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Memorias secretas de un hacker tico: Más allá de la historia
Memorias secretas de un hacker tico: Más allá de la historia
Memorias secretas de un hacker tico: Más allá de la historia
Libro electrónico229 páginas2 horas

Memorias secretas de un hacker tico: Más allá de la historia

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Información de este libro electrónico

A mediados de los 80 un joven de Costa Rica, había llegado a estudiar a Estados Unidos patrocinado por US-AID. Federico no solo brillaba por sus calificaciones y astucia, sino se convirtió en el primer hacker latino
quien sustraería más de 5 millones de dólares de un banco de USA. Su "hazaña&q

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento10 nov 2019
ISBN9781640864474
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    Memorias secretas de un hacker tico - Federico Ramos

    Dedicatoria

    Blanco es tu color, blanca tu hermosura, blanca Alba, o tal vez una Rosa pura.

    ¡Recuerdo infinito o tan solo un beso celestial!

    Mujer que nace, mujer que hace, mujer que engendra.

    Fruto jugoso, niño que llora o alma que tiembla.

    Mujer, libertad, mujer de libertad, mujer que nutre.

    Con estas líneas comenzaré mi aventura,

    duro el recorrido, imposible el olvido.

    A ser fuerte me enseñaste, las batallas he peleado,

    respeto tu canción, grande es mi admiración.

    Dios que crea, Dios que moldea;

    eres causa, eres efecto.

    No eres, más allá de la historia.

    ¿Para siempre la madre que ama…o la madre que llora?

    A ti mujer de mi ayer y mujer de mi ahora, ¡te amo!

    Este libro es dedicado a la memoria de mi amada madre.

    Agradecimientos

    Primero, debo de agradecer a Dios y a su inspiración a la hora de escribir estas líneas. Agradezco y reconozco el esfuerzo, dedicación, profesionalismo de mi querido amigo y editor Alexander Cabezas Mora. Gracias mi amada esposa, quien siempre ha estado a mi lado y gentilmente me ayud ó a corregir esta obra. Ella es el regalo prometido, que una vez pedí mientras estaba en el momento más oscuro de mi vida. A mi amigo Eduardo, quien vio valiosa mi experiencia de vida y sembró en mi la idea de un día plasmarla en letras.

    A mis hijos dados por Dios y a los dados por la vida, porque ellos son la motivación para salir adelante. Ellos son mi riqueza y mayor bendición.

    Mi ilusión es que este libro sea no solo entretenimiento, sino reflexión para el caminante.

    ¡Que Dios bendiga cada uno de sus pasos por esta tierra!.

    CAPÍTULO 1

    Como la mascota más fiel

    Todo empezó en una Navidad de 1970, en el barrio llamado Miraflores de Guadalupe, en San José, Costa Rica. Con tan solo cuatro años me encontraba internado en el Hospital Nacional de Niños. Había sido un accidente, el responsable: mi pobre hermano de once años. Sin querer me había lanzado una semilla de mango al ojo, lo que me produjo un severo sangrado. Como consecuencia, me hospitalizaran de inmediato. ¡Yo no lograba comprender bien lo sucedido!

    Prácticamente mi hermano corrió por su vida, ante la paliza que le esperaba de parte de mi padre. Gracias a Dios, un tío nuestro lo encontró en una banca sucia del Parque Nacional, sin bañarse por dos días y lo devolvió a la casa, sin más que un susto y mucha hambre.

    Fue una larga y amarga Navidad, pero Dios hizo su primer milagro en mi vida. Los doctores preocupados por mi ojo derecho le decían a mi madre:

    –Señora: no hay salvación para el ojo de su hijo, ¡tenemos que sacarlo!.

    Mi madre lloraba y lloraba ante la noticia. Yo, como niño que era, estaba sorprendido por su llanto. Mi voz interior, esa voz que no me dejaba en paz (y que años después reconociera como la voz del Dios hablándome), salió a flote por primera vez y me dijo:

    –¡Dile a tu mamá que no se preocupe, todo saldrá bien!.

    Pues, dicho y hecho; de inmediato vi cesar las lágrimas de mi mamá y nació una bella sonrisa en su cara. Después de casi tres meses de estar internado, los doctores decidieron que no era necesaria una operación, por lo que dejaron que mi ojo sanara prácticamente solo. Y así fue como Dios hizo su primer milagro en mi vida. Yo no sabía que Dios tenía preparado para mi muchos otros milagros y, al mismo tiempo, varias pruebas por superar.

    Pasaron unos meses después de salir del Hospital de Niños, y nos habíamos pasado de casa. Ahora vivíamos en una casa más grande, en un pequeño y lindo pueblo llamado Coronado. Mi casa nueva había sido construida por un inglés de apellido Clayton. Coronado, por esos tiempos, era una tierra de lecheros de cepa y unos pocos cafetaleros. Todos los días se veía a uno que otro lechero repartiendo sus productos desde las cinco de la mañana por el pueblo. El sonido de la campana de la iglesia siempre se encargaba de recordarnos la hora. Mi casa había sido construida con el gusto inglés. Tenía techos altos, chimenea y una bañera celeste preciosa donde yo jugaba con mis barquitos de madera, hechos a mano por mi hermano, el que me dio el mangazo en el ojo, y quien también brillaba por su inteligencia mecánica.

