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Maramaldo, El Paracaidista: Maramaldo, #1
Maramaldo, El Paracaidista: Maramaldo, #1
Maramaldo, El Paracaidista: Maramaldo, #1
Libro electrónico256 páginas3 horas

Maramaldo, El Paracaidista: Maramaldo, #1

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Información de este libro electrónico

El avión cae en picada, destrozado por el ataque enemigo. Sólo quedan dos paracaidistas por lanzarse al vacío, aterrorizados: África los recibe entre una tormenta de arena y una lluvia de balas. Maramaldo sabe que necesitará de algo más que suerte, e invoca a la Mamma Nostra, para que lo proteja.
Salta, y sobrevive casi por milagro. Piensa que tendrá una buena anécdota a la hora de volver a casa, sin saber que ese instante sólo será el punto de partida de la más impresionante aventura jamás vivida

IdiomaEspañol
EditorialMastrochicho
Fecha de lanzamiento20 may 2023
ISBN9798223192169
Maramaldo, El Paracaidista: Maramaldo, #1
Autor

Mariano Melia

Mariano Melia es un prolífico escritor nacido en 1979 en el corazón de La Plata, Buenos Aires. Amante incansable de la vida de campo y sus costumbres, luego de cursar sus estudios en la UNLP, se graduó en Ciencias Veterinarias. Desde su infancia, su imaginación lo llevó a crear historias de aventuras, las cuales plasmó en sus dos primeros libros: Mastrochicho y Maramaldo, El paracaidista . Luego de publicar sus primeros libros en donde desarrolló, con el estilo de novela histórica, las historias reales de soldados calabreses en el marco de la Segunda Guerra Mundial, Mariano Melia incursionó en la ciencia ficción con esta "Space Ópera". Cazadora de Reliquias: La rebelión de la elegida es la primera entrega de esta maravillosa saga en donde el pasado y el futuro se conjugan de manera magistral para llevar al lector más allá de los límites de su imaginación.

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    Maramaldo, El Paracaidista - Mariano Melia

    CAPITOLO I

    Junio de 1955, Capital Federal

    Llevaba horas allí, simplemente esperando. La silla era tan incómoda, que fantaseé por un momento con las famosas sillas eléctricas. Sonreí al pensar que, quizás, mantenerte en la sala de espera de la compañía eléctrica más grande de Argentina era una tortura en sí misma. 

    Sabía que la empresa era parte de un holding europeo, y quienes controlaban con mano férrea los capitales. Traté de mantener la calma. A pesar de todo, el único camino para concretar mis sueños era esforzarme

    Me sentía al borde de un abismo. En el reflejo de los ventanales, me observé una vez más. El cabello claro disimulaba las primeras canas. A mis treinta y cinco, quería verme fuerte y resuelto. Quizás estaba muy delgado. El saco gris me quedaba algo suelto, pero no había muchas opciones. Era el único que había sobrevivido, con un dejo del fuerte olor a naftalina, a las polillas asesinas que habían devorado al resto de sus compañeros.

    Mis manos, algo curtidas, hicieron girar la gorra de la suerte, una última vez. Me había acompañado desde hacía más de ocho años, desde el día de mi llegada a la Argentina.

    Mi padre me había hablado de "L’Argentina" en los tiempos anteriores a la guerra. Le llamaban El Granero del Mundo y quizás lo era, aunque no pudiese verlo. A menudo me detenía a pensar en la gente de aquel país, los criollos, y el vínculo que tenían con su propio alimento. No había huertos, ni gallineros en las casas. Seguramente el trigo y el maíz de los cuales se jactaban, estaban en el interior de las provincias. 

    Por lo que sabía, Argentina era una extensa tierra fértil, interminable, con campos que apenas si eran labrados. Y por lo poco que supe después, tampoco había intención de ocupar esas tierras. La desesperación de saber aquello galopaba en mis venas. Era increíble. Quizás era el simple hecho que el hambre no había llegado por acá, y menos aún la guerra.

    El país pasaba por su mejor momento. Las vacas engordaban rápido, y se exportaban a los países devastados de la postguerra. El dinero entraba a raudales y Argentina se posicionó rápidamente para ser una de las potencias mundiales. "Caíste en buen lugar entonces" me repetí con cierta satisfacción. 

