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Historia de Roque Rey
Historia de Roque Rey
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Libro electrónico522 páginas12 horas

Historia de Roque Rey

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Información de este libro electrónico

El día que su tío Pedro murió, Roque se puso a pedido de su tía los zapatos nuevos del tío, con algodones en las puntas para que no le bailaran los pies, y salió a caminar, para ablandarlos nomás. Ese día comenzó su propia peregrinación, ya no recorriendo iglesias con su tía para expiar una culpa piadosa, sino por un camino que lo llevaría del baile y la música al amor, del amor al abismo y del abismo a la intemperie, en la que por fin podrá dejar los zapatos de los demás para caminar sin intermediarios.
Un sacerdote parricida, un grupo de música tropical que lo adopta como su bailarín estrella, una niña superdotada, los cientos de muertos que le prestaron sus zapatos y le revelaron su derrotero. El viaje del interior a la ciudad, la muerte de Perón, un oscuro trabajo en la Morgue Judicial durante la dictadura, la vuelta a la democracia, el 2001. Cuarenta años de un país en la piel de esos personajes que no protagonizan la historia pero la viven.
Una novela signada por el irrefrenable impulso al abandono y por los fantasmas, los del pasado y los del futuro. Cuando ya es tarde para volver, solo queda alejarse lo más posible, hasta el extremo del mundo, sostiene el narrador, y hacia allí lleva su escritura Ricardo Romero, pero el mundo, bajo su mirada, es demasiado grande y demasiado pequeño al mismo tiempo, y tal vez por eso tan fascinante y tan conmovedor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 jun 2014
ISBN9789877120929
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    Historia de Roque Rey - Ricardo Romero

    RICARDO ROMERO

    Historia de Roque Rey

    El día que su tío Pedro murió, Roque se puso a pedido de su tía los zapatos nuevos del tío, con algodones en las puntas para que no le bailaran los pies, y salió a caminar, para ablandarlos nomás. Ese día comenzó su propia peregrinación, ya no recorriendo iglesias con su tía para expiar una culpa piadosa, sino por un camino que lo llevaría del baile y la música al amor, del amor al abismo y del abismo a la intemperie, en la que por fin podrá dejar los zapatos de los demás para caminar sin intermediarios.

    Un sacerdote parricida, un grupo de música tropical que lo adopta como su bailarín estrella, una niña superdotada, los cientos de muertos que le prestaron sus zapatos y le revelaron su derrotero. El viaje del interior a la ciudad, la muerte de Perón, un oscuro trabajo en la Morgue Judicial durante la dictadura, la vuelta a la democracia, el 2001. Cuarenta años de un país en la piel de esos personajes que no protagonizan la historia pero la viven.

    Una novela signada por el irrefrenable impulso al abandono y por los fantasmas, los del pasado y los del futuro. Cuando ya es tarde para volver, solo queda alejarse lo más posible, hasta el extremo del mundo, sostiene el narrador, y hacia allí lleva su escritura Ricardo Romero, pero el mundo, bajo su mirada, es demasiado grande y demasiado pequeño al mismo tiempo, y tal vez por eso tan fascinante y tan conmovedor.

    Ricardo Romero

    HISTORIA DE ROQUE REY

    ÍNDICE

    Cubierta

    Sobre este libro

    Portada

    Dedicatoria

    Epígrafe

    EL ÁRBOL, LA TORRE

    I. Zapatos Guante

    II. Los Espectros

    III. El desalmado

    IV. La familia Gallardo

    V. Una peregrinación de quince años

    VI. Natalia

    VII. El amor según el tío Pedro

    LA TORRE, EL ÁRBOL

    Sobre el autor

    Página de legales

    Créditos

    Otros títulos de esta colección

    A mis padres y a mi hermano,

    una peregrinación más juntos.

    A Victoria,

    que le da sentido a todo camino,

    a toda danza, a todo.

    Y pensaba, como en una fábula antigua, que un hombre que caminara siempre hacia Occidente hasta el fin del mundo, se encontraría con algo, un árbol por ejemplo, que fuera más o menos que un simple árbol, un árbol poseído por un espíritu; y, si caminara siempre hacia el Oriente hasta el fin del mundo, se encontraría con algo que no fuera íntegramente igual a sí mismo, como por ejemplo una torre cuya sola arquitectura fuera malvada.

    El hombre que fue Jueves,

    GILBERT K. CHESTERTON

    EL ÁRBOL, LA TORRE

    Mueve los dedos de los pies. Dedos largos, torcidos, de uñas gruesas. Los mueve sobre la arena sucia, disfrutando la sensación fresca del tacto, la brisa de la tarde que viene del río y le hace cosquillas en la piel endurecida. Mueve los dedos de los pies pero no se los mira. Lo que mira, con aprensión, amor, alivio y tristeza, son los zapatos que ha dejado a un costado. Son zapatos negros y viejos, de punta redonda, agrietados por el uso pero cuidados por un lustre diario. Roque Rey mira los zapatos y no está seguro de lo que tiene que pensar, qué podría decir en un momento así. Porque el problema es que el hombre en que se ha convertido sabe que los momentos así no existen.

