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Las revelaciones de Mackenzie
Las revelaciones de Mackenzie
Las revelaciones de Mackenzie
Libro electrónico346 páginas5 horas

Las revelaciones de Mackenzie

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Edimburgo 1888. Son los tiempos de la revolución industrial, la época de los modales y las apariencias, las narraciones extraordinarias y el valor. La anodina existencia del joven Thom transcurre muy a su pesar en la tienda de postizos capilares fundada por su padre, el escocés William McAllen, quien años atrás había recorrido la Amazonía hasta la Cordillera del Cóndor movido por una antigua leyenda de los pueblos jíbaros.
La vida de Thom cambiará de súbito al conocer ciertos documentos hallados en los sótanos de la Library Advocates: las inéditas revelaciones de uno de los personajes más siniestros del siglo XVII, el abogado real y escritor George Mackenzie.
En ellos narra las penurias de los enfermos de peste, repudiados y sepultados vivos en la ciudad subterránea.
El descubrimiento de extrañas similitudes entre los papeles de Mackenzie y las leyendas de las tierras amazónicas, llevarán a Thom lejos de Edimburgo, en un delirante viaje transoceánico donde predomina la acción, el romanticismo y la intriga.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 oct 2020
ISBN9788418552151
Las revelaciones de Mackenzie
Autor

Vicente Marco

Vicente Marco (Valencia, 1966) A los siete años, víctima de sus peripecias infantiles, se quedó colgado de un clavo a tres metros de altura en la casa donde vivían sus abuelos, en Alboraya. Permaneció suspendido allí hasta que su padre consiguió bajarlo. Aquel tiempo de incertidumbre abrió una brecha en su espíritu creativo. Encontró en la literatura el refugio terapéutico para permanecer en la vida sin los enganches que sufrieron sus amigos del barrio marginal donde vivía, cerca de Marchalenes, en Valencia. Allí naufragaron tantas vidas queridas, en una calle sin asfaltar, que se transformaba en un lago los días de lluvia. Ahora, muchos años después de aquella primera colgadura, es profesor de escritura creativa, ha obtenido más de cincuenta premios literarios, publicado diez novelas, dos libros de relatos, tres ensayos de escritura, cuatro piezas teatrales y sus obras han sido representadas en distintas ciudades de España, Ecuador, República Dominicana y México.

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    Las revelaciones de Mackenzie - Vicente Marco

    Scott

    I. LOS INVENTOS PREMATUROS

    Apenas una semana antes, el bibliotecario Edward había irrumpido en la tienda de postizos capilares William´s Wigs.

    —¡No te lo vas a creer! —exclamó al cerrar la puerta a sus espaldas.

    Ahí empezó todo.

    Thom detuvo el cuidadoso trabajo de insertar el cabello en la peluca y lo miró con ojos entrecerrados. Apenas lo conocía unos meses, pero hasta entonces habría jurado que era una persona comedida, cabal, y no un joven impetuoso capaz de tan histriónico asalto. Hasta la madre de Thom, Catalina Leonarte, se apartó de la máquina de cardar y observó al bibliotecario por encima de sus pequeños espejuelos.

    —¿De qué demonios habla? —preguntó él.

    Edward se detuvo en medio de la tienda y tomó aire.

    —La semana que viene… —respiró de nuevo en profundidad— el potentado Kirkpatrick, mister Robert Kirkpatrick, el hombre gracias al cual desempeño mi trabajo en la Advocates Librery, traslada su residencia de Londres a Edimburgo. —Se hizo un silencio y Thom reflexionó acerca de lo que acababa de escuchar, intentando descubrir dónde residía la enjundia del mensaje. No conocía al tal ¿Kirskpatrick? y no imaginaba qué tenía que ver con él ni el porqué de la desmedida euforia de Edward, quien prosiguió diciendo—: Y como presentación en sociedad, celebrará en su nueva residencia una de sus afamadas tertulias a la que acudirá lo más florido de Edimburgo. ¿Y sabes quién estará allí?

    Thom se encogió de hombros. Edward merodeó por la tienda antes de responder a su propia pregunta:

    —Verne.

    Lo dijo con aire seductor. Como si acabara de proferir una palabra mágica que salvaría al mundo de todos sus males.

