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El aliento del pasado
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Libro electrónico261 páginas3 horas

El aliento del pasado

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Información de este libro electrónico

Blanca Ramírez sabía muy bien qué era tener un fin de semana de mierda, pero no imaginaba que aquel iba a ser uno de los que cambiaría su vida de manera definitiva. Las malas noticias se sucedieron una tras otra; su salud y su trabajo se tambaleaban. Como era habitual en ella, se alejó de los problemas encerrándose con sus fieles compañeros, el ron y las pastillas, en busca siempre de una huida de la realidad. El remate de aquel fin de semana fue encontrar un fajo de cartas antiguas que su madre le ocultó y que le hacen revivir la tragedia que sufrió con sus amigas el verano de 1987, en Santa Catalina, hace veinticinco años. La acumulación de todos estos sucesos y la información descubierta en las cartas rompen con su inestable equilibrio emocional, y sin pensarlo dos veces viaja a Santa Catalina. Allí entra en una espiral autodestructiva y siente que el pasado sobrevuela siempre sobre su presente. Para los que lo penséis que esto no es una novela romántica. Lo siento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 feb 2022
ISBN9788418855979
El aliento del pasado
Autor

Yolanda Goyeneche

Yolanda Goyeneche es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, donde se especializó en la escritura de guion audiovisual. Durante 15 años ha desarrollado su labor profesional en el área de Comunicación y Marketing de una multinacional española, sin dejar de lado su afición creativa. En 2015 publicó, junto con otros autores, Cruce de calles, un libro que reúne relatos cortos con la ciudad como escenario común.

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    El aliento del pasado - Yolanda Goyeneche

    El aliento del pasado

    Yolanda Goyeneche Gordillo

    El aliento del pasado

    Yolanda Goyeneche Gordillo

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Yolanda Goyeneche Gordillo, 2021

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras

    Imagen de cubierta: ©Shutterstock.com

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418855085

    ISBN eBook: 9788418855979

    A Germán y Jesús, os quiero.

    Para Antonio,

    mi incansable compañero de batallas,

    sin cuyo apoyo este libro no hubiera visto la luz.

    «Pocas cosas hay tan trágicas en la vida como descubrir algo a destiempo».

    Arturo Pérez Reverte en La piel del tambor

    1

    Abril, 2013

    Como cada lunes, me disponía a ir al gimnasio. Siempre seguía la misma rutina: a las seis sonaba el despertador; me levantaba, escuchaba las noticias de la radio mientras tomaba el primer café del día y preparaba la bolsa con la ropa de deporte. Aquel lunes, sin embargo, no fue como otros. La sensación de angustia que el viernes me invadió seguía ahí con igual intensidad. Mis esfuerzos por mitigarlos con una buena borrachera y unos Lexatines no habían servido de nada. En solo cuatro horas, las malas noticias me desbordaron: conocer a la nueva directora del área que me restregó en la cara su jodida juventud y me mostró el camino de salida, y Fer allí, jodido también, pero como si no fuera con él, sin decir nada. ¡Vaya mierda! Te dan la patada por vieja y encima te ves más sola que la una sin un hombro amigo donde llorar. Y cuando crees que ese viernes ya has rebasado tu cuota de malas noticias, recibes una llamada con la última: «hay algo en ese pecho izquierdo que no parece bueno…». Algo… y tu mente se queda en blanco y el destello de la palabra cáncer llega con todas sus trágicas letras.

    El viernes me encerré en casa y bebí hasta perder el conocimiento. Nada nuevo, por otro lado. Pretendía dejar de sufrir y casi lo consigo. No he logrado recordar lo que hice esos dos días además de beber y dormir. Mi prima Isa fue la que me sacó de aquel letargo la tarde del domingo. Su insistencia con el timbre y los golpes en la puerta consiguieron despertarme. Estaba muy interesada en enseñarme unas cartas que había encontrado en la casa de mi madre.

    Miré el reloj: las 6:30. Llegaría muy pronto al gimnasio, pero así tendría tiempo de despejarme y pensar en todo. Las palabras que Isa me dijo la tarde anterior me martilleaban la cabeza:

    —Eres una floja, nena. No hay que dejarse vencer por las malas noticias. Enseguida te ahogas con cualquier problemilla y, al final, nunca es para tanto.

