HISTORIA DE TRES CIUDADES
Estoy de pie sobre el cruce de Shibuya, el más congestionado del mundo. Me quedo estática 10 segundos, quizá menos, y ya he entorpecido el tránsito. Tokio es como el más complicado de los relojes mecánicos. Una serie de joyas y engranajes que se mueven de manera perpetua y precisa. Alrededor de un millón de personas pasan por este cruce a diario. A menudo 3,000 caminan al mismo tiempo. Soy una en un millón. Una de 3,000. Y no hay ni 10 segundos para contemplar el orden del caos porque la luz verde no dura ni siquiera un minuto.
Llueve. En la calle comenzamos a abrir nuestros paraguas, en su mayoría negros o transparentes–a los japoneses les gusta la sobriedad–. Como en una coreografía improvisada todos comienzan a sostener el propio a una altura distinta a las de los caminantes vecinos, mostrando resguardos altos y bajos para no entorpecer la marcha de la maquinaria. El escritor Ryu Murakami, quien no tiene parentesco con su colega Haruki, dice en su novela (1980) que, visto desde el espacio exterior, Tokio debe parecer “una gran burbuja brillante en la que no hay lugar donde esconderse de esa luz que parece atravesar todas las barreras”. A decir del autor, más arriesgado en su literatura que su homónimo, ni el cristal más ahumado ni la más gruesa de las ventanas detiene esa luz que se (referencia básica para quienes viajan a esta ciudad), la sensación de soledad y vacío, en lugar de mitigarse se incrementa. En medio de 3,000 personas cruzando cuatro direcciones a la vez, una está, de pronto, más sola que nunca. Cada paso es un ejercicio de meditación.
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