    Mi casa nueva en Coronado era una casa llena de magia, de secretos y de olor a pino por sus pisos. Tenía un gran comedor, una cocina grande y varios cuartos. Éramos de las pocas familias en aquel entonces que tenía televisor, teléfono, un tocadiscos tipo rocola muy grande, con una excelente colección de discos de 33 y 45. Además, una biblioteca llena de libros para el deleite de todos los gustos. Mis hermanos hacían tremendas fiestas con sus amigos, al ritmo de música como Soul Makossa, música de James Brown como Payback, sin olvidarnos de la maravillosa Sex Machine. Nos lanzábamos a bailar bump con esos zapatos de suelas de llantas o de hule, aquellos cabellos estilo afro que un piojo se volvía loco en aquella melena; sin olvidar los blue jeans de campana arrastrándose por suelo. Todo era parte de estar a la moda. Eran épocas bellas para recordar por el resto de la vida.

    Transcurrieron los años y yo realmente era un niño feliz. El típico niño de aquellos comienzos de los setenta, corriendo por los potreros y cafetales, jugando entre los árboles como todo un mono y haciendo lo que los niños de aquel entonces sabíamos hacer mejor que los niños de hoy: ¡jugar a los cuatro vientos!.

    Realmente guardaba en mis recuerdos pocas escenas tristes. Una de ellas ocurrió la vez mi papá le pegó a mi mamá. ¡Nunca lo olvidaré!, porque ocurrió precisamente un veinticuatro de diciembre. Me dolió como puñalada en el corazón ver a mi madre ser víctima de aquel cruel borracho.

    Todo eso pasaba mientras aquella casa olía a pollo asado con sus múltiples especies cocinadas en el jugo de vino y frutas. Mi madre trabajaba como asistente de un gran chef internacional en el Gran Hotel Costa Rica. Así que de nuestra cocina se desprendían olores de la gran ciudad de Milano, del Mediterráneo, la deliciosa paella española, y de muchos lugares más. Aquella mujer sencilla y de un rostro bello, mujer llena de talentos y creatividad; era la razón de que siempre tuviéramos una boca extra en la mesa.

    Los amigos de mis hermanos diariamente estaban entre nosotros y todos se tornaban parte de la familia. Yo estaba aún pequeño, era el menor de cinco hijos. Mis hermanos mayores ya estaban grandes como para defender a mi mamita. Esa fue, imagino, la razón por la que no volví a ver escenas de este tipo en mi casa. Además, dejé de ver a mi papá llegar borracho a mi casa cuando yo tenía alrededor siete años.

    ¡Qué descanso, no tener que aguantarnos las borracheras de mi papá, los zarpazos, los gritos de hiena, y las noches de locura total!. Todo gracias a mi tío, quien era uno de los directores de la Caja Costarricense de Seguro Social (conocida por sus siglas CCSS). Se había compadecido, y por las constantes quejas contra mi padre, que terminó llevándolo a la fuerza, una mañana fría de diciembre y lo internó en el hospital para alcohólicos en Tirrases. La sentencia de mi tío fue:

    –¡No lo saco de aquí hasta que deje de beber guaro (bebida alcohólica de caña de azúcar); cabrón!

    Tres meses después, mi papá le gritaba a mi tío desde el portón del hospital:

    –Teo, Teo, sáqueme de aquí; le prometo que no vuelvo a tomar guaro.

    Y así fue. Nunca más volvió a sus atroces borracheras.

    También me recuerdo las divertidas noches jugando al escondite con mis hermanos; solo que tenía que ser sin luces en la casa. Esto lo hacía más atractivo y peligroso. Lo único que siempre nos acompañaba en aquel monte eran las luciérnagas que nos alumbraban de noche y el bramido de las vacas antes de irse a dormir.

    Definitivamente jugar a oscuras le daba más emoción al juego. De alguna forma, yo siempre era el elegido para comenzar a contar, mientras que mis otros hermanos corrían a esconderse. A mi corta edad, era el más lento. Eso era una desventaja total, así que desarrollé una estrategia: recogía los zapatos de mis hermanos en una funda de almohada y tiraba zapatazos por los lugares donde posiblemente se escondían aquellos bribones abusadores. Solo era de esperar a que alguno se quejara del zapatazo y a correr, a apuntarlo, para así no tener que contar nuevamente, (algo que odiaba hacer).

    ¡Como olvidar las noches de dentista…! Sí, mis hermanos como entrenados por la SS Alemana en la Segunda Guerra Mundial, nos extraían los dientes flojos. Aquellas técnicas eran de cámara de torturas, fueron cuidadosamente diseñas con el amarre de un hilo de pescar al diente y luego a la manecilla de la puerta.

    –¿Está listo Federico?

    Me preguntaba mi hermano mayor, (el mismo del mangazo en el ojo).

    Respondía yo a mi hermano, con la inocencia de un niño de ocho años que jamás sospecharía el dolor que vendría en cuestión de segundos…

    –¡Ahora contemos hasta tres!.