    —El mismísimo Julio Verne. Llegará a nuestras costas en uno de sus viajes a bordo del Saint Michel. Pero eso no es lo mejor.

    —¿No? —dijo con escepticismo—. ¿Y qué es lo mejor?

    —Lo mejor es que tú y yo estaremos allí.

    Thom miró a su madre. La conocía demasiado bien para apreciar la desconfianza que mostraban sus oscuros ojos.

    Se giró a Edward.

    —Qué está diciendo. ¿Usted y yo? ¿Cómo vamos a…?

    —¿Cómo vamos a ir? Verás, esta mañana enviaron a la biblioteca un… —rebuscó en el bolsillo interior del abrigo y sacó un pequeño rollo de papel atado por un cordelillo rojo. Lo deshizo sin dificultad— pequeño obsequio: la cordial invitación para dos personas a la gran cita.

    Thom cogió el documento. Edward le dejó caer la mano en el hombro.

    —Como imaginarás, he pensado en ti.

    —Pero… pero por qué. Por qué yo.

    —Porque no conozco a nadie que ame tanto las aventuras.

    Una cosa era las aventuras y otra muy distinta las novelas de aventuras. A Thom le atraían las primeras, sin duda, no tanto las segundas y aunque no podía negar su admiración por el escritor francés y que su llegada suponía todo un acontecimiento, le pareció insuficiente motivo para tan gran estruendo.

    Miró la invitación. Una pequeña obra de arte. Ribeteada con una cenefa y rubricada al pie con una firma pomposa sobre el sello familiar. La releyó en voz alta.

    —«Por la presente, nos complace comunicarle que mister Robert Kirkpatrick tiene el gusto de invitarle al acto de bienvenida que se celebrará en su residencia de Road Street el próximo sábado 24 de marzo de 1888, y que contará con la presencia de altas personalidades de la vida política y social de la ciudad, así como el afamado escritor Julio Verne».

    Una voz se repitió en su cabeza: «¡Invitado entre lo más florido de Edimburgo!». ¿Ahí residía el verdadero motivo por el que el bueno de Edward había decidido invitarlo? ¿Por eso había irrumpido con tal algarabía en el solaz de la tienda donde tristemente fabricaban pelucas? Miró de nuevo la invitación. «Lo más florido de Edimburgo». Un vago temor se apoderó de él. Le recorrió por la espalda como un rayo de hielo. «El temor de la esperanza», se dijo. El temor de que su inalcanzable sueño se transformara en realidad. ¿Acaso no le brindaba aquella invitación una gran oportunidad? ¡Si su padre lo hubiera visto! Mister William. Él sí había sido un auténtico aventurero antes de fundar aquella maldita tienda. No un aventurero de papel. Había recorrido la selva Amazónica hasta Ecuador y le había inculcado el sueño. No era capaz de concretar en qué podía ayudarle la tertulia para alcanzarlo, pero algo en su interior le decía que aquel suponía el primer paso. «Estar cerca de la gente influyente siempre ayuda». Eso le había dicho el propio Edward unos días atrás, cuando Thom, cobijado por el silencio monástico de la biblioteca, le había hablado por primera vez del disco. El liviano disco de color plata que aguardaba oculto en el corazón de las selvas. El bibliotecario había asistido a sus palabras casi sin respirar, tan atento que en ocasiones parecía más muerto que vivo. Ya entonces Thom tuvo el presentimiento de que su anodina vida, entre agujas, cabellos y crepé cambiaría pronto. Muy pronto.

    Llevaba esperando siete años.

    Pero a pesar de tan acentuado presentimiento, jamás habría podido sospechar que tras el enajenante trabajo de su madre para conseguir que les fiara un sastre encargado del corte y confección, se embutiría en un traje burgués cubierto por un abrigo Chesterfield y un sombrero de fieltro y se adentraría en el amplio salón de Road Street, mientras el fuego de la chimenea alumbraba a intervalos los cuadros de las paredes: Stevenson, con la aterciopelada chaqueta de amplias solapas; el inconfundible alopécico Henry James, de penetrante mirada, el joven Arthur Conan, autor de Estudio en Escarlata, la novela que estaba causando furor en su entrega por capítulos, el barbudo Ballantyne, la espectral Shelley o aquel lunático americano apellidado Poe...

