Lienzos Literarios
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Julio de Manuel Écija
Nacido en Málaga en 1996. Periodista de profesión, friki por vocación. Le apasiona contar y vivir todo tipo de historias: desde la odisea más fantástica a la tragedia más romántica. Ahora, comienza una nueva senda como escritor. Un camino con el que espera vivir cientos y cientos de nuevas vivencias y experiencias.
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Lienzos Literarios - Julio de Manuel Écija
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Julio De Manuel Écija
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© Julio De Manuel Écija, 2020
Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de Letras
Motivo de cubierta: El archiduque Leopoldo Guillermo en su galería de pinturas en Bruselas, del pintor David Teniers el Jove, 1647-1651. Museo del Prado.
Licencia: Dominio Público.
© 2020 Imagen obtenida de archivo Wikipedia,
según las cláusulas de la licencia Wikimedia Commons.
(https://commons.wikimedia.org/wiki/Portada)
www.universodeletras.com
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418385049
ISBN eBook: 9788418235382
Un único deseo
Urquías tenía el encargo de fabricar seis ánforas. Un rico comerciante que poseía tres embarcaciones quería emplearlas en sus negocios con Cnosos. El joven Urquías vivía en una pequeña aldea de la Hélade, cerca de Atenas, desde donde llevaba su humilde taller en el que confeccionaba cerámica y alfarería de todo tipo.
El comerciante le había pedido este encargo con gran urgencia. A cambio, le prometía una importante suma de dinero en talentos de plata, cuya mitad ya le había adelantado. La fecha límite se acercaba y Urquías, con mucho esfuerzo, veía cómo iba a cumplir su cometido. Como mandaba la tradición alfarera que él había aprendido, había decorado cada una de las seis ánforas con pinturas que relataban viejas historias de los dioses: una dedicada a Zeus, rey de los cielos; otra a Atenas, protectora de su ciudad; una más a Hefesto, herrero y artesano de los dioses; una a Poseidón, para desear un buen viaje por mar; otra a Hera, reina de los dioses, y una última a Deméter, diosa de la agricultura, para que guardara la importante carga. El joven alfarero sabía que era esencial elegir con propiedad el respeto que se merecían los dioses, ya que de su caprichosa voluntad podía ser bendecido o maldecido cualquier empresa humana. Cuando terminó la última, admiró por un momento su obra; era el mejor trabajo que había hecho hasta la fecha. Sintió una enorme paz interior. Mañana llegaría el rico comerciante y el joven artesano podría al fin descansar. Decidió cenar ligero y acostarse pronto para estar fresco al día siguiente.
Al abrigo de la noche, un grupo de ladrones merodeaban por la aldea de Urquías. Provenían de la región vecina de Beocia y estaban asaltando cada uno de los pueblos con los que se encontraban. Al ver el taller del joven alfarero, los ladrones decidieron entrar y saquear todo lo que pudieran. A pesar de ser muy sigilosos, Urquías oyó el ruido, se despertó, se acercó con cuidado y cogió una pequeña espada de su padre, que nunca había utilizado. Atacó por sorpresa a los ladrones, quienes apenas pudieron esquivar su primera embestida. Urquías blandía su espada atemorizado y con una clara falta de dominio del arma. Los ladrones se dieron cuenta con rapidez de la desventaja de su atacante y aprovecharon la oportunidad. Uno de ellos comenzó un forcejeo con el joven alfarero que acabó destrozando todo el taller, incluidas las ánforas del rico comerciante. Urquías perdió el equilibrio y cayó al suelo. Los ladrones le dieron una paliza y salieron huyendo.
El alfarero se quedó medio moribundo sin saber qué hacer: todo su trabajo había sido fútil, su taller estaba destrozado y el rico comerciante reclamaría sus pertenencias como compensación. Las heridas que los ladrones le habían producido tenían muy mal aspecto. Era probable que no pasara de esa noche. Quizá fuera lo mejor tras haber fracasado ante la mirada impertérrita de los dioses. Las ánforas se encontraban destrozadas; aquí y allá podía ver los rostros negros de los seis habitantes del Olimpo; tres y tres. «Como manda la tradición», pensaba con impudencia. Urquías reunió todas sus fuerzas y se puso a rezar; imploró una solución ante esta situación. Cuando las fuerzas más le fallaban y la visión se le nublaba, comenzó a oírlos. Apenas llegaba a comprender sus palabras, pero algo le impulsaba a prestar atención. El alfarero no sabría discernir si eran ilusiones, el hechizo de Morfeo o realidad;
—¿Qué te parece, hermana?
—No lo sé. ¿Qué tiene de particular?
—Es de los pocos que hay en el Ática que tiene una creencia firme y equitativa.
