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Nakerland: Pide un deseo
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Nakerland: Pide un deseo
Libro electrónico235 páginas3 horas

Nakerland: Pide un deseo

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Información de este libro electrónico

Las vacaciones de verano habían llegado para Sack y Sarah. Visitando las espectaculares Dream Mountains, su padre les cuenta la leyenda de Claude, un hombre al que se le concedió el deseo de volver a ser feliz de nuevo. Así les explica que cuando alguien pide un deseo este se puede hacer realidad, aunque les advierte de que hay que tener mucho cuidado con lo que uno desea. Pero lejos de ser una simple fantasía, ambos hermanos descubren la verdad sobre el lugar desde donde se conceden esos deseos... un lugar llamado Nakerland.
Estos dos jóvenes viven de distinto modo las consecuencias de sus deseos en un increíble lugar lleno de magia y misterio, pero que, como en el mundo real, se disputa un conflicto entre el bien y el mal. Una lucha entre los que habían sido hacía un tiempo hermanos y ahora son enemigos. Nakers y Badernakers, enfrentados por conseguir el poder, peleando en una increíble batalla en la que tanto Sack como Sarah serán una pieza clave que determinará el resultado final.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2020
ISBN9788418344732
Nakerland: Pide un deseo

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    Nakerland - Maite Ruiz Ocaña

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Maite Ruiz Ocaña

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-18344-73-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    Agradecimientos

    Lo primero y al primero de todos, darle las gracias a mi marido Mon, por regalarme ese pequeño portátil que ha recogido esta novela desde el principio hasta el final. Por creer en mí, por ser mi compañero y apoyo incondicional y por empujarme a autopublicar este libro. Gracias a él esta novela ha salido de las cuatro paredes en las que llevaba encerrada varios años, transformándose en un regalo para mi alma y mis emociones.

    A mis padres, por hacer posible que haya escrito este libro, por inculcarme desde pequeña la pasión por la lectura y alimentarla cada día.

    A Gema S., la primera que leyó el libro y que me transmitió su admiración e ilusión para que continuase escribiendo.

    A David R., gran admirador, seguidor y lector de novela fantástica, por su sincera crítica y por sus valiosos consejos para matizar determinados momentos de la historia.

    A Laura M., «comelibros» insaciable, princesa de la casa, perfil perfecto para la lectura de esta novela, por ser mi conejillo de indias, por leerla y ¡querer más!

    A Irene F., por ser mi primera correctora y por enseñarme sobre este mundo de la escritura.

    A mi familia y amigos, por inspirarme en cada momento y por llenarme de ideas nuevas siempre.

    Y gracias a todos vosotros, que os habéis animado a leer Nakerland, porque gracias a cada uno de vosotros el mundo de las ilusiones nunca desaparecerá.

    A todos, nunca dejéis de soñar…

    ¡Por fin llegaban las vacaciones!

    El curso había sido muy duro. Sack había estudiado mucho para poder disfrutar de unas fantásticas vacaciones con sus padres y su hermana. Llevaban meses planeando su viaje a las montañas. A Sack y a sus padres les encantaba la acampada, y cualquier ocasión era buena para hacer una escapada. El año anterior habían estado en tres sitios diferentes, acampando junto a lagos y en laderas, y disfrutando de excursiones diarias por lugares increíbles, donde se podía respirar aire puro y fresco. Todo lo contrario que en la ciudad donde vivían, llena de ruido y contaminación.

    Sack estaba haciendo su mochila cuando su padre entró en su cuarto. Llegaba a casa después de una larga jornada laboral. Alfred llevaba toda su vida trabajando en la fábrica que había heredado de su padre. Era el menor de todos los hermanos y el único que había querido hacerse cargo de ella, y deseaba de corazón que su hijo Sack siguiese sus pasos.

    El valor sentimental que tenía a la fábrica era inmenso. Se había criado en ella. Todavía recordaba aquellos días que acompañaba temprano a su padre a trabajar y se quedaba jugando entre los burros, estanterías, probadores y maniquíes. Y de verdad que se divertía mucho. Sobre todo cuando le dejaban probarse las nuevas adquisiciones de las colecciones que lanzaban cada temporada, ya fuesen Carnavales o Halloween. Un día se disfrazaba de pirata, otro de vampiro... Daba igual cuál fuese el disfraz, él disfrutaba muchísimo estrenando tan divertidos y diferentes disfraces. Y es que en realidad los ejecutivos que trabajaban con su padre le utilizaban de maniquí, ¡y a él le encantaba!, ¡se lo pasaba en grande!, ¿y qué niño no se lo pasaría genial disfrazándose cada día con algo nuevo? Lo malo era que sus hermanos no compartían su entusiasmo, así que lo tenía que hacer solo.