    Bajo la gigantesca lámpara de abundante pedrería, se congregaban una veintena de caballeros formando un semicírculo en torno a mister Robert Kirkpatrick.

    Fue la primera vez que lo vio. Alto, elegante, destacaban en su afable rostro los delfinescos labios. Verne se encontraba junto a él, sentado en una robusta silla con reposabrazos. Las dos manos, una sobre otra en el bastón, la barba recortada y entrecana, la mirada distraída, algo estrábica, le conferían un aspecto de reposada sabiduría. Había cumplido sesenta años y había recorrido con su barco medio mundo. Había sufrido las extravagancias de su hijo Michell y la locura de su sobrino que le había disparado solo dos años antes en una pierna. Parecía que no le quedaba nada por ver. Por imaginar.

    A medida que avanzó la tertulia, Thom comprobó que no resultaba tan interesante como había supuesto Edward. Kirkpatrick acaparaba la mayor parte de las intervenciones en temas que a él le resultaban irrelevantes mientras Verne permanecía a su lado, ausente, como si no entendiera muy bien lo que decía. Una hora después, los invitados se removían en los butacones, intentando no perder la compostura.

    —… Sucumbir a los caprichos de la imaginación pero conseguir una obra veraz. Esa debería ser la transcendental aspiración del novelista —insistió Kirkpatrick que, de distintos modos, había repetido la misma idea.

    Todos asintieron declinando la cabeza como en una ensayada coreografía.

    —Por suerte, tus novelas fantásticas —prosiguió dirigiéndose al francés, que permanecía apoyado en el bastón— como las de Louis, Henry y otros, no han sucumbido en medio de esa odiosa corriente literaria que nos constriñe desde hace años. El mundo no se circunscribe a la anodina realidad. Los pueblos no pueden permitirse el lujo de obviar sueños. Por mucho que se empeñaran o se empeñen Balzac, Flaubert… ahora Zola.

    «El mundo no se circunscribe a la anodina realidad», se repitió Thom. ¿Cómo alguien que poseía todo lo que deseaba podía enunciar semejante sentencia? ¿Había un punto en el que una vez colmados los deseos terrenales el hombre necesitaba aspirar más allá? ¿En aquella situación se encontraba Kirkpatrick? Intentó no pensar en ello para no perder el hilo de lo que, hasta entonces era más un monólogo que una tertulia.

    —… y es cierto que el ciudadano de nuestros días es cada vez más exigente. —Hizo una pausa para dirigirse al grupo y se detuvo de nuevo en el francés—. Qué voy a contarte que no sepas ahora que has entrado a formar parte de la política. Pero esa exigencia nos obliga a esmerarnos más. Y qué mejor modo que una gran fusión capaz de transformar lo imaginario en real y a su vez lo real en imaginario.

    Thom no alcanzaba a comprender lo que el potentado deseaba transmitir a los tertulianos. Pensó que ellos tampoco, y que no les preocupaba demasiado a juzgar por la indiferencia en sus rostros. Pero estaban allí y la asistencia era lo verdaderamente importante.

    Kirkpatrick inspiró hondo y su voz se tornó más grave para decir:

    —Qué hay de los tableau vivants. —En el grupo los contertulios se removieron en sus asientos y el potentado los fue mirando uno a uno. También a Thom—. ¿Por qué no fomentar esos cuadros vivientes en la literatura? —Posó la mano en el antebrazo de Verne—. ¿Cuánto hace que no obtienes uno de aquellos aclamados éxitos? Atrás han quedado las 20 000 leguas de viajes submarino, las cinco semanas en globo, los viajes al centro de la tierra o a la luna. ¿No te gustaría regresar y volver a vivir la gloria de la fama con una obra distinta a todas las demás? —Alzó los dos brazos con los dedos índices enhiestos y aquella actitud le restó algo de porte—. Una obra en la que la ciencia y el hombre caminen de la mano de la imaginación y se fundan con ella en la propia vida.

    Verne se envaró en la butaca y se reclinó sobre el bastón.

    —He pegdido bastante fe en la ciencia y en el hombre.

    En el grupo se extendió un rumor indefinible. Mister Robert se acarició la puntiaguda barba como si hubiera esperado aquella afirmación. Se sentó de nuevo.

