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Sol Y Moscas
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Sol Y Moscas

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A Gabriel Lecumberri lo conoc en el seno de Biblifilos Taurinos de Mxico, en los aos en que perteneci al grupo.

Le las crnicas de las corridas a las que asista, escritas con un estilo mordaz e irreverente, lo que las haca muy amenas y divertidas. Y, como prueba, queda el ttulo de este mismo libro, Sol y moscas, en el que de una manera coloquial nos habla de sus empeos para formar una ganadera de reses bravas, describiendo desenfadadamente sus andares y vivencias por algunas plazas de toros de Mxico y su contacto con los personajes que forman este mundo peculiar.

Se trata sin duda de un libro sumamente original, que crear aficin a cualquier lector y le har pasar muy gratos momentos. Presentar as al toro bravo es, quiz, la mejor defensa que pueda tener la Fiesta.

Jorge Espinosa de los Monteros,
Presidente de Biblifilos Taurinos de Mxico.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento14 may 2013
ISBN9781463355555
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    Sol Y Moscas - Gabriel Lecumberri

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    El que por su gusto es güey, hasta la coyunta lame.

    En casa, la afición nos llegó por el lado de mi padre. Él era un hombre que entendía de toros pero que no fue, ni de lejos, un apasionado de la Fiesta. Le gustaba, vamos, pero menos que el futbol. En lo taurino, que yo sepa, sólo alguna vez se tiró al ruedo, se sacó luego una foto, eso sí, muy bien plantado, y pare usted de contar. A la plaza no iba sino de cuando en cuando, o los veía por televisión, desde su sillón. Si la corrida era mala, como lo son casi todas, se dormía profundamente del primero al sexto, arrullado por la voz de Pepe Alameda (1). La siesta brava. Ningún torero lo entusiasmó nunca, con una sola excepción: Manolete (2). Y, quizá, también, Domingo Ortega (3). Y después de ellos, Ordóñez (4). Y luego el Viti (5). Pero en realidad para mi padre no hubo otro que el Monstruo. Para ser torero lo primero es parecerlo, decía, y Manolete lo parecía desde que se asomaba por la puerta de cuadrillas. Lo siguió a todas las plazas en las que se presentó en México, allá por los cuarentas del siglo pasado pero, ojo, que aquello fue fascinación y no el signo de una afición desbordada, ya que también siguió a Lola Flores (6) quien, hasta donde sé, no toreaba.

    Contaba de su propio padre, un navarro que salió de su tierra en 1901, que llegó a ver a Rafael el Gallo (7) triunfar en la antigua Plaza México (8), a pesar de que los pelados de sol le habían lanzado a los pies una culebra muerta para que se mosqueara. Parece que el Calvo la recogió, se la enredó al cuello y armó un lío que enloqueció al respetable. Por cierto que el mismo numerito lo repitió el Gallo más de una vez, primero en Granada, con buen éxito, y luego en los sanfermines de 1919 (9), sólo que en Pamplona la bicha le hizo un guiño al hijo mayor de la señora Grabiela, y además los toros de su lote le habrán disho argo, pues pegó un petardo de los suyos y tuvo que salir de la plaza protegido por los tricornios para salvarse de las peñas, que lo querían linchar. A diferencia del torero de mi padre, todo seriedad, éste que cautivó a mi abuelo fue luz y sombra, más gitano que payo, genio de su tiempo y personaje de versos populares:

    Arená de Zeviya,

    Torre der Oro,

    y Rafaé er Gayo

    jugando ar toro.

    Mucho más aficionados resultaron los tíos Pepe, gran conocedor y más torero, sobre todo en sus años de soltero, hace muchos, y Manolo, quien nunca se puso delante de nada con cuernos, pero que por su carácter jovial y divertido fue el más sociable de todos los hermanos, formando parte de la Don Difi (10) y asistiendo con mucha frecuencia a los toros, y desde luego a todas las novilladas organizadas por esa peña.

    El origen navarro, además, nos ligaba directamente a costumbres españolísimas, que se tradujeron en todos los aspectos de la vida diaria, desde la cocina hasta la música, y desde la asistencia forzada a los clubes españoles hasta la veneración por cualquier cosa que tuviera que ver con Pamplona incluyendo, por supuesto, los encierros.

    El primer festejo taurino del que tengo memoria lo vi a los diez años, en los sesentas, y fue el tío Manolo quien nos llevó a todos los hermanos y primos. Era una novillada en La Aurora (11), una placita al oriente de la ciudad de México y fue en julio, estoy seguro, porque mis padres estaban en España para las fiestas de San Fermín de aquel verano. Sólo recuerdo el barullo, el sol, los colores, la plaza llena, los gritos de la gente y los clarines del cambio de tercio. Y, mucho, al de las barbas, un novillote feo y cornalón que toreó el Breco (12), eterno maletilla, a base de rodillazos que emocionaron a la galería, incluyéndome. Ahí nos enganchamos mis hermanos y yo.