    Los argentinos tenían una cultura muy diferente a la de cualquier otra parte del mundo. En mi patria, o al menos en Calabria, nos entregábamos al trabajo arduo y más aún cuando de la tierra se trataba. Aquí, en cambio, las personas eran simpáticas, pero extremadamente ventajeras. No estaba acostumbrado a la especulación constante y cotidiana. En Argentina, ser un extranjero que buscaba laburar de manera honrada era estar expuesto a diario a constantes intentos de ser embaucado.

    No los odiaba, pero aquel rasgo de su cultura me enojaba mucho. Aunque quizás, en el fondo, simplemente me daba pena. Pensaba que era una lástima que no tuviesen el amor o la sabiduría para disfrutar del esfuerzo y un trabajo bien hecho.

    Por suerte, aunque la sociedad estaba muy salpicada de aquellos malandrines y malvivientes, no todos eran así. Quizás la guerra nos había cambiado "la testa" a los calabreses. 

    Entender el dolor constante del hambre, vivenciar la posguerra en toda su crudeza o el caminar entre los escombros en que se ha convertido tu tierra. Saber que a donde vayas, sólo existe la falta de trabajo y oportunidades. Todo ello nos dejó una penosa y profunda huella. La angustia, la nostalgia y la tristeza fueron inevitables. Las ganas de vivir, de reírme y de soñar se desangraban lentamente. No lo podía soportar. Día tras día, no podía ver otro horizonte. Sentía que una parte de mi moría, vacía ya de todo propósito. 

    Sólo quedaba un camino: migrar y dar vuelta la página.

    No era el mejor momento político argentino. Aquí siempre había revueltas. Pero allí estaba, tratando que mi suerte cambiase.

    Los últimos centavos en mi bolsillo estaban destinados al boleto del tren que unía La Plata con Constitución. Luego, no había más. No tenía ni para una taza de café al paso, en la Gran Capital.

    Me encontraba solo en aquella sala de espera. Una secretaria algo aburrida me observaba cada tanto desde lejos. Parecía acomodar los papeles de su escritorio una y otra vez, llenando las horas sin fin. Cuando se cumplía una nueva vuelta de reloj, se acercaba a interrogarme.

    —El gerente está ocupado todavía... ¿Desea seguir esperándolo?

    —Sí señora. De aquí no me moveré hasta que me reciba —respondí de manera cortante, pero cortés.

    Seis horas habían  pasado desde mi llegada. Saqué mi último cigarro, pero me había quedado sin fósforos. Le pedí a la secretaria que me hiciera ese favor. Me sonrió, y me convidó fuego. Para no molestarle con el humo, me alejé unos metros. Sin embargo, luego de unos minutos, se acercó y prendió una cigaretta.

    —¡Qué tenaz que es usted! La verdad es que lo admiro — expresó, de manera coqueta. Era esbelta y muy bonita. Reí por pura cortesía.

    —Señorita... Viajé desde el otro lado del mundo. Estuve meses en trincheras, simplemente esperando a seguir vivo un día más. ¿Cómo no voy a esperar a alguien que necesito? Tendría muy pocas convicciones. ¿No cree? — respondí.

    —Es cierto — articuló, asintiendo.

    Cuando nuestros cigarrillos se acabaron, sonó el conmutador de su escritorio. Atendió, y contestó en voz baja, girándose levemente. Me miró un par de veces mientras hablaba. Luego colgó, y me sonrió. Intuí que coqueteaba. Sin embargo, estaba allí con otro propósito. Quería esquivar lo que estaba sucediendo, o lo que iba a suceder.

    —En unos minutos lo atiende el gerente —anunció, exultante —¿Quiere tomar un café?

    —¡Qué bueno! ¡Al fin llegó el momento! Sería ideal un ristretto, para no demorar mucho.

    —¿Un ristretto? –preguntó, intrigada.

    —Un cortito y al pie, como dicen acá.

    —¡Ah sí! ¡Por supuesto! —respondió, mientras arqueaba satisfecha las cejas finamente demarcadas.

    Hizo señas para que la acompañase hacia una puerta contigua, que conducía a la cocina. Sospeché que algo no estaba bien. Su repentino cambio de actitud no me cerraba. Me quedé en la puerta de aquel sitio, y ella insistió para que entrara. No lo hice. Se dio vuelta, con un enojo repentino. Intuí lo que estaba haciendo, pero me dejé llevar hacia el momento oportuno.

