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Wild Jack
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Libro electrónico235 páginas3 horas

Wild Jack

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Los asesinatos del hombre más poderoso de Marlinton y su esposa conmocionan a esta pequeña comunidad del condado de Pocahontas situada en el corazón de los Apalaches, en Virginia Occidental. El único condenado por estos crímenes (Wild Jack), desde el corredor de la muerte, nos narra en primera persona la historia de cómo se forja el destino de un perdedor. Por su parte, un atormentado y frustrado sheriff (Samuel Smith) desgranará los detalles de una investigación salpicada de numerosas incógnitas.
Una historia que tiene como escenario la zona más rural y montañosa de Virginia Occidental durante las décadas de los cuarenta y cincuenta, desarrollándose la trama a lo largo de dos narraciones paralelas en las que corrupción, misterio y suspense se dan la mano en un relato lleno de personajes complejos tras los que se esconde un terrible secreto.
IdiomaEspañol
EditorialM. A. Vegara
Fecha de lanzamiento18 ago 2019
ISBN9788834172537
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    Wild Jack - M. A. Vegara

    VEGARA

    I

    Nunca sentí empatía alguna hacia los demás, o al menos nunca lo percibí así. Quizás tampoco supe muy bien el significado y alcance de esa palabra, por lo que tampoco me preocupó en exceso —por no decir nada— la presencia o ausencia de ese sentimiento en mí.

    Con ello no quiero decir que no haya sentido algo parecido a la compasión hacia otras personas en alguna ocasión. No sé si eso podría definirse como empatía o, cuando menos, lástima; pero lo cierto es que sí que soy consciente de haber tenido algún sentimiento de ese tipo hacia otros, lo cual me lleva a concluir que no soy muy diferente a los demás, o al menos yo así lo percibo.

    Sí señor, así lo veo yo. Considero que la tan manida «empatía» no es más que la máscara tras la cual la gente oculta su hipocresía. No hay nadie tan estúpido en este mundo como para estar continuamente empatizando con los demás. Más bien creo que todos nos movemos por nuestro propio interés y que hacemos todo lo posible por salirnos con la nuestra en nuestro propio beneficio, en todo momento y en todo lugar, sea quien sea el que se cruce en nuestro camino. Otra cosa es que podamos sentir, de forma puntual, compasión o pena hacia alguien, pero como algo que nos reconforta a nosotros mismos por no encontrarnos en la penosa situación en la que se encuentra el otro. Algo así como: «Chico, lamento lo jodido que estás, de verdad lo lamento; pero bueno, te tengo que dejar porque tengo algo de prisa. Que tengas suerte». Sí señor, así es.

    En realidad, poco importa toda esa mierda. Qué más da lo que yo considere sobre mí mismo. Lo que realmente importa es lo que un puñado de estirados decidieron en apenas dos horas acerca de qué hacer con mi pellejo: sentarme en la Old Sparky. Así de sencillo y así de rápido; en apenas dos horas un puñado de marujas, de chupatintas y de paletos decidieron enviarme a Moundsville y freírme. Sí señor, eso es lo que realmente importa.

    En fin, tampoco les guardo excesivo rencor. Soy un perdedor y mi destino como tal estaba ya escrito; si bien, en estas circunstancias, tampoco todo iba a ser malo, ya que tan solo seis años atrás me hubieran colgado por lo mismo como a un conejo en lugar de freírme. Sinceramente, prefiero que me frían, ya que me parece más «digno» morir sentado que hacerlo con las patas colgando, los pantalones meados y el cuello roto con la lengua afuera; ahí, a la vista de todos —también es más cómodo hacerlo sentado, ciertamente—. Al menos, en eso, he tenido suerte.

    II

    —¡¡¡Algún día acabarás en Moundsville, muchacho!!! —gritaba el viejo Ethan mientras me apuntaba con su tembloroso dedo—. ¡¡¡Maldito seas, John Miller!!! ¡¡¡Verás cuando se lo diga a tu padre!!!