    —Te desencantaste porque el mundo ha cambiado. Las necesidades han cambiado. Nos enfrentamos a un nuevo reto. He aquí el desafío jamás logrado por escritor alguno, Jules, a pesar de que en ocasiones, he de confesar que leyéndote he dudado acerca de si esas historias habían nacido en tu portentosa cabeza o habían sucedido en verdad.

    Verne se insufló por el general asentimiento de los tertulianos antes de que Kirkpatrick rematara:

    —Pero en el fondo, todos nos sentíamos muy tranquilos, conscientes de que debajo de nuestros pies no habitaba ninguna de aquellas monstruosas criaturas del terciario.

    Una vez finalizada la tertulia, el enjambre de asistentes se congregó en torno a Verne para preguntar lo que habían silenciado por la elocuencia de Kirkpatrick y su afán de erigirse en protagonista. El potentado se retiró por fin a un lado, destapó una botella de cristal y se sirvió un whisky antes de sumirse en la aparente añoranza del que ha agotado su energía.

    En el grupo, fuera por el idioma o por el agasajo de la gente, Verne, libre del yugo impenitente de mister Robert, se expresaba con dificultad, saltando de una obra a otra, bandeado por la vorágine de preguntas.

    Edward tomó del brazo a Thom y lo alejó del grupo. Ambos irrumpieron en la momentánea soledad de Kirkpatrick.

    Mister Robert, permítame presentarle a mi amigo Thom, Thom McAllen.

    —McAllen… —repitió el potentado, como esperando una aclaración pues el nombre no suponía suficiente bagaje.

    —El padre de Thom… —continuó Edward— trabajó durante años en la Booth Steamship Company, encargada de la recolección de caucho en Brasil, Perú y Ecuador.

    —Conozco de sobra las actividades de la Booth Steamship —renegó el potentado y se giró hacia Thom mucho más amable—. Toda una experiencia, sin duda.

    —Una hermosa experiencia. No había noche que no relatara alguna delirante anécdota de aquellas lejanas tierras. El pálpito invisible de la selva, los fugaces sonidos, las acechantes miradas, los olores de la tierra musgosa…

    —En particular —interrumpió Edward—, le hablaba a menudo de Los dones.

    Kirkpatrick alzó las cejas y el gesto denotó su ignorancia.

    —Los… ¿dones?

    —Cierta leyenda indígena que habla de una cueva amazónica en la que los dioses guardaron con recelo...

    —Se lo ha aprendido usted muy bien, Edward —replicó Thom, sorprendido de que fuera tan directo.

    El bibliotecario sonrió.

    —No podía ser de otra manera, llevas hablándome semanas de aquel lugar.

    —Pero no pensé que lo promulgaría a los cuatro vientos —dijo Thom, más divertido que enojado.

    —No son cuatro vientos y no he dicho nada que no forme parte de la antigua leyenda, amigo.

    —La leyenda de Los dones —repitió mister Robert.

    —¿Ha escuchado hablar de ella?

    —Si quiere que le sea sincero, no he tenido el placer.

    —El padre de Thom contaba… —intervino de nuevo Edward que se detuvo de improviso y lo miró—. ¿Puedo? —El muchacho dudó un instante y luego asintió con un leve movimiento de cabeza—. Pues contaba que en aquel lugar los dioses ocultaron los dones reservados a los hombres del futuro. Como si guardaran allí los inventos que… aún no ha alcanzado la humanidad.

    —¿De verdad se trata de una leyenda de aquellas tierras? Parece más una de las nuestras.

    —Es una leyenda shuar —matizó Thom, pero dudó de que Kirkpatrick se hubiera enterado.

    —¿Y cuáles son esos dones reservados para los indígenas del futuro? ¿Artefactos voladores como las de Da Vinci? ¿Globos aerostáticos? ¿La máquina de vapor, quizá? ¿El telégrafo? No consigo imaginarlo en unos pueblos que tras años y años de evolución solo han descubierto lanzas y las cerbatanas.

    —Ahí reside la curiosidad —dijo Edward—, porque se supone que la leyenda es muy antigua y que los indígenas, como usted dijo, viven anclados en un pasado que casi se remonta al origen de los tiempos y, sin embargo, la leyenda refiere inventos inconcebibles para ellos.