    No pasó mucho tiempo para que tuviéramos la edad en la que creíamos decidir y los tres nos volcamos a dos aficiones: la cacería, que nos llegaba por el lado materno, de origen aragonés y catalán y con tíos montañistas y cazadores, y los toros que, como dije, llegaban un poco por el lado paterno pero que fueron reforzados, casi accidentalmente, por amigos de mi padre que no sabían lo que hacían. Así, sin sospecharlo, nos metimos de lleno en el tema central del tratado de Ortega y Gasset, Sobre la caza, los toros y el toreo, que sólo leí muchísimos años después, y en el que don José presenta un sesudo análisis del por qué la mayoría de las personas nos inclinamos hacia las ocupaciones felicitarias, como la caza y los toros, o como los deportes, la danza o la fiesta, que hay gente pa tó, y sin embargo somos tan renuentes cuando se trata de ocupaciones formales, como el trabajo, al que secreta o abiertamente consideramos el indudable castigo de Dios.

    A principios de los setentas mis padres conocieron a Fernando López (13), quien en 1947 había sido novillero puntero en los famosos manoamanos con Joselillo en la Plaza México (14). El torero de canela era entonces el presidente de la agrupación de padres de familia del colegio al que asistíamos y cada año organizaba una becerrada en la que participaban los alumnos, bajo su dirección, a beneficio de la escuela vespertina para los niños de familias con escasos recursos. En algunas de esas becerradas llegó a torear Lorenzo Garza (15), vecino de nuestro barrio y buen amigo del padre Benito, uno de los curas benedictinos del colegio, que era muy flamenco y que al menor descuido ya estaba vestido de corto. En fin, no fue difícil que nos apuntáramos para el día de San José de 1972. Meses antes, don Fernando nos enseñó a torear a varios adolescentes con pocas ganas de estudiar y muchas de divertirse (otra vez Ortega), y aunque no salimos mal parados, de todos los que actuamos en aquel festejo sólo uno, José Francisco Ortiz, llegó a vestirse de luces. Junto con él, quizá mi hermano Carlos haya sido quien más toreó después.

    El otro amigo de mi padre que influyó en nuestras aficiones fue Severiano García, un leonés que se metió a novillero en México antes de sentar cabeza y que era, para colmo, muy cazador. Severiano nos llevó a echar los primeros tiros a las liebres en Hidalgo y con él también conocimos, cazando conejos y palomas, los terrenos queretanos donde hoy hemos asentado la ganadería.

    Dios los cría y ellos se juntan, según el dicho: los Rosales, el Negro, el Gordo y Gilberto el Garrafón. Todos simpáticos, todos golfos, todos aficionados, todos cazadores y todos amigos nuestros. Los primeros tenían un hermano mayor, Rogelio, criador de reses bravas y propietario de la hacienda de El Blanco en Querétaro (16), donde parábamos. Ya universitarios algunos, los sábados de diciembre nos íbamos a los toros a la Santa María (17), a ver a Manolo Martínez (18) y a Paco Camino (19) o a quien buenamente pusiera el empresario, para después de la corrida salir a cenar y rematar en el palenque, llegando a dormir a la hacienda a las cuatro o cinco de la mañana, con una papalina impresionante entre pechos y lomos. Al día siguiente, cargando una resaca que sólo se aguanta a los veinte años, a cazar y, por la tarde, de regreso a México. Luego, de enero a noviembre, todo era planear la siguiente temporada.

    Ocasionalmente Rogelio recibía invitados en el viejo casco del rancho y entonces nos echaba sin contemplaciones, obligándonos a buscar un lugar para pasar la noche más o menos confortablemente. Había una casita de piedra en un terreno próximo a El Blanco, deshabitada, y su cerradura fue violada sistemáticamente año tras año hasta que, muchos más tarde, ya siendo yo un hombre razonablemente formal, contacté al propietario, quien resultó ser el párroco del pueblo de Apaseo el Grande, en Guanajuato. Le confesé lo que llevaba quince años haciendo y le propuse en penitencia la compra de los lotes, siete, que adquirí a mediados de 1990. Fue hasta abril de 1997 que inicié ahí la construcción del cortijo, inaugurado finalmente en octubre de 1999.

    Carlos toreó en esa ocasión dos becerros de Lebrija (20), ganadería vecina. Fueron los primeros animales que compramos, cuando ni tierras había, con la idea de volvernos ganaderos, y aunque fueron desechados en la tienta con caballo que hicimos en mayo del 2001, para nosotros significaron cruzar la línea del sol y las moscas.

    Por todo eso, por nuestra infancia feliz, por nuestra herencia navarra, por el cariño a las tradiciones, por transmitirlas a nuestros hijos y sobre todo por el gusto de estar vivos y juntos, fue que decidimos hacernos ganaderos de bravo. He intentado en estas páginas narrar lo que pasó con el rancho y con mi familia, cuya vida cambió a raíz de esta aventura. Los hechos que he descrito se apegan a mis recuerdos y, por eso mismo, bien podrían desvirtuar la verdad en la medida de mis propias limitaciones. Yo he puesto tan sólo mis sueños, plagados de errores y de ignorancia, mientras que las personas que por la gracia de Dios me han rodeado, mi esposa, mis hijos, mis hermanos, mis amigos y mis vaqueros, han aportado su valor y su talento y han soportado, si no malos modos, sí malos ratos, creciéndose siempre al castigo y permitiendo que todo esto, para bien, sucediera.