    ¿Qué sabrá ella de problemas? Siempre le ha ido todo bien. Una idea se había instalado en mi mente desde la noche anterior, y a esa hora de la mañana continuaba allí, me machacaba y me impedía ver con claridad cómo afrontar la semana con la información que había descubierto. Tenía que viajar a Cádiz. Sentía una inexplicable necesidad de ir a Santa Catalina, donde todo comenzó.

    Con las zapatillas de deporte en la mano, sopesaba esa loca idea. En un arrebato, las eché dentro de la bolsa. Añadí el neceser, unos vaqueros, varias camisetas, una sudadera y los Lexatines. Al bolso fueron el móvil, el cargador, la cartera con todas las tarjetas de crédito, por si acaso, y el fajo de cartas descubiertas en esa caja, razón de ese «come, come» con el que me había despertado aquel lunes. Si me daba prisa podría coger el primer AVE a Sevilla.

    El taxi atravesaba las calles de Madrid libres a esas horas de atascos. Todavía no había amanecido. El cristal de la ventanilla me devolvió el reflejo de mi cara. Me faltaba maquillaje, colorete, rímel, en fin, el maletín entero de un maquillador. Las luces mortecinas de las farolas acentuaban las demoledoras arrugas, reflejo de mi inexorable cercanía a los cincuenta. Era la imagen misma del fracaso. Aparté la vista y la centré en la pantalla del móvil. Entré en la agenda, repasé todos los nombres que iban apareciendo. Me largaba de Madrid sin decírselo a nadie. ¿Debía avisar a Fer después de lo del viernes? Pasé. No obstante, mis dedos se detuvieron unos segundos sobre el nombre de Pablo, mi ex. Dudé. ¿Llamar a Pablo?, ¿en serio? Realmente estaba mal. La voz del taxista me hizo reaccionar. Pagué y corrí a comprar el billete.

    Desde mi divorcio, había llevado una vida de lo más anodina y aburrida. Me centré en mi trabajo, es más, creo que lo utilicé como escudo para protegerme del vacío de mi vida sentimental. «No escogemos lo que queremos vivir —me decía a menudo Fer—, es la vida la que te escoge a ti y te lleva por caminos insospechados. No hay más». Siempre me pareció una visión muy determinista, y, a pesar de todo, era así como había vivido hasta entonces. Me dejaba llevar, una y otra vez, por las circunstancias sin ser nunca dueña de mi vida. Aunque Fer se marcara esos discursos, él no era ni actuaba como un conformista. A mis ojos, era el pragmatismo personificado; como también lo era mi prima Isa: «Blanca, nena, hay que ser práctica, no te dejes apabullar por las circunstancias. Las soluciones pueden estar ahí a la vuelta de la esquina. No te compliques tanto la vida», me decía esto cada vez que le iba con algún problema; ¡Como si fuera tan fácil!, le respondía. Para ella sí, claro, todo lo hacía sencillo, sin complicaciones. Todo en su vida fluía de manera natural. Fer usaba otras palabras, palabras que solo un jefe te podía decir: «Cuando tengas un problema, aplica el pensamiento lateral, piensa cómo resolverlo huyendo de los convencionalismos». ¡Joder, cuánto mal habían hecho los seminarios de liderazgo del trabajo! ¡Pensamiento lateral! Qué fácil era decirlo. Para mí, aquello era una utopía. ¿En qué lateral debía pensar? Yo, que lastraba el peso de una educación católica, apostólica y romana, extremadamente encerrada en esos ambientes elitistas en los que se movía mi familia. Salir de ese territorio no era nada sencillo. Aquella mañana de lunes no sé qué pensamiento lateral me provocó tomar la decisión de salir corriendo de Madrid. Algo en mí que ni yo misma entendía me hizo creer que volver a aquel pueblo de Cádiz, Sta. Catalina, después de veintiséis años y reencontrarme con Tomás, el innombrable, me daría la esperanza de lograr el sosiego para este mi espíritu que vagaba por la vida, a menudo confuso y, casi siempre, lleno de zozobra. Las cartas halladas por azar después de tantos años y tanta vida, lo que me decía en ellas, resonaba sin parar en mi cabeza. Si cerraba los ojos podía escuchar su voz y notar su piel en la mía, el tacto de sus dedos sobre mi rostro y el calor de sus labios en los míos.

