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Siluetas en la niebla
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Libro electrónico383 páginas5 horas

Siluetas en la niebla

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Información de este libro electrónico

Mauro duda entre quedarse en el país o irse a perfeccionar su carrera en el exterior, y mientras eso sucede, él y sus amigos viven en una historia de amor y tragedia en la argentina violenta desde 1945 hasta bien entrada la democracia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ene 2024
ISBN9789878259154
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    Siluetas en la niebla - Raúl Oscar Simoncini

    Imagen de portada

    NOVELA

    SILUETAS EN LA NIEBLA

    NOVELA

    SILUETAS EN LA NIEBLA

    Raúl Simoncini

    Índice

    1.- Febrero 1984: Ubatuba, Brasil

    2.- 1983. Primavera y encuentro: parte I.

    3.- Verano de 1955: Verónica

    4.- Verano del 55, después de la fiesta:Rescate de María

    5.-febrero 1984: Ubatuba, Brasil

    6.- 1955 Otoño: Gusano

    7.- Junio de 1955: la Libertadora: el cañoneo al puerto.

    8.- Función en Pidgeon

    9.- Mayo 1984: Cerca de Mariscala, Lavalleja, Uruguay

    10.- Enero de 1959: Partir a Córdoba, el viaje

    11- Enero de 1959: Primeros tiempos en Córdoba

    12.- Verano de 1961: Juventud en flor Mariana

    13.- Junio de 1984: Búsqueda en Buenos Aires

    14.- Mayo, primeros días de 1969: Mariana y Rodolfo

    15.- 29 de mayo de 1969: el Cordobazo

    16.- Verano del 70: Amigos. Reunión en Buenos Aires

    17.- Julio 1984: Villarrica, Chile, triple crimen.

    18.- 29 de mayo de 1970: En la niebla

    19.- diciembre de 1975. Villa Esperanza

    20.- Enero de 1976: Miedo y decepción

    21.- Buenos Aires julio de 1984: El gordo en casa de Manuel Sirio

    22.- febrero de 1976: Acusado de traidor

    23.- marzo de 1976: Viaje a Mar del Plata

    24.- Marzo de 1976: Volver a la casona del bosque

    25.- Buenos Aires agosto de 1984: En la Superintendencia

    26.- 24 de marzo de 1976: El golpe

    27.- abril de 1976: Encuentro con Verónica en Córdoba

    28.- noviembre de 1978: El secuestro en el hospital

    29.- Julio de 1983: Encuentro con Verónica en Las Calandrias

    30.- Setiembre de 1983: Nostalgia.

    31.- Primavera y el encuentro, parte II: el horror

    32.- Setiembre de 1984: El atentado.

    33.- Mar del Plata otoño 1985: Las Cenizas y el Viejo Roble,

    Epílogo

    Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión en forma idéntica sin la autorización expresa del autor.

    Editado en 2022 por Ediciones Libella - Editora Natalia Alterman

    natalia@naediciones.com.ar

    © 2022, Raúl Simoncini

    Hecho el depósito que marca la ley 11.723

    Primera edición en formato digital: marzo de 2023

    Versión: 1.0

    Digitalización: Proyecto 451

    Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas

    David Copperfield

    Charles Dickens

    1.- Febrero 1984: Ubatuba, Brasil

    La noticia había aparecido en letras diminutas y sin resaltar en una de las últimas páginas del diario El Visionario.

    El relato era breve: En las inmediaciones de la localidad de Ubatuba, Brasil, en una vivienda de la rúa 25 vecina a la playa, fue encontrado sin vida una persona de 63 años, con un impacto de arma de fuego en la frente; las autoridades policiales locales investigan el hecho. Se trataría de Gustavo Martínez, ex miembro de la Policía Federal Argentina.

    — Manuel… ¿Viste esto?

    —Lo vi, Pelusa; y llamé al jefe de redacción para que me diera más detalles, pero no sabe mucho más; dijo que le solicitaron de arriba que minimizara la noticia, hasta que avance la investigación, por ser un caso delicado y estar involucrado un ex oficial de rango.

    —¿Este es Querubín Martínez, uno de los que buscabas?

    —Sí, es él; uno de los siete, una pieza más del rompecabezas; salgo para San Pablo hoy a la tarde, voy a ver qué puedo obtener.

    —¿Cómo sabes que fueron siete?

    —Es lo que denunciaron las víctimas, salió en todos los diarios, y gracias al identikit se pudo averiguar quiénes eran.

    —¿La familia aclaró algo, agregó algo más?

    —No hubo forma de que me otorgaran una entrevista, no sé porque, me parece que están llenos de dolor y de secretos, aunque hay algo más allí que quiero descubrir. Por ahora no sé más que eso, así que me voy con lo que tengo.

    —¿Ya tenés el pasaje, Manuel?

    —Tengo todo.

    —Pero el diario en este caso no te va a cubrir los gastos. ¿Cómo lo pagaste?