    —Es como si sus dioses desearan condenar tales dones al ostracismo eterno en el interior de la tierra para así preservar a los pueblos —intervino Thom.

    Kirkpatrick frunció el entrecejo y miró primero a uno y luego a otro.

    —Ya, ya. Todo eso está muy bien, pero aún no me han dicho cuáles son esos dones, que es lo que me interesa.

    —Mi padre hablaba de un disco.

    —¿Un disco?

    —Un disco fabricado con un material ligero y de una lisura resplandeciente capaz de descomponer la luz en los siete colores.

    —Lo que podríamos definir como el opuesto del disco Newtoniano —dijo Kirkpatrick, y Thom prosiguió, más reverencial, dispuesto a ahogar la sutil mofa.

    —Un disco en cuya superficie existía una inscripción jeroglífica, obrado con tal perfección que no alcanzó a imaginar ninguna compañía capaz de fabricarlo.

    —Un disco —interrumpió Edward— que recuerda al que aparece en la obra inédita de George Mackenzie.

    Thom no entendió a qué se refería Edward. La obra inédita de George Mackenzie. Iba a preguntar pero Kirkpatrick se adelantó.

    —La obra de Mackenzie...

    —Sí —asintió Edward. Y Thom apreció que le brillaban los ojos y que Kirkpatrick recuperaba el interés.

    —Y no es posible que el padre de Thom, mister…

    —William. William McAllen.

    —¿No es posible que mister William haya accedido a los legajos que usted encontró en los sótanos?

    A esas alturas, Thom se había perdido. Tan solo intentaba seguir la conversación para recabar datos. George Mackenzie. Papeles inéditos. Sótano de la biblioteca. Inscripción en el disco del que hablaba mister William. Coincidencia.

    —No. No los leyó —interrumpió Edward contundente—. Se lo aseguro. Esos documentos no han salido jamás de los sótanos del antiguo edificio de la biblioteca. Y tampoco son de dominio público.

    Kirkpatrick se giró hacia Thom.

    —¿Su padre vio ese disco alguna vez?

    —Si no lo vio —se anticipó Edward— hablaba de él como si lo hubiera visto.

    Pensativo, mister Robert dejó la copa en la mesa de la bodega.

    —¿Dónde se supone que se encuentra esa cueva?

    Thom miró al bibliotecario. Después a mister Robert. Y aunque seguía desorientado, fue consciente de que habían conseguido atraer su atención. ¿No era esa su pretensión desde que había llegado. Poseía algo que él recelaba, quizá lo único, afirmó:

    —En un altiplano de la Cordillera del Cóndor.

    —Y su padre, ¿aún se encuentra allí?

    Thom tardó un instante en responder. Edward rindió la cabeza.

    —No, mister Robert. —Carraspeó antes de añadir—: Murió.

    El potentado alzó las cejas y reclinó la cabeza.

    —Créame que lo siento.

    —Lo mataron unas fiebres que contrajo en la Amazonía.

    Prosiguió un silencio eterno que rompió el bibliotecario:

    —Thom también es un fervoroso lector de novelas de aventuras.

    —¡Ah! No podía ser de otro modo. Le habrá gustado la tertulia entonces.

    —Sí. Mucho —mintió—. Ha supuesto un placer conocerles. Y muy atractiva su idea de crear esa… ficción real.

    Sin duda, el recuerdo de la ficción real despertó en Kikpatrick su deber hospitalario con Verne. Lo buscó entre las cabezas de los contertulios y lo encontró rodeado por estos, ocultando con la mano un prolongado bostezo.

    —Señores, señores, por favor —dijo mientras se acercaba—, no pretenderán cansar a nuestro ilustre invitado. Lo último que desearía es que se llevara un pésimo recuerdo de esta reunión que, me temo, está llegando a su fin —El grupo se abrió como una flor en la mañana y en el lugar que debía ocupar la hipotética corola, apareció el francés—. Ahora me toca a mí departir con él a solas y disfrutar del privilegio que me concede ser el anfitrión. ¿No es cierto, Jules?

    Sin demasiado entusiasmo, Verne adelantó unos pies el bastón; cojeando, se aproximó a Kirkpatrick, y cuando estuvo a su lado forzó una sonrisa.

