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Everything but blue
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Everything but blue

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Una crónica irónica y divertida del mundo del arte de los últimos cincuenta años, el devenir del coleccionismo genuino a las subastas millonarias.

Everything but blue desarrolla su trama en torno a las circunstancias que originaron el fenómeno de las subastas millonarias de obras de arte desde una perspectiva irónica e incluso mordaz.

Londres, Palma y el pueblo mallorquín de Galilea son los escenarios por los que transitan las memorias de un crítico de arte jubilado y atípico, recreando los ambientes artísticos y los acontecimientos culturales más representativos, donde los personajes de ficción se entremezclan con figuras reales, entre los que destacan Peggy Guggenheim, Marcel Duchamp o Roger Fry, que adquieren un peso específico en la trayectoria existencial de los protagonistas. Las pasiones, intereses y fobias de un artista ingenuo, una coleccionista malvada y un galerista codicioso culminarán cuarenta años después con los tejemanejes delictivos de un empresario pusilánime y el afán de protagonismo de su mujer.

La volatilidad de los parámetros estéticos del arte actual propicia que a cualquier advenedizo le resulte relativamente fácil hacerse pasar por entendido, y que el público, en general, deje a un lado lo que dicta el sentido común por temor a hacer el ridículo.

Everything but blue invita al lector a una reflexión lúdica sobre el arte contemporáneo sin temor a expresar lo que realmente piensa y no se atreve a decir.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 ago 2016
ISBN9788491126577
Everything but blue
Autor

Almudena Cotoner

Almudena Cotoner es licenciada en filología hispánica por la Universidad de Barcelona. Bibliotecaria y documentalista de profesión, su vida siempre ha estado rodeada de libros y acompañada por las lecturas.

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    Everything but blue - Almudena Cotoner

    Prólogo

    Exhalation Ten de Edward Abbott siempre presidió el salón de mi casa, mis hermanos y yo crecimos con él. Eddie se crió en Palma y fue en el colegio donde se hizo amigo de mi padre. Después, ya de jóvenes, convivieron durante tres años y pico en Londres. Luego Eddie se mudó a Nueva York y ese cuadro fue su regalo de despedida. Cinco años después mis padres también se marcharon de Londres para instalarse en Palma. Como mi padre tenía miedo de que le estropeasen el cuadro si lo enviaba con el resto de la mudanza, decidió transportarlo él mismo en su seiscientos. Lo envolvió cuidadosamente en plástico, lo tapó con un par de mantas y lo ató con unas cuerdas a la baca. Mi madre opinaba que aquello era una temeridad, pero mi padre siguió adelante con su plan. Con él a cuestas cruzaron el canal de la Mancha, atravesaron Francia hasta llegar a Barcelona, donde embarcaron para Palma. Yo también hice ese mismo camino, solo que en la tripa de mi madre. Ambos superamos una prueba de resistencia muy dura; él, expuesto a cualquier calamidad meteorológica o humana; yo, al conato de aborto que había sufrido mi madre unas semanas antes del viaje. Mis padres recompensaron mi esfuerzo regalándome el cuadro el día en que nací. Con el tiempo, mis padres, un tanto desmemoriados, se lo regalaron también a mis dos hermanos. Para evitar peleas, cada uno de nosotros tenía asignado un trozo. Recuerdo aquella sensación de orgullo que me entraba cuando contemplaba el mío, porque mi padre nos había explicado que la contemplación del arte eleva nuestro espíritu, que el arte nos convierte en seres humanos superiores, que el arte sublima nuestra percepción más allá de lo que vemos, que el arte tiene la capacidad de revelar lo que anhelamos y lo que despreciamos, y hasta lo que ignoramos de nosotros mismos, que el arte traspasa lo que comúnmente entendemos como posible.

    En 2009, treinta y nueve años después, se subastó un cuadro de la misma serie que Exhalation Ten. El precio de salida fueron 1,7 millones de euros y se vendió por 4,4 millones. De la noche a la mañana poseíamos una fortuna. De la noche a la mañana, la obra de Edward Abbott, un artista prácticamente desconocido, aunque bien valorado en círculos especializados, había cuadriplicado su valor y su presencia en el mundo, había conquistado una dimensión galáctica. De la nada, había florecido una conciencia colectiva que lo amparaba y admiraba.

    Las páginas que siguen a continuación constituyen las memorias, que a manera de desahogo, comenzó a escribir mi padre a raíz de aquella subasta. Son, desde luego, su versión de los hechos y también de las consecuencias que acarreó a nuestra familia y al resto de la gente implicada. Una historia que para él se iniciaba en una galería del Soho londinense.