    Jake, Billy —mis primos— y yo acabábamos de destrozar varias decenas de magnolias en el invernadero del viejo Ethan Scott y, como si nos persiguiera el mismísimo diablo, corríamos por el camino polvoriento que separaba la granja del viejo de la de mis padres.

    Tan solo éramos unos mocosos de apenas doce años a quienes encantaba meterse en problemas, tal y como ocurrió aquella cálida mañana de verano en el invernadero del viejo Ethan. Vivíamos totalmente ajenos a la guerra que despedazaba los sueños de otros muchachos a miles de millas de distancia de Huntersville. Construíamos nuestros propios sueños idealizando aquellos ecos confusos que nos llegaban procedentes de las conversaciones entre nuestros padres acerca del desarrollo de los acontecimientos al otro lado del mundo, materializándolos en nuestras correrías infantiles en infinidad de batallas, unas veces entre nosotros mismos, otras contra el primer infeliz gato que se cruzara en nuestro camino y, otras, como en esta última, contra las magnolias del viejo Ethan.

    —¡¡¡Corre, Jack; corre!!! —me gritaba mi primo Billy, mientras su hermano Jake y él se desviaban en la bifurcación del camino hacia la granja de mis tíos—. ¡¡¡Corre, corre!!!

    Cuando llegué a la altura de la vieja cerca que separaba mi casa del camino sentía que se me iba a salir el corazón del pecho, por lo que me detuve un momento para tomar aliento, arqueando mi torso sudado hacia adelante y apoyando las manos sobre mis rodillas. Cuando recuperé el resuello tras unos minutos, volteé la cabeza en dirección a la granja del viejo Ethan y, en ese instante, vislumbré su silueta recortándose a lo lejos, bajando por el camino. «¡¡¡Diosss, viene a por mí!!!», pensé aterrado.

    Tragué saliva y mantuve la mirada en dirección al viejo durante unos instantes, con la esperanza de que, llegando a la bifurcación en la que unos minutos antes mis primos se esfumaran hacia la derecha, el viejo tomase el sentido que conducía a la granja de mis tíos —de ser así, el problema sería de Jake y Billy, no mío—.

    Volví a tragar saliva de nuevo y, de nuevo, otra vez…; y otra vez más. Así no sé cuántas veces durante aquellos interminables instantes en los que el viejo alcanzó finalmente la maldita bifurcación que decidiría si me salvaba o no de una buena tunda por parte de mi padre. Pues bien, el condenado viejo no giró a la derecha.

    En ese momento sentí que me ardían los sesos. Cientos de ideas pasaron por mi mente en una fracción de segundo y, como si tuviera un par de muelles en las piernas, salí disparado hacia mi casa sin volver la vista atrás. Rodeé el porche de la casa, entré por la puerta trasera que daba acceso a la cocina y, en esas, me crucé con mi padre que estaba de pie junto a la mesa de la cocina tomando café —algo me diría, porque pude escuchar un murmullo que salía de sus labios, pero ni lo recuerdo—. Salí como un rayo de la cocina y subí las escaleras en dirección a mi habitación en apenas unas zancadas. Me escondí debajo de la cama, como si de un refugio mágico se tratara, y allí permanecí tumbado boca abajo, tapándome los ojos con las manos. Así estuve durante unos minutos que se me hicieron eternos. No recuerdo en lo que pensaba —si es que podía pensar en algo en aquella situación—; solo recuerdo que el corazón me palpitaba como si se me fuera a salir del jodido pecho y que apenas tenía ya saliva para tragar.

    —¡Robert! ¿Estás en casa? —de pronto oí—. ¡Robert! ¡Leslie! —gritaba el viejo Ethan desde el porche de la casa llamando a mis padres—. ¡Robert! ¡Leslie! ¡Soy Ethan Scott! —continuaba gritando el condenado viejo.