    Ciegto —respondió al tiempo que sacaba el reloj del chaleco—. Aunque me temo que se ha hecho un poco… tagde.

    Ambos se perdieron en el fondo del salón y antes de abandonarlo, Kirkpatrick se giró hacia donde aguardaban Thom y Edward que se habían quedado en el mismo lugar.

    —Muy interesante, muchachos. Créanme que seguiremos hablando. Seguiremos hablando —repitió ya sin mirarlos, cogido al brazo de Verne que continuaba su camino cabizbajo.

    «Una jornada inolvidable», pensó Thom mientras abandonaba la estancia en compañía de Edward. Atravesaron un amplio corredor y descendieron la escalinata en dirección a la salida acompañados por uno de los mayordomos. Hasta ese momento, jamás habría pensado que compartiría las proezas de mister William con tanta ligereza. Pero mientras abandonaba la mansión le pareció ridículo haber pasado tanto tiempo guardándolas solo para sí. Al fin y al cabo, ¿quién mejor que el más célebre potentado de las islas para conocerlas? Edward le había hablado de su poder infinito. De la posesión de los yacimientos carboníferos. De los miles de trabajadores de sus fábricas. Y si Thom era inteligente, podía jugar sus cartas. Atesoraba una valiosa información. No solo lo que le había contado su padre, también lo que había conseguido aprender tras años de estudio en la biblioteca y en los libros que mister William le había legado.

    —Edward, cuando hablábamos antes con mister Robert se refirió usted a unos… papeles inéditos de Mackenzie.

    —George Mackenzie fue un abogado del siglo XVII, autor de entre otras de la novela Aretina, publicada en 1660 y fundador de…

    —Sé muy bien quién era Mackenzie. Lo que desconozco es la relación que guarda con la leyenda de Los dones.

    —Sí. Sé que te debo una explicación. —Edward miró a izquierda y derecha mientras descendían la escalinata y bajó la voz—. Hace apenas un par de semanas, en los sótanos de la biblioteca, mezclados entre infinidad de mamotretos encontré unos papeles que requirieron mi atención. Apenas un centenar de hojas arrugadas, algunas ilegibles, con abundantes apostillas, como un borrador de lo que podría haber sido… el inicio de una obra mayor inexistente.

    —¿Otra novela de Mackenzie?

    —No. No una novela. Se trata de anotaciones. Inéditas. De su puño y letra, firmadas al pie. En ellas narra la terrible epidemia de peste. Entonces Mackenzie apenas habría cumplido ocho o nueve años, pero su madre había contraído la enfermedad. Ella fue testigo de todo lo que sucedió. Del confinamiento de las víctimas en la vieja ciudad, del soterramiento de las calles malditas… Y se lo contó a George, porque años después él recopiló sus manifestaciones para compilar esas notas inconclusas y desordenadas.

    —Sigo sin comprender la relación entre…

    —También menciona un disco. Un disco muy similar al que refieres, y que sería la prueba de mi gran descubrimiento, algo que llevo en mente varios meses y que solo conoce Kirkpatrick.

    Parecía claro que Edward no pretendía revelar nada más. Y que Thom se encontraba allí no por la amistad que le profesaba el bibliotecario sino por esa similitud entre el disco de la leyenda y el de las viejas anotaciones de Mackenzie.

    Llegaron a la planta baja donde una legión de mayordomos repartían sombreros, bastones y abrigos. Los acordes de un piano interrumpieron la charla. De espaldas a ellos, al fondo de la sala en la que recaía la escalera, una joven de cabellera rizada y rubia tocaba el teclado junto a una mujer vestida de negro que seguía los compases de pie, con unas pequeñas gafas en la punta de la nariz.

    —Es Cora —susurró Edward y se ajustó el nudo de la corbata.

    —¿Cora?

    —La hija de mister Robert. Una muchacha realmente hermosa.

    Los dos permanecieron de pie, escuchándola y cuando la muchacha se giró, Thom sintió un golpe en el estómago. Los elogios de Edward resultaban insuficientes para describirla.

    Al verlos, la joven se levantó de la banqueta para acercarse liviana, como si apenas pisara el marmóreo suelo de la sala que reflejaba la blancura del vestido de muselina. Era menuda y grácil.