    Uno

    La galería de arte G Cubed, propiedad de George Gardiner, dueño también de la reputada Lines of Signs Gallery en Bond Street, se preparaba para recibir por primera vez a Lady Moura. Su secretario, Mortimer Logan, había llamado para confirmar que llegaría a las doce, minuto arriba o abajo, únicamente iba a depender del tráfico que hubiera en el trayecto que separa Eaton Square, en Belgravia, hasta la calle Old Compton en el corazón del Soho, que en noviembre de 1966 conservaba todavía, a decir de los expertos de hoy, ese carácter genuinamente bohemio adquirido tras la segunda guerra mundial.

    A pesar de que faltaban todavía veinte minutos, Richard Wilson, el encargado de la galería, la esperaba de pie en el extremo con mayor visibilidad de la puerta de entrada, preparado para salir a su encuentro en el momento en que viese asomar The Spirit of Ecstasy, la mascota de la casa Roll-Royce, que majestuosamente, como un arcángel, anunciaría su llegada.

    En cualquier caso, Lady Moura nunca pasaría desapercibida. Su apariencia física tiene tintes del attrezzo propio de las tragedias griegas: su pelo blanco, excesivamente cardado, asistido con toda probabilidad por uno o varios añadidos; la superficie de su rostro recubierta con quilos de polvos, que acentúan los surcos de sus arrugas; los ojos delineados en negro cobalto y rematados con pestañas postizas de una magnitud propia de las modelos de Mary Quant, aunque pegadas de forma asimétrica por lo tembloroso de su pulso; carmín rojo en los labios, con el que impregna cada uno de los cigarrillos que se fuma; los dedos de sus manos, huesudos y deformados, cargados de anillos de piedras preciosas; en las muñecas pulseras y aros de oro que tintinean al son de sus modales parsimoniosos.

    Sin embargo, lo más impactante quizá fuese el contraste entre ese busto imponente y su constitución menuda y enclenque. Casi siempre solía llevar un tweed de Chanel —los debía de tener en todos los colores— cuya falda giraba alrededor de su cintura como un hula hoop, y de la que, a modo de badajo, pendían un par de piernas, tan finas como el alambre, rematadas por unos salón beige con puntera negra y tacón bajo, muy probablemente, de la misma casa de moda.

    Y, efectivamente, a las doce en punto, aquel ejemplar humano, haciendo gala de la puntualidad que la caracteriza, desciende del coche mientras que Richard le sujeta la puerta. No se digna a levantar la vista y apenas emite un sonido gutural a modo de saludo. Acto seguido, en los labios se apuntala un cigarrillo, que revolotea ante las narices de Richard con la impaciencia de un pico hambriento. Él, de manera muy profesional, saca del bolsillo un encendedor y le da fuego. Lady Moura traspasa el umbral de la galería envuelta en la espesa humareda de las primeras caladas, digna de un prestidigitador, y a continuación es conducida por Richard a su despacho -si es que aquel cuartucho a medio camino del almacén podía considerarse como tal- Una vez aposentada en una butaquita de estilo nórdico, tapizada de rojo, la visita toma cuerpo y se inicia el pase de cuadros. Para facilitarle la tarea, según la costumbre de la casa, se le sirve un aperitivo, generalmente, un gin-tonic y unos cacahuetes, que Lady Moura distraídamente picotea, mientras da su opinión sobre el cuadro que tiene delante o comenta alguna noticia del día en ese inglés, implacable, afilado como un cuchillo.

    Lady Moura y George nunca habían sido exactamente amigos, si bien tiempo atrás habían llegado a complementarse muy bien. A pesar de los veinte años de diferencia que ella le llevaba, les unía el sustrato común de haber tenido una juventud marcada por la guerra; también, aunque por razones personales de índole diferente, compartían una predisposición hacia la marginalidad. Ni uno ni otro encajaban en los cánones establecidos por la estricta compostura británica y los últimos coletazos de la era victoriana. George, tras licenciarse en Oxford en el cuarenta y nueve, pasó los dos años siguientes en París, desde donde viajó por el resto de Europa, le gustaba sobre todo perderse por Italia. A su regreso comenzó a frecuentar Fitzrovia y el Soho, microcosmos de la bohemia, que hermanaba a una gama variopinta de gente extravagante y de espíritus libres, donde conoció a Lady Moura. En poco tiempo se convirtieron en contertulios y compañeros de juerga. George, que nunca se había sentido inclinado a continuar con la tradición familiar, ni como abogado, ni con un cargo en un banco de la City, decidió, con el dinero que le había dado su padre para establecerse y, con el beneplácito de Lady Moura, abrir Lines of Signs Gallery.

