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Dandy Day
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Libro electrónico138 páginas1 hora

Dandy Day

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Dandy Day es un espíritu libre de treinta y cinco años, con miedo al compromiso que trabaja como camarera en patines en el paseo marítimo de Venice, en Los Ángeles. Cuando su psicóloga le da plantón sin previo aviso, justo cuando estaban a punto de descubrir por qué todas sus relaciones amorosas sólo duraban el gran período de tiempo de tres meses, Dandy decide solventar sus problemas sentimentales por su cuenta. Con la ayuda a regañadientes de su mejor amigo de toda la vida, Simon, Dandy empieza a seguirles la pista a sus exnovios uno a uno, y realiza una autopsia de sus relaciones para llegar al fondo de la relación que mantiene con su mediocre vida.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 feb 2016
ISBN9781507113738
Dandy Day

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    I received a copy of Dandy Day by Annie Wood in exchange for an honest review.

    Dandy Day – yes that is her real name – is 35 years old and as neurotic as anyone could ever be. She decides to find out what it is about her that makes none of her relationship work out for longer than three months and goes about interviewing her exes to find out where she went wrong.

    This was a very funny, short story, I could not help but like Dandy, even when she did not exactly have a “Dandy Day”… Her obsession with analyzing her emotions were a hoot, and even though she was overly analytical, it make the story very funny.

    Loved it!

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Dandy Day - Annie Wood

CAPÍTULO 1

Dandy:

Estoy en mitad de un prado, con los brazos extendidos. Todo empieza con Robert Downey Junior, seguido de Johnny Depp, inmediatamente después vienen Colin Farrell, Bradley Cooper y por último Hugh Jackman. Todos caen del cielo en mi dirección; cada uno atrapado dentro de su propia gota de lluvia personal. Siento que puedo atraparlos, salvarlos, y como consecuencia salvarme entonces a mí misma. Alzo los brazos, preparándome para recoger los hombres-gota, pero algo va tremendamente mal. Pesan más de lo que esperaba, y descubro que las gotas son de cristal. El peso de las gotas es demasiado para mí, de modo que las dejo caer y, en ese momento, veo horrorizada como se estrellan estrepitosamente contra el suelo. Bradley, Hugh, Colin, todos ellos se hacen añicos ante mis ojos. Y todo porque no fui capaz de sostenerlos.

Pienso en llorar, pero en su lugar... me despierto.

Mi despertador suena con la misma melodía de siempre I know something about love[1]. Soy una fanática del sarcasmo. Mi recurrente sueño de la lluvia de hombres ya no me incomoda mucho. He logrado acostumbrarme. Sin embargo, siempre hay un momento del sueño, cuando los veo escabullirse entre mis dedos, en el que me entristezco profundamente. Y me siento así porque sé que es inevitable: la colisión, el estruendo del cristal haciéndose añicos, el final.

Cojo el desayuno, que consiste en un batido de chocolate Yoo-Hoo grande, y me pongo los patines. Me recuerdo que tengo que probar el batido de fresa Yoo-Hoo un día para salir un poco de la rutina. Es otro día soleado en el paseo marítimo del barrio de Venice, y estoy lista para ir a la visita con mi loquera en patines. ¿Por qué voy al loquero? Porque vivo en Los Ángeles. Es costumbre aquí. Además, mi seguro médico lo cubre, y tengo curiosidad en conocer lo que mi inconsciente se trae entre manos. Sobre todo en lo que se refiere a hombres. Me encantan los hombres y creo que yo les encanto a ellos, pero aparentemente, sólo en pequeños apretones. Después, ¡PUF! Se acaba el amor. Al parecer no soy capaz de tener una relación duradera. Tengo treinta y cinco años y estoy deseando tener una relación estable.

He estado sin rumbo fijo la mayor parte de mi vida, pasándomelo bien, explorando... soy lo que la gente llama una espíritu libre. Si estuviera hablando en voz alta, definitivamente habría hecho el gesto de entre comillas, salvo que menos mal que no lo estaba haciendo, porque está ya muy trillado (aun así, las comillas gestuales se sobre entienden). Lo que pasa es que por mucho que sea consciente de que espíritu libre no es un insulto, normalmente en mi caso, tiene como resultado que acabe haciendo algo muy estúpido: como enamorarme de un chico porque tenía cejas perfectamente esculpidas; o caerme en una piscina cubierta en una cena de lujo, o darme de bruces mientras patino en el paseo marítimo. Al parecer tengo un espantoso repertorio de caídas. De todas formas, sé lo que la gente quiere decir con espíritu libre. Quieren decir: alocada, fuera de control, vida disfuncional al estilo de la serie de televisión Arrested development, síndrome de Peter Pan, fulana. Y tal vez tengan razón. Me gusta seguir mis propias reglas, lo que explicaría por qué no tengo un trabajo de verdad. En realidad, trabajar de camarera es un trabajo de verdad, pero no de la forma que yo lo ejerzo: llevo puestos patines todo el día y el jefe es un completo hippie guay, de modo que rara vez me echa la culpa cuando la cago con los pedidos o cuando rompo platos (ambas cosas pasan a menudo). Ir patinando por ahí mientras haces malabarismos con platos llenos de comida no es el curro más fácil para un pato mareado como yo, pero también es cierto que tampoco es el trabajo más exigente. Treinta y cinco años.