    Lecumberri Hermanos se llamó la ganadería y la registramos en la Asociación de Criadores a finales del 2002. El hierro tiene las iniciales de mi padre y de mi hijo, la divisa es en vino y azul marino, y las fincas se llaman Ojoazul, donde se asienta el cortijo, y La Necedad, donde están los empadres bajo mi custodia, ambas en el municipio de Colón, en el estado de Querétaro. Algunos becerros se llevan a tentar a Malinalco, en el estado de México, donde Carlos construyó su propia finca, bautizada con el nombre de Jarauta, en honor a la calle pamplonesa donde nació mi abuela.

    Así empezó todo.

    (1)   Luis Carlos Fernández y López Valdemoro (1912-1990), Pepe Alameda, intelectual español radicado en México y prolífico y magnífico escritor, narraba las corridas televisadas desde el Toreo de Cuatro Caminos y la Plaza México en los cincuentas y hasta los ochentas.

    (2)   Manuel Laureano Rodríguez Sánchez, Manolete, cuarto califa cordobés, nacido en 1917. Se presentó de luces en Madrid el 25 de mayo de 1935 en la vieja plaza de Tetuán de las Victorias, alternando con Valerito Chico y los mexicanos Liborio Ruiz y Silverio Pérez, con ocho novillos de Esteban Hernández. La guerra civil española interrumpió su carrera y fue hasta 1938 que actuó en La Maestranza, con gran éxito, tomando ahí la alternativa al año siguiente, de manos de Chicuelo y con Gitanillo de Triana por testigo. Los toros fueron de Clemente Tassara. Murió en Linares el 28 de agosto de 1947, cuando lidiaba miuras con Gitanillo de Triana y Luis Miguel Dominguín. Hijo de doña Angustias Sánchez, la viuda de dos toreros, se dice que sus últimas palabras fueron para ella: qué disgusto le voy a dar a mi madre. Como escribió algún aficionado:

    Fue esa tarde la cornada,

    tú le entraste por derecho,

    el miura estaba al acecho

    y te pagó la estocada.

    Total, nada.

    Gajes por ser buen torero,

    el mejor.

    Y por tener pundonor.

    Anda, Manuel, que no quiero

    verte en esa cama fría,

    tan inmóvil y tan yerto,

    con un sudor de agonía,

    como si estuvieras muerto.

       Mucho se ha escrito sobre la vida y tragedia de este torero sobrio y artista, de recia personalidad. Un libro extraordinario de K-Hito, Manolete ya se ha muerto, muerto está, que yo lo vi, le hará mucho mayor justicia que lo que yo pueda decir.

    (3)   Domingo López Ortega nació en Bórox, Toledo, en 1908. Tomó la alternativa en Barcelona en 1931 de manos de Gitanillo de Triana, con toros de Albaserrada y Vicente Barrera fungiendo como testigo. Se retiró en 1954 en Zaragoza y murió en Madrid, el 8 de mayo de 1988. Fue un maestro, poderoso como el que más. Un libro que narra en forma muy completa la vida de este torero es Domingo Ortega, ochenta años de vida y toros, de Antonio Santainés.

    (4)   Antonio Ordóñez Araujo nació en Ronda, Málaga, en 1932. Tomó la alternativa en Las Ventas en 1951, con Julio Aparicio, Litri y toros de Galache. Se retiró en 1968 para volver en 1981 por una sola corrida, que toreó en Palma de Mallorca. Murió el 19 de diciembre de 1998 en Sevilla, después de una grave enfermedad. Fue hijo de Cayetano Ordóñez, el Niño de la Palma. Antonio Ordóñez fue protagonista, junto con su cuñado Luis Miguel Dominguín, del Verano peligroso de Ernesto Hemingway, el gran escritor norteamericano, premio Nobel de Literatura, quien también novelara a su padre en Fiesta.

    (5)   Santiago Martín, el Viti, vino al mundo en 1938 en la población de Vitigudino, en Salamanca. Tomó la alternativa en Las Ventas en 1961 matando al toro Guapito, de Alipio Pérez Tabernero, que le había cedido Gregorio Sánchez en presencia de Diego Puerta. Luego de dieciocho años de matador de toros se retiró en Valladolid. En ése su último año en activo, ganó el trofeo Maestranza a la mejor faena de muleta de la Feria de Abril sevillana.

    (6)   María de los Dolores Flores Ruiz, la Faraona, la gitana adolescente de Manolo Caracol, el hijo de aquel Caracol del Bulto que había sío mozospás de su primo Gallito, y que lo hizo cantar aquello de si yo no fuera casao, contigo me iba a perdé, lo perdió no sólo a él sino a toda España, y después a toda América, México y mi padre incluidos. Nació en Jerez de la Frontera en 1925 y fue una bailaora con gran personalidad, dueña de un estilo temperamental, de plenitud y poderío inigualables, al margen de tendencias y escuelas. Murió en Madrid, para desgracia del flamenco, el 16 de mayo de 1995.