    Roque Rey es un hombre de cuarenta y tantos años, alto y rubión, que sabe que hay momentos que no existen pero que sabe, también, que hay decisiones que solo pueden tomarse en esos momentos. Es un hombre de movimientos pausados y seguros, que se viste con ropas claras, limpias y sin encanto, y que acaba de sacarse los zapatos. El cuidado, la delicadeza con la que los ha apoyado sobre la raíz retorcida del sauce que le da sombra, indica que ese par de zapatos no es un par de zapatos cualquiera. Y tampoco el acto. Los zapatos son únicos y lo es, también, este sacárselos. Roque Rey mira los zapatos y contempla el acto. Mueve los pies y los ignora. En la orilla, la lancha espera a que se decida. Roque Rey sabe que la lancha está ahí, a sus espaldas, puede sentir un suave chapoteo, pero mientras mira los zapatos intenta quedarse del otro lado. Es decir, de este lado: la lancha se va y él la despide. Pero la lancha no podrá irse sola, alguien tendrá que tripularla, y ese alguien es él. Roque suspira y se prepara para subir a una lancha en una tarde de primavera sin saber que repite un gesto, que instaura la simetría filial, pero lo hace como si lo supiera. No hay misterio en eso. No hay misterio en la tarde, en el paisaje soleado del río Paraná, en la lancha heredada, en la caña, en el salvavidas y el ancla, en las morenas que se agitan amontonadas en un gran balde con agua; no hay misterio en la caja con anzuelos, en la heladera portátil llena de fruta, varias botellas de agua y varias de whisky, en el bolso con ropa donde reposa el ya ominoso traje turquesa, en los bidones de nafta. En el único lugar donde el misterio tiene lugar, es en los zapatos que ha dejado apoyados sobre la raíz del sauce, las puntas redondas y gastadas buscando, apuntando al cielo.

    Pero Roque Rey ya no los mira. Les ha vuelto la espalda y ahora mira todo lo demás, contabiliza las cosas que llevará, para no contabilizar las que no llevará. Ahora quisiera que los zapatos se fueran, que aprovecharan que está de espaldas y partieran, pero es el mismo problema que con la lancha. Alguien tiene que conducirlos. Roque Rey vuelve a suspirar, evita pensar que no es cierto que es el mismo problema, y para hacer tiempo mira el horizonte, la trama luminosa del cielo, el refilón verde y oscuro de las islas que, aunque desde ahí parece cerrado, él sabe que esconde caminos, brazos y riachos; arroyos lentos bajo la sombra de los árboles que se inclinan. Mira el horizonte y hace tiempo. Pero el tiempo se le deshace enseguida y a él no le queda otra que reaccionar. Se vuelve sobre los zapatos, levanta uno y lo huele. Huele su cuero ajado, sus costuras resistentes, porque la resistencia tiene su propio olor. Después hace lo mismo con el otro. Si tuviera que describir el olor que siente no sabría hacerlo. Sería como describir el suyo propio. Hace más de treinta años que usa esos zapatos que no le pertenecen. Hace más de treinta años que habla con ellos, sobre todo en los últimos, desde que llegó a Diamante y se convirtió en un habitante más de la ciudad, predecible y puntual en sus paseos al atardecer. La relación que los une no siempre fue así, y si bien hace más de veinte años que los lustra todos los días, que los lustra y les cuenta secretos y miedos, los primeros diez fueron distintos. Los usó, sí, pero con la negligencia de quien no sabe todavía que las cosas y los hombres envejecen. Pero después vinieron los zapatos de los muertos y aprendió eso y algunas cosas más, como por ejemplo que la muerte no necesariamente mata del todo. Y por eso ahora, al olerlos, al percibir el calor de sus pies que late todavía en el interior de los zapatos, Roque Rey, como una serpiente que cambia la piel, abandona en ellos la posibilidad de desgastarse, de ostentar olor, de ser artífice de recuerdos futuros. De morir convencionalmente, en fin. Deja un zapato junto al otro. Medita y los intercambia, el derecho en el lugar del izquierdo y el izquierdo en el lugar del derecho, las puntas abiertas. Les da la posibilidad de separarse, de que cada uno siga su camino. Suspira por tercera vez y camina hacia la orilla. Se arremanga los pantalones, mete los pies en el agua y empuja la lancha. No es la primera vez que lo hace, aunque sí es la primera vez que lo hace solo. Sin embargo, no es eso lo que distingue la oportunidad. Lo que la distingue es que hay algo definitivo. Roque Rey, cuando suba a la lancha y prenda el motor, enfilando hacia esa línea de verdores chatos que a esta hora ennegrecen, lo hará para no volver. Pero eso tampoco es algo nuevo. Él nunca ha vuelto a ninguna parte. Lo nuevo, entonces, está en que esta vez lo hace descalzo.

