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Los observadores del destino
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Libro electrónico238 páginas3 horas

Los observadores del destino

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¿Quieres saber qué tienen en común los ovnis, el yeti, Tesla, los dinosaurios y un profesor de Zaragoza enviado a Estados Unidos por el MIT? Acompaña a Ángel Yáñez a través del tiempo y el espacio en la que podría ser la aventura más épica de la humanidad. En esta su primera novela de ciencia ficción, el autor rinde culto a las historias clásicas del género, aportando su personalidad en una trama que te atrapará de principio a fin: una aventura que seguro que no te dejará indiferente y hará que te plantees si lo que está escrito en los libros es todo cierto o alguien maneja los hilos en la sombra para que todo siga un guion establecido.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 mar 2024
ISBN9788410682191
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    Los observadores del destino - Guillermo Lineros

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Guillermo Lineros

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de cubierta: Rubén García

    Supervisión de corrección: Celia Jiménez

    ISBN: 978-84-1068-219-1

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    Dedicado a mis padres, Su paciencia, amor incondicional y constante aliento han sido la luz que ha iluminado cada palabra de estas páginas.

    A vosotros, que habéis aguantado mis altibajos con una paciencia infinita, celebrado mis triunfos como propios y sido los primeros en consolarme en las derrotas, os dedico modestamente esta mi primera novela. Habéis sido los arquitectos de mis sueños y los guardianes de mis esperanzas. En esta historia deseo inmortalizar vuestra presencia constante, apoyo incondicional y el amor vertido en cada uno de mis empeños. Que estas palabras reflejen el profundo agradecimiento que siento por ser los pilares de mi vida y la razón de cada palabra que aquí yace.

    En vuestro honor he tejido esta historia de valentía y perseverancia. Gracias por ser mis héroes cotidianos, por fomentar mi creatividad y por ser la fuente de mi inspiración. Este libro es un modesto tributo a vuestro amor, que ha sido mi faro en la oscuridad y mi consuelo en la tormenta. Que estas páginas sirvan como un recordatorio eterno de la gratitud que siento por haberos tenido como mis padres, imperecederos guías de mi existencia.

    CAPÍTULO 1

    Me llamo Ángel Yáñez, tengo 48 años, y este es el testamento de una historia que muchos tacharán de superchería, tal y como hicieran en su momento. Otros, en cambio, creerán lo que aquí narro y sentirán el picor de la curiosidad por conocer qué hay más allá de las palabras plasmadas en estas páginas. Sin embargo, para otros tantos, no será más que una lectura fantasiosa y que seguro olvidarán en poco tiempo.

    Sepan los primeros, los que me crean mentiroso, que llegará el día en que ellos mismos puedan escribir líneas muy parecidas a las que prosiguen en mi relato. Para los segundos, me inclino a invitarlos a que esperen que los acontecimientos lleguen en su momento justo, con el fin de evitar que su suerte no sea la mía y no puedan escapar de un destino que pudo ser fatal para mí. Y para los que les resulte algo superfluo y sin razón… solo les aconsejo que intenten mirar la vida con una óptica más amplia si quieren saborearla en toda su plenitud.

    Y si eres tú el que me estás leyendo al fin, significa que he cumplido mi cometido y que no todo ha sido en vano. Haz lo que creas conveniente con este diario. Sé que sabrás hacerlo.

    A unos y a otros… a todos los invito a que despejen su mente de todo pensamiento y simplemente no intenten creer todo lo que van a leer. Lo que sí les pido, tan solo, es que abran su mente e intenten que su vida sea plena para disfrutar de ella mientras puedan.

    Escribo estas líneas a modo de reseña de lo que viví para que quede justificación de ello donde sea necesario y no se desvirtúen los hechos más allá de lo que yo mismo haya podido hacerlo. No soy más que un hombre que se encontró con la aventura de su vida y que, quizás, no supo estar a la altura de las circunstancias. Dejo esto último al posible lector y que sea él quien decida el destino de este escrito. Confío en que caiga en buenas manos y se asegure que todo lo que aquí cuento se desarrolle en favor de un futuro mejor para todos nosotros. Sea, pues, testigo.