    (7)   Rafael Gómez Ortega, el hijo mayor de Fernando el Gallo y la señá Grabiela era en realidad madrileño, pues nació en 1882 en la capital española, mientras su padre toreaba. Fue un torero creativo y personal, de gracia e inspiración espontáneas, artista y representante clásico de la escuela sevillana. Fueron famosas sus espantás, en las que se tiraba de cabeza al callejón a poco que no le gustara el toro, convencido de que las broncas se las lleva er viento, pero las cornás se las quéa uno. Tomó la alternativa en Sevilla en 1902, con los Bombas de padrino y testigo y toros de Otaolaurruchi. Vivió una larga carrera, hasta el año de 1936, en que actuó por última vez vestido de luces en la plaza de Barcelona. Fue su mujer, por muy corto tiempo, la enorme bailaora Pastora Imperio. Rafael fue uno de los protagonistas de la llamada edad de oro, encabezada por su hermano Joselito y su gran amigo, el trianero Juan Belmonte. Cargado de historias murió el Gallo en Sevilla el 25 de mayo de 1960, sin un duro en el bolsillo.

    (8)   Se trata seguramente de la antigua Plaza México, que estuvo situada en un predio cercano a la Calzada de la Piedad, no muy lejos del Panteón Francés, en lo que hoy es la esquina de las avenidas Cuauhtémoc y Álvaro Obregón. Fue construida por los toreros en retiro Ramón López y Diego Prieto Cuatro Dedos, e inaugurada por Antonio Fuentes y Enrique Vargas Minuto el 17 de diciembre de 1899, con tres toros andaluces de José Cámara y tres mexicanos de Cazadero. En la segunda corrida de esa temporada inaugural, el 24 de diciembre, los mismos diestros estoquearon tres toros de Atenco y tres de Miura, con el dato curioso de que los toros españoles se recibieron fuera de la ciudad, en la hoy céntrica Hacienda de los Morales. Mi abuelo habrá visto al jovencísimo Gallo del primer viaje a México, aún con pelo, matando la quinta corrida de la temporada de 1902, el 7 de diciembre, en la que Rafael alternó con José el Algabeño y toros de Piedras Negras, con los que obtuvo grandes ovaciones, sacando también un puntazo en la barbilla que le fracturó el maxilar. Volvió el Gallo en el año de 1909, pero presentándose ya en El Toreo de la colonia Condesa.

    (9)   Este pasaje de Rafael el Gallo en Pamplona enrollándose una serpiente al cuello lo cita Alfredo Antigüedad en su estupendo libro ¡Bronca en el siete!, escrito hacia 1950. Sin embargo, en el muy reciente del periodista Koldo Larrea, Historia taurina de Pamplona en el siglo XX, que recopila todas las ferias del mil novecientos, no es el Gallo, sino Gallito, quien aparece en los carteles de los sanfermines de 1919. Quizá, si es que efectivamente sucedió la cosa, haya sido dos años antes, en la temporada de 1917, en la que Rafael actuó en cuatro tardes y salió a igual número de broncas. La anécdota de Granada, que podría ser la misma, la narra el propio Gallo, por la pluma de Francisco Narbona, en Rafael el Gallo, vida ajetreada y muchas fantasías del Divino Calvo.

    (10)   La peña toma el mote de José Jiménez Latapí, don Dificultades, cronista taurino, apoderado e impulsor de toreros en los treintas, cuarentas y cincuentas.

    (11)   La placita de La Aurora programaba en los sesentas las novilladas en las que los aspirantes se presentaban a las puertas de México, pues estuvo localizada en lo que hoy es Ciudad Nezahualcóyotl, al oriente del Distrito Federal, un rumbo pobre y densamente poblado, en la salida a Puebla, al que los bromistas llaman Nezayork o Minezota.

    (12)   Miguel Cepeda, el Breco, torero de la legua, rodó por las plazas de todos los pueblos mexicanos hasta que tomó la alternativa en 1981, después de catorce o quince años de novillero. Y llevaba otros veintitantos de matador de alternativa en activo al momento de escribir esta nota.

    (13)   Fernando López Vázquez, el torero de canela, artista finísimo de la segunda mitad de los cuarentas, malogrado tristemente por las graves cornadas que recibió. Fue también conocido como el torero de la Virgen, e hizo pareja con Laurentino José López Rodríguez, Joselillo, el valiente muchacho leonés que dejó la vida en las astas del novillo Ovaciones, de Santín, el 28 de septiembre de 1947. Fue ésa una época en la que estos dos novilleros, y otros muchos, llenaban la actual Plaza México y el espectáculo cobraba, puntual e implacable, su cuota de sangre.

    (14)   La México, la plaza más grande del mundo, la más cómoda, y puede que la más fea, es un inmenso coso con capacidad para 43,000 personas y nació como un proyecto del visionario yucateco de origen libanés Neguib Simón Jalife. Hacia 1941, este hombre organizó un concurso de ingenieros para llevar a la realidad su idea de lo que debería de ser una ciudad de los deportes: plaza de toros, estadio de futbol, canchas de tenis, arenas de boxeo y de lucha, restaurantes, alberca olímpica, playa con olas, estacionamientos subterráneos y áreas para ferias y exposiciones. La plaza fue inaugurada el 5 de febrero de 1946 por el Soldado, Manolete y Luis Procuna, con toros de San Mateo. Se cuenta que el torero cordobés, al asomarse aquella tarde por la boca del túnel de cuadrillas para ver cómo estaban los tendidos, y refiriéndose al público de general, preguntó: …y aquellos tíos de allá arriba, ¿a qué han venío?, asombrado por la altura impresionante del embudo. Los tres tomos de Plaza México, historia de una cincuentona monumental, de Daniel Medina de la Serna y Luis Ruiz Quiroz, son un compendio completísimo de los acontecimientos vividos en la México en su primer medio siglo de existencia.

