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Desaparecido
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Libro electrónico129 páginas2 horas

Desaparecido

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En una visita al cementerio del pueblo de Regla, en el monumento a los caídos de la explosión del buque La Coubre, el protagonista descubre su nombre en una simple placa de metal, con los nombres de los muertos y los desaparecidos.

Una historia sobre mundos paralelos, sobre las decisiones que no tomamos, los recuerdos, la vida, el amor y, al fin y al cabo, el destino. Todo un aprendizaje de vida página a página. Desaparecido, es una mágica novela que te enganchará de principio a fin.

Un libro que tiene mucho de biográfico y de ficción, se desarrolla en el pueblo costero de Regla, La Habana, y Miami de los años sesenta.   

 Todas las grandes ciudades esconden secretos, detrás de sus miserias, lujos y también de personas que, a primera vista, parecen felices; y esta no es la excepción.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 mar 2018
ISBN9781386990918
Desaparecido

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    Desaparecido - Miguel F. Callejas

    A: Los niños de la calle Ceulino de mi pueblo de Regla,

    quiénes jugaban conmigo en los matorrales del

    Cubaneleco.

    Nota previa

    ––––––––

    No pretendo con esta novela escribir una obra maestra de la literatura. Nunca ha sido esa mi pretensión. Cuando escribo, lo hago con el ánimo de disfrutar lo que hago y de que el lector disfrute de la lectura. Y en este caso, en particular, me anima el hecho de que ya conozco lo que será el final de esta novela y puedo decirles que es la primera vez que sé cómo terminará la historia que escribo. Siempre he escrito sobre la marcha; de manera que los acontecimientos han ido surgiendo mientras la pluma se desliza por las cuartillas. En este caso ha sido diferente. Lo primero que se me ocurrió fue el final y me gustó tanto que mi único temor fue atropellar los sucesos durante la trama, para llegar al desenlace. Por eso puedo afirmar que esta novela es sui generis dentro de mi obra, pero además será una mezcla de autobiografía y ficción.

    Capítulo I

    ––––––––

    La proa de La Ceja del Negro cortaba majestuosamente las aguas de la Bahía de La Habana. Se podía leer el nombre, en sendas placas de bronce, dos incrustadas en ambos costados de la embarcación, muy cerca de la proa, y una tercera al frente de la cabina. La Ceja del Negro, rendía homenaje a la batalla en la que había brillado el General Antonio Maceo, el Titán de Bronce.

    Aún quedaban gaviotas que se atrevían a surcar los aires de la Bahía, tratando de pescar algo en sus cada vez más contaminadas aguas. La lancha iba repleta de pasajeros y en sus bordes exteriores y, sosteniéndose de las barandillas sobre el techo, racimos de estibadores y pasajeros de toda clase desafiaban el fino rocío que humedecía sus cuerpos. Con breves intervalos entre una y otra, salía una embarcación del emboque de Regla, en las mismas condiciones o regresaba una semivacía proveniente del Muelle de Luz, en La Habana, debido a que el tránsito fuerte era el de los estibadores, que trabajaban en los barcos atracados en el puerto.

    —¡Quítate de en medio, comemierda!, gritó el patrón de la lancha mientras de un manotazo apartaba las piernas de quien le impedía la visión para conducir el rumbo de la embarcación. El patrón era, a su vez timonel y más atrás; manejando los controles del motor, iba el maquinista. Entre ellos dos realizaban todas las maniobras combinando sus operaciones por medio de señales de una campana.

    El grito del timonel me sacó de aquella especie de ensueño que siempre me producía mirar hacia el mar mientras la lancha avanzaba y sentía deslizarse las aguas bajo mis pies. Él come mierda era yo.

    —¿En qué estabas pensando, Tarzanito?

    Así me llamaba el negro Panchón, que sabía de la obsesión de toda mi vida por las películas de Tarzán y por los muñequitos que aparecían todos los domingos en los periódicos de La Habana. Ambos íbamos sentados sobre el techo y Panchón sonreía abiertamente, mostrando su blanca dentadura. Su pellejo era, como diría mi abuela, más prieto que las alas de un toti.

    —Pensaba —respondí— en lo que eran estas mismas aguas hace alrededor de treinta años, Guarí.

    Como desquite a su irónico Tarzanito, yo le llamaba Guarí, el negro que acompañaba a Tarzán en sus aventuras radiales. Ante mi respuesta, la franca risa de Panchón se volvió una sonrisa de tristeza y melancolía.

    —¿Te acuerdas? —me dijo—. En la esquina de tu casa, en la punta del muelle de Aguilera, había ochenta pies de agua y se podía ver claramente el fondo y los pescaos que pasaban en mancha. ¿Y qué vemos hoy? ¿Y dónde están los pescaos?

    No le respondí. Miré nuevamente las aguas que íbamos surcando y que nos iban acercando a nuestro destino en los muelles de La Habana. Aquellas aguas estaban oscuras, contaminadas.

    Agregó:

    —Y si las cosas siguen como van —agregó el negro— dentro de poco navegaremos en chapapote.

    Y su mirada recorrió la fila de hombres que viajaban sosteniéndose de las barandillas, en el techo de la lancha, y se clavó en uno de ellos:

    —Y tú, ¿qué coño me miras?

    El aludido le sostuvo la mirada por un instante y después volvió la vista hacia las aguas sin decir palabra.

    Y Panchón continuó:

    —Estoy cansao de los tipos bajos. No sabía que había tantos, en este pueblo de Regla.

