Mi locura más cuerda
Por Jhoanna Rola
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Mi locura más cuerda - Jhoanna Rola
futuro
Jhoanna Rola
Mi locura más cuerda
A ti, mami, por darme la vida, por enseñarme a ser valiente y creer siempre en mí; a ti, mami, por ser la mujer más valiente que ha existido nunca. A ti, Josep, amor de mi vida y de todas mis vidas, por cumplir cada palabra dada, por tus besos, por tu paciencia y por la seguridad que me brindas con solo mirarme.
Agradecimientos
Nada de esto sería posible si JM no hubiera venido a mi mundo. Ha sido mi mayor fuerza e inspiración, el motivo por el que mi vida ahora tiene un sentido.
Querido hijo, sé que ahora no sabes leer y que no puedes imaginar lo feliz que estoy de haber escrito este libro, pero guardaré un ejemplar para ti. Gracias por elegirme como madre y por sacar lo mejor de mí.
A Lorena Baño por creer en mí desde el minuto cero, por brindarme esta oportunidad, que no pude dejar pasar.
A Joan Estapé por su paciencia y profesionalidad.
A mis hermanas por quererme igual a pesar de la distancia, por sentirse orgullosas de mí como yo de ellas.
Y un agradecimiento especial a todos los que estáis leyendo este libro, por interesaros en conocerme más a fondo, por acompañarme en @jhoannarola cada día, por ayudarme a perseguir mi sueño... Si no lo sabéis, sois una base muy importante en MI LOCURA MÁS CUERDA.
Prólogo
Cierto día recibí una llamada de Lorena, una chica encantadora que había conocido en la organización de un mercado de Sitges. Había tenido la oportunidad de tomar un café con ella y enseguida supe que podía guardarla en la lista de personas transparentes, de las que yo voy coleccionando como amigas. Ese día me llamó para proponerme escribir un libro y automáticamente le pregunté: ¿Escribir un libro? ¿De qué? ¿Qué voy a contar? ¿Por qué yo? ¿Me estás gastando un broma? Lorena pensaba, tal como me contó, que yo tenía algo especial que podía transmitir a mis seguidoras mediante un libro, un medio que permite contar más cosas que en los breves y puntuales formatos de las redes sociales. Aunque inmediatamente le dije que sí, me aclaró que primero debía presentar una propuesta que, como es natural, podía ser aceptada o denegada por el comité editorial. Respondí que sí con la boca pequeña, sin dejarme llevar por el entusiasmo y no quise contarlo a nadie hasta que el proyecto fuera firme.
Todo pasó tan rápido que todavía no puedo creer que ahora esté escribiendo estas líneas introductorias a mi biografía a pesar de mi juventud. Sin embargo, son muchas las cosas que he vivido y creo que merece la pena contarlo desde el comienzo, al menos desde las primeras vivencias que la memoria ha mantenido frescas.
No soy escritora, ni pretendo presentarme como tal. Ni en mis mejores sueños imaginé que iba a escribir un libro y menos contando detalles personales de mi vida. Si os digo la verdad, ahora que ya está escrito, aún no puedo creérmelo. ES MUY FUERTE. Estoy de acuerdo que todos tenemos una historia que contar. Yo vengo a contaros la mía, quiero que conozcáis mi parte más sensible, más loca y más valiente. Seguramente es una historia más como la de tantos colombianos que han dejado su país, como la de muchos extranjeros y muchos locos que volaron para construir mejores sueños. Probablemente hay detalles que no os cuente, porque no quiero herir corazones. Algunos nombres son ficticios, pero mi historia es real. Mi historia no termina cuando se acaben las páginas de este libro, mi historia continua, pero aquí os dejo una gran parte de mí.
Mis primeros años
Si la memoria no me falla, mis primeros recuerdos se remontan a cuando tenía cinco años. En aquella época entraba en la ducha con los pantis puestos y tapándome los pechos con las manos. En mi infantil inocencia, pensaba que mi vida se mostraba en la tele como en una película, y yo, tan pudorosa, no quería mostrar mis partes íntimas. Creo, pues, que mi libro de recuerdos, que ahora abro para vosotras, comenzó a escribirse entonces. Hay momentos que, mirando hacia atrás, veo que habría preferido ahorrarme algunas experiencias, pero, si lo pienso bien, toda vivencia, buena o mala, me ha llevado a ser la mujer que soy en la actualidad.