    Por aquel entonces tener como asesora a Lady Moura, que estaba en el cénit de su prestigio como coleccionista y autoridad en la materia, era un auténtico lujo. George había observado como en las inauguraciones la gente solía congregarse a su alrededor para medir el pulso de la exposición, hasta los críticos tomaban nota, intentando averiguar si sus ojos centellean por la última de sus adquisiciones o por el tercer gin-tonic que le habían servido. Sus gomets rojos funcionan como afrodisiacos, más persuasores que la labia o que los precios asequibles, de manera que los cuadros, hasta cierto punto, se vendían solos. George creía que el secreto tal vez residiese en la manera —tan vulgar— que ella tenía de regodearse con lo que los demás no tienen. Hacía gala de una inmensa seguridad como si simplemente estuviese separando el trigo de la paja, un auténtico golpe de efecto, que hacía diana en la capacidad gregaria de los humanos, sobre la que ella parecía erigirse como un César comandando el ejército de todos aquellos que, vanamente, necesitan llenarse la boca de entendimiento artístico, revistiendo sus palabras de pretenciosa sabiduría.

    A Lady Moura había dos cosas en el mundo que la perdían: su vanidad y los hombres guapos. Se sentía tan halagada de que George la admirase y siguiese a pies juntillas todas sus recomendaciones estéticas, como de pasearse colgada de su brazo. George, además de guapo, era educado y elegante. Lady Moura se sentía levitar cada vez que la acompañaba hasta la misma puerta de su casa y con que, fuesen donde fuesen, siempre la invitase. Fueron tiempos felices en el ambiente distendido del Colony Room, el club privado donde se codeaban con los artistas del momento, como Francis Bacon, Lucien Freud, Leon Kossoff o Henrietta Moraes, por mencionar solo a algunos. También viajaban a París, donde Lady Moura le presentó a los marchantes de los grandes artistas, a los que de otra manera quizá no hubiese tenido acceso, gracias a eso pudo organizar exposiciones interesantes en Londres, con lo que Lines of Signs Gallery fue ganando prestigio.

    Con todo, y a pesar de todo, Lady Moura siempre había tenido una espinita clavada, más si cabe, en aquellos momentos con setenta años cumplidos, y era que nunca había hecho un gran descubrimiento o al menos uno con el que pudiese ocupar un lugar de honor en la historia del arte y, en privado, vanagloriarse como habían podido permitirse hacer Gertrude Stein o Peggy Guggenheim. Se le calentaban mucho los cascos con ese asunto. Era como una broma macabra que el destino le jugaba a esa mujer que llevaba toda su vida dedicada al arte, a la que, inexplicablemente, las oportunidades se le habían volatizado. Algunas veces había sido por falta de liquidez, no obstante, la mayoría podían achacarse a su indecisión, no exenta de tozudez. De todas ellas, la que más lamentaba era la que había tenido con Lucien Freud que sin mediar palabra se le escapó a París. George, durante aquellos primeros años después de conocerse, hizo todo lo posible para poner fin a esa injusticia y le fue presentado a un buen puñado de artistas jóvenes, con los que no consiguió dar en el clavo. A mediados de los cincuenta George estaba convencido de que había encontrado una mina cuando se la llevó a la galería Whitechapel para que viese una exposición titulada This is tomorrow, considerada para la posteridad como la precursora del Pop-Art inglés.

    —Eso no es arte, es pura banalización —le espetó Lady Moura, sin más contemplaciones.

    —Ahí está la gracia, además, Clementine —le había contestado él, intentando encajar aquel jarrazo de agua fría—. Son tendencia y tengo la obligación de enseñártelos, luego tú decides.

    —Extraña obligación. Esos lunáticos, con esos experimentos conceptualitas, happenings, performance o como se llamen, será lo que sea, pero no es arte.

    —¿Alguien sabe hoy en día lo que es arte?

    —¡Todo es culpa de Marcel!

    Lady Moura se refería, por supuesto, a Marcel Duchamp, que llevaba toda su vida cuestionando todo lo que para ella era del todo incuestionable. Tenía que reconocer, sin embargo, lo endiabladamente atractivo que era, a pesar de resultar un tanto andrógino.

    Diez años después, George no había conseguido sacarla de ahí, y a aquellas alturas estaba más que harto y cansado de intentarlo. Sobre todo en aquellos momentos en que Londres estaba en plena ebullición, en pleno swing. Lady Moura parecía no haberse enterado de eso, en tanto que George, aún a punto de cumplir los cuarenta, estaba completamente entregado al movimiento. De hecho la idea de poseer una galería alternativa se fraguó en el mismo momento en que visitó Indica Gallery, lo más top in del momento, aunque haya pasado a la historia por ser el lugar donde se conocieron John Lennon y Yoko Ono. George no estaba dispuesto a perder comba, quería infiltrase en ese ambiente, ser uno más y tener como clientes a los pop stars, tener un banco de pruebas donde dar cabida al Pop Art, al Fluxus y al resto de tendencias del más puro entretenimiento y para todo tipo de público.