    Sí, Alfred había heredado la fábrica de su familia, The New Fantastic World, que llevaba fabricando disfraces la friolera de ciento cincuenta años, desde 1859. Toda una vida, generación tras generación, y lo que más deseaba es que continuase la tradición muchos años más.

    Sus hijos, Sack y Sarah, ocuparon su puesto. Ahora eran ellos los que disfrutaban de los disfraces que él fabricaba. Cuando le acompañaban a la fábrica se pasaban horas jugando y disfrazándose una y otra vez, aunque en la mayoría de los casos acababan peleándose.

    —Hola hijo, ¿qué tal estás?, ¿tienes ya todo listo? —dijo Alfred a su hijo mientras se inclinaba para darle un beso en la frente.

    —Hola papá. Sí, casi lo tengo todo preparado. ¿A qué hora tenemos que levantarnos? —preguntó Sack a su padre, impaciente. Tenía unas ganas increíbles de que llegase el momento de irse a su gran viaje.

    —Tendremos que madrugar mucho, ya lo sabes, así que me voy disparado a hacer mi mochila, que al final veo que no me voy con vosotros —contestó Alfred de muy buen humor—. ¿Sabes si tu hermana ha preparado ya sus cosas?

    —Papá, ¡yo que sé!, es una pesada. Se ha pasado toda la tarde diciendo que si le dolía esto, que le molestaba lo otro. Lo que pasa es que no quiere venir, como siempre. Seguro que prefiere quedarse con sus amigas las pijas, leyendo revistillas de esas que les gustan tanto. No tengo ni idea de si ha preparado sus cosas o no. Lo dudo mucho…

    Alfred se asomó a la habitación de Sarah. La tenía toda decorada con posters de sus grupos de música favoritos. Había dejado de lado ya las muñecas y a su padre le parecía pronto para ver a su hija hacerse mayor. Pensaba que todavía le quedaban unos años para esas cosas. Tan solo tenía trece años, y a esa edad tendría que estar jugando a las muñecas y no leyendo revistas con chicos y saliendo con sus amigas al centro comercial. Pero esto su hija no lo compartía, porque opinaba que ella ya era lo suficiente mayor para hacer esas cosas. Era la discusión de todos los días, bueno, de casi todos. Además, lo de los estudios tampoco le iba mucho, prefería ponerse delante del espejo y mirarse con los «trapitos» —porque no se podían llamar de otra manera a esos trozos minúsculos de tela— que se compraba un día sí y otro también.

    Sack, sin embargo, era totalmente diferente. Tenía dieciséis años y disfrutaba de otro tipo de cosas, que no tenían nada que ver con los gustos de su hermana. Le gustaba hacer deporte, por eso estaba apuntado a la liga de béisbol de su colegio, ¡y se le daba de maravilla! El año anterior le habían nombrado capitán del equipo. Además, le encantaba estudiar. Era un chico inquieto y le gustaba aprender cada día cosas nuevas, por eso también destacaba entre los de su clase, sacando siempre las mejores notas.

    Lo que sí compartían los dos hermanos era belleza, porque es verdad que los dos eran guapos. De ojos verdes y pelo castaño, heredado de su abuela, cuerpo esbelto, como su madre, y mirada intensa, como su padre. También compartían el mismo carácter, cosa que dejaba exhaustos a sus padres cada vez que discutían, que era muy a menudo.

    Sarah, en el fondo, envidiaba a su hermano, porque siempre se llevaba las alabanzas de sus padres, y ella lo único que recibía eran broncas por todo. Así que estaba permanentemente en guerra con los tres.

    —¡¡¡Sarah!!! —gritó Alfred con fuerza para ver si daba señales de vida. La seguía buscando por la casa pero no daba con ella. Nadie contestó, así que marchó a hacer su mochila sin haber encontrado a su hija.

    Al rato de que Alfred llegase a casa, Mariah llamó a todos a cenar.

    —La cena está en la mesa. Bajad antes de que se quede fría —avisó Mariah a su familia.

    Había preparado unas tortillas y un poco de ensalada. Se había encargado de poner cubiertos para todos, pero Sarah no apareció a la mesa.

    —Esta niña me tiene harta… ¿aprenderá algún día a hacer las cosas como es debido? —dijo la madre suspirando de desesperación.

    Se levantó de la mesa y se fue a buscarla.