Os cuento. Crecí en una familia humilde, en un pueblo muy pequeño de Colombia llamado Yopal donde la gente vive principalmente de la ganadería y el cultivo de arroz. Todavía hoy conservo muy fresco el recuerdo de la casa de mi abuela. No era muy grande, no disponía de luz eléctrica, pero tenía un jardín precioso lleno de flores y mariposas que daban luz y alegría a toda la hacienda. Era nuestro lugar preferido en el mundo. Con mis hermanas nos inventábamos historias de princesas y nuestra imaginación nos llevaba a una mansión llena de lujos, de aquellas comodidades que veíamos en las telenovelas; otras veces viajábamos por carruseles a diferentes partes del mundo y otras, simplemente, nos echábamos al suelo a contemplar el cielo. Allí estábamos las cinco: mi madre, mis tres hermanas y yo. Seguramente, en aquellos días lo que más preocupaba a nuestra matriarca era el futuro de sus cuatro retoños o, más cierto todavía, se centraba en el presente, aquel duro presente del que no podía escapar. El pasado inmediato de mamá había sido especialmente duro y cruel, pues como me contó, estremeciendo mi ser, dejándome tiritando como una hoja en otoño, con dieciocho años había tenido a su hijo Ricardo que acabó perdiendo simplemente porque se lo robaron. Cuando mi mamá pensaba que iba a labrarse una vida con el padre del niño se presentó de malas maneras otra mujer embarazada. Mi madre se quedó con el pequeño Ricardo y sin pareja. Los abuelos maternos de mi hermano se hicieron cargo de él y de mi madre, hasta que un día desaparecieron del mapa y mi madre se quedó sin su querido hijito. Lo buscó desesperadamente, pero no pudo dar con él. Así eran las cosas entonces.
Recuerdo un árbol grandioso que sobresalía del techo de la casa y que, en las noches de tormenta, sus ramas susurraban a los cristales y daban vida a monstruos gigantes o al hombre con pata de palo que cada tarde se paseaba por delante de casa en bici. En un costado de una pared de la casa sobresalían unos cuantos bloques que hacían de escalera, algunas veces cuando la abuela se distraía pelando las conchas de los frijoles o cocinando, me subía allí a coger ramas de los árboles para crear castillos en el jardín. Cómo olvidar aquella mañana en la que iba con Nora (un año menor que yo) al colegio, agarradas de la mano, con nuestras mochilas, el uniforme de cuadros escoceses y unos zapatos que me recordaban a cada paso que me iban pequeños. Recuerdo esa tormenta que se cruzó repentinamente a mitad de nuestro camino; Nora y yo nos quitamos los zapatos y comenzamos a saltar charcos en calcetines. El tiempo se detuvo, nada nos importaba, ni volver a casa ni ir corriendo al cole. Éramos niñas y si la tormenta hubiera durado treinta años, todavía estaríamos allí saltando charcos al estilo Peppa Pig.
Una mañana mi madre y mi padre discutían, los gritos eran cada vez más fuertes y se oía a mi madre llorar desconsolada. Era un llanto lleno de rabia y corrimos a la puerta cuando vimos que mi padre se marchaba de casa. Llevaba en sus brazos nuestro televisor que funcionaba con batería. Nora se le colgó a una de sus piernas, no sé muy bien qué le llevó a tomar esa reacción, quizás para evitar que se marchara o para que no se llevara nuestro televisor. Carolina cargaba a Angélica en los brazos y yo me agarraba de las faldas de mi madre acompañándola en su llanto. Sabíamos que algo malo estaba pasando, ya que mis padres no solían tener ese tipo de enfrentamientos o al menos no que yo recuerde; se le oyó un grito y un rechazo con la pierna, quitándose a Nora de encima, quien a su corta edad ya empezaba a demostrar su carácter; se marchó sin que al parecer le importaran nuestras lágrimas o el dolor de mi madre, simplemente desapareció sin mirar atrás... Quizás es uno de esos días que muchos no quieren recordar, uno de esos días que cambian el futuro para siempre y que tal vez si no hubiera pasado ese suceso las líneas de esta historia probablemente no existirían o probablemente fueran diferentes. A partir de ese día todo se volvió más difícil.
Esperamos muchas tardes en el jardín a que papá volviera con el televisor y que solo hubiera ido a arreglarla, ya que, a decir verdad, la resolución no era muy buena; quizás llegaría con la sorpresa de que traía una nueva. Entre lágrimas diarias, mi madre sabía que esa sorpresa no iba a llegar. Él había decidido que tendría un nuevo hogar, al lado de la mejor amiga de mi madre, tan buena ella que, cada tarde, mientras mi madre trabajaba, nos preparaba la merienda; tan buena ella que nos cambió un pan por un padre. Puedo imaginar el dolor de la doble traición que tuvo mi madre, pero seguramente sea más de lo que pueda llegar a imaginarme. Era su amiga, la que nos cuidaba, la que nos traía galletas, era buena amiga, ¿Qué le había pasado a aquel hombre que llegaba cada tarde a jugar con sus hijas? ¿Qué le había pasado a aquel papá que corría tras sus hijas? ¿Qué le había pasado a aquel marido ejemplar? Simplemente, había volado.