    Me ofreció un pocillo de café. Ese aroma humeante era uno de mis favoritos. Pero tenía un dejo a trampa, a gato encerrado. Estuve por tomarlo de sus manos, pero giré, y volví hacia el corredor donde había esperado por horas. Tras la pared que separaba al corredor de los ascensores, el presidente de la compañía se escondía, esperando el momento de escapar. El muy detestable, usando a la secretaria como señuelo, había querido engañarme e irse. Ella estaba muy bien instruida. Deduje que aquel modus operandi era algo cotidiano para ellos. 

    —¿Qué hace? ¿A qué está jugando? ¿A las escondidas? Disculpe ¿No tiene consideración? Hace seis horas que lo estoy esperando... ¿Y ahora pretende escapar como una rata? —lo increpé.

    Titubeó. Sus labios temblaban como un motor de dos cilindros. Era un cobarde.

    —Usted no actúa como debería hacerlo el presidente de una compañía. Ejerza el rol, compórtese como un hombre, y sentémonos a hablar. No sabe por qué vine. Vengo desde La Plata, y tengo un pedido urgente que necesita solución —lo reprendí, enojado.

    —Pero ahí están mis colegas. Vaya, y dígales a ellos lo que necesita— murmuró, mientras temblaba su voz.

    —Son unos corruptos, y prefiero hablarle a usted. Por eso vine hasta acá, con mis últimos centavos. No le ocupará mucho tiempo —expuse de manera firme.

    —Está bien. Ha ganado. Lo escucharé. A veces las urgencias cotidianas surgen y... Éstas cosas pasan— aseguró, pareciendo excusarse.

    —Sí, La cotidianeidad y el exceso de parolas — refuté. 

    Estaba tan enojado, que desee agarrarle del pescuezo y estrujarlo. La situación era realmente incómoda, y que temí salir de allí sin lograr cumplir mi meta.

    De mala manera, y con un dejo de hastío, me hizo pasar a su despacho. Era amplio, y lucía muy prolijo. Los muebles eran de cedro antiguo. Lo reconocí de inmediato, ya que en el campo de prisioneros oficié de carpintero, y había aprendido diferentes tipos de maderas. 

    El escritorio tenía una lámpara que proyectaba su luz sobre algunos papeles dispersos. Podía leerse el nombre de la empresa, CADE, en letras grandes y lustrosas de metal, colgadas detrás del sillón presidencial. Mi vista se enfocó sobre un cuadro en la pared. Mi espada se enderezó. La adrenalina se liberaba nuevamente. Aquel cuadro me erizó la piel. Ese mapa enmarcado... Tragué saliva. Eran las Islas Británicas.

    —Tengo sólo unos minutos. Pase por aquí— anunció, mientras le pedía dos cafés a la secretaria por el intercomunicador.

    Tenía un acento que me resultó familiar. A pesar del desliz de tratar de huir, parecía un hombre correcto y centrado. Mi mente empezó a trabajar de manera exhaustiva. Analizaba y re—analizaba cada gesto y cada palabra. Hice conexiones. Especulé charlas. Necesitaba generar empatía en cuestión de segundos. Un sudor frío me cruzaba. Respiré profundo. Debía mover la primera pieza.

    —Bueno... 

    —Primero dígame su nombre, así empezamos con el pie derecho— me propuso.

    Sonreí.

    —Mi nombre es Maramaldo Melia. Soy italiano. Calabrés, para ser más exactos.

    —Un placer, Señor Melia. Yo soy John Albert P. Connor III. Soy el presidente de ésta compañía, tal y como lo fue mi padre, hasta hace poco.

    —Iré directo al grano. Verá usted, señor Connor... Hace meses que estoy luchando para poder trabajar de manera honesta, abriendo una panadería en La Plata. Sin embargo, y a pesar de mis reclamos, no logro que alguien de su empresa vaya hasta el lugar, y haga la bajada de línea y las conexiones que necesito...

    No quería dar demasiadas vueltas al asunto. Estaba agotado, y necesitaba una solución tan urgente como efectiva. John me escuchó de manera atenta, tomando nota de todo lo que decía.

    Unos minutos más tarde, un hombre bastante mayor entró de forma abrupta.

    John se tensó, con un gesto incómodo en el rostro.

    —Al fin te veo trabajar— espetó el hombre mayor, de manera implacable. John se sonrojó al extremo.