    —¡Edward! —exclamó, ajena a la protocolaria circunspección que regía en la casa.

    El bibliotecario agachó la cabeza.

    Miss Cora. Siempre me complace saludarla.

    —El placer es mutuo —respondió. Miró insistentemente a Edward quien, como pillado en falta, titubeó para decir:

    —Perdón. Le presento a mister Thom. Thom McAllen. Thom, miss Cora.

    Ella se recogió un poco el vestido engrandecido por la crinolina y flexionó las rodillas en una ligera reverencia.

    Mister Thom...

    Pero Thom se había quedado paralizado.

    —Thom… —susurró Edward a su lado al tiempo que le golpeaba con el codo.

    —Disculpe Cora. Digo… perdón… miss Kirkpatrick.

    —Cora, Cora está bien. —dijo ella riéndose. Y bajó el tono de la voz para decir—: Odio estos estúpidos formalismos. Imagino que usted preferirá que le llamé Thom, del mismo modo que digo Edward y no Scott. Ni tampoco mister Edward.

    —Sí, por supuesto.

    —Thom ha participado en la tertulia de esta noche.

    —¿De veras? ¿Le interesan las novelas de Jules Gabriel? Le alabo el gusto, aunque si quiere que le sea sincera, sigo siendo una incorregible enamorada de Ballantyne.

    —¡Adoro a Ballantyne! Esa manera de plasmar las imágenes… ¿sabe que antes de escribir pinta con acuarela los principales pasajes?

    —Asistió a alguna tertulia cuando vivíamos en Londres. Pero entonces yo era una niña y él un hombre demasiado… serio. —dijo arqueando las cejas. Después se dirigió a Thom—. ¿Vendrá más veces?

    —¿Ballantyne? —preguntó intentando mostrarse ingenioso. Edward y Cora rieron al mismo tiempo.

    —Ballantyne, pobre… Me parece que desde hace tiempo no abandona su casa. —dijo ella.

    La muchacha aguardó la respuesta de Thom, pero Edward se adelantó antes de que este hablara.

    Mister Robert ha invitado a Thom a las próximas tertulias. Aquí donde lo ve es una persona muy interesante. Su padre pasó más de siete años explorando las impenetrables selvas amazónicas y atesora grandes secretos de aquellas lejanas tierras.

    —¿En serio? —preguntó ella al tiempo que con el dedo formaba caracolillos en el pelo. Thom asintió en silencio— ¿Y a qué esperan para contármelos? Esperen unos minutos a que termine mi clase con la señora Botham y podré atenderles como es debido.

    La noche cayó sobre los adoquines mojados, que reverberaban el amarillento fulgor del recién estrenado alumbrado público. El frío y la humedad corroían los huesos. Mientras regresaban, Thom no podía apartar de su cabeza la imagen de la muchacha que parecía materializarse en cada objeto, incluso en el relieve de las fachadas. Habían hablado durante una hora acerca de mister William, la cueva, las presuntas bondades del disco y el mágico mundo interior y del único hombre que conocía su paradero: el indígena Marco Vinicio Jaramillo.

    También Edward había ahondado en el hallazgo de los papeles de Mackenzie. De las víctimas de peste, de los médicos con sus caretas que emulaban a los pájaros. Los bulbos purulentos, los esputos, las convulsiones de los enfermos hacinados en varias calles alrededor de Mary´s King Close antes de que los sepultaran para siempre.

    Pero desde que habían abandonado la mansión, lo único vivo en el recuerdo era el rostro de la muchacha que había eclipsado la tertulia, las conversaciones del potentado, las aventuras amazónicas, los enigmas de la cueva o las terribles visiones de Mackenzie.

    Los dos regresaron a sus casas sumidos en un silencio quebrado por la repentina aparición de algún súbito suspiro o una sonrisa sin causa aparente, como si ambos hubieran perdido la cordura.

    Se despidieron al llegar a Hight Street. Menos enérgico que la primera vez, el pelirrojo Edward extendió la mano amistosa frente a él.

    El bibliotecario se dirigió hacia Holyrood y Thom observó cómo se perdía poco a poco en la distancia. Sin moverse del sitio, llegó a dos certezas que le provocaron sendos escalofríos: que no podrá librarse jamás del

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