Había que afrontar un mundo nuevo, con menos dinero, con menos alegrías y sin un televisor. Ya no estaba el hombre de la casa, el que nos protegería de los monstruos y del hombre de la pata de palo. Debíamos convertirnos en guerreras y salir del jardín de mariposas. Al poco tiempo, como era de esperar, el dinero no alcanzaba a cubrir los gastos, aunque mi madre se multiplicaba por cinco para trabajar aquí y allá; no era suficiente, pero como buenas guerreras supimos ajustarnos a las verdaderas necesidades.
Carolina, cuatro años mayor que yo, cuidaba de nosotras junto con la abuela; desempeñó su papel de hermana mayor tan bien que con solo diez años cocinaba casi mejor que yo ahora con treinta. Dentro de la escasez de alimentos, trataba de innovar siempre con el arroz. Siempre tan pendiente de nosotras, con una responsabilidad que no le correspondía y que muchas veces se tomaba tan en serio que algún tortazo nos caía.
El tiempo todo lo cura
No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Al final te tienes que armar de valor y seguir adelante. Fue lo que aprendí de mi madre; tanto tiene ella que contar que, probablemente, su biografía sería un bestseller y el señor Steven Spielberg no tardaría en sacarle una película. Ella aprendió que tenía que ser valiente, era la reina de cuatro princesas que seguirían sus pasos y a quienes les llegaría el momento en que tendrían que afrontar su vida. Por ello tuvo que aceptar su presente, aunque muchas veces se le oyera llorar o su almohada estuviera cansada de oír sus atribulados pensamientos. Se hizo la idea de que sería madre y padre a la vez y que nada ni nadie le volvería a hacer daño, ni a ella ni a sus hijas.
Mi madre tuvo claro que a sus hijas no les faltaría de nada, especialmente aquella noche que el fuego de una vela, que iluminaba nuestra oscuridad, quemó gran parte de nuestra habitación. Dormíamos las cuatro juntas después de contarnos un cuento. Milagrosamente, el fuego solo quemó álbumes de fotos que nos recordaban nuestra vida anterior en la que había un padre en casa. Ya no tendríamos nada que nos recordara que una vez habíamos sido una familia completa, ni los embarazos de mi madre de cada una de nosotras ni nuestra primera vez. ¿Y qué más daba? A decir verdad, lo que importaba en aquel momento no era la ropa que pudimos perder ni el papel que se hizo ceniza: habíamos salido ilesas y era lo que importaba; total había un recuerdo que nada ni nadie podría eliminar: una madre y sus hijas.
Parecía que los planetas no giraban en nuestro sentido. La pareja de mi abuela murió por un cáncer de pulmón fulminante; quizás hacía tiempo que conocía el daño que infringía el tabaco, pero él era de ese tipo de hombres que sólo había ido dos veces el hospital: el día que abrió por primera vez sus ojos y el día que los cerró para siempre. Murió agonizando de dolor, ardía por dentro. Pedía ayuda a mi madre, pero ni un milagro podría haberlo salvado. Don Marcos siempre iba descalzo, era un hombre muy silencioso; nunca se le oía discutir, se sentaba en el jardín sobre una piedra a contemplar la vida acompañado de su tabaco. Vivió toda su vida al lado de mi abuela, después de que el abuelo fuera arrebatado por un ataque del corazón cuando mi madre tenía cinco años. Parecía que fuese el destino que se empeñaba en arrebatar a padres a esa edad. Con la muerte de don Marcos, se agravaron los problemas económicos. La abuela no estaba casada, por lo que no tenía ninguna pensión. Necesitaba la casa para alquilarla y con ello un problema más se le sumaba a mi madre.
¿Quién le iba a alquilar un piso con cuatro hijas y sin un trabajo? Caminó horas y horas, esperando que alguien entendiera su situación, rezando para que la próxima puerta la abriera un ángel. La mayoría de las puertas se las cerraron en la cara, pero no se dio por vencida, tenía que convencer a alguien de que ella saldría de esa situación, era una guerrera y solo necesitaba un voto de confianza. He aquí que la persistencia, el interés y los milagros acaban bien.