    —¡Vooooy! —le contestó mi padre desde la cocina—. ¿Qué demonios te pasa, Ethan? ¿A qué viene tanto grito? —preguntó mi padre tras abrirle la puerta al viejo.

    La curiosidad pudo más que el terror que sentía, de modo que, sigiloso como un gato, evitando que la madera del suelo crujiera bajo mis pies, salí de debajo de la cama y me situé junto a la puerta entreabierta de mi habitación para poder escuchar mejor la conversación entre el viejo Ethan y mi padre —sabía exactamente lo que iba a pasar después de aquella charla, pero el conocer su contenido de antemano quizás me diera alguna idea para tratar de convencer a mi padre y salvar el pellejo—.

    —Robert Miller, ¿sabes lo que ha hecho ese demonio que tienes por hijo?

    —¿Te refieres a Jack? —le interrogó mi padre.

    —Sí, al mismo —le respondió el viejo, con voz quejosa; casi sollozante.

    —Tranquilízate, Ethan —le dijo mi padre con voz pausada—. ¿Qué es lo que ha pasado?

    —Tu chico ha entrado en mi invernadero y ha destrozado las magnolias de Eli —continuó el viejo con la voz quebrada—. Sabes perfectamente lo que significaban esas flores para mi Eli, y que eran lo único que me quedó de ella cuando murió —continuó el viejo, sin poder reprimir más sus sollozos.

    —Lo siento, Ethan; te compensaré —le contestó mi padre, intentando consolarle. Sin embargo, ello pareció no gustarle al viejo, quien recuperó el iracundo tono inicial.

    —¡Robert Miller! —le gritó a mi padre—. ¡No necesito ninguna compensación! Lo que tienes que hacer es corregir a ese endiablado John o, algún día, terminará por daros un serio disgusto.

    Estaba claro: el viejo buscaba venganza. Sí señor, siempre me tuvo especial ojeriza. Con ello no quiero decir que me hiciera la vida imposible ni nada por el estilo; pero sí que habían una serie de actitudes cotidianas hacia mí que un crío de doce años notaba, como, por ejemplo, el que siempre me llamara John en lugar de Jack —todo el mundo me llamaba por el diminutivo, en lugar de por mi nombre de pila—, o el que constantemente se mostrara especialmente antipático conmigo, a diferencia de lo que ocurría con el resto de críos de Huntersville, a los que siempre trataba como si fueran sus mismísimos nietos.

    El viejo Ethan y su esposa Eli nunca tuvieron hijos, por lo que convirtieron a los de los demás en los suyos propios. Eran toda una institución entre los críos del pueblo y no faltaba día en el que un puñado de ellos pasaran la tarde en la granja de los Scott ayudando al viejo a dar de comer a los animales para, después, dar buena cuenta del pastel de manzana que puntualmente Eli les preparaba. Yo también fui alguna vez a su granja, pero dejé de hacerlo porque el viejo siempre me hacía el vacío. No sé, siempre se mostraba especialmente arisco conmigo: o no me dirigía la palabra o, cuando lo hacía, era para soltarme alguna lindeza malsonante, lo que nunca vi que hiciera con los demás críos.

    En fin, con los años, he llegado a pensar hasta que el viejo se comportaba así conmigo porque era un jodido supersticioso. La verdad, es la única explicación que le encuentro, ya que Eli comenzó a enfermar de lo que se la llevó a la tumba el año en que yo nací. No sé, es lo único que se me ocurre; pero lo cierto es que el maldito viejo me tenía manía y, aquella mañana, me desquité haciendo añicos sus puñeteras magnolias.

    —No te preocupes, Ethan; hablaré con el chico —aseveró mi padre para zanjar el tema.

    —Algo más que hablar —respondió el viejo—. Pon pie en pared con ese crío.

    —Lo haré, Ethan —dijo mi padre—; lo haré. Vete tranquilo.