    Con un gesto traté de hacerlo callar. Las cosas no estaban como para buscar problemas. Sabíamos que el paredón continuaba funcionado. Pero pasado un momento, como me gustaba buscarle las cosquillas al negro Panchón y despertar en él su espíritu guerrero; le dije:

    —Tú bembeteas ahora, porque sabes que los negros ya no tienen problemas.

    Él, comprendiendo mi ironía y con una carcajada, me contestó a viva voz, sobreponiéndose al ruido del motor de la lancha:

    —Yo soy negro y bien prieto y nunca he tenido problemas aquí con nadie. La mayor parte de mis amigos son blancos y si estás tratando de decir que voy a tomar ventajas de esta situación, estás equivocado. Porque lo que yo creo de verdad es que todos, ¡todos!, vamos a salir por el techo.

    Fue suficiente para que se me quitaran las ganas de seguir buscándole las cosquillas. Sabía que las cosas se podían poner peor, así que opté por volver la mirada hacia las aguas y a la estela de espuma que iba dejando tras su copa La Ceja del Negro.

    Luego de desembarcar, caminábamos por la avenida del puerto, donde nos darían las instrucciones pertinentes. Panchón no dejaba de hablar, entonces, poniéndome una mano en el hombro, me dijo:

    —Mira, Migue (Esa vez no me llamó tarzanito, ni flaco, ni diente frío; y cuando él me llamaba por mi nombre de pila, era que estaba hablando en serio). Fíjate tú —continuó— que nos han dicho que teníamos que traer herramientas, ni el gancho ni la cuchilla...

    Le interrumpí:

    —Sí, será para que los estibadores no corten los sacos y se roben la mercancía.

    —No hables mierda, me dijo y continuó. ¿Por qué es todo eso? No lo sé. Para mí es un misterio. Claro, que tú ves las cosas desde otro punto de vista; desde el punto de vista de los artistas, de los intelectuales. Para ti este trabajo es, como dicen los gringos, un hobby, un entretenimiento. Tú ves las cosas de un modo distinto, porque tú no eres estibador ni la cabeza de un guanajo.

    Tenía razón el negro Panchón. Yo vivía sentado frente a una mesa de dibujo o una máquina de escribir y no me desprendía de mi estudio, hasta que, cuando no podía más y creyendo ver cómo los dragones y monstruos que dibujaban querían salirse del papel y cogerme por el cuello; cuando me parecía que el techo caería sobre mi cabeza, entonces salía a refrescar, a cambiar de ambiente. ¿Y cuál era la mejor manera de desembarazarme de aquel mundo ficticio en el que vivía siempre como dibujante y creador de una agencia de publicidad? Pues haciendo ejercicios fuertes. Cuando niño fui un gran nadador y competí en el Parque Martí con los mejores. Nunca gané una competencia, pero nadé entre ellos y aunque no llegaba primero, siempre llegaba. A veces iba al circo de los Hermanos Torres y practicaba acrobacia con mi amigo Roberto Torres, el dueño del circo, o me iba al gimnasio de Lucas Liderman a practicar yudo o jiu-jitsu con el tigre Pérez, un luchador profesional e instructor de artes marciales. Esos eran mis entretenimientos. Los muñequitos, las ilustraciones, las novelas eran mi verdadero mundo. El mundo de la imaginación, el mundo de los fantasmas, de los caballos y de las peleas, donde nunca moría el héroe. Ese era mi mundo y mi principal tarea era seguir las instrucciones de los maestros que me daban sus obras a ilustrar: cuentos infantiles, libros de aritmética, libros de ciencias naturales...

    El mundo de los puertos, de los estibadores; de los que cargaban sacos de azúcar de 200 libras, era mi hobby, como dijera Panchón. No tenía más remedio que darle la razón a aquel pedazo de negro, grande como un escaparate, pero más bueno que un pedazo de pan de gloria.

    Panchón era un buen obrero, muy querido y respetado por sus compañeros y sus jefes y, a modo de favor, pidió que yo fuera su compañero durante las labores de aquel día tan especial... y lo complacieron. De manera que juntos abordamos el barco La Coubre, un buque francés, cuya mercancía era desconocida totalmente para todos. Nadie sabía el contenido de aquellos enormes cajones sellados y atornillados fuertemente y que habían atracado en los muelles de la Bahía de La Habana después de haber cruzado el canal de Panamá. ¿Hacia dónde navegaría después? Ese era otro misterio. Solo se sabía una cosa. Había que manejarlo todo con extremo cuidado, como si se tratara de cajas de cristal llenas de copas de bacará. El capataz, desde el entrepuente, gritaba sus instrucciones:

    —Recuerden que no queremos el más mínimo accidente. Esta mercancía tiene que ser tratada con manos de seda. En particular tú, Panchón, olvídate de tu fuerza por lo menos hoy. ¿Está claro? Utiliza el cerebro si es que lo tienes. Por favor, no uses hoy tu fuerza.

    Aquellas bromas eran habituales entre los estibadores y Panchón, mirando hacia el entrepuente, gritó:

    —Yo uso mi fuerza, cuando me salga de los huevos y nadie me tiene que decir lo que yo tengo que hacer ni cómo lo tengo que hacer.

    El ruido de las rastras en el muelle, los montacargas, los gritos de los estibadores, unos maldiciendo y otros dando órdenes, el ruido de los cláxones, el sonido de las grúas, de los cables, de los aparejos, se contraponían al silencio habitual del estudio de dibujo, donde pasaba largas horas, y al graznido de los buitres que se acercaban al muelle del central Orozco, donde cargábamos azúcar. Yo era, de acuerdo con muchos, un trotamundos, un aventurero, que lo mismo me encontraba en los muelles del central Orozco cargando sacos, en los montes del Jigüey, en el central Jaronú. Lo mismo se me podía

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