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Tiempo de fulgor
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Libro electrónico148 páginas2 horas

Tiempo de fulgor

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El colombiano galardonado con el premio Nobel de Literatura se consagrará con esa novela como el creador de la corriente conocida como el realismo mágico. El nicaragüense Sergio Ramírez con menos de veinticinco años de edad que tenía al escribir Tiempo de Fulgor, hace uso de figuras de su propia creación e inspiración, propias de esa corriente literaria e irrumpe en esa novela con una magia de escritura que le va a caracterizar en algunas de sus más de cincuenta obras producidas a lo largo de su vida.
Por su relación personal con Fernando Gordillo Cervantes y en reconocimiento póstumo a su meritoria labor de poeta, el autor le dedicó esta obra.
Tiempo de Fulgor, tuvo poca circulación en Nicaragua, ya que las dos únicas ediciones anteriores fueron impresas en el extranjero.

IdiomaEspañol
EditorialLibros
Fecha de lanzamiento10 ago 2022
ISBN9781005958268
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    Tiempo de fulgor - Sergio Ramirez

    Sergio Ramírez

    TIEMPO DE FULGOR

    A la memoria de

    Fernando Gordillo Cervantes

    CAPÍTULO 1

    Las seis de la tarde y un ángel de luto anuncia a María sobre los techos de barro de la ciudad adormecida. Un acorde de campanas va poblando minuciosamente el aire, infinito golpe de piedra en Catedral y son sonámbulo y lejano en Laborío, floración tintineante de la Merced, golpe de cristal en San Juan barrido por el viento sucio, viento de terracota de los labradíos cercanos; remolino musical y compás de vértebra angélica en San Francisco, son de la calle real; misterio de cementerio en la campana sola de Guadalupe, aire de barriada y caña de castilla en la de Subtiava, ladrillo desnudo en la de Zaragoza y sus aguas empozadas en el bautisterio como un sepulcro. Santiguarse de prostitutas en la música menor y en soledad de la ermita de Dolores, de rodillas junto a sus lechos como promesantes.

    Al terminar el rezo se levantan, sacudiendo por las rodillas sus ásperas medias de hilo negro y la Florilegia va hasta el trozo de espejo colocado en la repisa de las estampas, a ver su cara pintada de un colorete desvaído y a secar el sudor que ha removido el negrumo de sus ojos.

    —Florilegia, se divisa Glauco en su caballo —le gritaron desde el solar.

    —Alabado sea Dios —murmuró y alisó la sobrecama almidonada. La cruz de palma bendita-cayó sobre la almohada y la volvió a su lugar tras el paisaje dejado en empeño por el barbero: un lago azul de prusia, un palacio de papel de estaño y un cielo morado. En una esquinita del paisaje estaba el retrato de Glauco.

    —Florilegia —volvieron a llamar.

    —Qué fue —contestó, asomando la cabeza por encima del pequeño biombo de papel crepé que servía de pared divisoria con el salón.

    —Ya viene entrando.

    (Cortando caña con mis hermanos y con mi papá yo me llamaba Manuela allá en el Espíritu Santo, Glauco, y me sacaste del monte para traerme a León a vivir cerca de vos y me pusiste nombre, y por eso me siento dichosa y cuando me avisan que venís se me sale el corazón y corro a tu encuentro, no sabés cómo me gusta acostarme con vos y acurrucarme a tu cuerpo y que nos durmamos juntos después de una sola vez en toda la noche, me siento como abrazada a un santo de bulto de esos que sacan en las procesiones y así nos quedamos hasta que nos despierta la luz del alba y comenzás a ponerte las botas y desnudo sobre la cama ya estás de sombrero y veo tu sombra caminar y cuando ya te has ido todavía sigo oyendo el ruido de las espuelas, me trajiste aquí y me pusiste un nombre: Florilegia).

    Don Pacífico asomó la cabeza por encima del biombo.

    —Hijita linda, onda estate con los clientes, no chimés.

    —Si ya se van, Don Pacífico, me dijeron que ahorita se iban.

    —No mamita, el de la guitarrita me pagó la pieza —y sonó las monedas en la mano— no me metás en problemas, si Don Glauco quiere quedarse a dormir aquí, que tenga paciencia y que aguarde —y le siguió hablando casi al oído con su boca desdentada. —Apenas son las seis de la tarde— le dijo sonriendo al irse.

    Hay un humo negro en el horizonte. Es el atardecer descendiendo en leña ardiendo y basura quemándose en los barrancos. Nubes de polvo se levantan al paso de los hatos de ganado en el crepúsculo, entrechocar de cántaros y desensillamiento de bestias, golpes de portones, aflojar de cinchas, una carreta entoldada con un enfermo, hay pasos obscuros en las sacristías y se abren las gavetas de vasos sagrados y las puertas de los roperos que guardan las vestiduras de los oficiantes. Después de las campanas, el aire ha quedado como vaciado y trae un lejano redoble de tambores desde la plaza desierta.