    No sólo nada de eso casaba con Lady Moura, también había que añadir que el círculo del Soho se había ido descomponiendo, que las cosas con George cada día estaban más desbaratadas, y que ella misma debatía entre dar un paso al frente o seguir en su línea, parapetada tras sus ismos, pues no terminaba de fiarse y era plenamente consciente de que la hegemonía picassiana y las vanguardias, en particular, estaban en punto muerto. Así y todo, estaba convencida de que al Expresionismo le quedaba mucho recorrido. Siempre pensó que Duchamp, ese lobo estepario que habitaba al otro lado del Atlántico, había dado todo de sí con su letrina y con el resto de ready-mades. Habían sido actos puntuales y definitivos. De hecho la prueba era que la mayoría de aquellos objetos habían terminado en la basura, y que Marcel vivía desde hacía años dedicado en cuerpo y alma al ajedrez. ¿Cómo era posible que ahora estuviese considerado como el nuevo mesías? Richard Hamilton, el arista pionero del Pop-Art, era su mejor valedor en Inglaterra y esa creencia se estaba generalizando con una profusión de artistas y obras. Por lo demás, el Swinging London le parecía algo relegado al maquillaje, al peinado o a la vestimenta. En ningún caso podía tener la categoría de trascendente. De seguir por ese camino el arte terminaría limitado a lo fácil y a lo simplón, a la exaltación de la vulgaridad, de lo nimiamente cotidiano, ya en pleno furor en Estados Unidos, y que nada tenía que ver con Marcel. En cualquier caso, a tres meses vista desde su apertura había llegado el momento de visitar la George Gardiner Gallery o lo que es lo mismo la G Cubed.

    George tenía previsto mostrarle la obra de Ellis Gold, Pop Art en estado puro. Sin embargo, dos días antes se supo que los cuadros de Gold no iban a llegar a tiempo. La furgoneta en que viajaban había tenido una avería y se hallaba en aquellos momentos varada a las afueras de París, donde el artista acababa de hacer una exposición. George con cualquier otro cliente de la galería se hubiese limitado a posponer la visita, pero con Lady Moura no cabía esa posibilidad. Si ella tenía algo previsto, era prácticamente imposible hacer que cambiase de planes. El problema era siempre de los demás. Esos imprevistos le daban la oportunidad para poner de manifiesto una vez más su ineficacia, cosa que la complacía enormemente. George se había sacado de la manga unos cuadros de Benjamin Sauton, un expresionista de medio pelo, que tenía guardados en la Lines of Signs, con los que saldría del paso, aunque sin cubrir el expediente y, precisamente por eso, había delegado en Richard.

    El pase de los cuadros de Sauton ha terminado, Richard es consciente de que dos cacahuetes masticados con ensañamiento y un sorbo largo a su gin-tonic nunca han podido considerarse buena señal.

    —Demasiado azul —dijo, por fin, encendiendo el cuarto cigarrillo y mirando a Richard con cara de interrogación—. Demasiado azul. Si eso es todo lo que tenías que mostrarme, me voy.

    La opinión de Lady Moura encierra, en realidad, una declaración de principios. Salvo contadas excepciones, despreciaba el azul por sistema, no en vano hay numerosos estudios que prueban que es el preferido de los profanos del arte, es decir, del público en general, el color que los artistas saben que complace. En suma, el azul representaba para ella el triunfo de lo fácil y manido. A Richard le invade una oleada de calor, como si se encontrara al borde de un precipicio, y entonces se le enciende una bombilla. Se acuerda de que guarda en el almacén unos cuadros de Edward Abbott, que ni siquiera le ha enseñado a George porque, en principio, solo se trata de hacerle un favor.

    —Tengo otros cuadros. Son de un pintor muy joven. No están nada mal, ni siquiera George los ha visto. Son de un compañero de clase.

    De lo dicho por Richard, a lo único que Lady Moura ha prestado atención es a que George no los haya visto todavía, aparentando indiferencia mira la hora en su reloj de pulsera y le dice.

    —Tengo más de media hora por delante, anda sírveme otro gin-tonic.

    —Es un artista inglés que ha vivido la mayor parte de su vida en España.

    —Prometedor… —asiente con la ironía sardónica de un cascote desprendiéndose del muro.

    Richard le sirve la copa y se precipita al almacén, como un grumete que achica agua para evitar que la nave se hunda. Los cuadros de Eddie forman parte de lo que será algún día una serie que llevará por título Exhalations.

    Lady Moura los observa con gran concentración. La única indicación que le hace es su forma habitual de hacer una selección, le pide que a la derecha coloque los que le han gustado y a la izquierda los que

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