    (15)   Torero polémico, que o bien salía de las plazas a hombros o lo hacía detenido por los gendarmes, pero que a nadie dejaba indiferente, Lorenzo Garza Arrambide nació en Monterrey en 1909. Marchó a España a los veintiún años y allá causó sensación como novillero, alternando mano a mano, nunca mejor dicho, con otro mexicano, Luis Castro, el Soldado, y llenando la plaza de Madrid. Tomó una primera alternativa en Santander en 1933, de manos de Pepe Bienvenida, pero renunció a ella, volviendo a las filas novilleriles y retomándola en Aranjuez, un año después, con Juan Belmonte como padrino, Marcial Lalanda de testigo y toros de Ángel Sánchez. De Lorenzo el Magnífico se recuerdan sobre todo su pase natural y la pasión que despertaba, pues no en balde lo llamaron el Ave de las Tempestades. Lencho Borlotes, como también lo apodaron por las broncas que armaba, murió en la ciudad de México en el año de 1978, a consecuencia de un mal hepático.

    (16)   La ganadería de Rogelio Rosales fue fundada por su propietario en 1990, con vacas y sementales de Javier Garfias. Rogelio Rosales de la Peña, aficionado práctico y agricultor queretano, acondicionó espacios en el rancho El Blanco, de Colón, Querétaro, y construyó potreros y corrales, así como una bonita plaza de tientas anexa al viejo casco de la hacienda. Lidió su primera corrida de toros en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, en 1997, con Paco Dóddoli y José Luis Bote en el cartel.

    (17)   La plaza de toros Santa María, de la ciudad de Querétaro, tiene un cupo para 13,000 aficionados y fue inaugurada el 22 de diciembre de 1963 con seis toros del hierro de Santa María para Alfredo Leal, Antonio del Olivar y Miguel Mateo Miguelín. Su feria grande es en el mes de diciembre, con corridas sabatinas. Nicolás González Rivas fue su propietario, hasta su muerte en el 2011, llevándola desde entonces su hijo de igual nombre.

    (18)   Manuel Martínez Ancira nació en 1949 en Monterrey y fue un torero de personalidad extraordinaria, que levantaba pasiones en los tendidos. Se vistió de luces por primera vez en 1964, en la placita de La Aurora, y se presentó como novillero en la Plaza México en 1965, tomando la alternativa en ese mismo año en su ciudad natal, de manos de Lorenzo Garza, con Humberto Moro por testigo y toros de Mimiahuapam. Le confirmó en Madrid el Viti, cediéndole la muerte del toro Santanero, de Baltasar Ibán. En sus muchos años en los ruedos mató treinta y cuatro novilladas y mil trescientas cuarenta y cuatro corridas de toros, concedió cuarenta alternativas y se encerró en veintinueve ocasiones. Casado con Bertha Ibargüengoytia, hija de ganaderos, en sus últimos años se dedicó a la crianza de toros bravos y formó los hierros de Los Ébanos, en Abasolo, y Manuel Martínez Ancira, en Llera, ambos en Tamaulipas. Su hijo Manuel fue matador de toros y ganadero. Murió el gran maestro el 16 de agosto de 1996 y su féretro fue recibido en la Plaza México por una multitud que coreaba, como en sus mejores tardes, el grito de Manolo, Manolo, ¡y ya!.

    (19)   Francisco Camino Sánchez, el Niño Sabio de Camas, nació en esa población sevillana en 1940. Se presentó de luces en una novillada sin picadores en Cumbres Mayores, Huelva, en 1954, y tomó la alternativa en Valencia, el 17 de abril de 1960, con Jaime Ostos de padrino, Mondeño de testigo y toros de Urquijo de Federico. El toro de la ceremonia se llamó Mandarín. Hasta su despedida en 1981 mató mil cuarenta y ocho corridas de toros y regresó por una más, en 1987, para darle la alternativa a su hijo Rafael. Se hizo ganadero en la Sierra de Gredos, criando toros de encaste Santa Coloma. A México vino desde 1960 y hasta 1964, y se convirtió en uno de los toreros españoles más queridos. Aún se recuerdan sus faenas con la famosa corrida de los berrendos de Santo Domingo, el 25 de marzo de 1963 en el Toreo de Cuatro Caminos. Regresó en la segunda mitad de los setentas, toreando principalmente en la Santa María de Querétaro, aunque también lo hizo alguna tarde, con no demasiado éxito, en la Plaza México.

    (20)   El hierro de Lebrija está registrado a nombre de Raúl Lebrija Bailleres, sobrino del ganadero de San Miguel de Mimiahuapam y de Begoña, don Alberto Bailleres González. Sus reses pastaban en el rancho La Laborcilla, en el municipio de El Marqués, Querétaro. La vacada la fundó en 1985 don Álvaro Lebrija, padre del actual ganadero, con vacas y sementales de De Santiago y lidió por primera vez en 1991, en la plaza de San Miguel el Alto, Jalisco, con seis toros para César Pastor, Mauricio Portillo y Enrique Garza. Tanto Raúl como su hermano Arturo han sido empresarios de diversas ferias provincianas y los hemos visto presentar corridas serias y en puntas, particularmente en la de Querétaro del 2001 y en la de San Juan del Río del 2003.