    El tren avanzaba por los barrios periféricos de Madrid y comenzaba a coger velocidad. Intenté dormir dejándome acunar por el traqueteo del tren. En dos horas llegaría a Sevilla y en otras dos horas más, hasta Santa Catalina. El vagón iba casi completo. Desconocía que hubiera ese trasiego hacia Sevilla a esas horas. Sentado frente a mí, un joven trajeado aporreaba con gran velocidad el teclado de su portátil. Unos cascos le aislaban del exterior. A su lado, otro hombre, también trajeado, de más edad, dormitaba cuando apenas llevábamos diez minutos de viaje. Le envidié, nunca había podido dormir en trenes, aviones o coches. El corazón me latía a cien por hora. Sentía que estaba haciendo algo malo, como si fuera una fugitiva.

    Ante la imposibilidad de conciliar el sueño, decidí ir a la cafetería a tomar algo. Necesitaba otro chute de cafeína para seguir en marcha. Me levanté despacio para no molestar al joven ejecutivo; esquivé, como pude, las piernas estiradas del que dormía y salí del vagón.

    La cafetería estaba casi vacía. Una joven pareja charlaba animadamente en el otro extremo. Me acerqué a la barra. No había ningún camarero, parecía cerrada. Dudé, no sabía si esperar o dar media vuelta. El tren ya había cogido la velocidad de crucero. Miré por la ventana, el paisaje empezaba a cambiar. Ya no había vuelta atrás. Tampoco valía eso de «paren el tren que yo me bajo». Me asaltaron los remordimientos: «Esto no es propio de ti —me decía—. Largarme así sin avisar. A las diez, Fer me estará esperando en la cafetería de siempre como cada mañana. ¡Que espere! Tengo que llamar a mi prima. Se va a cabrear cuando le diga que regreso a Sta. Catalina. Y también a Carmen para que me anule el TAC y todas las pruebas de las que me habló». La voz del camarero me sobresaltó.

    —¿Qué desea tomar?

    —Un café, gracias.

    —¿Algo más?

    Dudé, cómo no, pero lo que vi en la barra no me resultaba apetecible.

    —No, gracias.

    Mientras removía el azúcar no dejaba de pensar en lo que le diría a Fer. Le había dejado solo, abandonado ante aquella millennial a la que le habían otorgado el poder de echarnos a la puta calle con el simple chasquido de sus dedos. Busqué el monedero en el bolso, siempre he odiado esos bolsos gigantes que llenas de cosas «necesarias» y luego no encuentras lo que quieres cuando de verdad lo necesitas. Pero el pequeño paquete de cartas que había desencadenado aquella huida, ese viaje al pasado sombrío, sí, lo identifiqué a la primera. Las contemplé un instante. Saqué el monedero y pagué.

    Tomé el café despacio, como me gustaba hacerlo. Por fortuna, este no era de los malos. Lo saboreé. Miraba a través de la ventana los campos manchegos que, por las lluvias caídas, se mostraban más verdes que nunca. La luz del amanecer le otorgaba una estremecedora belleza. Volví a mi asiento. El joven seguía a lo suyo, pero el otro hablaba por teléfono en un tono molesto, demasiado alto. Lo fusilé con la mirada. Se levantó y salió del vagón. El otro apartó la vista de la pantalla y me sonrió, cerró su ordenador y marchó en busca de su compañero. Me quedé sola, por fin. Volví a abrir el bolso y saqué el paquete de cartas; las sujeté entre mis manos y las apreté en mi regazo. Me acurruqué en el asiento observando indiferente los parajes que recorríamos. Cerré los ojos. Rememoré trozos del texto de las cartas. Lo inesperado de lo que en ellas se decía había roto mi inestable equilibrio emocional. El recuerdo de lo que viví entonces, que tanto tiempo permaneció en lo más profundo de mí, comenzó a aflorar como un runrún lejano. Los músculos fueron destensándose y me abandoné al recuerdo del sonido de aquel mar, de mi primer día en Sta. Catalina cuando conocí a Tomás, de las risas de mis amigas al salir huyendo de él y de Piluca.

