El mundo se vuelve sencillo
Por Laura Gost
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El mundo se vuelve sencillo - Laura Gost
El vómito
Siempre he creído que mastico bien los alimentos, pero esos cinco trocitos de bistec me contradicen. Veo un no sé qué de artístico en el contraste cromático de la carne marrón-casi-granate y el blanco impoluto de la porcelana. Termínatelo todo, oigo que me dice la abuela, enjuta, seca, inflexible, y tengo que concentrarme para poder recordar los años que hace que no hablo con ella, que ella no puede decir nada, porque el turno de palabra queda reducido a cenizas cuando nos morimos.
Echo de menos a la abuela. El último recuerdo que conservo de ella se parece a la imagen que ahora tengo delante, pero en negativo: un trozo blanquecino de carne, casi translúcido a pesar del esfuerzo del maquillador de la funeraria, que destaca por encima de un terciopelo ocre. La abuela, mujer baja que no alcanza el metro y medio, reclama los centímetros que le faltan con cardados altísimos y rizados de un rubio que las canas naturales empalidecen. El nicho y la caja acolchada tienen en cuenta este añadido capilar, y el día del entierro me pregunto si el cardado de la abuela, así como el pelo y las uñas, seguirán creciendo bajo tierra a pesar de la laca, bendecida sea entre todas las mujeres.
Qué me diría la abuela si me viera arrodillada frente al váter, con los dedos sucios y la garganta reseca. Se enfadaría, eso seguro. Me reñiría, también, como cuando, todavía pequeños, mi hermano y yo jugamos a lanzarnos garbanzos cocidos como quien tira una granada al enemigo. Basta, niños, exclama entonces la abuela, con un enojo demasiado grande para un cuerpo tan pequeño. Y nosotros siempre paramos porque sabemos que a la abuela no le duele que nos peleemos, sino que hayamos echado a perder comida. Los hermanos se pelean, ya lo hacía ella con sus hermanas cuando era pequeña. La comida, sin embargo, no se desperdicia nunca. Y a ver quién se atreve a llevar la contraria a una mujer que ha nacido en tiempos de hambre, que ha raspado el moho del pan seco para poder comérselo cuando ya era incomible, que ha hecho tortilla de patatas sin huevo y sin patatas, que ha preparado caldo con huesos limpísimos, casi brillantes, que a duras penas delatan la huella antológica de un pollo de campo. La comida no se malgasta, queridos, tenéis que hacerle caso a la abuela, nos dice. Y nosotros soltamos los garbanzos y nos los comemos con semblante aburrido, porque si no son para jugar, los garbanzos no nos hacen ninguna gracia.
De un tiempo a esta parte no pienso demasiado en la abuela, pero hoy pienso mucho en ella. Casi puedo reproducir mentalmente el interrogatorio que tendría lugar si ella fuera testigo de la escena. Por qué te lo has comido, si no lo querías, me diría con la severidad de una bombilla de alto consumo dirigida a los ojos; si te inquieta engordar, déjalo en el plato, al menos así alguien lo aprovechará. Y yo le replicaría que ay, abuela, que nunca me ha preocupado engordar, que no tiene nada que ver. Y ella no me entendería, claro, porque a ver quién lo entiende, a ver quién me entiende. Muchas veces yo tampoco me entiendo. Sin embargo, ahora y aquí, reconozco que íntimamente celebro no tener que presenciar la estupefacción de la abuela, su incomprensión, sus recriminaciones, en paz descansen. En cierta forma, ser mayor debe ser esto: prescindir de la reprimenda de los demás, alcanzar la autarquía en materia de amonestaciones.
Aprieto el botón redondo y metálico que vaciará la cisterna y dejo una huella oleosa. Nunca me acuerdo de usar el dedo meñique, que es el único dedo que normalmente queda libre de residuos, siempre y cuando no haya habido demasiadas salpicaduras. El dedo pequeño, tan útil para quitarse los mocos y para limpiarse las legañas, tan popular entre los cocainómanos y los virtuosos del sitar, se vuelve bastante inútil cuando se trata de llegar hasta la úvula, que es como el clítoris de la garganta, el activador del líquido que corre, que se desliza entre los labios y que finalmente sale fuera. El agua solo borra parcialmente el rastro del crimen; necesito coger un amasijo de papel de váter para limpiar las manchas de los bordes, alguna gota que ha alcanzado la taza y que incluso ha colisionado contra las baldosas del suelo. Para terminar, un chorrito de lejía, cuatro gotas de ambientador de pino y una vez más la cisterna, porque los detalles son importantes y hay que valorar las pequeñas cosas, etcétera.
Después me lavo los dientes poco a poco y me raspo la lengua con énfasis, porque en la lengua es donde más puede notarse el mal olor. Tengo catorce años y mi lengua es prácticamente virgen de besos. En verdad, sí que me he dado cinco o seis besos, más o menos, y todos ellos tuvieron lugar antes de los doce años. De esos cinco o seis, dos o tres son con el larguirucho de Toni Miquel García, que repite el último año de primaria porque siempre se le olvida que los nombres de persona y de ciudad se escriben con mayúsculas y porque se empecina en poner una hache intercalada en ocho de cada diez palabras que escribe. Los otros tres besos me los doy con otra compañera de clase que tiene la piel morena y que es muy amable, pero la lengua tiene una participación discreta, tímida, en ambos casos. La lengua de la compañera la recuerdo rosada y pulcra y lisa, con gusto de chupachup de la marca Kojak; la del chico, en cambio, es blanquecina y rasposa, exageradamente estrecha, lengua de serpiente, por eso hago que el trance pase pronto permitiéndole que me toque el pecho derecho como quien no quiere la cosa; entonces la lengua pierde protagonismo.