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    Métele copal al santo, manque le jumeen las barbas.

    En cuanto hubo algún dinero se tomó la poco seria decisión de empezar la obra de la casa y del cortijo. Cualquiera con un poco de sentido común habría invertido primero en lo productivo, pero en este caso tomó prioridad lo que más llenaba a la afición, sin tener en cuenta que se abría un pozo sin fondo que ha probado su efectividad hasta el día de hoy. Total, que en el mes de abril de 1997 se comenzó la construcción, que duraría dos años hasta que la casa quedó habitable y con servicios. Como México era entonces un país sin hipotecas, había que ir al paso de los ingresos y en consecuencia fueron muchos los meses viviendo a raya, llegando al fin de las quincenas sin un peso, retrasando el pago de las colegiaturas de los niños y capoteando las embestidas de las protestas familiares.

    La casa del cortijo, relativamente pequeña, consideró en el diseño tres espacios desarrollados en un terreno de aproximadamente una hectárea: el primero para las personas, compuesto por el patio de acceso, las habitaciones, la capilla y la cantina, imprescindible en estos casos, la cocina, las bodegas y el despacho; el segundo espacio se destinó al ganado y lo componían el ruedo, los chiqueros, el embarcadero y los corrales; y finalmente, el último espacio fue para los caballos y se formó con dos caballerizas para machos y un amplio potrero con sombreadero para las yeguas y las crías. ¿Se puede encontrar una mejor manera de meter dinero a donde nunca se recuperará que comprar caballos? Difícilmente. Y por eso mismo, con la excusa de que son unos animales hermosos, nos encaballamos a velocidad de crucero. Para colmo Porfirio, el semental, un caballo tordillo que entonces tenía cinco años, resultó que además de hermoso era más prolífico que un conejo y echó al mundo, y siguió echando por mucho tiempo, una gran cantidad de potrillos, para alegría de todos menos de mi cuenta de cheques.

    Con los caballos llegaron, cómo no, las compras de arreos de todo tipo: monturas, frenos, cabezadas de distintos estilos, espuelas, zahones, fuetes, sombreros, botas, mantas, caronas, herraduras, herramientas para colocar las herraduras, chicharras y demás accesorios indispensables. Además, comprobé la certeza del dicho aquél de comer como caballo: las pacas de alfalfa, las de avena, los costales del alimento balanceado, las rejas de zanahorias, los medicamentos y las pastas desparasitantes se volvieron lugares comunes en nuestras conversaciones.

    Pero algo faltaba para completar el cuadro. No hay rancho que se precie que no cuente con un buen perro, y elegimos al sabueso de San Huberto, o bloodhound, que le llaman los americanos, con esa cara de tristeza que le dan sus mil arrugas, esas orejas que se pueden anudar por detrás de la cabeza, esos ojos gachos y ese aullido inconfundible, siempre incapaz de ladrar. Uno parecía poco. Se necesitaba la pareja, y bajo esa lógica estábamos cuando llegaron tres, dos hembras y un macho. El caso es que a los pocos meses las hembras habían parido a dieciocho cachorros que fuimos colocando entre amigos y despistados para al final quedarnos con siete y tomar una de las pocas decisiones económicamente inteligentes que se dieron alrededor del proyecto: se procedió sin misericordia a castrar a los machos, quienes a partir de ese momento llevaron una vida de querubines, consumiendo tan sólo sesenta kilos quincenales de alimento, más los pavos y gallinas que alcanzaban a escapar del gallinero. ¿No lo dije? También metimos guajolotes y gallinas, y pavorreales y coquenas y patos, que sufrían una mortandad alarmante bajo la presión de los sabuesos.

    Pero la construcción llegaba a su fin luego de dos años y medio, y aunque voy a reconocer que estaban inconclusas algunas obras que después se terminaron, comenzamos a pensar en dar una fiesta familiar para inaugurar el ruedo. No había tierras, ni ganado, pero en nuestra mente éramos ya colegas de la familia Miura (1). Pensamos en comprar un par de becerros de una ganadería cercana y fijamos la fecha para principios de octubre de 1999. Los animales fueron de Lebrija, que pastaba en La Laborcilla, uno de los ranchos más bonitos que conozco y que está en el municipio de El Marqués, en Querétaro, vecino y realmente muy cerca del cortijo. Me presenté por teléfono con Raúl Lebrija, quien gentilmente me dio fecha para ir a escogerlos. Ese día, Raúl nos mostró la camada de machos y elegimos a un becerro colorado que a ojo parecía no pesar más de doscientos kilos y a otro negro y mogón, que de antemano calificábamos como candidato a desecho. Por supuesto que entonces no teníamos cajones para el transporte, de modo que los recogimos en un camión llantero, la víspera de la fiesta, tres semanas después de haberlos escogido, y los becerros parecían haberse convertido en novillos. Vi palidecer a Carlos, quien los torearía, y no tuve éxito al tratar de convencerlo de que no estaban tan gordos como él creía, sino más bien comoditos. Al final le echó valor y salió con bien de la prueba, aunque el resultado ganadero no fue el esperado: el colorado, que se llamó Rompeplazas (2), resultó bravucón pero rajadito y salió defendiéndose desde el principio; mientras que el negro, en cambio, fue extraordinario, sobre todo por el lado izquierdo. Como era mogón y contrahecho le pusimos Jodidito y una placa de talavera en toriles lo recuerda. En resumen, un desecho de tienta y un desecho de cerrado. No muy buen inicio, que digamos, pero el paso estaba dado y de ahí en adelante no soltaríamos ya el anzuelo.