    Roque enciende el motor y enfila hacia el canal. Hay una perfección en el momento, en este momento que no existe. La tarde es apacible, el sol tibio, el río calmo. ¿Las chicharras siempre han estado ahí? Encandilado, Roque Rey baja la vista y ahora sí mira sus pies. Tiene los dedos largos, torcidos, de uñas gruesas. Tiene dedos que no pueden quedarse quietos, como las morenas en el balde. Sonríe y se coloca un sombrero de paja. "In Penny Lane there is a barber showing photographs / Of every head he’s had the pleasure to know…", tararea, y al promediar la canción ya está en el centro del río, ahí donde a pesar de que se mueve, de que la lancha surca el agua con su motor ahogado, nada parece alejarse o acercarse. Las islas están ahí, bajo el sol, y él también, la cara arrugada por el viento y la mano sosteniendo el sombrero para que no se vuele. Otra vez la perfección, y la perfección es esta: el dolor es tan grande que tiene las dimensiones exactas del paisaje.

    I.

    ZAPATOS GUANTE

    Acorde con esa manera discreta de embarcarse, Roque Rey llegó al mundo sin anunciarse, como con vergüenza, cuarenta y tantos años antes.

    Su madre, Esther Heft, una rubia grandota y sanguínea a la que la sangre le subía a la cara con la misma furia con que se le iba y a la que el sol no le hacía nada por más que ella insistiera en los veranos ribereños; una rubia constante y sonante descendiente de los alemanes del Volga que habían poblado los alrededores de Paraná, había sufrido quistes ováricos desde la adolescencia, y los dolores la habían convertido en una mujer difícil, malhumorada y ansiosa. Por eso, esa mañana de los primeros días del otoño del 57, con sus veintinueve años imperiosos, mientras trabajaba de cajera en el mismo banco del centro de la ciudad donde hasta hacía poco había trabajado quien sería el padre de Roque, cuando comenzó a sentir unos dolores agudos en el bajo vientre, pensó que los quistes habían vuelto después de años de paz. Mientras sellaba los cheques de un cliente habitual con su habitual ferocidad, el dolor la hizo perder el equilibrio sobre la banqueta, doblarse en dos y caer al piso. Me explotó un quiste, pensó, y por mucho tiempo esta frase quedaría nítida en su memoria. No le parecía una frase pensada por ella.

    Aturdida y quebrada por el sufrimiento, llegó a la ambulancia con ayuda de sus compañeros. Con ayuda de la ambulancia, llegó al hospital, y con la ayuda del hospital, encarnado en un médico más joven que ella a quien intimidó con sus gritos de dolor hasta dejarlo al borde de la tartamudez, llegó a la maternidad. Tuvieron que decírselo siete veces, antes de que siquiera se dignara a mostrarse incrédula, y tuvieron que decírselo siete veces más para que empezara a creerlo. Estaba embarazada, y no solo estaba embarazada sino que estaba por dar a luz. Lo que tenía no era un quiste, sino un bebé, y los dolores eran los espasmos de las primeras contracciones. No es difícil imaginar su desconcierto, sobre todo teniendo en cuenta que el padre hacía varios meses que había desaparecido en un episodio confuso, y ella no había sentido ni náuseas, ni antojos, y ni siquiera había dejado de menstruar, o eso había creído, entre sangrados esporádicos que le blanqueaban la cara por un rato. No había subido de peso, sino más bien había adelgazado. No se había sentido particularmente sensible ni cansada. Nada de nada. Roque Rey había llegado sin avisarle ni siquiera a su madre que estaba ahí. En el hospital, durante los días que permanecieron internados, fue todo un éxito, con sus tres kilos trescientos, su pelusa rubia y su mirada calma. Todos lo contemplaban como si fuera una especie de milagro, todos menos Esther, más rubia, sanguínea y grandota que nunca, que veía cómo sus manos se resistían a acostumbrarse a la forma del bebé.

    –¿Y cómo lo va a llamar? –le preguntó una enfermera comedida dos días después del parto–. ¿Va a llevar el nombre del padre?

    Esther, en ese momento, sintió la punzada de la maternidad por primera vez. Ella era la madre y nadie más. Ese era su hijo. Pero el descubrimiento de la situación no fue un nudo de mariposas en el estómago, un vértigo de hormonas ciegas que le revelaban una nueva dimensión de la existencia. Fue más bien un calambre, otro quiste que explotaba y le llenaba la boca de un sabor amargo.

    –¿Para qué le voy a poner el nombre de ese inútil? Se va a llamar Roque, como San Roque, y se va a llevar bien con los perros –dijo, mientras hundía al niño entre sus enormes tetas como si tuviera miedo de que se lo fueran a robar.