    Llegué al pueblo poco antes de las cinco de la tarde. Hice el check in en un hotel próximo a la playa. Me cambié las botas por las deportivas y salí a despejarme. Había sido un largo viaje. Era abril. Un abril cálido. No tardaría en atardecer. Encontré todo muy cambiado, pero no tanto como para no reconocerlo. Me dirigí hacia la playa. Me sobrecogió su belleza igual que la primera vez. Era enorme, ancha, larga, muy larga. Por uno de sus extremos no se veía el final y por el otro se percibía el inicio de una zona de rocas y acantilados. Su arena era blanca y fina. Me descalcé y caminé despacio hacia la orilla. El agua estaba fría, me reconfortó. Anduve un buen rato. La playa estaba vacía. Con los ojos cerrados y los brazos extendidos me dejé bañar por la brisa del Atlántico. Me abandoné al efecto que este me provocaba. Respiré varias veces. No quería que esa sensación me abandonara. La vida parecía escaparse por los poros de todo mi cuerpo sin remedio, y eso me angustiaba, me descomponía por dentro. Una enorme tristeza se apoderó de mí. El sol se fundía con el horizonte. El paisaje era estremecedor. Las lágrimas inundaron mis ojos, no lo pude evitar. Recordé aquel día, hacía ya veintiséis años, cuando estuve allí mismo con Ana, Carmen, mi querida prima Isa y Piluca. Era la primera vez que desafiaba a mi familia. Me fui de Madrid mintiendo a mis padres. Entre todas, acordamos la versión oficial: nos íbamos una semana a la sierra de Madrid donde el padre de Piluca tenía un chalet al que apenas iban. El motivo del viaje era celebrar el final del curso, de nuestra larga etapa juntas en el colegio de monjas y, sobre todo, el inicio de nuestros estudios universitarios. Era un viaje fin de curso, pero en petit comité. Sentía vértigo ante los cambios que se me venían encima, que ya estaban a la vuelta de la esquina. Nuestro pequeño y cerrado círculo de amistad dejaría de ser solo nuestro para abrirse a Dios sabe quién o a Dios sabe qué. Lo que era seguro e inevitable es que nuestras vidas iban a cambiar y aquel viaje era lo más parecido a una despedida de la infancia que nos había unido y una bienvenida a la madurez que nos llevaría por diferentes caminos.

    Cuando lo propuse en casa, mi padre dijo que «no», como era habitual, siempre lo hacía. Mi madre, en principio, pasó de mí. Después, cuando supo que mi padre se iba de viaje a Buenos Aires en las mismas fechas, cambió de opinión. Se le ocurrió entonces aprovechar su ausencia para ir a Marbella con la excusa de preparar la casa para el verano. Lo que de verdad quería era desembarazarse de mí, así que obtuve su permiso.

    El 3 de julio de 1987, Piluca, Isa, Ana, Carmen y yo nos subimos a un tren correo que nos llevaría no a Navacerrada como creyeron nuestros padres, sino hacia un destino que cambiaría nuestras vidas.

    2

    Atardecía. El viento de poniente refrescó el ambiente. Sentí frío, pero no tanto como para impedirme continuar allí. Habían pasado muchos años, demasiados, pero la viveza de algunos recuerdos era tal que me parecían muy cercanos.

    Ese mes de julio, mis amigas y yo llegamos a Santa Catalina, dejamos el equipaje en la casa que habíamos alquilado y nos fuimos directas a la playa. No recuerdo la hora, pero era tarde. Nos cruzamos con las últimas familias que, cargadas con todos los bártulos playeros, volvían a sus casas. El asfalto de la calle terminaba donde comenzaba la playa. El paisaje de aquella enorme playa de arena blanca me impresionó. Pasados unos segundos en los que contemplamos calladas ese espectáculo, Piluca se quitó las zapatillas y empezó a correr hacia la orilla. Todas la seguimos. No había ni un alma a nuestro alrededor. Bebimos, cantamos y bailamos siguiendo la música del viejo radiocasete que llevó Isa. Lejos de Madrid, me sentía libre, reía descuidada y feliz, como ellas, por cualquier cosa. Ninguna de nosotras superaba los dieciocho. La mayor de todas era Ana, que los cumplía en agosto. Las demás lo hacíamos entre septiembre y octubre. Mi aspecto, junto con el de Carmen y Ana, era aniñado: la escasez de curvas y lo poco dadas a usar maquillaje lo favorecía. Por el contrario, Piluca e Isa se veían mayores, muy mujeres, como ellas mismas presumían. Lo llamativo es que todas menos Carmen, una morena con origen andaluz, éramos rubias. Abarcábamos todas las tonalidades, además, teníamos los ojos claros y la tez muy blanca. Pasábamos, sin problemas, como miembros de un equipo nórdico de voleibol, también éramos altas.

