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Los soñadores
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Libro electrónico217 páginas16 horas

Los soñadores

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¿Qué sueñan los europeos cuando están despiertos? ¿Hay lugar para el idealismo en el viejo continente? Los soñadores de esta novela de novelas creen que sí, e intentan llevar a cabo sus quimeras con distintos grados de catástrofe. Inglaterra, Holanda, Alemania, Francia, Eslovenia e Italia son sus escenarios, en los límites de lo sensato. Divertidas y a veces trágicas, en estas aventuras laten los grandes temas del alma humana: el éxito, el amor, la comunicación, la eternidad... Miralles describe con humor y ternura los sueños de quienes se atreven a soñar despiertos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 oct 2022
ISBN9788419154170
Los soñadores
Autor

Francesc Miralles

En Francesc Miralles és un autor que ha estat galardonat en diverses ocasions i que ha escrit nombrosos llibres d'èxit. Nascut a Barcelona, ha treballat com editor, periodista i terapeuta artístic. Actualment fa conferències a tot el món i escriu sobre psicologia i espiritualitat en diferents mitjans. Després d'escriure la novel·la Wabi-Sabi, el seu assaig pioner IKIGAI: els secrets de Japó per a una vida llarga i feliç, coescrit juntament a Héctor García Kirai, ha estat publicat en 43 idiomes.

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    Los soñadores - Francesc Miralles

    EL SUEÑO DE LA PALABRA

    PREINSCRIPCIÓN

    1

    Que uno sea tímido no implica necesariamente tener que llegar virgen a los treinta y cinco años, resignarse a vigilar un parking, ni convivir con una anciana loca, pero en el caso de Alistair se daban las tres circunstancias.

    Como ocurre en otras familias, el flagrante fracaso del chico se agravaba por el contraste con su única hermana, Elizabeth, una mujer esculpida por los dioses que se había licenciado en Ciencias Económicas con las máximas calificaciones, y que disponía de casa propia con jardín en el selecto barrio de Kew Gardens.

    Por suerte, Alistair no era envidioso, y admiraba tanto a Liza como ella lo detestaba a él, tal vez porque era su única mancha en un currículum impecable. En la última cena de Navidad, su hermana le había dicho sin tapujos:

    —No estás solo por tu alopecia, ni porque vayas un poco jorobado o tengas los dientes amarillos, sino porque eres incapaz de comunicarte. No he conocido a un hombre más tímido en todo Londres. Aunque no tengas mucho que decir, valdría la pena intentarlo.

    2

    —¿Eso es todo?

    —Sí… Creo que sí.

    El profesor Silverman escrutaba a Alistair como si lo tuviese bajo un microscopio virtual. Por su consulta pasaban muchos fracasados, verdaderos catálogos de penas, pero aquel nuevo cliente los superaba a todos con creces. Encogido en el diván como un pollo desplumado, Alistair se frotaba las manos lentamente, como a la espera de un fuego que tuviese que encenderse algún día.

    Silverman agitó ligeramente la cabeza, como si quisiese desprenderse de un problema —propio o ajeno— que le estorbaba, y expuso con voz clara e imponente:

    —Antes de entrar en materia, le tengo que aclarar que no soy psicólogo. ¿No se lo ha dicho Elizabeth?

    —Me temo que no.

    —Doy clases de retórica en una escuela de alta gestión. También trato a particulares de vez en cuando, pero no a personas de la calle como usted. No me malinterprete; yo vengo del campo de la publicidad y mi trabajo es ayudar a ejecutivos, políticos y conferenciantes a optimizar su mensaje. Soy, digámoslo así, asesor de comunicación. De hecho, he aceptado su caso por la amistad que me une a su hermana.

    Alistair pensó que se había metido en un buen lío al escuchar la propuesta de Liza, impresión que le confirmaron las siguientes palabras:

    —También le digo otra cosa: cuando asumo un reto, como es su caso, lo llevo hasta las últimas consecuencias.

    Entonces Alistair, que lo escuchaba cabizbajo, reunió todas sus fuerzas para preguntar:

    —¿Y cuánto costará la terapia, profesor?

    —Tratándose de usted, y viniendo de parte de quien viene, le haré una sustancial rebaja de mis honorarios: pongamos 2.300 libras por las doce sesiones.