    Replicaba mi hermano y cuando iba por uno y medio, ¡venía el portazo!; y a gritar del dolor toda la noche, y sangre por todo lado. Todo esto, mientras mis otros hermanos lloraban de la risa sádica, en tanto yo pegaba gritos desconsolados y enloquecedores. ¡Como poder olvidar tanta travesura de niños, que hoy solo risa causa!.

    Nuestra casa estaba muy cerca de la iglesia del pueblo donde vivíamos; generalmente había bodas y eventos de ese tipo. Conocía al fotógrafo del pueblo a quien le llamábamos por el apellido: Solano. Un día se me ocurrió ir a decirle a Solano:

    –Señor, ¿qué le parece si usted va y le toma fotos a la gente que sale de misa todos los domingos y yo en mi bicicleta, voy a vendérselas? Eso le generaría muchas más ventas para usted, señor.

    –Vea: ¡usted me da 25 colones por foto (como diez centavos de dólar), por la venta y la entrega, y el resto es para usted!.

    Este fue mi segundo trabajo, digo yo, ya que a los siete años laboraba en la soda (pulpería) de mi escuela. Cuando entré al sistema académico a los siete años, ya sabía leer, escribir, sumar, restar, dividir y multiplicar.

    Mi escuela primaria fue para mi, el ir a regar las plantas de los pasillos, como parte del castigo reservado para aquellos niños que retaban al sistema escolar y a la ignorancia de la época en términos de los niños más adelantados.

    Antes de que salieran los otros güilas (niños) a recreo, yo ya estaba trabajando en la soda vendiendo cuanta cochinada quisieran comprar los otros niños. Todos los días me pagaban como 25 céntimos por mi trabajo; yo feliz siempre iba a toda propulsión a dárselos a mi mami.

    Los años pasan y como siempre, se van más rápido de lo que nos gustaría.

    Llegó la época de asistir al colegio. El voleibol se había vuelto mi deporte preferido, cuando no regaba plantas o vendía chucherías en la escuela, jugaba voleibol y practicaba mucho, aunque fuera solo; eso me hará un buen jugador, (me decía a mí mismo).

    Llegando al colegio con tan solo 12 años, era el único de séptimo, octavo y noveno que podía jugar con la selección mayor de voleibol del colegio. Recuerdo los partidos, que por diversión armábamos a la hora de los recreos. A veces jugábamos contra las mujeres más bellas y populares que formaban la selección femenina. Pero la mayoría de las veces, hacíamos combinados para hacerlo más divertido para todos, mientras que todo el colegio nos veía. Éramos, definitivamente, los chicos populares del momento.

    Pero no todo era felicidad. Muy a menudo a mi hermano mayor (el del semillazo), lo escuchaba renegar contra un Dios; el Dios que nadie en mi casa conocía y parecía no les interesaba conocer. Mi mamá no era para nada una persona religiosa y mucho menos mi papá. Dios había sido eliminado de mi casa y del corazón de todos los hijos. ¡Qué duro es crecer sin Dios en el corazón y qué bendecidos son aquellos que desde pequeños le conocen!.

    De joven mis amigos y yo disfrutábamos de ir bailar a las tardes juveniles en una discoteca llamada Leonardo´s. Realmente no me podía quejar, tenía una vida muy buena de adolescente, aunque para ese tiempo no tenía a mamá y mucho menos a Dios, se hacía lo que se podía. Un poco de buena colonia, ropa comprada en lugares refinados, corte de cabello de una alta peluquería, zapatos de marca y nos tiramos a pista a bailar: Summer nights de John Travolta y Olivia Newton John, o Bee Gees, con Staying alive, y más.

    En aquellos días, mi vida solo apuntaba en una dirección: estudiar, trabajar y salir adelante; valores que aprendí de mi mamá.

    En enero de 1984 trabajaba en la empresa de mi hermano mayor. En esta se vendían computadoras y se desarrollaba software a la medida. Veía la prosperidad en su máxima expresión. Yo era la persona encargada de capacitar a los compradores en cómo utilizar los equipos de cómputo e impresoras. Tenía un gran sueño: estudiar en una gran universidad de los Estados Unidos de Norte América. Me acuerdo de las risas y burlas de mis amigos y familiares cuando les compartía mi aspiración. Todos me decían:

    –Federico: eres un iluso, o eres un soñador, o simplemente me decían, eres un gran rajón (fanfarrón), expresión popular de aquella época.

    Estudiaba Administración de Empresas en una universidad privada. Como segundo trabajo, en las noches era asistente en Cálculo Diferencial e Integral para el Dr. Gil Chaverri (RIP). Después de tomar cálculo I con Don Gil, le pegué un 100% en la nota final, (aunque eso no era habitual que esto pasara), según don Gil; así que un día me llamó:

    –Joven Ramos: ¿quieres trabajar como mi asistente?

    Dijo, mientras le daba sorbos a su café negro, fuerte y sin azúcar. Yo, sorprendido ante tal honor, respondí de inmediato:

    –Claro, doctor Chaverri, ¡será un honor para mí!.

    Don Gil

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