando otro rato. A esa hora no había vecinos a la vista. La conversación derivó sin rumbo fijo, de las anécdotas del festival a las confidencias personales y otra vez al festival, lo que nos había gustado y las decepciones; ella acababa de romper con un novio, un agente de bolsa, y yo no sabía qué hacer, si avanzar con un beso, si decirle que me parecía muy linda o algo por el estilo, no sabía si pasaba algo, no estaba seguro. Le hacía preguntas y comentarios sobre la novela premiada, como si buscara una clave oculta de su vida, o como si quisiera abrir una puerta a tientas, en la oscuridad. No me daba cuenta de que en esas situaciones las palabras sirven hasta cierto punto.

    Quedamos en hacer el taller un sábado por la tarde. Ella trabajaba de lunes a viernes y tenía poco tiempo en la semana. Me pasó el texto por correo electrónico.

    La obtención del premio municipal había sido una noticia, y en la web publicamos un adelanto del libro. Un fotógrafo fue a su casa y volvió contento a la redacción, con una producción de retratos. Alejandra le había caído muy simpática. Recuerdo dos fotografías, las que publicamos a propósito del adelanto del libro. Alejandra de perfil contra la ventana de su living, los ojos entrecerrados ante la luz exterior. Y sentada en un sillón azul, con las piernas cruzadas, recostada contra uno de los brazos. El fotógrafo la había tomado desde abajo. Según me contó cuando fui a su casa, había encontrado el sillón tirado por la calle, y lo tenía como único mobiliario del

    ambiente, aparte del televisor.

    Alejandra vivía en un edificio antiguo de pocos departamentos. La dirección era fácil de ubicar, pero al bajar del auto caminé un par de cuadras en la dirección opuesta. Estaba desorientado. Lloviznaba, y me detuve a mirar la numeración de la calle como si estuviera en una ciudad desconocida.

    Sentí de nuevo la mirada de Pedro: ¿qué estaba haciendo? El hijo de Pedro y mi hijo mayor también eran amigos. Bajo el cielo cubierto, empecé a caminar hacia la casa de Alejandra. Llevaba el texto subrayado y algunas observaciones anotadas al margen. Como si realmente creyera que se trataba del taller literario.

    Alejandra estaba separada y tenía un hijo, que pasaba ese fin de semana con el padre. La novela premiada era en parte autobiográfica, hablaba del proceso de desgaste de su relación de pareja, de cómo había madurado la decisión de separarse, de las idas y vueltas, las dudas y los temores que había tenido en relación a su propia familia, a su hijo, a los compañeros de trabajo, hasta que en un momento ella se iba de la casa. Ahora quería probar un tema diferente y el relato que estaba escribiendo contaba la historia de una chica que se peleaba con su madre y se iba de viaje por la Patagonia, y en el transcurso del viaje le pasaban cosas.

    Antes de comenzar me ofreció un Martini. Los personajes de su primer libro tomaban Martini bianco. Lo acepté, y ella trajo dos copas vistosas y las dejó en la mesa, una mesa cuadrada de mármol sobre la cual cada uno tenía una copia de su relato. Intenté decir algo sobre el texto, pero mis anotaciones me parecían estúpidas, sin gracia. Me quedé un instante en silencio, escuchando el rumor de la lluvia, como si esperara que alguien me soplara lo que tenía que decir.

    Alejandra usaba unos lentes grandes para leer. Parecía pensar en lo que yo le decía sobre el texto, concentrada en las hojas desplegadas en abanico. De pronto soltó una risa, como si se hubiera acordado de algo, y fue a la cocina a buscar la botella de Martini.

    Volvió a llenar las copas, dejó la botella en la mesa y se me sentó encima. La abracé y empezamos a besarnos con muchas ganas. Si hubiera sido por mí estaríamos hablando hasta ahora de los problemas de la narración. No tardamos en pasar al dormitorio.

    Estuve muy torpe, pero me gustó.

    Soñé que Cecilia me devolvía pulóveres viejos, roídos por las polillas.

    En aquellos días tenía que viajar a Córdoba para dar un curso en el gremio de prensa sobre periodismo en la web. Era la invitación de un amigo, incluía un hotel cuatro estrellas y viáticos.

    Alejandra quiso acompañarme, y después de dedicar al tema una sesión de análisis le dije que sí, que

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