    Después de eso la puerta se cerró y la casa quedó inmersa en un silencio estremecedor que no auguraba nada bueno. El silencio era absoluto, acentuado por el hipnótico sonido pendular del reloj del salón. Ese silencio me decía que mi padre continuaba inmóvil en el recibidor de la entrada, mascullando para sus adentros mi castigo.

    —¡Jack, baja aquí ahora mismo! —rompió el silencio mi padre con su voz grave. Sabía que estaba perdido.

    Dudé durante unos segundos, tras los cuales salí de la habitación entornando muy lentamente la puerta, con la infantil esperanza de dilatar lo más posible en el tiempo la tunda que me iba a caer encima. Comencé a bajar las escaleras en dirección a mi padre, sin levantar la mirada de mis pies, los cuales rompían el silencio de la casa con el crujir de la madera vieja a cada paso que daba hacia el destino que el viejo y mi padre habían sellado.

    Cuando llegué a su altura, levanté la mirada y sus ojos se clavaron en los míos. La puerta de entrada quedaba a su espalda y la luz de media mañana que entraba por la cristalera de la puerta recortaba su enorme y robusta silueta frente a mí. En ese preciso instante extendió su brazo derecho y, sin mediar palabra, me agarró de la oreja izquierda, abrió la puerta y me arrastró por todo el jardín de la entrada sin soltar mi oreja en dirección al viejo cobertizo donde guardábamos los aperos y trastos viejos. En ningún momento despegó los labios ni para maldecir —mi padre era un tipo más seco que el papel de fumar; apenas despegaba el pico y, cuando lo hacía, rara vez era para soltar florituras—. Estuve dos semanas sin poder sentarme de los correazos que me dio en el trasero; dos semanas en las que solo me dirigió la palabra una vez, y fue para preguntarme si había aprendido la lección.

    Aquella paliza tampoco es que fuera una novedad, ya que mi padre tenía la mano bastante suelta y la forma habitual de educar a sus hijos era a base de correazos. Tampoco me hubiera ayudado mucho si mi madre hubiese estado en casa aquella mañana —aquel día había ido a la oficina de correos de Huntersville con mis dos hermanos pequeños, Bobby y Adam, de ocho y seis años respectivamente—, ya que ella era de la misma opinión que mi padre en todos y cada uno de los aspectos de la vida —sabía lo que le convenía—. Pero lo que sí es cierto es que aquella tunda la recuerdo más que ninguna otra. El caso es que, algún que otro día, me viene a la cabeza aquella paliza y se me revuelven las tripas; pero no por los correazos que me dio mi padre —ni tan siquiera por la forzada indiferencia de mi madre después—, si no porque aquel día, por primera vez, me sentí solo; muy solo.

    Sí señor, cada vez que recuerdo aquel día resuena en mi cabeza la conversación entre el viejo Ethan y mi padre, imaginándolos como dos tratantes de ganado en la feria anual regateando por el precio del cochino al que después abrirían en canal. No digo que no mereciera mi castigo —una buena tunda sí que me hacía falta, la verdad—; lo que quiero decir es que mi padre podría haber regateado más y no venderme a las primeras de cambio solo porque el maldito viejo se le pusiera a lloriquear como una quinceañera histérica. Una cosa es que me diera mi merecido, pero otra muy distinta es que se tragara lo que le contó el viejo sin más. No sé, tal vez, si me hubiera pedido alguna explicación podría haber intentado salvar mi trasero largándole el rollo acerca de la tirria que me tenía el viejo, o algo por el estilo.

    En fin, no hay que darle más vueltas: el viejo Ethan me tenía ganas, vio la oportunidad, disfrutó como un gorrino revolcándose en su propia mierda y yo, ese día, dejé de confiar en mi padre.