    Al ver que el pobre desgraciado había palidecido, añadió en tono conciliador:

    —Me hago cargo de que usted tiene una ocupación modesta. Por este motivo, fraccionaremos el pago en dos mitades: una al empezar el curso y la otra al final. ¿Le parece bien?

    —Tendré que hacer números —reconoció Alistair, mientras calculaba cuántos meses de horas extra le harían falta para reunir aquella cantidad, que le parecía del todo desorbitada.

    —Si le soy franco, no necesito el dinero —añadió Silverman—, mis ingresos son lo bastante altos como para prescindir de estas 2.300 libras. Podría trabajar gratis o bien cobrarle un precio simbólico. Si no lo hago, es por su propio bien. Si le abaratase el tratamiento, usted devaluaría su importancia y dejaría de ser eficaz. ¿Lo comprende?

    3

    Llegados a este punto, quizá sería necesario decir algo del lugar donde vivía Alistair. La casa no estaba mal del todo: era una pequeña mansión eduardiana en pleno Hampstead. El mal estado en el que se encontraba la fachada, no obstante, podía hacer pensar a quien pasase por allí que la mansión estaba deshabitada, o bien que solo residían fantasmas. Y no iría muy desencaminado.

    Aparte de Alistair, que alquilaba una habitación en la primera planta, residían la propietaria de la casa —una nonagenaria con demencia senil— y su cuidador, un pakistaní que se hacía llamar Rash, aunque su nombre completo era Rashid-Omar. Aquel mes de junio haría ocho años que Alistair, después de la muerte en accidente de sus padres, había ingresado en la mansión de Miss Flory, que por aquel entonces ya desvariaba un poco.

    La anciana dama no tenía a nadie en el mundo, casi como él. Tan solo contaba con aquella casa que se caía a trozos, y una pensión que —sumada al alquiler de Alistair— le llegaba justo para pagar los gastos generales y a Rashid-Omar en particular.

    4

    —¿Quieres sopa? —le preguntó el pakistaní—. Ayer la vieja se dejó un montón.

    Alistair consultó su reloj: era más de la una.

    —Sí, gracias. Pero date prisa, tengo que irme.

    Y se sentó, todavía soñoliento, mientras esperaba a que le llevase el plato a la mesa. Rash no tenía ninguna obligación; al fin y al cabo, trabajaba solo para Miss Flory. Sin embargo, siempre cocinaba más de la cuenta para que también pudiese comer Alistair, de quien recibía una propina suplementaria de veinticinco libras semanales. La anciana no sabía nada de eso, ni de muchas otras cosas que se hacían a sus espaldas, ya que se pasaba el día en su habitación hablando sola. A veces también cantaba.

    Rash tenía la costumbre de sentarse delante de Alistair mientras él comía. Lo observaba con esos ojos negrísimos —que solo tiene la gente de Indostán— los cuales contrastaban con una dentadura extremadamente blanca.

    —¿Ha ido bien la noche? —le preguntó.

    —Ha sido extraordinaria. Han entrado veintitrés coches y han salido once.

    —No sé cómo puedes estar en ese agujero.

    Estuvo a punto de contestarle «y yo no sé cómo puedes lavarle el culo a esa vieja chiflada», pero se limitó a encogerse de hombros, como diciendo c’est la vie, y siguió sorbiendo la sopa. Pero Rash nunca daba una conversación por finalizada:

    —Ayer por la tarde no se te vio el pelo.

    —Es que no estaba.

    El pakistaní sonrió maliciosamente y luego dijo:

    —Ali, no me harás creer que has conocido a una mujer…

    —No, pero he conocido a un consultor. Me asegura que mi vida va a cambiar.

    5

    La tarde era lo bastante tibia como para estirar las piernas. Salió a buscar aire en previsión de futuros encierros en el garaje, que estaba enterrado en el poco recomendable barrio de Elephant & Castle.

    Mientras paseaba por las paradas de segunda mano de Camden Town, donde se exhibían objetos tan curiosos como vasos agrietados y peines sin púas, le vino a la mente la imagen del doctor Silverman, como un santo al que acababa de encomendarse, con la diferencia de que los santos se conforman con un cirio, y el profesor le exigía el talón de 1.150 libras que llevaba en el bolsillo.

    La noticia de la terapia experimental a la que había aceptado someterse se difundió enseguida en su reducido círculo. Y el hermano de Rashid-Omar, que era muy devoto, le advirtió seriamente contra todo el oficio de los psicólogos y consultores.