Llegada la oscuridad, mi madre tocó aquella puerta, una familia la escuchó y nos abrieron las puertas de su casa. Fue tanta su generosidad que nos ayudaron a hacer la mudanza. Por fin, desde hacía un tiempo, la vida le sonreía un poco a mi madre. Era una mujer de objetivos. El día que su marido nos dijo adiós, le pasaron dos cosas: el corazón se le rompió en mil pedazos, quiso retroceder en el tiempo y corregir el error para no tener que vivir aquel momento, pero también le recordó a la chica que con dieciséis años se quedó embarazada, que muchos le aconsejaron que abortara y ella, con valentía, decidió ser madre. ¿Quién era ella para acabar con una vida? ¿Qué culpa tendría Carolina? Era valiente y nunca recorrió un camino de flores, así que podría sacar a sus cuatro hijas adelante, pagarles un colegio, comprarles algún capricho y, claro que sí, ¡les daría una casa!
Ahora solo había que crear un mundo nuevo, ampliar los horizontes, centrarse en el presente: no había tiempo para llantos y maldiciones; no había tiempo para hacerse la víctima, el tiempo corría en contra y había que ser ágil e inteligente. En Colombia, a causa del machismo que impera desde hace muchos años, la infidelidad de los hombres es muchas veces tolerada por sus esposas. Quizás tienen miedo de afrontar toda esta avalancha de consecuencias y no permitir que se les infravalore. Aún así hay muchas madres que deciden desempeñar el rol de padre y madre a la vez. El ayuntamiento del pueblo no las desampara y desarrolla programas de ayuda para familias monoparentales. Las casas subvencionadas eran una de esas ayudas del municipio y mi madre fue seleccionada para optar a una de ellas. Para ella representó una gran alegría saber que algún día no tendría que preocuparse por no poder pagar el alquiler y por fin poder dar un techo seguro a sus hijas.
La ilusión de una casa propia
Para conseguir esa casa había que trabajar mucho. Mi madre, sin ningún pudor ni prejuicios, se arremangó y en los ratos libres trabajó como cualquier albañil de obra. Recuerdo sus mejillas manchadas, su cara de cansancio después de una larga jornada. Consiguió un trabajo de media jornada en la lavandería del hospital, por las tardes trabajaba de recepcionista de hotel y los fines de semana en la que sería nuestra casa. Muchos días se encontraba tan cansada que buscaba un rincón por el hospital para hacer una pequeña siesta y retomar energía y continuar con su labor. Allí, bajo el sol abrasador, que pocas veces bajaba de los treinta grados, ladrillo a ladrillo, crecía la emoción de ver acabada la dulce morada. Entre semana le ayudaba mi tío Victor que, con el tiempo, llegó a ser un gran maestro de obra y mientras tanto le proporcionó una gran ayuda a mi madre.
Tras tanta carga y responsabilidades, muchas veces pensó que no podría con ellas. Hubo días que el dinero no llegaba para una compra necesaria, en los que la cena consistía en leche y pan; días en que no había trabajo; días en que sus hijas se enfermaban y no había dinero para medicamentos. Muchas veces se vio con el agua en el cuello, días que deseaba quedarse a dormir todo el día, hacer un stop a los problemas, a las responsabilidades, a la difícil situación de educar cuatro hijas sola. Seguramente en algún momento de desesperación quiso salir corriendo o se preguntaría qué habría hecho mal para vivir esa vida. No sé si lo habrá pensado, pero la desesperación le llevó a tomar una de las decisiones más difíciles de su vida. Posiblemente fue más dolorosa aquella decisión que el dolor que sufrió aquel día que su marido decidió olvidarse de los sueños y metas que un día se habían propuesto juntos, en que se olvidó del juntos para siempre.
Mi madre era consciente de que no podía con todo; lo intentó, dio todo de ella y más, pero no tenía porque llevar ella sola estas responsabilidades, no podía mantenerlo todo mientras la otra parte responsable tenía un buen trabajo y mantenía a otra familia que no era la suya. Entonces, tomó la dura decisión de hablar con William, mi padre, que seguía viviendo en el mismo pueblo, aunque nunca le viéramos. Le propuso que le pasara más dinero o se hiciera cargo de dos de sus hijas. Desgraciadamente, la segunda opción fue la acordada. Llegaron al acuerdo de que en cuanto mi madre tuviera un hogar seguro, volveríamos a estar nuevamente juntas. De la noche a la mañana pasamos de ser cinco a ser tres; nos sentíamos incompletas, faltaba la alegría de Nora por todos los rincones, los llantos de Angélica y su risa de bebé. Con el alma fuera y el corazón hecho trizas, Marta hizo las maletas de sus hijas. Ahora, cómo les podría explicar que por la noche tendrían que dormir sin ella y nos veríamos