La vertiente
Por Sergio Gaiteri
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Los personajes 'serranos' de La vertiente no resultan ser tan diferentes de los 'urbanos' de libros anteriores. ¿Será que el corredor de Punilla se parece cada vez más a un suburbio del Gran Córdoba? Tal vez. De lo que no hay duda es que esas existencias cotidianas gravitan en un terreno literario tan alejado de los mitos metropolitanos como de los campestres. Un nivel medio imperturbable, y a la vez perturbador" (Adrian Savino).
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La vertiente - Sergio Gaiteri
la vertiente
La vertiente I
1
Por este tipo de cosas es que me fui de este lugar de porquería y nunca tendría que haber vuelto, dijo Celina, unos segundos después de detenernos en el semáforo del Centro, cerca de la plaza de Valle Hermoso. Lo dice siempre que está enojada. Esa frase o algo más o menos parecido. A veces con algún insulto entre dientes, insultos en español, de esos que se escuchan en las películas, que para nosotros suenan tan raros. Los insultos es lo que más se le ha pegado de sus años allá. Lo último en irse de su forma de hablar. Lo de la porquería que es Valle Hermoso lo dice desde que volvió de Barcelona y empezamos a vernos y salir los fines de semana, y lo repite con mayor insistencia —como si yo no la oyera y necesitase hablar con ella misma— desde que quedó embarazada de Facundo y decidimos vivir juntos en la casa de Bella Vista, en el barrio que está en el límite entre La Falda y Valle Hermoso. Yo la escucho, por supuesto, muchas veces hasta muevo la cabeza para darle a entender que la he oído, pero claro, lo que a ella la debe confundir y hasta molestar es que no le diga nada, que no le dé la razón ni la contradiga, que no quiera entrar en una discusión de la cual sea complicado salir. Esta vez le pregunté, en el semáforo, con las manos fijas en el volante del auto y sin sacar la vista de una familia que cruzaba la ruta por el paso de peatones, qué eran esas cosas que tanto le molestaban de este lugar. Se rió. Una carcajada exagerada, fingida al principio y seca, sin sonido al final. Doblá acá, dijo de golpe, moviendo el brazo hacia la izquierda, pasándome por delante de la cara la mano que en ese momento tenía libre de Facundo. Me arrebató. Si hubiera sabido para qué quería que hiciera el giro no le hubiera hecho caso.
Me hizo girar y detener el auto a un costado de la plaza que está a una cuadra del Dispensario. En el medio, cerca de la glorieta, el cura de la iglesia de San Antonio, con ropa de cura, porque muchas veces se lo ve caminar por ahí vestido así nomás, de civil, le hablaba a un grupo de personas mayores, unas veinte o veinticinco, mujeres sobre todo, que sostenían en sus brazos un perro o un gato. Entendí. Bendición de mascotas. Lo había oído el día anterior por los altoparlantes del Fiat 1500 que recorre a paso de hombre las calles del pueblo, muchas veces frenando hasta la exasperación la marcha de los vehículos que los siguen, anunciando por lo general los eventos organizados por la Municipalidad o por la Iglesia. El cura levantó las dos manos hacia arriba, miró hacia el cielo y dijo algo que desde el auto nosotros no alcanzábamos a escuchar. En ese momento a una señora se le escapó de los brazos un perrito blanco con una cadena color amarillo. La mujer rompió el semicírculo que de manera prolija conformaba junto a las demás personas y salió desesperada a buscarlo, corriéndolo entre un grupo de chicos que jugaban en el sector de las hamacas y el tobogán y que dejaron de hacerlo para divertirse viendo cómo el perro se escurría entre las piernas de su dueña cada vez que esta mujer lo tenía cerca, casi al alcance de las manos. Celina también se rió, y esta vez lo hizo en serio. Puse el auto en movimiento. Le dije que lo que estábamos viendo no tenía nada de raro, que era un asunto de ellos y que esa gente no molestaba a nadie. Le pregunté si no se había puesto a pensar que lo que hacían en España, eso que pasan todos los años en la televisión de los toros que sueltan por las calles y corren a la gente, matando cinco o seis personas por año, eso sí que era una estupidez. No me contestó en ese momento, se quedó callada, jugando con los pies de Facundo. Unas cuadras después dijo que ella no tenía nada que ver con eso de la fiesta de San Fermín, que jamás se le había ocurrido ir a ver eso y si no me acordaba que había contado mil veces, pero de igual manera me lo repetía, que ellos habían vivido en Madrid. Ese ellos lo usó porque estaba enojada y para que yo también lo estuviera. Lo habitual es que las pocas veces que se refiere a sus años en España o algún viaje que hizo por Medio Oriente o por el norte de Europa hable de ella sola, jamás mencione a nadie y mucho menos a Sebastián.
2
El resto del viaje —íbamos, claro, a la vertiente de Vaquerías— permanecimos callados, concentrados, ella en los movimientos y el llanto de Facundo y yo en las dificultades del trayecto. La vertiente está a unos dos kilómetros de Valle. Un camino aceptable aunque poco transitado, pasando el Hotel Radio, la escuela de Policías, una maderera, un lugar en el que cortan y pican troncos y un badén en el que hay que estar alerta para no golpear los extremos del auto.
Vamos a buscar agua cada quince o veinte días y traemos unos cien, ciento diez litros. La usamos para tomar, para cocinar y, en el caso de Celina, hasta para lavarse su pelo y bañar a Facundo. El agua de la canilla cada vez está peor. Los de la Cooperativa del agua dicen que es potable, pero es difícil creerles. Algunos días es directamente marrón y tiene partículas en suspensión. No hay forma de tomarla. En casa, abajo del asador, entre la leña apilada, tengo guardados muchos más envases de los que normalmente usamos; podríamos ir menos veces, una vez por mes o cada dos meses si quisiéramos, pero como dice Celina tampoco se trata de acumular tanta agua, aunque sea fresca, pura, de manantial, también se debe echar a perder. Yo junto bidones todo el tiempo. Bidones de plástico, descartables, preferentemente de cinco y de diez litros. Puede parecer una tontería, lo es, pero tengo una facilidad natural para localizarlos. Los turistas, la gente que está de paso por el valle los tira, claro, los arroja a la calle o los deja en los canastos de la basura, casi siempre con las tapas puestas, así que ni siquiera hay que enjuagarlos, una limpieza por fuera y listo. Es importante que tengan la tapa a rosca, por supuesto, pero también la manija, para que no sea incómodo cargarlos una vez que están