A la chica la seguiría besando un rato más, pero cuando suena el timbre que pone final al recreo, los labios se separan, los ojos se miran sin entender apenas nada, las mejillas se vuelven tan rojas como en los segundos inmediatamente posteriores a realizar el test de Cooper durante la primera clase de gimnasia de cada mes. Entonces, mi compañera y yo nos dirigimos hacia la clase de inglés a paso rápido, manteniendo las distancias, y si nos preguntan improvisaremos una risotada y diremos que oh, nonsense, besos, qué besos, qué dices, si aquí no ha pasado nada, nada de nada, nothing, never, please leave me alone. Ni siquiera me viene a la cabeza el nombre de la chica de los besos, ni tampoco si tenía facilidad para el inglés; solo recuerdo la lengua rosada y pulcra y lisa con gusto de chupachup de la marca Kojak, y esta desmemoria selectiva me hace sentir algo culpable.
Todavía dentro del baño y justo enfrente del espejo, tomo un sorbo de colutorio y lo escupo de manera tan delicada que desconcertaría a cualquier telespectador invisible que me hubiera visto hace apenas unos minutos abrazada al váter. Después me peino, me lavo las manos, me perfumo para liberar las fosas nasales de toda reminiscencia olfativa que evoque la escena anterior. No soy muy hábil en olerme a mí misma, por eso me agobia tanto la posibilidad de desprender efluvios agrios sin ser consciente de ello.
Esta colonia es buena, lo parece, o como mínimo parece que funciona. El aroma es dulce y suave, delicado; como de vainilla con notas de infancia, porque si la niñez fuera un helado tengo claro que sería una bola de vainilla. Añado una dosis de colonia en las muñecas y acerco la nariz a la piel pulverizada. Me digo que me gusta el perfume en abstracto, pero me gusta todavía más cuando se convierte en cómplice del encubrimiento del hedor y la vergüenza.
Salgo del baño y me siento limpia, purificada. Todo aquello perdido, todo aquello expulsado en el fondo de la taza del váter, me devuelve la certeza de que casi todo está por hacer, de que nada es tan grave ni irreversible, de que todavía tengo el control sobre alguna cosa, sobre las partes fundamentales de mí misma. Si alguien me preguntase qué significa para mí tener el control, no sabría qué contestar. Si me preguntaran qué se siente al perderlo, sin embargo, diría que es como ser la reina de las blancas y observar la trayectoria de la reina negra cuanto está a punto de hacer jaque mate. Perder el control es, por tanto, como flirtear con el abismo; obsesionarse con el control, en cambio, sería como hacerse jaque mate a uno mismo. Hace tanto tiempo que flirteo con el abismo que la nuestra es una relación estable, a las puertas del formalismo. El abismo y yo somos como una pareja de hecho, de hecho, y también de hecho me doy cuenta de que formamos un vínculo tan tóxico como el de todas las parejas que se hacen daño sin saberlo, sin quererlo o sin arrepentirse.
Nunca he sabido jugar al ajedrez, pero a los ocho años observo a mi abuelo, Dios lo tenga en su gloria, mientras organiza partidas con él mismo, contra él mismo, en una esquizofrenia que me fascina y que me incomoda a partes iguales. Al fin y al cabo, la capacidad de mi abuelo para hacer de él mismo y del otro me remueve, me da envidia, y por eso me paso los años siguientes buscando alternativas a las blancas y a las negras para poder jugar yo también a ser yo misma y el otro, entrar y salir; hacerme jaque mate y ganar y perder; vivir las victorias con rostro radiante y tocar fondo con las derrotas.
Me digo que por fuerza se tiene que perder el miedo al abismo al acostumbrase a vivir a un lado y al otro continuamente, ahora en la luz y ahora en las sombras, como el jugador de ajedrez que se enfrenta a ese otro que es él mismo. Y si mi abuelo lo sabe hacer, si él sabe desdoblarse y abrazar la dicotomía, yo también tengo que ser capaz, yo también quiero aprender a hacerlo, y la posibilidad de no conseguirlo me abruma y me angustia. Al fin y al cabo, tengo pocos años de vida y ya me preocupa que la vida no me baste, que el tiempo que me queda no me permita ser la integrante de mi equipo y del contrario, cabeza de lista del partido y de la oposición; amar y ser amada y engañar y confiar y ser la cínica y la idealista; desear vivir para siempre y sentir que me puedo morir aquí y ahora, y hoy victoria y mañana derrota y a menudo tablas, y las normas siempre claras y conocidas y a la vez tan desconcertantes.
Cuando salgo del baño, avanzo a tientas por el pasillo de un piso que no volveré a pisar nunca más después de hoy, y al llegar a la habitación me arrastro entre las sábanas con olor a naftalina y a infancia. Blai deja de roncar durante los segundos que tardo en tumbarme a su lado, después empieza de nuevo. Me acerco a él hasta ser capaz de apreciar todos los matices de sus respiraciones, los tonos de los ronquidos feroces y la sintonía que componen al mezclarse con las inspiraciones más tenues, casi silenciosas. Se está bien al lado de Blai; su cuerpo emite un calor reconfortante que me hace sentir como en casa. Me fascina la capacidad de Blai para dormir tan profundamente incluso durante la siesta, en el tren o a las pocas horas de haber enterrado a su madre, a nuestra madre.
Cuando Blai abre los ojos, me despierta con la ternura propia de un padre, de un hermano mayor, y al incorporarse comienza a montar las cajas de cartón que nos ayudarán a vaciar este piso demasiado grande, de repente demasiado vacío. Llego a la conclusión de que solamente hay unas pocas cosas que echaré de menos de este piso: los azulejos hidráulicos y