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El resto de los días
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El resto de los días
Libro electrónico103 páginas2 horas

El resto de los días

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"Cuando empiezo a leer un libro no busco que venga a decirme nada nuevo, sino que me diga las mismas cosas de siempre, de una manera particular. A esa novedad sólo puede traerla la mirada de quien escribe. Me gustan las miradas distorsionadas, las que desenfocan, las que miran torcido, las que se desvían y, en esa suerte de estrabismo emocional, nos revelan un mundo nuevo allí donde hasta recién sólo veíamos el viejo y gastado mundo de todos los días. A mirar así no se aprende en los manuales ni en los talleres literarios. Es un entrenamiento diario y personal. En este libro, Natalia Ferreyra [que mira así y también asá] nos muestra la exquisita musculatura de su ojo" (Selva Almada).
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 ene 2020
ISBN9789871959600
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    El resto de los días - Natalia Ferreyra

    A mi hermana, Flor.

    Las olas

    Matías siempre baja a la playa temprano, dice que es la mejor hora para tomar sol y meterse al agua. Agustina logra despertarse del todo cuando arman la sombrilla. Recién ahí siente que el cuerpo volvió a posarse sobre la tierra y no hay nada que pueda hacer para disimularlo.

    Ella se ocupa de Clara y él de Tomás. Se organizaron así porque si no terminan bajando a las doce del mediodía. Entre el desayuno, hacer que vayan al baño, ponerles protector, cargar los yogures, las lonas y los jueguitos para la arena, prepararse para ir a la playa es como organizar una mudanza.

    Divididos en parejas funcionan mejor, aunque siempre es Matías el que termina primero con Tomás. Después, espera cinco, diez, hasta quince minutos, que Agustina termine con Clara. El resultado se repite todas las mañanas: las dos mujeres de la casa terminan enojadas sin saber qué hacer la una con la otra.

    Agustina le acerca su hija a Matías, está lista, huele a loción solar y se queja porque la gorra le ajusta la nuca. Él agarra a los chicos de la mano, atraviesa la puerta, la deja abierta.

    El portazo de Agustina hace eco y se alcanza a oír en varios pisos del edificio.

    El diario bajo el brazo, el bolso que cuelga de un hombro. Descalzo y con los lentes puestos mira hacia arriba. Le gustaría poder descifrar la cantidad de rayos que salen del sol. Inventa un número, lo eleva a una potencia, lo multiplica. La luz lo encandila, lo marea. Aleja la vista del cielo y con los ojos llenos de lágrimas chequea que Tomás y Clarita sigan a su lado.

    Sale un vecino, el mismo de hace dos temporadas, lo saluda, le habla de fútbol, de que siempre pasa lo mismo con los equipos chicos.

    —Su señora, ¿no baja a la playa?

    —Y, viste cómo son las mujeres. Hasta que se preparan… no bajan más.

    Cruza la avenida y el kiosquero levanta la mano. Clarita lo toma del bolsillo de la malla y tira hacia abajo.

    —Pa, papi, eso, un pidulín.

    —Es temprano, hija. Los pirulines se comen a la tarde, después de dormir la siesta.

    —Pedo tengo sed, quiedo un pidulín…

    Matías saca una botellita de agua del bolso. Clarita agarra la botella, toma un sorbo, suspira.

    —Ta fía papi, fía.

    —Está rica, mirá, es la misma agua rica que tomamos en casa.

    En el estacionamiento del balneario apenas hay cinco, seis autos. Se fija en los modelos, todavía no llegó el malón de turistas. Chequea la hora, nueve y diez, y siente orgullo de ser uno de los primeros en llegar a la playa. Clarita pide que la alce.

    —Tratá de mirar el final del mar, hija.

    —No veo, ta lejos.

    Tomás dice que él sí lo ve, que ya lo descubrió. Matías le hace señas para que se calle, ya le explicó, hay que dejar que Clara descubra las cosas sola.