    Mis palabras se remontan a 1996, en Nueva York, concretamente en un pequeño apartamento de Staten Island. Hacía tan solo unos pocos meses me había mudado allí y, desde que vi el piso, me encantó. Su situación, su distribución… todo parecía diseñado para que me sintiera como en mi hogar; de hecho, era mi hogar. Desde la ventana del dormitorio se podía ver el ferri que conecta con el sur de Manhattan, lo que lo hacía un lugar tan mágico como bello para admirar las tremendas puestas de sol a las puertas del océano Atlántico mientras las gaviotas volaban hasta la Gran Dama al caer la tarde. Pasaba horas enteras en la terraza admirando el horizonte, mucho más allá del gran puente que se veía a lo lejos. Toda la grandiosidad de Estados Unidos la tenía contenida ante mis ojos, como si de una postal se tratase. Me parecía estar en un sueño del que no quería despertar.

    Hacía unos años que iba de aquí para allá, dando tumbos como profesor adjunto en universidades de todo el mundo. Unas veces recibía una beca de trabajo; otras, era llamado para colaborar con algún departamento de investigación. Alguna vez, incluso, me postulé para una vacante de profesor suplente durante los meses de verano... El caso era viajar, conocer, investigar más allá de lo que podría hacer si me hubiera quedado en España. Todos esos viajes me permitieron conocer otras culturas, otros idiomas, pero, sobre todo, otra forma de contemplar el mundo, como si no formara parte de él y fuera un espectador que se maravillaba con cada nueva escena que se presentaba ante mí… aunque nada comparado con la grandiosidad del país de la libertad y su filosofía de la vida, que me atraía más que nada en este mundo.

    Debo decir que en esa ocasión mi residencia en Estados Unidos se debía a que trabajaba como profesor adjunto en un departamento del Estado dependiente del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), gracias a un programa de intercambio con el Departamento de Maestría y Doctorado en Logística de la Universidad de Zaragoza. A través de una beca creada varios años atrás, ambas instituciones tenían la posibilidad de intercambiar trabajadores con el fin de otorgar una visión mucho más amplia de los conocimientos que se impartían. Un viejo conocido de la Universidad de Zaragoza, Mario Izquierdo, a la postre responsable de las relaciones internacionales con universidades a nivel global, fue quien me ofreció la beca. En aquellos días, todo lo relacionado con el mundo universitario pasaba de forma directa o indirecta por él.

    Mario sabía de sobra de mi potencial académico pero, sobre todo, se decidió a ofrecer mi candidatura por mi «camaleología», término acuñado por él y que le encantaba utilizar cuando se refería a las capacidades de una persona para adaptarse a un medio ajeno y hostil.

    El 3 de marzo amaneció nublado; incluso, diría que demasiado fresco para el clima que reinaba durante aquellos días en Zaragoza. En la radio daban la noticia de que José María Aznar había ganado las elecciones generales por un estrecho margen de votos y en las calles se respiraba el consabido debate político. Mario me citó en mi querido Café Levante simplemente porque era una cafetería cercana a su trabajo, pero para mí ese rincón de Zaragoza siempre había significado algo muy especial. Allí pasé buenos ratos de tertulia con mis amigos de juventud. En sus acogedores asientos leí sin prisa, y al calor de una buena taza de café, a los grandes de la psicología: Steven Pinker y William James. Asimismo, conocí a la que fuera mi primer gran amor: Laura. Todo en ese lugar me recordaba quién era yo y cómo había llegado hasta ahí. No habría elegido mejor sitio para comenzar esta aventura.

    Nos saludamos y en seguida me deslizó sobre la mesa la solicitud de la beca. No pude sino maravillarme ante la oportunidad. Cuando acepté, ambos sonreímos porque entendíamos que era el destino perfecto, no solo para poder emplear todo lo que sabía de una forma mucho más activa y extensa que lo que pudiera hacer en España sino, por supuesto, porque era una oportunidad de oro para conocer la cultura americana, algo que ansiaba profundamente desde mi juventud y que se me había escapado de entre mis dedos en varias ocasiones.