    Pero no se lo robaron, y a los dos meses y medio Esther ya no lo soportaba más. No soportaba sus llantos ni su incomprensión. Ese bebé parecía ser más malhumorado que ella, por lo que finalmente un sábado a la tarde compró unas macitas en la mejor panadería de la ciudad y fue a visitar a su hermana a la hora del té. Elsa, tan rubia como ella y seis años mayor, era por el contrario una mujer flaca y de maneras secas. Recibió a su hermana, a Roque en su flamante cochecito y a las macitas con la misma sonrisa lánguida, y los invitó a pasar.

    –Pedro justo no está, salió a hacer unas diligencias –dijo mientras abría el paquete de masas finas y ponía agua para el té.

    –Ajá –dijo Esther.

    –Por suerte la tornería está con mucho trabajo, seguramente contratemos un aprendiz la semana que viene. Pedro no da abasto –dijo Elsa, mientras ponía sobre la mesa su mejor juego de tazas y el azúcar.

    –Ajá –dijo Esther.

    –¿Querés té común o de manzanilla?

    Ajá estuvo a punto de responder Esther, pero en ese momento Roque, desde el fondo del cochecito, se puso a llorar. Las dos mujeres se asomaron y lo miraron hacer, como esperando que terminara para poder continuar con la conversación. Como Roque no cejó en su llanto, se desentendieron de él y se sirvieron el té. Roque berreaba y berreaba mientras su madre y su tía bebían el té en silencio, sin tocar las masas finas. Quién sabe cuánto tiempo más hubiese llorado el joven Rey, si el ruido de unos pasos largos y espaciados no lo hubiesen sacado de su ensimismamiento lacrimoso. Eran los pasos de su tío, el tío Pedro, que había llegado después de realizar sus diligencias y ahora recorría la pinotea del comedor y entraba a la cocina. Pasos que serían el primer recuerdo de Roque y que, en el futuro, lo acompañarían, a veces para consolarlo y otras para desconsolarlo. Siempre en algún lado el caminar de alguien invisible, siempre en otra habitación, más arriba o más abajo de las escaleras, del otro lado de la esquina. Pasos bondadosos e inalcanzables. Ese recuerdo fundacional y omnipresente establecería los cimientos de su concepción del mundo. En algún lado había pasos que no eran los suyos pero tampoco eran de nadie, pasos invisibles que portaban bienaventuranza, la raíz del consuelo y del desconsuelo, el eco trascendente de alguien que tramita extrañas diligencias.

    Pero la llegada de Pedro no solo fue importante para Roque, sino también para su madre. La aparición de su cuñado envalentonó a Esther. Con él ahí, su hermana no podría decirle que no. Elsa se jactaba de ser la más devota, solidaria y comprensiva de las mujeres, pero esa rectitud no corría con su hermana. Se habían criado juntas, habían compartido la pieza durante quince años y eso las hacía irreconciliables. Se conocían demasiado como para darse tregua, habitaban una intimidad compartida y erizada en la que hasta el cariño era una escaramuza. Pero con Pedro ahí, no se animaría a decirle que no, a romper con la imagen que ella tenía de sí misma. Esther habló, fingió que lloraba y luego lloró. El resultado de ese té fue que Roque se quedó a vivir con sus tíos, y su madre, con la excusa de ir a buscar al padre, desapareció de la ciudad. Nunca más supieron de ella, salvo por las tarjetas que enviaba para los cumpleaños de Roque, siempre en fecha equivocada. No era la fecha de su nacimiento la que figuraba en las escuetas notas, sino la del día del té, como si Roque hubiera nacido en esa transacción familiar. Y la tía optó por oficializar el error. Una vez, incluso, cuando cumplió seis años, le llegó un cachorro de pastor alemán, pero la tía no se lo dejó quedar. Ella decía que en esa casa bastaba con dos animales, él y su tío Pedro. El carácter de la hermana devota se había agriado con los años. Cuanto más agria se volvía, más devota se obligaba a ser. Una devoción rencorosa que los arrastró a los tres. Elsa Heft nunca perdonó a su marido que hubiese llegado a la hora del té.

    Así fue como Esther desapareció de la vida de Roque, y en la mente del niño su imagen fue el reverso de la de su padre. Porque mientras su madre había desaparecido cuando él ya estaba ahí, su padre se había ido antes. Y entre una cosa y otra había un mundo de diferencia. Su madre era una mujer que le enviaba tarjetas de cumpleaños con frases que solo decían lo que decían, que no escondían ni la culpa ni el amor, y el resto era silencio. Su padre, por el contrario, no le enviaba nada y era un nonato hecho de palabras, la misma historia repetida hasta el cansancio por sus tías, tíos, abuelos y primos maternos. El único que nunca hablaba de su padre era el tío Pedro, pero Roque tardaría en darse cuenta de que el silencio de su tío no respondía a su parquedad habitual, le respondía a él. Era un código entre los dos. Era el gesto con el que su tío se revelaba contra toda la familia y le tendía una mano: en su silencio, Roque tenía libertad, la libertad de imaginar a su padre desde el principio.