    Esa tarde, durante la comida y al calor de los caballitos de Cazadores, reconocimos nuestra ignorancia pero decidimos hacer otra prueba, esta vez con hembras traídas de alguna otra ganadería. Ahí mismo nos planteamos que buscaríamos un toro ante todo bravo, noble como segunda cualidad y fino de tipo como tercera. En ese orden calificaríamos en lo sucesivo. Brindamos por Victorino (3) y por la esperanza de dar un día una vuelta al ruedo en la Plaza México. Al anochecer, la vuelta al ruedo la estábamos dando en Sevilla (4), en plena Feria de Abril.

    Menuda trompa.

    (1)   La historia de la vacada de los Antonios y los Eduardos la inició el sombrerero sevillano don Juan Miura en 1849, con doscientas veinte vacas de Antonio Gil de Herrera, a las que se sumaron otros doscientos vientres de José Luis de Albareda, procedentes de los toros de Gallardo del Puerto de Santa María, más toda la ganadería de Cabrera y dos sementales de Saavedra con sangre de Vistahermosa. Después se añadirían un semental de Veragua y otro, Murciélago, de la ganadería navarra de Pérez de Laborda, regalado por Lagartijo al primer Antonio Miura. A poco comenzaría la leyenda negra: Jocinero, en 1862 y en Madrid, le partió de una cornada el corazón a Pepete; en 1875 y de nuevo en Madrid, Chocero le cortó la yugular al banderillero Llusio; en Málaga, en el año de 1877, Gorrete mandó a la enfermería a los picadores Badila y Agujetas, cogió al Espartero, hirió a Juan Molina, dio un varetazo a Lagartijo, propinó una cornada a Torerito y enfrontiló y derribó a Manene y a Mazzantini, todo eso después de haber matado a siete caballos; en 1894, Perdigón hirió mortalmente al Espartero, ocurriendo la tragedia nuevamente en la plaza madrileña; en 1900, en Barcelona, Receptor mató a Domingo del Campo Dominguín; en 1907, Agujeto le quitó la vida a Faustino Posada en la plaza de Sanlúcar; ese mismo año, en México, Matajaca, un toro de Tepeyahualco que era hijo de un semental de Miura, le dio una cornada mortal al fino diestro sevillano Antonio Montes; en 1947 y en Linares, Islero y una mala transfusión mataron a Manolete; dos semanas después, en la plaza portuguesa de Villaviciosa, el toro Sombreiro, de Estevao Oliveira, con encaste de Miura, mató a Carnicerito de México; y, finalmente, en 1989, otro toro de Miura, Pañolero, volteó a Nimeño II, dejándolo parapléjico. El diestro francés no pudo soportarlo y se quitó la vida a finales de 1991.

    (2)   Rompeplaza, en singular, marcada con el # 968, fue la becerra mulata de Miura que inauguró el tentadero nuevo de Zahariche el 2 de marzo de 1966. Le cupo el honor de ser tentada por Pepe Luis Vázquez, nada menos.

    (3)   Victorino Martín Andrés, el paleto de Galapagar, el antiseñorito que a priori descalificaban algunos, resultó ser un ganadero listo y echao palante. Fue el primero que cobró un millón de pesetas por una corrida de toros en Madrid, por encima de las ochocientas mil de los Miura o de las seiscientas mil de cualquier ganadería de los Domecq. Originalmente metido en el negocio de la carne, Victorino se quedó con los albaserradas de Escudero Calvo, más saltillos que ibarras, cárdenos y degolladitos, a los que bien pronto les dio fama de alimañas, vendiéndolos caros a un mercado que clamaba por el toro bravo y por una figura popular que surgiera de la nada, en clara oposición a la aristocracia ganadera de siempre. Genio del marketing, Victorino posicionó en los setentas y ochentas a los toros de Monteviejo en un sitio de privilegio, que mantienen con orgullo y rentabilidad hasta el día de hoy.

    (4)   La Maestranza de Sevilla se levanta majestuosa en el Paseo de Colón, frente al Guadalquivir. Fue diseñada en 1761 por el arquitecto Vicente San Martín y construida sobre el antiguo coso del Baratillo. Tiene una capacidad de 12,500 localidades y entre sus instalaciones se encuentra el Museo Maestrante y la capilla, con un retablo del escultor sevillano Pedro Roldán. Es la sede de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla y su afición tiene fama de ser la más seria y la más entendida de todo el mundo taurino, con silencios impresionantes cuando la cosa se está definiendo, y entregada como la que más cuando ya se ha definido para bien. En años recientes se ha impuesto más de la cuenta el toro mastodóntico y fuera de tipo.

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    No tiene la culpa el indio, sino quien lo hace compadre (1).