    Los últimos dos meses antes de partir de España se redujeron a un sinfín de trámites burocráticos en la Embajada de EE. UU. en Madrid. Quería que todo estuviera bien atado antes de partir para evitar algún contratiempo de última hora. Una vez solucionado más o menos todo, me eché la mochila al hombro, volví a Zaragoza y eché un último vistazo a mi tierra: visité aquellos lugares que, por falta de tiempo o simple desgana, no conocía... algo que seguramente resultará familiar a muchos de los que ahora puedan leer estas líneas. Fotografié con mi mente la basílica del Pilar desde el Puente de Piedra; recordé mis leves escarceos años atrás con la arqueología cuando visité el Museo del Foro de Caesaraugusta; compré fruta en el Mercado Central; volví a alucinar con la belleza del techo de La Lonja, edificio que anteriormente era usado como una lonja de mercaderes y que tantas veces había imaginado visitar en sus tiempos de esplendor; me maravillé de nuevo con las obras de tauromaquia de Goya en el museo del mismo nombre; tomé una cerveza en la Plaza Santa Marta y me monté a hurtadillas en el caballito de La Lonja para sentir de nuevo como latía aún mi corazón infantil ya casi olvidado.

    Fueron días de recuerdo y de lamento, porque sabía que tardaría mucho en disfrutar de esos pequeños placeres que tenía a diario al alcance de mi mano y no aproveché todo cuando pude. Pero aun así, me sorprendí sonriendo porque en el fondo era consciente de que me esperaban miles de experiencias nuevas con las que tanto había soñado y se me antojaban tan inalcanzables que casi parecía una broma que al fin pudiera hacerlas realidad.

    Tras varios días de turismo extremo a modo de despedida y de contactar con amigos y familiares para poder estar con ellos una última vez hasta a saber cuándo, me dispuse a emprender lo que aún no sabía que sería el mayor viaje de mi vida.

    Las primeras semanas en Cambridge, Massachusetts fueron ajetreadas. Poner en orden toda mi documentación, presentarme a mis superiores en el MIT, obtener las indicaciones de mi nuevo cargo… Aún recuerdo con agobio aquella mañana en la que tuve que hacer los trámites para que se me convalidasen mis estudios y así poder desarrollar mi trabajo sin percances burocráticos y sin tener que volver a España por algún tecnicismo absurdo. Todo resultaba demasiado diplomático y aburrido, pero sabía que merecía la pena.

    Tras este tiempo, y con el beneplácito del equipo directivo del instituto, comencé mi trabajo propiamente dicho en mi recién estrenado despacho. Era una habitación no demasiado grande, si bien estaba aprovechada al máximo; por el sumo cuidado que habían puesto en su mobiliario y la distribución del mismo. En realidad, visualmente todo se reducía a una mesa de despacho de color gris, dos sillas para atender a las personas, un sillón de ruedas giratorias, un armario metálico con ribetes de madera, una mesa baja con varias revistas sin importancia y una estantería realmente atestada de manuales, obras de referencia y un sinfín de documentación específica del MIT. Recuerdo que toda aquella ingente cantidad de información me abrumó nada más verla y que parecía que la estantería iba a desmoronarse por el peso de un momento a otro. ¡Qué lejano me parecería todo aquello tan solo unos pocos días después!

    Mi labor en el instituto se centraba, entre otras cosas, en llevar un control de los alumnos inscritos en el Departamento de Logística del MIT con el fin de asegurar la perfección del nivel académico y científico de este instituto, reconocido a nivel mundial.

    El Instituto Tecnológico de Massachusetts o MIT, como se conoce comúnmente, se divide en 6 escuelas y facultades que incluyen un total de 32 departamentos académicos, con un fuerte énfasis en la investigación científica y tecnológica. En realidad, es reconocida como la mejor escuela de ingeniería en Estados Unidos y en el mundo. Entre sus alumnos y profesores se pueden contar a 76 premios Nobel, por lo que se evidencia la calidad del instituto y, por supuesto, la dificultad que supone ingresar en él por la prestancia que otorga entrar a formar parte de sus filas. Por ello, me sentía muy orgulloso de tener la oportunidad de sumarme a esta gran institución y ayudar en lo que me fuera posible a que diera un pequeño paso más en su aporte científico a la sociedad.