    Aquella tarde junto a ellas sentí una inmensa alegría, era feliz. El alcohol también ayudó, claro. No recuerdo quién empezó a desnudarse, pero contagiadas por la idea, todas nos desprendimos de nuestros bikinis y bañadores. Corrí desnuda detrás de ellas como posesa hacia el mar. Gritábamos como locas, nos salpicamos, nos hicimos ahogadillas. El frescor del agua nos despejó y el alborozo inicial, poco a poco, se apagó y dio paso a una charla tranquila. Inmersas en el sonido de nuestras voces y con el agua hasta el cuello, las confidencias se fueron abriendo paso. En lo más profundo de mí, albergaba la esperanza de que aquel viaje significara el inicio de algo nuevo en mi vida, algo diferente y mejor a lo conocido hasta ese momento: nuevos estudios, otros amigos y, por qué no, un novio. Hablamos de todo, la mayor parte de tonterías, banalidades, hasta que Ana anunció, en primicia, su viaje a Estados Unidos. Su familia quería que estudiara allí y Piluca nos confesó que se iba con ella. Lo habían planeado juntas y lo habían mantenido en secreto hasta que el padre de Piluca dio su visto bueno.

    —¡Qué calladito lo teníais! —Carmen mostró algo de enfado.

    Dentro del grupo, Ana y Piluca formaban un subgrupo como el que yo mantenía con mi prima Isa. Carmen estaba en medio, desubicada.

    —Pues yo voy a estudiar medicina en la complu. Quiero ser ginecóloga —nos dijo.

    —¡Qué bien! Ya tienes cuatro pacientes —bromeó Isa, que, ante la deriva profunda que iba tomando la conversación, decidió zanjar el tema.

    Nos quedamos en silencio. Estaba claro que nuestras vidas iban a cambiar. Que aquel momento, en aquella playa, sería irrepetible. La emoción me embargaba. Las miraba, escuchaba sus voces, sus risas, deseaba guardar ese recuerdo en mi memoria para siempre. Ellas habían sido, de verdad, mi familia, y ahora, ¿qué? Había llegado la ocasión en que cada una elegiría el camino que la llevaría a hacer realidad sus sueños. La incertidumbre me provocaba vértigo. ¿Solo a mí? Las demás se mostraban tan seguras y decididas. Yo quería ser periodista y viajar a países exóticos: la India, China, etc., pero primero tenía que vencer la resistencia de mi padre, que ya había planificado mi futuro. Estaba empeñado en que estudiara Derecho y así, hacerme cargo de su despacho de abogados.

    Isa gritó mi nombre, me sacó de mis pensamientos.

    —Hemos venido a divertirnos, ¿verdad? Pues hagamos una apuesta: a ver quién pierde la virginidad en este viaje —propuso con voz maliciosa.

    —¡Qué bestia, tía! —contestó Carmen.

    Pero todas reímos ante la imprevista y descabellada idea. Piluca se puso seria y nos miró, una a una, esperando a que calláramos. Parecía querer decirnos algo.

    —Yo ya lo he hecho —anunció con media sonrisa.

    ¿Qué? ¿Otro secreto más? Estaba convencida de que nos lo contábamos todo, pero era evidente que no.

    —Una vez. Solo una vez y os digo que no fue tan guay como os imagináis.

    La contemplamos embobadas, no dábamos crédito. ¡Piluca, la defensora a ultranza de llegar virgen al matrimonio!

    —Pero ¿cuándo?, ¿dónde? —le preguntó Carmen.

    —¿Con quién? —añadimos todas al unísono.

    —Hace un mes. En el chalet de Navacerrada, y con Roberto. —Clavó sus ojos en Isa.

    —¿Roberto?, ¿mi hermano? —mencionó Isa.

    Nos quedamos calladas observando la reacción de esta. Tardó unos segundos.

    —¡Qué mal gusto, tía! —terminó por decir mi prima.

    Rompimos a reír y le pedimos que nos contara cómo fue, pero sin entrar en

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