    —Mariah, no intentes buscarla por arriba, que ya lo he hecho yo y no la he encontrado. Mira a ver si está en el sótano, o si ha salido al jardín —advirtió Alfred a su mujer para evitarle el paseo hasta la planta de arriba, donde ya se había encargado él de mirar a fondo en cada una de las habitaciones y rincones, sin éxito.

    Vivían en una casa de tres plantas a las afueras de la ciudad de Austin (Texas), en una buena urbanización. La casa era preciosa, de estilo clásico, a dos aguas, las paredes de la fachada pintadas de blanco, con detalles en madera de roble bordeando las ventanas y puertas. Un jardín daba paso a la entrada principal, desde donde serpenteaba un camino de piedras blancas pulidas y, a ambos lados, jardineras en madera desbordaban flores de varios colores: amarillas, lilas, blancas, rosas…

    El interior de la casa estaba muy bien decorado. Mariah tenía muy buen gusto para esas cosas. Primero un amplio y luminoso hall de entrada, y a continuación, a mano izquierda, el salón. Tres sofás en tonos marrones rodeaban una chimenea de mármol blanco, encima de la que Mariah había colocado fotos de toda la familia en diferentes momentos de sus vidas, y coronando esta, un cuadro que le había pintado su padre en uno de sus viajes a la costa griega. Ubicada detrás de los sofás, una mesa para diez comensales, vestida con un camino de mesa, unos candelabros y un jarrón con flores. Las plantas les gustaban mucho, habían colocado una palmera en una de las esquinas y un ficus en otra de ellas.

    A mano derecha estaba la cocina, con los fuegos situados en medio de la estancia, como siempre había soñado la madre de Sack, y una mesa a uno de los lados, donde desayunaba la familia todas las mañanas. Todo de estilo moderno.

    Al fondo tenían un baño pequeño, de azulejos blancos en la mitad superior de la pared y azules claros con rayas blancas en la mitad inferior. Mariah había colocado algunos cuadros con motivos de flores en las paredes.

    Lo que sí se podía decir era que en todas las estancias primaban las flores. Esto daba mucha vida a la casa, además de una fragancia inigualable, algo que alababan continuamente todas las visitas.

    Subiendo las escaleras estaban las habitaciones. Las de Sack y Sarah enfrentadas, con un baño al lado que compartían, y la de Mariah y Alfred al otro lado de las escaleras, con baño y vestidor dentro. El vestidor —el sueño de cualquier mujer­— con dos hileras de armarios a los lados, en el fondo un espejo completo desde el suelo al techo, y una butaca sin respaldo y con reposabrazos a ambos lados de estilo clásico, tapizada en flores, colocada en medio. Sack creía que su madre la había colocado allí porque pensar en lo que tenía que ponerse le tenía que llevar mucho tiempo, ¡con la cantidad de ropa y zapatos que tenía cualquiera se hacía un lío!, así que mejor pensarlo sentado, ¿o no? A su hermana le encantaba pasarse las horas muertas metida en el vestidor, probándose los vestidos y zapatos cuando su madre no estaba. «Cosas de chicas», pensaba Sack. Si su madre se llegaba a enterar alguna vez de este intrusismo seguro que le caería bronca. Pero su hermana siempre se las apañaba para dejarlo todo tal y como se lo había encontrado.

    Y ya por último, la parte de abajo, el sótano, donde estaba un pequeño salón, con una puerta al fondo que daba a la bodega. Al padre de Sack le encantaba el buen vino, por lo que decidió ponerse una bodega de lujo, con puertas de cristal y climatizada, para que el vino se mantuviese a la temperatura perfecta. El salón no lo usaban mucho, solo cuando venían los amigos de Sack o Sarah, aunque más los de Sack, porque Sarah y sus amigas preferían quedarse encerradas en la habitación hablando de sus cosas.

    Sack había colocado en el salón del sótano una televisión de cuarenta y dos pulgadas y una consola donde él y sus amigos se pasaban las horas jugando.

    —Sarah, cariño, ¿dónde te has metido?, ya estamos todos sentados a la mesa —dijo Mariah pacientemente mientras miraba en el sótano de la casa.

    No estaba allí tampoco, por lo que el único lugar de la casa donde quedaba mirar era el jardín.

    La parte trasera de la casa tenía un jardín precioso, al que Mariah dedicaba varias horas al día. Rosales rojos, tajetes amarillos, pensamientos morados y un etcétera de flores de infinitos colores inundaba cada rincón del jardín. Sus olores hacían despertar cada uno de los sentidos.

    Dos grandes robles a cada lado del jardín coronaban la belleza de la naturaleza, y en uno de ellos colgaba un columpio de madera, que Alfred había colocado para sus hijos hacía ya muchos años.