    La historia oficial sentenciaba que su progenitor, Gervasio Rey, había sido solo un tímido empleado bancario que se cruzó en el camino de su madre en el brindis de fin de año de 1955 en el banco en el que los dos trabajaban. Un tímido empleado bancario. Casi una redundancia. La familia de Esther decía eso y detrás de esas palabras desfilaban todas las descalificaciones posibles. Gervasio Rey había sido un cajero que tuvo como único mérito tener la suficiente altura, las manos grandes necesarias, para no sentirse amedrentado ante la presencia poderosa y lasciva de Esther, que después de un par de copas de sidra se lanzó sobre él y lo arrastró escaleras abajo, hacia uno de los subsuelos del banco, donde le hizo prometer un montón de cosas mientras ella las prometía también. Para cuando se escucharon los gritos de alegría que desde el piso de arriba anunciaban el fin de la última jornada laboral del año, Esther yacía dormida entre los brazos de Gervasio, quien acunado por el sopor del verano, el sexo y el alcohol, reconocía el lugar adonde lo habían arrastrado los manoseos ciegos de su compañera. Recostado contra la pared del fondo, adivinaba en la penumbra de la habitación los archiveros que día a día abría y cerraba, los cajones ariscos, las estanterías al borde del colapso, desbordadas de papeles. En ese momento, Gervasio supo que esos archiveros de lata también tenían su lado oculto, como la luna.

    Después de ese primer encuentro llegaron las vacaciones, quince días en los que Gervasio y Esther no se vieron, y en que cada uno idealizó ese tramo del atardecer que ni siquiera era un atardecer entero. Él vio en esa mujer decidida que le había marcado el cuerpo con los dientes a la compañera ideal con la que podría compartir sus sueños de lucha; ella vio en ese hombre de manos grandes que le había estrujado las nalgas al temerario granadero que por fin le haría saber lo que era ser tenue. Esa idealización les sirvió para, una vez vueltos al trabajo, sostener una relación durante los siguientes seis meses. Seis meses que fueron en vertiginoso declive. Para cuando llegaron al invierno, ninguno de los dos sabía bien qué hacer con el otro. Esther había dejado de morder los hombros de Gervasio y las manos de Gervasio ya no sabían estrujar con convicción las nalgas de Esther.

    Sin embargo, la resolución vino por otro lado. El punto final lo puso la fantasía hasta ese momento inofensiva de Gervasio, nacida y alimentada por sus hasta el momento inofensivos sueños de revolución. Y es que Gervasio soñaba con justicia social, pero estaba más inspirado por los seriales de Flash Gordon que por el peronismo. Sus sueños eran torpes y límpidos y por eso, cuando después del golpe fallido del general Valle alguien le dijo que estaban llevándose a todos los peronistas, él lo creyó tal cual. Creyó que se estaban llevando a todos los peronistas. Muy pocas veces había participado de algún acto justicialista. Durante los días de la Revolución Libertadora había recorrido las calles conmocionado, aturdido por la derrota, pero al mismo tiempo culposamente feliz por ser parte, aunque sea por contemporaneidad con los sucesos, de algo que se llamaba revolución. Y es que Gervasio Rey no entendía del todo sus sueños, porque no le importaba entenderlos sino soñarlos. Parado frente a la plaza principal de la ciudad, imaginando bombardeos que, según su estado de ánimo, eran de aviones enemigos o amigos, sus sueños lo mareaban de luz como lo deben haber mareado los reflejos del sol en las aguas quietas del río Paraná, entre islotes que se parecían demasiado entre sí, mientras él remaba por primera vez en su vida. Porque ese fue el resultado de su credulidad. Aunque ni siquiera Esther sabía que él era peronista, se sintió perseguido y huyó. Se embarcó en un bote prestado y acompañó a la corriente con el chapoteo de los remos. Llevaba con él alimentos para una semana, abrigos, una caña, un rifle de aire comprimido, un mapa que le mostraba la isla y la ubicación del rancho que pertenecía también al dueño del bote y su impericia para nadar.

    Nadie volvió a saber de él, lo que motivó un sinfín de conjeturas ante tan perfecta desaparición. La favorita entre los familiares de Esther era que Gervasio había huido después de robarse una suma insignificante del banco, lo que les permitía tratarlo de ladrón y de inútil, pero quienes conocían a Esther y no eran de su familia sospecharon que Gervasio había huido de ella y del hijo que ninguno de los dos sabía que ya estaba gestándose. El único que conocía su destino era el dueño del bote, un pescador con el que Gervasio solía jugar partidas de ajedrez en el club de Bajada Grande los sábados a la tarde, y que utilizaba el rancho como refugio para cuando su mujer lo echaba de la casa por borracho. Pero el pescador eligió olvidarse de que le había prestado el bote y el rancho. Denunció el bote como robado mientras el rancho se perdía en la crecida de la última sudestada de ese verano, olvidado también, porque al no tener bote no solo no podía llegar hasta él, sino que además no podía pescar, y por consiguiente conseguir la plata para comprar la caña Palanca, lo que lo volvió un esposo abstemio y ejemplar. Sentado la mayor parte del tiempo en la puerta de su casa, el pescador nunca más pensó en Gervasio ni jugó al ajedrez, y se dedicó a dejar que las arrugas de tantos años a la intemperie adquirieran el prestigio y el misterio que da el no hacer nada.