    Don Glauco arrimó su caballo hasta las estacas de rosas sembradas junto al pozo y Don Pacífico hizo un ademán para que el sirviente fuera a ayudar a desmontarlo. Don Pacífico estaba enjuagándose la boca, observando desde la puerta de la cocina.

    —Buenas.

    —Buenas Don Glauco María, ya lo estábamos esperando —y se secó la boca con la manga de la camisa que recogía una liga. —Ya están las muchachas —le sonrió al pasar, y alzó a ver para alcanzarle el rostro. Viene sereno pensó eso es lo malo porque si la rompió temprano, va a armar bochinche.

    Don Pacífico se restregó en los pantalones sus botines de charol y caminó detrás de Don Glauco, sobándose las manos suaves, finas y enjoyadas. El ralo cabello teñido parecía tenerlo untado contra el cráneo y las ojeras eran casi verdes, Es una troza pensó cuando vio a Don Glauco agacharse para trasponer la puerta.

    Por los caminos que van cayendo en la obscurana vienen entrando las-mulas arreadas desde las veras por los conciertos soñolientos, cargadas de zurrones de cuero crudo con miel de palo, alforjas con quesos ahumados, trenzas de quesillos envueltos en hojas de chagüite; carretas y yeguas, costales de sal, dulce de panela, aceite de coyol, manteca de cusuco, moños de hierba, jícaras labradas, pollos amarrados de dos en dos, las jaulas de gallos, las flores de verano, azahares para el agua de azahar y los cocimientos, hojas de eucalipto para los baños de enfermo, las verduras y las frutas, animales de monte, pieles de tigrillo, cohetes y morteros, flores de madroño, carao y cañafístola, hojasén y purga del fraile, hule y raicilla, cosa de horno, panecillos de cacao, reseda e ipecacuana, guarapo y maíz tierno, candelas de sebo y plátanos verdes, los caminos del mar y de Mateare, de las salinas y el Sauce, Telica y la Paz Centro, Nagarote y Larreynaga. La cordillera de los Marrabios se va perdiendo en la espesa sombra y se percibe en el gran silencio el rumor del mar entrando hasta los aposentos a pesar de la lejanía, mientras de esquina a esquina va el farolero poniendo lumbre en los faroles sin apearse de la mula.

    —Pacífico —dijo Don Glauco desde el fondo del salón.

    —Ya está —dijo — entredientes ya se armó la cosa.

    —Pacifico.

    —Diga Don Glauco.

    —Vení, quiero hablar con vos.

    Lo tomó del brazo cuando se acercó.

    —Que se venga para acá la Florilegia.

    —Está ocupadita, Don Glauco ¿qué no ve?

    —Cuando entré no la vi, después me la mandaste para donde aquéllos.

    —Andaría haciendo sus necesidades, Don Glauco, esos están allí desde las tres y media —se le acercó al oído y lo envolvió en su aliento de flores viejas— si no fuera por delicadeza le diría que el de la guitarrita me pagó el cuarto hace rato.

    —Me la voy a llevar un día de tantos, Pacífico, y te voy a joder. (Un día que haya luna y ni un alma en la calle, que podamos cruzar la ciudad sin que ni un ojo nos pongan encima y todas las puertas estén cerradas, me vas a llevar de aquí Glauco. Vamos a salirnos escondidos sin que las muchachas ni el viejo maricón se den cuenta y tu sirviente va a estar esperándonos con los caballos y vamos a irnos camino de mar, a vivir a esa casa sobre las rocas que decís que tenés y vas a ponerme casa como me pusiste nombre: Florilegia).

    Don Pacífico volvió al mostrador y empezó a limpiar con un trapo húmedo la plancha de mármol y a sus espaldas oyó el ruido que hacía Don Glauco: está queriendo levantarse, ya jodió la cosa. En eso sonó la musiquita de la mandolina, desperdigada, como si afinaran el instrumento.

    —Pacífico —oyó la voz como un retumbo— ¿no queremos música, verdad?

    —Don Glauco —dijo suplicante.

    —Que no toque— queriéndose parar inútilmente. El de la mandolina, afinaba, pellizcando las cuerdas y socando las clavijas y lo volteó a ver medio de lado y medio sonriente.

    —Pacífico, si tocan me voy y no vuelvo jamás.

    Don Pacífico se agachó debajo del mostrador, haciendo que buscaba algo: qué vaina cuando viene borracho.