    III

    Eddie la Comadreja era un manojo delgado y espigado de nervios. Siempre escurriéndose entre la cocina y la barra a toda velocidad, constantemente estaba soltando juramentos en cada uno de los viajes que daba cargado de platos. Además, no era especialmente aseado; jamás vi que se lavara las manos mientras estaba en la cocina, de lo que daban fiel testimonio sus largas y ennegrecidas uñas. Tampoco mejoraban mucho su imagen los largos, huesudos y amarillentos dedos que lucía impregnados de la nicotina de los cientos de cigarrillos que empalmaba al día, uno detrás de otro, cada diez minutos; daba igual que estuviera cocinando, conduciendo o meando, siempre tenía un pitillo entre los dedos. Pero, eso sí, cocinaba como Dios.

    En efecto, Eddie, además de mugre, tenía magia en las manos para eso de la cocina. Preparaba los mejores huevos con jamón de todo Marlinton, acompañados de unas patatas fritas crujientes cortadas muy finas a las que añadía sal gruesa y pimentón dulce por encima, completando el menú un pan de centeno con mantequilla pasado por la plancha que hacía que te olvidaras de las manos que lo habían preparado. Eso, y el «ingrediente secreto» que afirmaba añadir a sus platos —jamás quise preguntar—, hacía que la cafetería que regentaban Eddie y su esposa Mily fuera una verdadera locura a la hora del desayuno.

    —Mire lo que le digo, jefe Smith —aseveró Eddie clavando en mí sus saltones ojos azules desde el otro lado de la barra mientras me apuntaba con sus amarillentos dedos índice y corazón derechos atravesados por un moribundo pitillo con más ceniza que tabaco—, han sido esos condenados negros.

    —Tienes toda la razón, Ed —le jaleaba con voz ronca Bill el Orejas, quien, sentado a mi derecha, apuraba la enésima cerveza de la mañana en el mismo taburete que, con toda seguridad, ocuparía hasta que Eddie cerrara el local bien entrada la noche—. Toooda la razón.

    —Pues claro que tengo razón —prosiguió la Comadreja encendiendo otro arrugado cigarrillo con la punta del que acababa de consumir—. Han sido esos malditos negros, y lo que tenían que hacer esos maricas de la Estatal es ir y quemar esas pocilgas en las que viven y dejar de joder a la gente honrada de Marlinton con sus preguntas —continuó profiriendo sin apenas pestañear—. ¿Tengo razón o no, sheriff? —me inquirió—. Pues claro que tengo razón —volvió a repetir, contestándose a sí mismo—. Lo que pasa es que usted no me dará la razón porque le va el sueldo en ello, ¿verdad? —me dijo mientras acercaba su huesuda cara a la mía, entrecerrando los ojos y dibujando en sus labios una leve mueca socarrona.

    —¡Cierra esa bocaza, Edward! ¡Y vuelve a la cocina, que los clientes están esperando! —salió a mi rescate Mily desde las mesas del fondo del local—. ¡Y tira ese cigarrillo asqueroso de una maldita vez! —le gritó.

    —¡Ya voy! ¡Ya voy! —le contestó la Comadreja, al tiempo que se incorporaba como un resorte detrás de la barra abandonando su postura desafiante hacia mí de hacía unos segundos—. Condenada mujer —masculló entre dientes—. ¿Quién me mandaría casarme con esta mujer del demonio? —siguió relatando mientras se deslizaba hacia la cocina en busca de refugio.

    Eddie, en realidad, no era mal tipo. Era el típico hillbilly de los Apalaches que tenía soluciones fáciles para todo. En su mundo todo era o blanco o negro; si no estabas de acuerdo con él era porque algún interés sacabas de todo aquello, lo que en ocasiones podía llegar a convertirlo en un sujeto bastante desagradable. Por suerte, para él, Mily lo llevaba más recto que una vara y más de una vez evitó que alguien le estrellara una botella en su cabezota.

    Eddie la Comadreja y Mily Miles eran como el aceite y el agua. Mily era el orden y la limpieza personificados. Siempre lucía un impoluto uniforme azul celeste encorsetando su pequeño y rechoncho cuerpo ya entrado en

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