—Siempre tan técnico, Hefesto. ¿Crees que él querrá? Admito que tiene talento, pero no es un prodigio.
—Papá y mamá sabes que no moverán un dedo. Por eso, te pido consejo, Atenea.
—Está claro que se encuentra en una situación difícil y de esta no va a salir. Desde luego, podría ayudar a calmar los ánimos del tito… De acuerdo.
—Gracias, hermana…
Urquías perdió el conocimiento. Cuando se despertó en la cama, se levantó de un salto y fue a inspeccionar el taller. Todo se encontraba en su sitio. ¿Habría sido un sueño? Se sentía en perfectas condiciones, no tenía ningún rasguño y las seis ánforas estaban justo como las dejó. Decidió no darle más importancia y pensó que fue una pesadilla fruto de los nervios.
A las pocas horas, el rico comerciante llegó e inspeccionó el lote. El trabajo era, sin duda, muy bueno. No el mejor que hubiera visto, pero valía con creces la cantidad acordada. Ordenó que cargaran las ánforas en su carro y pagó a Urquías la mitad que faltaba. Se fue de buen humor con la promesa de en un futuro pedirle más encargos similares. El joven alfarero se despidió con una sonrisa, guardó el dinero en un cajón bien oculto dentro de su casa y dio gracias a los dioses porque el encargo hubiese salido como tenía previsto. Se preparó para seguir trabajando: aunque el recado del comerciante había sido un éxito, todavía tenía trabajo que hacer. Mientras preparaba la arcilla para un juego de platos que la familia del viejo Quíos le había encargado, un hombre entró en el taller. Urquías salió a recibirlo y se llevó una sorpresa por su aspecto. Era bastante alto, aunque andaba un poco encorvado; los músculos de los brazos mostraban un gran trabajo; su piel estaba tostada y su mirada era penetrante. Urquías concluyó que aquel hombre debía de ser herrero y que debía de provenir de muy lejos.
—¡Hola, buen señor! ¿Qué puede hacer Urquías por usted?
—Hola, Urquías. Soy un viajero de tierras lejanas que querría realizarle un encargo.
—De acuerdo, señor. ¿De qué se trata?
—Me gustaría que arreglase el palacio de mi tío y otra serie de asuntos que tengo pendientes.
—¿Cómo dice?
Urquías empezó a escuchar unas risas desde detrás del extraño viajero. De repente, apareció una mujer joven con una mirada profunda en sus ojos que al joven alfarero casi hechizó. Pelo castaño y más baja que su compañero completaban la figura que contemplaba el artesano ateniense.
—Discúlpanos, Urquías —comenzó a decir la joven dama—. Mi pobre hermano lleva mucho tiempo centrado en sus quehaceres y hace tiempo que no realiza este tipo de… acuerdos.
—¿Acuerdos? —preguntó el alfarero.
—Hermana, lo tenía todo bajo control. —Se giró el viajero con el ceño fruncido.
—Claro que sí, hermano. Mira, debo reconocerte que el chico me parece más majo ahora que no está muriéndose; pero te falta trato con los mortales. —Ella estaba divirtiéndose con la situación.
—Es cierto que has salido a mamá: eres igual de directa que ella.
—Disculpad que interrumpa vuestra discusión familiar —cortó Urquías con gran incredulidad—, pero ¿de qué están hablando?
Los dos hermanos se miraron con seriedad.
—Sí, dejemos las bromas para más tarde —dijo la viajera—. Verás, Urquías, necesitamos tu ayuda. Bueno, más bien la necesita mi hermano.
—¿Ayuda? ¿De qué tipo?
—Sin entrar en detalles, mi tío celebró una fiesta en la que invitó a la familia… —comenzó a decir el viajero con cierto nerviosismo en su voz—, y… bueno, ya sabes cómo son este tipo de cosas…
—Digamos que la situación se descomidió —terminó de aclarar su hermana—: hubo una pelea, nuestro tío se encolerizó y quiere que arreglemos el desastre. Bueno, más bien mi hermano.
—Ajá. ¿Y yo dónde entro en todo esto? —Urquías había estrechado los brazos contra el pecho y su mirada cada vez mostraba más desconfianza.
—Mi tío exige que repare la decoración de su palacio —siguió hablando el viajero—, pero no quiere que entre en él ni por todos los caballitos de mar del mundo. Por eso, necesito tu ayuda, Urquías. He visto tu trabajo: eres bueno.
Era la primera vez que le realizaban un encargo así a Urquías. Es cierto que, como artesano, tenía un dominio básico de la cerámica y de la decoración, aunque su especialidad era la alfarería. Sin embargo, ¿un