    Además, debía orientar a ciertos alumnos que demostrasen una excelencia académica especial y guiarlos en el camino particular que debían seguir sus investigaciones, siempre bajo la protección del instituto. Debido al gran volumen de información que debía manejar de forma simultánea, mi trabajo se realizaba a través de una plataforma de gestión de información en línea que, si tenemos en cuenta la fecha, era un gran avance en cuanto a manejo y procesamiento de información. Aquello, avance o no, me permitía vivir en el lugar que yo deseara, siempre y cuando fuera a la sede del MIT una vez al mes para la reunión mensual de gestión de rendimiento de las comisiones como la que yo administraba en aquel entonces.

    Por ello, mis ansias de ser un neoyorquino más se impusieron sobre la lógica de trasladarme hasta Massachusetts. De hecho, en cuanto puse el pie en Estados Unidos, una de las primeras cosas que hice fue empezar a buscar un apartamento en mi querido Nueva York. Al cabo de unos pocos días, un colega del propio instituto me presentó a su hermano, quien a su vez conocía al que se convertiría en mi compañero de piso, Mel, un joven afroamericano que trabajaba de bróker para una importante multinacional y que estudiaba en una escuela de teatro en sus ratos libres, que no eran demasiados.

    Mel vivía en un pequeño apartamento en Brooklyn. Él fue quien me propuso que compartiéramos piso y, aunque me mostré reticente al principio, no le costó demasiado convencerme. La verdad es que el apartamento no tenía grandes lujos, pero vivir en ese enclave de película era más que suficiente para mí. Además, Mel era un gran conversador, discreto, trabajador y buen compañero al fin y al cabo. Tenía todo lo que necesitaba en ese momento.

    Una mañana, tras una larga y pesarosa noche en la que estuve conectado durante una Jornada de Experienciación del Conocimiento con varios alumnos aventajados del departamento, me desperté con la boca reseca y los pies resentidos por un ejercicio que, en ese momento, me pareció no haber hecho. Recordaba perfectamente que la noche anterior la había pasado en mi casa, a solas, y tan solo hice el ejercicio de acostarme con mi viejo portátil IBM y levantarme cada poco para ir al servicio o al frigorífico a por avituallamiento de alimentos azucarados para combatir el evidente sueño de una noche en vela. Mel se había ido a Ohio a ver a sus padres ese fin de semana, por lo que tenía todo el piso para mí solo.

    Mi compañero nunca había supuesto un impedimento para que pudiera disfrutar plenamente del apartamento. Era un chaval educado, limpio y sin malos hábitos pero, sobre todo, con una buena conversación. De hecho, sabedor de mi impotencia para vivir solo por mi aún escaso sueldo, me encontraba muy feliz de haber tropezado con alguien como él para compartir piso hasta que pudiera encontrar la forma de independizarme completamente en Nueva York.

    A menudo, Mel me hacía el favor de marcharse a la casa de sus padres un par de días. Para él significaba comer comida casera y para mí tranquilidad completa. A algunos le podría parecer extraño todo esto, pero para nosotros resultaba agradable tener ese pequeño terreno para cada uno. De hecho, cada vez que se marchaba, significaba que podía dormir a pierna suelta durante todo el sábado y quedarme en casa sin que nadie me molestase. Con esa idea me acosté esa noche después de dar por terminada la sesión con los chicos del MIT.

    Aunque es cierto que ese día me fui a la cama justo después de acabar mi trabajo, pasé largo rato pensando en todos los que había dejado atrás, a los que echaba de menos, a los que me alegraba haber perdido de vista y, por supuesto, imaginando a todas aquellas personas que conocería en mi nueva vida. Aun cansado y con más trabajo que tiempo para llevarlo a cabo, conservaba la ilusión en días así. Muchos habrían dado marcha atrás y retomado su camino ahí donde lo dejaron en busca de una tranquilidad y sosiego que la vida en Estados Unidos no otorgaba a menudo, pero yo me mantenía firme en mi decisión y solo dormía cuando me desplomaba literalmente sobre mi cama y Morfeo me abrazaba fuertemente hasta la mañana siguiente.

    Así estuve un tiempo pero, aunque ahora, echando la vista atrás, intente recordar cuánto tiempo pasó hasta quedarme dormido, no consigo determinarlo con seguridad, ya que el sueño se mezclaba con la realidad de un modo asombroso y me encontré en un estado de duermevela por largo rato. Con todo, creí que había dormido de un tirón durante toda la noche.

    Desperté boca abajo, tendido sobre la cama

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