    Durante todo el período inaugural del cortijo contamos con la presencia y asesoría de un personaje que conocimos como el Niño de la Rosa, un tío golfo, sinta (2) auténtico, de los que incluía en sus crónicas Antonio Díaz-Cañabate cuando se refería a los taurinos que andaban siempre sin tabaco. El tal Niño era joven y valiente. No tan joven como para justificar su apodo y seguir ambicionando ser figura, y no tan valiente como para darle solidez a su ambición. Sin embargo, se vendía bien, cosía petos, rentaba capotes, forjaba puyas, andaba en el medio y era más listo que el hambre en eso de conseguir lo que hiciera falta, menos trabajo, ni lo permitiera Dios.

    Pero en el pecado nos llevamos la penitencia, pues habiendo reconocido nuestra total falta de tablas en esto de ser ganaderos, volvimos a caer en las redes del Niño cuando elegimos a las becerras del segundo evento, y así fuimos a parar al rancho de don Arturo Alvarado, en Hidalgo, cuyo hato estaba formado exclusivamente por reses de desecho, ejemplares puros del Agarradero (3), pepenados en el mercado paralelo del ganado bravo.

    Bonitas pintas sí tenían, las vacas. Las había cárdenas, berrendas y coloradas. La becerrada se veía flaca, por las secas, pero con el optimismo de siempre elegimos a cuatro que subimos alegremente al camión llantero para enfilar después al cortijo en un viaje de tres horas. Al Niño le pagamos lo convenido cuando se despidió, más un poco más que surgió de último momento, más un pequeño préstamo que necesitaba para proseguir con su carrera, más un dinerito adicional para pagar las casetas de regreso. Al préstamo nunca lo volvimos a ver. Al Niño sí, aunque cada vez menos. Algo fuimos aprendiendo.

    Las que escogimos eran becerritas de destete, de ocho a diez meses de edad: una negra, con los pitones del tamaño de las orejas; otra castaña, más chiquita; una mulata y peluda, que luego al crecer dio señales de morucha y otra más, la Blanquita, ensabanada. Así, pensamos, tendríamos pintas variadas, lo que seguramente llegaría a distinguirnos del rutinario negro que tiñe al campo bravo mexicano. Pero un mal presentimiento me invadió cuando, ya en las corraletas de Ojoazul, vimos a la Blanquita que se acercaba al comedero y paraba la trompita para que se la rascara Manuel Pájaro, mi encargado.

    Engordamos a las becerras unos meses y en mayo del 2000 se torearon, con los resultados previsibles: la negra de los pitoncitos no quiso embestir; la castaña lo hizo a regañadientes, aunque con buen estilo; la mulatita con cara de morucha estaba buena para un establo y la Blanquita paraba la trompa a cada cite, pensando quizá que el tipo de la muleta que tenía enfrente se la rascaría como Manuel cuando le daba de comer. Fue un desastre total, que nos sirvió solamente para conocer al Polaco, otro listo, tratante de carne de segunda de Tequisquiapan, que hacía su negocio comprando ganado de desecho. El apodo no le venía precisamente por su aspecto centroeuropeo, sino porque se llamaba Apolinar, aunque de eso no tuviéramos ninguno la culpa.

    El trato con el Polaco era sencillo. Cuando un ganadero desechaba, comenzaba el regateo:

    -   Te la llevas, Polaco.

    -   Ésta no, patrón. Está muy flaca y se me va a morir en el camino. Aún si llega, van a ser meses para engordarla.

    -   ¿Cómo flaca? Si está en doscientos cincuenta kilos.

    -   Ay, patrón, cómo es de exagerado. Le doy quinientos pesos.

    -   Dame mil.

    -   Setecientos cincuenta.

    -   Échala ya al camión, bandido. Nunca más voy a hacer trato contigo.

    -   Hasta la siguiente, patrón.

    -   Nunca más.

    A la siguiente, por supuesto, al Polaco era al primero al que se le llamaba.

    Para no dejar los corrales vacíos, le pedimos que se llevara dos y nos dejara a la castaña y a la Blanquita, que ya para entonces era como una mascota de mi hija. Además, durante la tienta huyó tanto la vaca que, dijimos, por lo menos se habrá aprendido las puertas. Tal vez si le poníamos un cencerro llegaría a servir de cabestra. Pero el Polaco arreó y, alegando confusión, dejó sólo a la castaña y se llevó a tres, incluyéndola.

    Desde luego, no sólo fueron el Niño y el Polaco los indios a quienes hicimos compadres, pues con el tiempo fueron apareciendo más, unos imprescindibles y otros impresentables, que poco a poco aprendimos a evitar: no faltó nunca el albañil que al primer descuido se escapaba del trabajo, o el traficante de forraje que metía pasto en las pacas de alfalfa, o el torerillo ladrón, o el vivales que quería abusar de cualquier modo de los ganaderos novatos, vendiendo gato por liebre. Para ser sincero, tampoco faltó nunca el amigo que desinteresadamente nos dio un buen consejo o nos permitió encontrar el atajo más corto.

    Unas por otras.

    (1)   El viejo dicho evolucionó a no tiene la culpa el Indio, sino quien ve sus películas, en referencia a la obra de Emilio el Indio Fernández, actor, director y productor en la época de oro del cine mexicano. Entre otros churros cinematográficos del Indio, en la cinta Soy puro mexicano,

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