    Ante semejante vacío, sobre Gervasio Rey solo quedaron las historias resentidas de la familia de Esther. Historias que con la repetición sedimentarían un destino que ninguno de los que se ensañaban con el relato podían imaginar. A pesar y gracias a todos ellos, Roque crecería junto con la imagen de un padre bandido y aventurero, un ladrón de bancos, un forajido, porque qué puede entender un chico de un gesto inútil, de una suma irrisoria, de un escape sin sentido. Más importante eran el susurro de los mayores que bordeaban lo prohibido, el desprecio solapado tan confundible con el temblor de la admiración, la cara juiciosa de las mujeres de la familia y el silencio reconcentrado del tío Pedro. Para él, su padre, Gervasio Rey, era un renegado que se parecía a los personajes de las historietas, no necesariamente al Sargento Kirk, pero sí a alguno de esos nobles personajes que cruzaban el desierto, aparecían por unas páginas y luego se marchaban con su secreto intacto. Sin saberlo, en el malentendido de la infancia, Roque hacía tradición: entendía el mundo a través de los mismos despropósitos que habían guiado a su padre hacia el laberinto de islas del que jamás volvería, y al que él iría a parar también.

    Solo a los nueve años Roque se atrevió a rebelarse en un almuerzo familiar. A decir lo que pensaba. Porque aunque Roque no lo había conocido, no había visto ni siquiera una foto de su progenitor, era su hijo, el único con derecho a darle un sentido a su ausencia.

    –Cuando sea grande yo también voy a robar bancos –dijo, ante las risas y las burlas habituales que le dedicaban sus familiares al ladrón de bancos.

    Era un domingo de primavera y, alrededor de la mesa tendida bajo la parra, cuatro mujeres y tres hombres dejaron de reír y lo miraron con un silencio cargado de reproche. Para evitar la severidad de esos rostros, Roque buscó al tío Pedro. De espaldas a todos, el tío Pedro removía las brasas, contemplaba el costillar, miraba con detenimiento el color de los chorizos. Roque estaba seguro de que el tío lo había escuchado y esperó que se diera vuelta, que le ofreciera su silencio verdadero. Pero el tío Pedro no lo hizo. Toqueteó el costillar con el tenedor, pinchó los chorizos, desparramó las brasas, lo dejó solo. Roque se sintió desaprobado y bajó la cabeza. Nunca más volvió a hablar de su padre, a defenderlo, a tratar de contar su versión. Solo cuando el tío Pedro muriera entendería que si ese mediodía no se había dado vuelta para acompañar su rebelión, no había sido por desprecio o indiferencia. Había sido para ocultar su amplia sonrisa.

    Serían muchas las cosas que Roque entendería con la muerte del tío Pedro. Lo primero sería que a pesar de las incontables peregrinaciones que los obligaba a realizar la tía Elsa para saciar su vocación piadosa, el único piadoso de esa casa era el tío, que soportaba todo con un somnoliento estoicismo. Siempre había una misa en algún lugar de la ciudad, siempre había un santo al cual rezarle. Peregrinaban en las fechas del calendario cristiano, y también en los días en que la tía Elsa no encontraba nada para hacer. No había peor pecado para ella que no hacer nada con el tiempo que Dios le había otorgado. Gracias a la tía Elsa, Roque conoció las parroquias más recónditas y los suburbios más alejados de Paraná, y se entrenó sin saberlo en el extraño hábito de caminar. Gracias al tío Pedro, aprendió a dormir parado, acunado por salmos y sermones.

    De todas esas peregrinaciones, Roque recordaría una en particular. Una mañana fría de invierno, durante las vacaciones escolares, la tía lo había llevado a dejar una ofrenda en una pequeña parroquia de campo (el tío Pedro había zafado porque tenía que trabajar en la tornería, y otra vez, como un año antes frente a la parrilla, su espalda encorvada sobre las máquinas ocultaría su sonrisa). Roque y la tía Elsa habían tomado, bien temprano, el colectivo de la línea 4 y, al terminar el recorrido, habían bajado en una rotonda donde se alineaban cinco colectivos más bajo un cielo resplandeciente que se perdía en el horizonte de la llanura. El olor a pasto fresco y a bosta de vaca les llenó los pulmones y Roque, sin decírselo a su tía, decidió que iba a disfrutar de ese día. Tenía ya diez años y poco a poco su carácter reconcentrado había fortalecido su distancia con el resto de la familia. La tía Elsa, cada tanto, murmuraba alguna reconvención que no terminaba de formular, la que empezaba dirigida a él pero se desviaba siempre hacia el tío Pedro. Cada vez te parecés más a tu tío, sintetizaba, y a veces eso era un elogio y otras una acusación. Pero Roque, ensimismado y prolijo, era un chico incuestionable. Su cuarto siempre estaba ordenado, se bañaba todos los días sin chistar y era uno de los mejores alumnos de su clase.