A veces me gusta repetir esa cifra mentalmente. Treinta y cinco, treinta y cinco, treinta y cinco. La repito para ver si tomará forma en mi mente y se convertirá en algo concreto. ¿Qué quiere decir ese número en particular? ¿Cómo imaginaba que iba a ser la vida a los treinta y cinco? Todavía no estoy exactamente en el ecuador de mi vida, a menos que viva hasta los setenta; entonces, sí que estoy justo en la mitad. ¡Tal vez sea una madurita ahora mismo! Aunque mi yayo tiene noventa y cinco, así que si llego a su edad, todavía soy una chiquilla. Mi madre murió cuando tenía ocho años, eso quiere decir que ella sólo tenía... treinta y cinco años. Espera un segundo... tengo ahora la misma edad que tenía mi madre cuando murió. ¡Vaya!

Seguramente es eso lo que inconscientemente me ha llevado a ir antes a la consulta de la psicóloga este año. Mi filosofía de vivir el momento me ha traído justo a este instante. No es horripilante, pero realmente tampoco es la panacea. Trabajo con mi mejor amiga, Debbie  y vivo pared con pared con mi mejor amigo, Simon. Además trabajo y vivo al lado del paseo marítimo del barrio de Venice. Le hago una visita al yayo cada semana, pero aparte de eso, todo lo que hago es... existir.

Una de dos, o soy súper espiritual o súper perezosa. La doctora Karen siempre me pregunta si soy feliz. Yo creo que soy feliz pero, ¿cómo puedo expresarlo?

No soy infeliz.

¿Se considera la ausencia de infelicidad, felicidad?

Disfrutaría teniendo una relación, alguien con quien compartir mi vida.

Sin embargo, tal vez no llegue a conseguirlo.

La doctora Karen me pregunta cómo me siento sobre el hecho de tener treinta y cinco años. No sé el supuesto significado de mi edad, pero sí sé que tiene importancia. La gente siempre está hablando de su edad, de si son jóvenes, de cuánto tiempo les queda para hacer todas las cosas que deberían estar haciendo hasta ahora. En mi opinión, los números son agotadores. Hay mucha preocupación y miedo detrás de ellos. ¿Por qué no nos concentramos todos en vivir nuestras vidas, en disfrutar de nosotros mismos, tal vez incluso en hacer buenas acciones por aquí y por allá y olvidarnos de los números que se encuentran detrás de tu nombre? Ese número tan importante siempre tiene el papel protagonista. Cada vez que leo un artículo de una revista, la historia siempre enumera los nombres de la gente, seguidos de sus edades. Blanche Smith, 47 años. Richard Donner, 23 años. Stella Burnside, 59 años. ¿Por qué se hace eso?¿Por qué no se enumera información útil como: Blanche Smith, narcisista horripilante. Richard Donner, mentiroso compulsivo. Stella Burnside, cazafortunas avariciosa. Esa información da una tonalidad mucho más interesante al panorama que un par de números tontos.

– ¡Oye, Dandy! ¿Ya vas tarde otra vez? – grita Simon desde su ventana.

– ¡Otra cosa no, pero sí soy de costumbres fijas! – le respondo gritando.

Simon y yo solemos hablar desde lejos levantando la voz. Es mi mejor amigo desde que teníamos once años y vivíamos en el Valle de San Fernando. Fue en su hombro donde lloré cuando el yayo vino a recogerme aquel día al colegio. El yayo era un mar de lágrimas cuando intentaba contarme lo del accidente. Fue la primera vez que vi llorar a un adulto y fue horrible. Cuando intentaba anunciarme la muerte de mi madre, su hija, recuerdo ponerle los bracitos alrededor de los hombros y decirle a mi gran abuelo superviviente del holocausto que todo iría bien. Mi padre se largó de casa cuando yo era un bebé, en ese momento mi madre acababa de morir, y la abuela murió antes de que yo naciera, así que sólo quedábamos el yayo y yo. No lloré hasta que Simon vino a casa ese día a jugar. Él no sabía qué hacer, aunque me dejó abrazarle mientras lloraba. Incluso recuerdo que me dio varias palmaditas en la cabeza. Me sentí tan cerca de Simon en aquel momento; a pesar de que sólo éramos niños, que me dije a mi misma: por favor, no te vayas nunca. Y quiso la suerte que Simon fuera el único hombre, aparte del yayo, que no ha huido de mí.

Simon también tiene treinta y cinco años, pero no parece muy preocupado al respecto. Nunca se ha casado y tampoco tiene idea alguna de qué va a hacer con su vida. Es camarero en un bar histórico y muy guay en Venice, que se llama Zane’s. Había sido un bar clandestino en los años veinte. ¡Ah, los años veinte! Siempre he tenido la sensación de que fui una flapper[2] en otra vida. ¡Tuvo que ser una gran época con todos esos bailes, ingestas de champán y diversión! Quitando el desplome de la bolsa,

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