    Me puse de pie, y me presenté nuevamente. El hombre que había llegado tenía alrededor de sesenta años. Era alto y delgado, con una fuerte presencia marcial. El cabello cano revelaba que en su juventud había sido de un rubio muy claro, y sus ojos celestes se asemejaban a los de un halcón que busca su presa desde lo alto. Se detuvo frente a mí, y me observó de arriba a abajo, sin disimulo alguno.

    —Usted es italiano — señaló.

    —Sí señor. Y usted es inglés — retruqué.

    Endureciendo su gesto, sostuvo firme su mirada. Cuadrando sus hombros, dejó que el aire de su respiración saliese con fuerza.

    Yes, I’m —respondió. 

    Aquel fue uno de los momentos más incómodos que viví en mi vida. Tiempo atrás, nos hubiésemos trenzado a golpes de puño. Hasta pude vernos apuntándonos uno al otro con nuestras bayonetas, y disparando sin piedad. Por algunos segundos no dijimos ni una palabra. Nuestras miradas eran penetrantes. De manera instintiva, evaluábamos al otro en cada movimiento. Éramos dos predadores, y dos presas a la vez. Se notaba que había estado en el campo de batalla. Sabía cazar al enemigo. Habría sido un adversario difícil de disuadir. Mis puños se apretaron. Una gota de sudor cayó por mi sien. Nuestras mentes habían vuelto al escenario de la guerra. No pude evitarlo. No quería volver allí.

    Necesitaba salir de aquel escenario e ir al problema que me competía. Tomé aire profundamente, y bajé mi guardia lentamente. Me costó realmente. Vi que él hizo lo mismo. La tensión empezó a ceder. La respiración, entrecortada, retornaba hasta ser normal. Mis manos, al abrirlas, estaban empapadas de sudor. Me repetí una y otra vez "Non preoccuparti, nessun altro è più in guerra".

    El silencio abrumador comenzó a ceder. Volvíamos a ser dos personas civilizadas y pacíficas. Pensé en cuánto nos había marcado la guerra. Pero aquello ya era pasado. Sus facciones empezaron a relajarse.

    La secretaria, sin ningún dejo de bochorno, irrumpió en el momento justo, para traernos los dos cafés. John aprovechó para ceder el sillón presidencial, y el asunto, a su padre. 

    El padre rio. Di por sentado que habíamos sentido lo mismo. Era la vieja, y no placentera, sensación de estar conectados por las trincheras.

    Antes de tomar asiento, el hijo nos presentó.

    —Señor Melia, él es mi padre, John P.Connor II, el anterior presidente de la compañía.

    El hombre hizo un gesto brusco, para que su hijo se quedase en silencio. John II buscó en su chaqueta un puro, y me invitó otro.

    —¿Cómo supo que era inglés? —preguntó, sin vueltas. Señalé el cuadro, y su risa sonó animada.

    —¿Estuvo en las trincheras, no? — lo interrogué, más para romper el hielo que para sacarme la duda.

    Yes, sir

    —Me imaginé.

    —¿Por qué lo dice?

    —Por su postura. La reconocí de inmediato. Sólo alguien que ha pasado por el campo de batalla lleva tal porte —respondí, con toda franqueza. John II rió nuevamente

    —¿Por dónde anduvo en combate? —me preguntó, con genuino interés.

    —En el desierto. Por el norte de África.

    —¡Ah! ¡Si! Era de los Afrika Korps.

    —Si, formamos parte de la avanzada del Eje con los alemanes. Nuestro batallón era la Folgore 185°— respondí.

    —Sí, sí. Ya recuerdo quienes eran. Estuve frente a ustedes, en el campo. Tu mirada me resultó familiar desde el momento que entré —afirmó con seguridad.

    Tragué saliva. Volví a tensionarme. Su hijo nos miraba alternadamente, de manera perpleja.

    —Esos ojos... Los recuerdo, aunque la oscuridad, por momentos, nos tomó por sorpresa. La tierra del campo tapaba sus facciones. Sin embargo, su mirada fue una huella que quedó grabada en mi memoria. ¿No se acuerda? —preguntó, en voz baja.

    Con su mano izquierda, simuló sostener un fusil. Movió su cuerpo con suavidad, de un lado al otro, con el ritmo que usábamos al arrastrarnos cuerpo a tierra. De manera instintiva, lo reflejé como un espejo. Luego extendió su mano derecha, y extendí la mía, estrechándolas. Por mi mejilla, cayó una lágrima solitaria. John II rompió en llanto.