    Caminaron uno al lado del otro bajo el sol pálido, la tía Elsa con un gran ramo de flores en la mano, y él con la mochila cargada con la vianda para el mediodía. Bordearon la ruta durante más de una hora y media, hasta llegar a un camino de tierra. No habían hablado durante todo el trayecto, no habían visto pasar ningún auto. El canto de algunos pájaros era todo lo que podía oírse y la mañana temblaba en los árboles que sombreaban el camino. Anduvieron media hora más, un buen rato al sol, con el campo abierto extendiéndose en todas las direcciones, y sobre el final bajo una galería de árboles altos y antiguos. A esa altura Roque ya había superado el primer cansancio y caminaba como hipnotizado. Podría haber seguido caminando durante horas y días sin detenerse. Pero la tía Elsa no. A pesar de su devoción, ella no daba más. La parroquia a la que iban pertenecía a una escuela primaria donde la abuela de Roque, la madre de Elsa y Esther, había sido maestra, y desde los seis años que la tía no la visitaba. Había calculado mal sus fuerzas. A pesar suyo, tuvo que pedirle a su sobrino que se detuvieran un rato. Se sentaron al costado del camino, sobre un tronco.

    –Cuántos pájaros –suspiró la tía Elsa, persiguiendo el aleteo de los árboles.

    Su respiración se fue normalizando, se volvió menos ruidosa.

    –Dije que hay muchos pájaros, ¿no tenés nada para decir al respecto? –insistió después de un rato.

    Roque tartamudeó preguntándose qué esperaba que dijera. La tía Elsa, con cuarenta y cinco años y en la plenitud de su sequedad, flaca y con las primeras y prematuras marcas de la vejez todavía novedosas, que más que envejecerla la asentaban, la volvían contundente en esa mañana de invierno, lo miraba sin pestañear. Erguida sobre el tronco, el ramo de flores sobre el regazo, esperaba implacable que Roque dijera algo, pero a él no se le ocurría nada. Finalmente, le vino a la cabeza una frase que el tío Pedro usaba en momentos delicados, cuando sabía que la tía estaba enojada.

    –¿No querés que te haga unos masajes en los pies?

    A la tía Elsa los colores le subieron a la cara. Abrió la boca, pero ahora fue ella la que no supo qué decir. Un segundo después una de sus manos cortó el aire como un pájaro en picada e hizo sonar la mejilla de Roque con un golpe conciso que no tuvo eco. Solo los pájaros y sus soliloquios quedaron en la mañana, porque Roque, más aturdido por la sorpresa que por la cachetada y con la mitad de la cara ardiéndole, no lloró. Se dejó tomar de la mano por la tía Elsa y volvieron al camino.

    Media hora más tuvieron que caminar, y si bien al principio Roque hubiese querido salir corriendo dejando a la tía sola en esos parajes, a medida que avanzaban por el campo se fue serenando. Caminar tenía ese efecto en él, le borraba las preocupaciones, las inmediateces. Era como mirar el fuego. El frío de la brisa fue borrando la injuria de su cara. La mano de la tía, que al principio le pareció una garra que lo aprisionaba y le hacía transpirar la suya, se fue convirtiendo en algo lejano, un objeto de esos que han perdido su utilidad original y solo sirven para ser llevados de un lado a otro. Por eso, cuando la tía Elsa primero lo tironeó y luego lo soltó al llegar a la tranquera de la escuela, Roque tardó en reaccionar y siguió caminando unos metros más. Al darse vuelta vio a la tía que se tapaba la boca con la mano mientras abrazaba las flores. Del otro lado de la tranquera, a unos cuarenta metros, el edificio principal de la escuela se veía abandonado. Era un caserón cuadrado y sin gracia, que además de las dos aulas delanteras tenía el comedor, la cocina y un espacio que llamaban la biblioteca, donde la tía Elsa había pasado largas mañanas entre libros que todavía no podía leer, mientras su madre daba clases en el salón de al lado. La abuela había sido una mujer rigurosa en ese aspecto. Aunque Elsa podría haber compartido la clase y aprendido a leer antes de los seis años, ella no la dejó. Cada cosa a su tiempo, decía. Antes de leer hay que saber no leer, decía. Y ahora la escuela en la que ella no había aprendido nada, estaba abandonada. Quién podía saber cuándo había sido la última vez que alguien había dado una clase. Sobre las cornisas y los marcos de las ventanas crecían pastos, y los vidrios que no estaban rotos directamente no estaban. La puerta principal iba y venía colgando precariamente de sus goznes con un crujido lastimero.

