La puerta abierta
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La puerta abierta - Margaret Oliphant
Capítulo
· 1 ·
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Alquilé la casa de Brentwood en 1872, cuando regresamos de la India. Íbamos a alojarnos allí hasta que encontrara un hogar definitivo para la familia.
La casa era justo lo que necesitábamos. Estaba cerca de Edimburgo, y mi hijo Roland podría ir y volver de la escuela todos los días. Sería mejor que mandarlo a un internado o que estudiara en casa con un tutor.
A mí me parecía bien la primera opción y su madre prefería la segunda. Pero el doctor Simson, que era una persona sensata, sugirió una posibilidad intermedia. Nos dijo: «Lo más saludable será que suba en su caballo y cabalgue todas las mañanas hasta la escuela. Y cuando haga mal tiempo, que tome el tren».
Mi mujer aceptó la solución del problema más rápido de lo que yo esperaba. Entonces, nuestro pálido chico, que hasta ese momento no había conocido nada más divertido que una pequeña ciudad de la India, se encontró con la intensa brisa del Norte, en el suave clima del mes de mayo. Y antes de que llegaran las vacaciones de verano, tuvimos la satisfacción de verlo tomar el aspecto saludable y bronceado que tenían sus compañeros de escuela.
Sentíamos un cariño especial por él, pues era nuestro único hijo varón, y estábamos convencidos de que su cuerpo era muy débil y su carácter, muy impresionable. Poder enviarlo a la escuela y que siguiera viviendo en casa –combinando las ventajas de las dos alternativas– colmaba todos nuestros deseos.
En Brentwood, nuestras dos hijas también encontraron lo que querían. Estaban lo bastante cerca de Edimburgo como para tomar todas las clases necesarias y para completar la interminable educación a la que las chicas parecen estar obligadas en la actualidad. Pensar que su madre se casó conmigo cuando era más joven que Agatha… ¡Y ya me gustaría ver si estas niñas son capaces de superarla! Incluso yo, cuando nos casamos, no tenía más de veinticinco años. En cambio ahora, a esa edad, los jóvenes andan a ciegas, sin una idea clara de lo que van a hacer con sus vidas. Pero supongo que cada generación tiene una opinión de sí misma que la ubica por encima de las que le siguen.
Brentwood está en una de las regiones más ricas de Escocia: esa hermosa pendiente que se extiende entre las colinas de Pentland y el mar. Cuando el tiempo está despejado, se ven de un lado los reflejos marinos, como un arcoíris que abraza los campos y las casas dispersas. Y del otro lado, las cumbres azuladas que le dan a esta región montañosa un encanto que no tiene ninguna otra. Edimburgo, con sus colinas y sus torres que penetran a través de la bruma, se encuentra a la derecha.
El pueblo de Brentwood se extiende colina abajo, a los pies de la casa, del otro lado de un angosto y profundo valle. Y en el fondo de ese valle corre, entre rocas y árboles, un arroyo que en el pasado debió ser un hermoso y salvaje río. Desde el parque y las ventanas del salón, podíamos contemplar el paisaje. A veces, el colorido era un poco frío. Pero otras, la vista era animada: las casas situadas a diferentes alturas y sus pequeños jardines, la calle principal que desemboca en una plaza, las mujeres que cuchichean en las puertas, los carros que avanzan con movimientos lentos y pesados… Nunca me cansaba de ese paisaje. Siempre resultaba agradable y fresco y lleno de tranquilidad.
Dentro de nuestra propiedad también se podían realizar interesantes paseos. El parque que rodeaba la casa estaba cubierto de hermosos árboles y varios senderos descendían en zigzag hasta la orilla del arroyo y el puente que lo cruzaba. Y en el camino principal, que unía la entrada a la propiedad y la casa, se conservaban las ruinas de la antigua mansión de Brentwood: una construcción más pequeña y menos importante que el sólido edificio que habitábamos y que se construyó años después. Sin embargo, las ruinas eran pintorescas y le daban categoría al lugar. Incluso nosotros, que solo éramos inquilinos temporales, sentíamos cierto orgullo, como si aquellas ruinas nos transmitieran algo de su pasada grandeza.
Todavía se conservaban los restos de una torre (una masa confusa de piedras tapizadas de hiedra), y de una edificación grande –o lo que había sido una edificación grande– de la que solo quedaban el esqueleto de los muros, la parte inferior de las ventanas de la planta principal y, debajo de ellas, otras ventanas en perfecto estado de conservación, aunque cubiertas de polvo y suciedad. Allí también crecían desordenadamente zarzas y plantas silvestres de todo tipo.
La puerta abiertaA poca distancia, se encontraban dispersos los fragmentos de una construcción más tosca. Uno de esos fragmentos daba un poco de pena por su vulgaridad y su lamentable estado de abandono. Se trataba de la fachada: un trozo de muro gris cubierto de liquen, en el que se abría el hueco de una puerta de entrada. Probablemente había sido una entrada a las dependencias de servicio o una puerta trasera.
Ahora ya no había ningún ambiente adonde entrar, pues la despensa y la cocina habían sido totalmente destruidas… Y sin embargo, quedaba aquella puerta, abierta y vacía,