    Y allí estaba Sarah, sentada en el columpio, dibujando aburrida círculos en el suelo con sus pies mientras se balanceaba.

    —Sarah, hija, ¿es que no nos oías?, ya está la cena en la mesa y te estamos esperando.

    —Mamá, no tengo hambre, no quiero cenar… —Sarah hizo una breve pausa antes de comenzar a decir lo que de verdad necesitaba transmitir a su madre. Cogió carrerilla para soltarlo de golpe—. ¡No quiero ir con vosotros de vacaciones a esa estúpida montaña!, ¡me aburre mucho hacer excursiones y acampar!, ¡jo, mamá!, ¿no me puedo quedar aquí con Eli o irme con los abuelos a su casa?, por favor, por favor, por favor…

    Sarah había saltado del columpio y se había arrodillado a los pies de su madre suplicando que la dejase quedarse. No soportaba la idea de pasar otras vacaciones haciendo acampada, ella quería ir a la playa o a cualquier otro lugar, menos ir de acampada. Los bichos, los sacos, las excursiones… todo eso la disgustaba muchísimo, cualquier cosa era mejor que esas vacaciones dichosas que siempre tenía que aguantar.

    Por eso había decidido intentar convencer a su madre para que la dejase quedarse con su amiga Eli, o incluso con sus abuelos, Phil y Gretel.

    —Cariño, esto ya lo hemos hablado antes. Lo siento pero nos vamos de vacaciones juntos, en familia, como debe ser. Además no te mereces ningún privilegio, lo sabes de sobra, has suspendido tres asignaturas que tendrás que recuperar después de las vacaciones, ¿o no te acuerdas ya de eso? Cuando volvamos de la excursión empezarás con la profesora particular. Vamos a cenar.

    —¡Mamá!... —Pero Mariah había dado por zanjada la conversación y se había dado la vuelta encaminándose hacia la casa.

    Sarah frunció el ceño, puso morros y la siguió, echando humo.

    Cuando entraron en la cocina, Alfred y Sack las esperaban muertos de hambre.

    —¡Vamos! Que la cena se ha debido de quedar helada… —dijo Alfred un poco enfadado.

    Mariah había preparado una exquisita cena: una ensalada de lechuga y verduras variadas, con tomate, aderezada con una salsa balsámica de aceite, vinagre de Módena y un toque de orégano, para acompañar a una tortilla. Otra de las cosas que se le daban de maravilla era la cocina. Era muy creativa y siempre innovaba. Cada receta nueva era más impresionante y deliciosa. Y tanto su marido como sus hijos alababan su manera de cocinar. Alguna vez le habían propuesto dedicarse a esto, pero ella siempre se había negado. Pensaba que no era lo mismo hacerlo por puro placer para su familia y amigos que para auténticos desconocidos, donde no pondría el mismo entusiasmo y cariño a la hora de preparar los platos.

    —¿Dónde estaba? —preguntó Alfred.

    —En el columpio del jardín —contestó Mariah, también un poco enfadada.

    —¡No quiero ir con vosotros a la montaña! —dijo, casi gritando, Sarah.

    —Sarah, ya hemos hablado esto antes, harás lo que digamos y punto final, no hay más que discutir —dijo Alfred un poco cansado, intentando evitar la misma discusión que habían tenido el día anterior, y el anterior…

    Sack, mientras tanto, miraba a su hermana tratando de entender por qué no le gustaba ir a la montaña ni pasar unas vacaciones con su familia. Él lo pasaba genial, era divertido y relajante hacer algo diferente rodeado de naturaleza y belleza.

    Sarah se dio cuenta entonces de que su hermano la estaba observando, cosa que la alteró todavía más.

    —¿Qué estás mirando?, no te soporto, ¡te odio! —chilló Sarah mientras empujaba la silla con su cuerpo hacia atrás y se levantaba estrepitosamente de la mesa para ir a su cuarto, escaleras arriba.

    —¡Ven a sentarte a la mesa inmediatamente, Sarah! —dijo Alfred enfadado.

    Pero Sarah hizo caso omiso y siguió su camino escaleras arriba.

    Lo dieron por imposible. Igual que Sarah, que decidió empezar a hacer su mochila, no fuesen a dejarla ir de viaje sin sus cosas, ¡capaces eran!

    Los tres, resignados, comenzaron a cenar sin la compañía de Sarah, que pasaría hambre aquella noche.

    Cuando ya estaban terminando el postre, Sack pidió ansioso a su padre que le explicase la ruta de la excursión

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