    Cuando nació Clarita, Tomás pasó a ser para Matías tan grande como un adolescente. Con Agustina discuten siempre por lo mismo, ella le reprocha que lo trata diferente por el solo hecho de que existe alguien menor en la casa.

    —Vamos a esperar a mamá en la sombra, así bajamos todos juntos.

    Agustina viene arrastrando una reposera por la calle de arena. La camisola blanca se le mete entre las piernas, le marca la cintura. El viento le revuelve el pelo, se lo pega a la cara. Matías la mira de lejos, le repasa las facciones como si fuese una mujer que le resulta conocida pero no logra descifrar de dónde.

    —Mami compame un pidulín. —Clarita intenta otra chance desde lejos.

    —Ya le dije que después, a la tarde —dice Matías.

    Agustina se une a la familia. Los cuatro bajan en hilera hacia la costa. En el medio, van los niños. Cruzan la zona de carpas, están todas desocupadas. Los empleados, en cuero y descalzos, desapilan sillas de madera. Uno de ellos le dice a otro que en la quince van seis, que ya están reservadas. Fuman, se pasan el cigarrillo entre ellos. Agustina frena para sacarse las ojotas, apoya los pies en la arena, el talón se hunde. Siente tibieza en el empeine. Matías y Clarita siguen de largo, Tomás frena, espera a su madre.

    —No arrastres la toalla, hijito.

    —Me cansa llevarla.

    —A todos nos pasa lo mismo. —Se acerca, le saca la toalla y la carga en el cuello.

    Cruzan la bandera, hoy es negra y con bordes amarillos.

    —Má, ¿con esos colores me puedo meter?

    —Apenas, en la orilla y de la mano de papá.

    Agustina no se baña en el mar. Desde los doce años evita acercarse a lo profundo y desconocido. No se mete en ningún lado sin tener certezas sobre la profundidad y los desniveles del piso. Este año había pensado en romper la racha. Animarse, quebrar la fobia aunque sea por los hijos. El día que llegaron fue al puesto de turismo, pidió un mapa de la playa, consultó sobre la tendencia del oleaje, sobre el suelo marítimo. Las recepcionistas le dijeron que ni siquiera los bañeros tenían esas precisiones. Un hombre de pelo gris que esperaba ser atendido se acercó al mostrador y le dijo que la seguridad y el agua nunca iban de la mano.

    Un verano, su padre intentaba atrapar mojarritas con una botella de cocacola en el río Anisacate. Ella y su hermano estaban parados en una piedra que parecía el caparazón de una gran tortuga. A lo lejos, escucharon alaridos. Una mujer de cincuenta años venía bajando por la montaña, agitaba la funda de una sábana. Se viene, se viene, gritaba. El padre de Agustina no tuvo tiempo para moverse, apenas levantó la cabeza, el agua lo chupó.

    —¿Por acá te parece bien, Agus? —pregunta Matías, y deja caer el bolso.

    —Está un poco mojada la arena.

    —Sí, mejor, para que no se vuele.

    Suelta los bultos y caen en línea recta hacia el suelo. Abre las reposeras, una la ubica hacia el sol, la otra mirando al mar. Clarita quiere ir al agua. Lo dice con repeticiones monótonas pero suaves.

    —Yo quiedo id al mad, quiedo id al mad, ma, al mad quiedo id, mad…, ma, quiedo id.

    —Esperá a que papá se acomode.

    Tomás ya está sentado en la arena, hace huecos con la punta de un palo que encontró tirado.

    —Qué vas a diseñar hoy, hijo.

    —Una torre de panqueques.

    —¿Como la que comimos anoche?

    —Mucho más grande, grande, grande como la cancha de River.

    Ella sonríe y gira la cabeza, busca a su marido con la mirada. Está absorto con la mano elevada hacia el cielo.

    —Parece que hoy sopla del sur, a las cuatro de la tarde vamos a estar muertos de frío.

    —¿Te ayudo?

    —Y vos, ¿cómo lo ves?, ¿te parece que viene del sur?

    —Es lo mismo, total, nunca se nos voló una sombrilla.

    Matías dice algo en voz baja que

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