    Habíamos compartido un momento de tregua temporal, en medio de una de las frecuentes escaramuzas italianas para robarle comida a nuestros enemigos. Tuvimos un encuentro cara a cara con un inglés entre las dos trincheras, y sólo nos detuvo un momento de piedad mutua. Nos miramos por unos instantes que parecieron una eternidad. No hizo falta palabra alguna. Habíamos firmado un pacto de no agresión. Un acto humano, en un escenario maldito. Cada uno iba por lo suyo. Nos dimos la mano, y seguimos nuestros rumbos.

    —Pensé que estaba muerto. Un par de días después de nuestro encuentro, Pietro, un compañero de armas, llegó desde su trinchera con un casco y chaqueta británica. Los había conseguido para poder infiltrarnos. Nos dijo que había liquidado a un soldado. No sé por qué, simplemente supuse que era usted.

    John II rio, y pareció rejuvenecer veinte años. 

    —Ese fue otro acto de humanidad que los tuyos tuvieron conmigo. Tu compañero... ¿Pietro dijiste? Nunca lo vi acercarse. Hasta que sentí un frío metal apoyado en mi nuca. Me pidió que le diese mi casco y la camisa. Y cuando le di aquello, me noqueó con la culata de su arma. Podría haberme liquidado, pero sin embargo no lo hizo. Por eso estimo a los italianos. Mi gratitud es eterna. Me habían mandado a una misión suicida. No se lo perdoné nunca a mi teniente.

    —Ese Pietro... Era un buen tipo.

    Se puso de pie, y lo imité al instante. Se acercó hasta donde estaba, y me dio un abrazo. Luego se enjugó las lágrimas.

    Grazie —dijo. Sonreí.

    —Pero bueno, cuénteme qué le está pasando. ¿Por qué está por aquí? —me preguntó, volviendo al presente, con una genuina nota de interés en su voz.

    —Voy a ser breve, John. Me he metido hasta el cogote en deudas para abrir mi panadería en La Plata. Se llamará "La Fama". El punto es que tengo todo comprado e instalado. Heladeras, amasadoras, sobadoras, mostradores, repisas... Pero no tengo luz trifásica. No la quieren bajar al negocio. Hace meses estoy con éste reclamo, y no le dan importancia. Realmente estoy desesperado, y en bancarrota. Hoy vine con mis últimos centavos en el bolsillo. Tomé el tren hasta aquí, y me queda sólo para la vuelta. Imagine mi situación. No he venido a mendigar nada. Sólo que me dejen laburare, ¿capische? —expuse, de la manera más franca posible.

    Frunció el ceño. Le pidió a la secretaria unas carpetas de la zona de La Plata. Las hojeo lentamente. "No han ingresado ningún reclamo", me comentó. No dijo más nada por algunos minutos. Mi pecho se estremecía. Sentí que ese era un momento determinante en mi vida. No podía quedarme callado. Todo lo que había diseñado, construido y por lo que había trabajado estaba paralizado, sin poder avanzar. Debía saltar al vacío.

    —Déjeme ver qué podemos hacer— me expresó, de manera flemática.

    Sentí que había retrocedido varios casilleros. Debía rematar con algo más. Los británicos siempre eran fríos. Debía lograr estremecerlo una vez más. 

    Ok. No problem. You know... —respondí.

    —Ah. Sabe algo inglés...

    —Por supuesto. De hecho, aun no le conté porqué tengo aprecio a los británicos, a pesar que estuvimos enfrentados durante muchos años.

    Me contempló en silencio. Entrecerró los ojos con desconfianza.

    —¿Por qué dice eso? Si fuimos enemigos.

    —Claro que lo fuimos. Pero también estuve varios años como prisionero. Allí conocí al Coronel Pinner. Un coronel británico que llevaba a cabo todas las acciones del campo en el Cairo. Era un hombre noble. En mi cautiverio, me aceptó en la cocina de oficiales. Estuve cuatro años a su servicio. Me brindó cobijo, comida y libertad. ¿Qué más podía pedir en ese entonces? Italia había sido diezmada, los alemanes estaban siendo cercados en todo el mundo, y sin embargo me trataba con atención y cordialidad. Él y su esposa.

    —Sólo Dios sabe lo que ha vivido realmente. Pero me gustaría que me cuente más de su historia, por favor. No se preocupe por la panadería. Le encontraremos

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