    —No quiero la música, ya te dije —lo oyó al incorporarse con unas botellas vacías en la mano— te estoy sentenciado desde hace rato, a mí me gustan los tragos en silencio. -

    —¿No quiere otra muchacha para mientras? Aquí están todas queriéndose venir para donde usted, no sea malo, agarre una —se le acercó de nuevo brotándole de las manos un sudorcito tibio.

    Don Glauco se enderezó al fin con mucha parsimonia, apoyando sus manos casi cuadradas sobre la mesa y salió al patio tambaleándose, sin responder. Ya había luna en el cielo lechoso y cerró los ojos como si la luz le ofendiera, al mirar hacia arriba. Luego siguió su camino hasta las letrinas al fondo del solar, enfiladas junto a las piñuelas como altarcitos. Se estuvo orinando allí una eternidad, de espaldas al jolgorio y apoyado en el tabique se entredurmió. Pero lo recordó la mandolinería que sintió como una herida en el lomo, débil y sostenida.

    Caminó al lavadero y se echó a manotadas agua en la cara. Oía la música alejarse y acercarse luego, como si quien la tocara estuviera paseándose de un extremo a otro de la ciudad. Oyó cantos y oyó risas, y agachado sobre la pila del lavadero, vio en el agua sucia las estrellas y se sintió solo y desolado, con todo el peso del mundo encima. Vio que había corrido mucho trecho y que la vida se le escapaba de las manos como si al tomarla se le volviera agua, o polvo. Se irguió con ganas de dar un gran abrazo a todos, de conversar, de reírse, de cantar. Con el rostro iluminado fue atravesando por las filas de cuartos y casi encima de él, echaron una palangana de agua por una puerta entreabierta.

    —Froilana, puta vieja, casi me echás tus aguas en la cara.

    —Don Glauco —le susurró— acuérdese bien, usted se las ha bebido todas —y le cerró con dulzura la puerta.

    (Venimos una noche de lluvia y me dejaste cautiva pero te apareciste al día siguiente y me trajiste vestidos nuevos, y un vaso de olor, y zapatos, y un cofrecito para mis cosas. Y siempre ando como perdida en el día, dando vueltas por el solar, subiéndome a una mesa para asomarme por la única ventanita que tiene la casa, una como hornacina junto al techo, para ver la calle porque está prohibido pasar más allá del puente y si no paso del puente qué hago en la calle, si está largo de donde vivirás, donde dicen que las calles son de piedra y no como esta calle que es casi un barranco, los cerdos buscan su comida entre los montarascales y cuando llueve se hace una correntada impasible y Don Pacífico manda a tender unos tablones para los de a pie y los de a caballo entran remojados hasta las nalgas, pero si vos decís que aquí debo estar, aquí seguiré estando hasta que me llevés y me seguiré llamando como me llamás: Florilegia).

    —Andá llamame a la Florilegia, que venga un tantito.

    —Que vaya dice Don Pacífico: Florilegia, te veo como inquieta hijita, tené sosiego, los clientes pueden disgustarse. Yo sé lo que es eso, pero esperate, no me enredés la cosa, cuidado te me vas a levantar de allí que te mato.

    Cuando Don Glauco entró de nuevo los dos forasteros estaban siempre en el rincón, la Florilegia tamborileando con los dedos sobre la mesa y con aire perdido, la mandolina pequeñita y como abandonada, sin que nadie la tocara.

    —Bueno ¿qué pasa aquí? Que siga la música, yo la pago, a ver.

    Don Pacífico se le acercó afligido: —No me siga buscando pleito, ya es suficiente.

    —Pero si no estoy buscando pleito, Pacífico. Tengo ganas de que toquen.

    Con cierto ademán el muchacho se quitó el pelo de la cara, y levantándose de su mesa, tomó con amor la mandolina y se acercó a ellos.

    —Amigo —pasándose el dorso de la mano por la boca— hace ratos que me está jodiendo la paciencia; ¿quiere algo conmigo?

    —No hombre, quiero que me toquen algo, yo pago.

    —Tóquenle el culo— dijo una vocecita en sordina.

    Se rieron todos, el muchacho se le rió en la cara y Don Pacífico se ahogaba de tos detrás de él.

    —Ah no, Pacífico, vengo alegre, deciles que vengo contento, que se dejen de joder, ah no —gesticulando, queriendo reírse también.

    —Vean, tiene la portañuela abierta —dijo otro. Y le hicieron rueda. Estaba bajo la lámpara y su sombra subía por toda la pared. Trató inútilmente de abotonarse.

    —Déjenlo, ni que anduviera cañambuco.

    —Pacífico, decímeles vos que no quiero pleito, que quiero que toquen, que quiero invitarlos a algo.

    El muchacho lo rodeó, tocando la mandolina. Todos reían y empezaron un baile en ronda,

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