    Temblando, la tía Elsa empujó la tranquera y pasó. Roque la siguió a una prudente distancia, no tanto por respeto sino por miedo a que la tía le pidiera nuevamente que dijera algo. Llegaron hasta la puerta, que parecía a punto de quedarse quieta, pero una brisa que no los tocaba a ellos volvió a moverla, a hacerla rechinar. La tía no se animó a entrar y le dio la vuelta al edificio. Roque la siguió. Detrás de la escuela, el patio de baldosas levantadas se parecía más a lo que ella recordaba. El aro de básquet todavía estaba ahí. Más atrás, sobre el final de la parcela, estaba la pequeña parroquia. La tía dio un respingo y nuevamente se llevó la mano a la boca mientras estrujaba con más fuerza el ramo de flores. Era una ruina negra y vacía. Un gato enorme descansaba frente al portal y los miraba. La tía no pudo dar un paso más, y esta vez fue Roque quien la tomó de la mano y la hizo avanzar. Ella al principio renegó, pero luego se dejó llevar. Muchos años después, cada vez que Roque recordara ese mediodía, la razón por la que había decidido ayudar a la tía Elsa a que llegara hasta la parroquia, sería distinta. Estaba el gato y su propia curiosidad por ese fuego que había quemado todo, estaba la inconfesable venganza. Pero la razón más fuerte de todas, decidió alguna vez, ya cuando las peregrinaciones en su memoria tenían un sentido unívoco que lo llevaba a ser directamente quien era, estaba en la ausencia de razón. Para Roque, tomar de la mano a su tía y guiarla había sido el primer acto absolutamente suyo: un hacer vacío y puro que no respondía a nada ni buscaba nada. Eso se decía Roque, aunque en ciertas noches, cuando por desvelo o leve borrachera, porque él nunca se emborrachaba del todo, se sinceraba consigo mismo, buscaba la punta de sus zapatos y se confesaba que las verdaderas razones habían sido la curiosidad y la venganza, dos impulsos que a lo largo de los años se habían vuelto tan confundibles entre sí.

    Dentro de la parroquia, para suerte de los dos, no habían quedado vestigios del altar y de las imágenes de los santos. Se habían llevado todo, salvo un largo banco a medio quemar. Se sentaron y rezaron mientras el gato los miraba con desconfianza lamiéndose las patas sobre una pila de escombros. La tía Elsa dejó las flores en un hueco de la pared donde había estado la virgen, se persignó y volvió al banco. Luego comieron la vianda sin convidarle al gato, tomaron agua y se fueron. La tía Elsa por momentos parecía feliz y por momentos muy triste bajo el sol blanco de la tarde. Sin ponerse de acuerdo, ninguno de los dos volvió a hablar de la parroquia quemada, y cuando al anochecer, ya en la casa, el tío Pedro les preguntó cómo les había ido, los dos respondieron que muy bien, que habían rezado también por su alma.

    Sin embargo, siendo rigurosos, el recuerdo de la peregrinación a la parroquia quemada no sería el único que asaltaría con insistencia a Roque. Mientras momentos trascendentes como la primera comunión y la confirmación se perdían entre imágenes confusas en donde lo que predominaba eran algunas compañeras de escuela que resplandecían como ángeles en sus vestidos blancos, sagaces niñas sonriendo con sonrisas que empezaban por borrar sus propias facciones hasta difuminar el contorno de las cosas, porque el recuerdo en realidad era ese desvanecerse que empezaba en sus caras imposibles de retener y que arrasaba con toda la escena; mientras esos momentos eran apenas el malestar que produce la belleza cuando se hace demasiado evidente, el primer recuerdo real y que durante mucho tiempo sería una historia que Roque podía contar, no sería un recuerdo tan íntimo como el de la parroquia quemada. Sería una memoria compartida, las miradas, las voces y las interpretaciones entremezcladas de quienes fueron testigos del suceso. Tal vez por eso era una historia que Roque podía contar. Tal vez por eso fue el recuerdo que tuvo más presente a la hora de relacionarse con los otros, hasta que, ya superada la adolescencia y la primera juventud, prefirió callarlo y volverlo, junto con el recuerdo de la parroquia quemada y algunos otros más, un relato para sí mismo, algo que se contaba en las terribles siestas para no desesperar.

    Ocurrió también en invierno, en uno de esos días enrarecidos por la humedad y la cercanía de una tormenta, en los que la temperatura sube más de lo que se espera. Todos estaban demasiado abrigados y el fastidio se sentía como una presencia más, un espíritu que exigía su cuota de murmuraciones entre las plegarias y los cantos desafinados. Era un domingo a la mañana y Roque no había logrado despertarse del todo. Había llegado a la iglesia como un sonámbulo, y como un sonámbulo se había dejado arrastrar hasta la primera fila. La tía Elsa había insistido en estar lo más adelante posible porque le habían hablado maravillas del cura, y como si su mirada o su cercanía pudieran traerle algún tipo de revelación, a pesar de ser la primera vez que visitaban la iglesia se habían ubicado entre los feligreses habituales.

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