    —Son mala gente. Solo quieren robarte el dinero.

    —Tan solo es un curso de comunicación —justificó Alistair.

    —Ve a la mezquita. Allí encontrarás a quien te escuche.

    NIVEL I

    6

    Aunque el profesor Silverman afirmase que no era psicólogo, recibía a las visitas particulares en un gabinete de psiquiatras y psicoanalistas. Por este motivo, siempre había dos o tres pacientes en la sala de espera.

    Eso no le gustaba ni un pelo a Alistair, que se empleaba a fondo para adoptar un posado falsamente sereno mientras hojeaba una revista. Quería hacerle notar al resto que él no era un enfermo como los demás, sino que se encontraba allí por algún motivo puntual, como trastornos de sueño o algo así. Pero lo que más le sacaba de quicio era el suave hilo musical, ya que tenía la impresión de que lo ponían por aquello de «la música amansa a las fieras».

    Entonces se abrió la puerta de la sala de espera y el profesor Silverman le invitó a que lo acompañase. Levantándose con estudiada indiferencia, Alistair salió de la sala marcando un paso marcial.

    7

    —Su hermana me ha explicado que usted está más colgado que una longaniza, y perdone la expresión.

    —¿Eso le ha dicho?

    —Con estas palabras —sonrió el profesor—. Pero ha llegado el momento de ponerle remedio.

    Alistair hubiese querido decirle que contaba con personas que lo apreciaban: Rash y su hermano, el dueño del parking, los relevos de turno con los que siempre se saludaba, pero el profesor ya había iniciado su discurso inaugural:

    —Hay personas solitarias, como usted, que recurren a los manuales de autoayuda convencionales. Y créame que la mayoría de estos libros más que una autoayuda son un autoengaño.

    —Yo no leo.

    —Mejor, todo eso que tenemos ganado. Porque quiero que se centre en el tratamiento que convertirá a Alistair Jones en un hombre nuevo. Formulado de otra manera, sustituiremos el método Carnegie por el método Ogilvy.

    Al ver que el paciente no entendía a qué o a quién se estaba refiriendo, aclaró:

    —Lo que quiero decir es que, hoy en día, es mejor confiar en los profesionales de la publicidad, que saben lo que se hacen en todo esto de la comunicación. Al fin y al cabo, usted también es un producto.

    —¿Cómo dice?

    —Entiéndame bien: usted —como yo o cualquier otro— es un producto en la medida en que se encuentra en el mercado de las relaciones humanas. Y toda relación, ya sea de amistad, laboral o sentimental, no deja de ser un negocio, un intercambio de intereses: yo pongo la oreja y tú las historias interesantes, tú propones un plan y yo te ayudo a llevarlo a cabo, y así ambos sacamos provecho. ¿Me sigue?

    —Creo que sí.

    —Pues bien, todo indica que su producto, que es usted, no está teniendo la aceptación deseada y, por lo tanto, necesita urgentemente una campaña de marketing. Hace falta «posicionarlo» adecuadamente en el mercado de las relaciones humanas. No es suficiente con que usted sea como es, también se tiene que explicar; tiene que ser el escaparate de sus cualidades, ya que la discreción nos hace invisibles a ojos de los demás.

    Alistair estaba asustado —aquello superaba todas sus expectativas—, razón por la cual prefirió mantener absoluto silencio desde la seguridad de su diván.

    —Resumiendo: usted debe construir una nueva imagen pública que predisponga a los consumidores de ocio a adquirir su compañía. Tenemos que relanzar su yo, dotarlo de una marca propia.

    Entonces el profesor se puso de pie y acabó de subir la persiana, que ocultaba la última luz de la tarde.

    —Ahora bien, como todo producto nuevo en el mercado, tendrá que luchar contra un enemigo muy poderoso. ¿Sabe a lo que me refiero? —y se volvió hacia él con los ojos brillantes, ante el colofón que se acercaba.

    —¿Yo mismo?

    El profesor suspiró ligeramente y, cuando parecía haber recuperado el dominio de sí mismo, exclamó:

    —¡No, la competencia!

    Acto seguido, apoyó las palmas de sus manos sobre la mesa, mientras clavaba la mirada en un Alistair cada vez más encogido.

    —A ver, Sr. Jones, ¿por qué las chicas más espléndidas y los chavales más divertidos no hacen cola en su casa?

    Después de unos segundos, dubitativo, Alistair

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