    —Mejor no preguntes, nuevamente magia financiera como todo en mi vida. Si se trata realmente del Querubín van a querer tapar todo; tengo que llegar antes que eso suceda.

    —¿Te espera alguien, tenés algún contacto?

    —¿En Ubatuba? No; apenas sí sé dónde queda; sé que es una localidad en la playa, cerca de San Pablo; me voy a arreglar estando allí, siempre sucede algo que ayuda.

    —Este caso parece como calcado al del viejo Mariano Castellón, otro ex que balearon de la misma manera en Paraguay hace un par de semanas.

    —Sí que lo es, y está vinculado. Escuchame, loco, yo dejo acá todo muy desordenado, pero cuando vuelva lo arreglo, ¿me podés prestar unos mangos?

    —Algo tengo…; pero Manuel… yo te diría que dejes esta investigación periodística; me huele muy feo esto, estos tipos son pesados de verdad y si a este tío le dieron el pase libre es porque algo anda mal, o entre ellos o con ellos, y en ese caso es mejor no estar en el medio.

    —No te inquietes, Pelusa, me voy a cuidar; pero sé que no se ganan premios detrás de un escritorio; y además… ¿Qué puedo perder?, no puedo estar peor de lo que estoy. Es lo único serio e interesante en mi profesión que estoy haciendo ahora.

    Al promediar la tarde de ese mismo día, Manuel Sirio ya estaba en el vuelo de TAM, con destino a San Pablo. Había dormido poco la noche anterior, y el avión se había sacudido demasiado en el trayecto de Ezeiza a San Pablo. Al llegar el calor agobiante y la humedad terminaron de hacer su tarea de aniquilamiento. Alquiló un pequeño auto en el aeropuerto de Guarulhos en San Pablo, para trasladarse a Ubatuba, distante a 220 kilómetros, y poder allí moverse con tranquilidad; pensaba llegar a la localidad al anochecer y descansar unas horas antes de ponerse a trabajar. En la mañana siguiente muy temprano se presentó en la policía local para averiguar el domicilio de la casa del suceso y se dirigió hacia ella.

    La casa era pequeña y discreta, de un moderno estilo minimalista, adornada con piedras de color blanco y marrón, rodeada de árboles pequeños y un sencillo y coqueto jardín al frente. No daba idea de ostentación; estaba bien ubicada, algo disimulada, y desde la vereda se podría divisar la playa cercana, a pesar del frondoso bosque tropical. El precinto amarillo y un policía de color custodiando la entrada indicaban los límites fijados por las autoridades locales. A pesar de varios intentos enseñando su credencial de periodista no había podido ingresar y ya comenzaba a desalentarse cuando llegaron dos hombres de civil que mostraron sus credenciales y accedieron inmediatamente a la casa.

    —¡Ey, comisario Cardozo!

    Uno de los hombres, el más alto, algo encorvado, enfundado en un traje azul se dio vuelta y se señaló a sí mismo con el pulgar en señal de pregunta.

    —Sí, sí, a usted; tiene que recordarme; soy Manuel Sirio, como la estrella, del Visionario de Buenos Aires.

    —Disculpe, no lo tengo presente.

    —¿No es usted Javier Cardozo? Estuve con usted en Paraguay, en Asunción, ¿recuerda?, por el caso Castellón.

    —Ahora sí… Tiene razón, ahora me acuerdo; claro que sí.

    —Qué alivio, ya estaba dando por perdida la mañana; ¿puedo acompañarlo?

    —Me acuerdo que me hizo quedar como un idiota con uno de sus ridículos artículos.

    —Vamos, comisario, solo describí lo que vi, y lo poco que me permitió conocer la mezquindad policial; y lo que relaté, a mi juicio está muy lejos de ser lo que usted interpreta como hacerlo quedar mal; francamente con tan pobre información tuve que deducir. Deme más elementos y lo haré quedar como un Hércules Poirot. ¡Por favor! ¡Déjeme pasar!

    El comisario se quedó mirando un instante a Manuel Sirio.

    —Lo dejo pasar pero debe quedarse callado, a un costado de los demás sin meter la nariz en cualquier parte. También me acuerdo de que usted es como las polillas, querido.

    —Agradecido por la comparación; pero no se preocupe, no lo voy a hacer quedar mal.

    La casa estaba oscura y con las ventanas cerradas, la puerta de acceso, rústica pero moderna no lucía violentada; había un gran desorden en el interior; en el piso del pequeño living había cajones de muebles mezclados con libros, papeles, cuadros y hasta trozos de mampostería arrancados de algún lado; una gran mancha rojo amarronado cubría parte de la alfombra y se extendía hacia una puerta que daba a la cocina. En la pared posterior, y en un marco de madera, se destacaban dos impactos de bala individualizados mediante círculos trazados con tinta roja. Sobre una mesa ratona había sobrevivido un adorno de cristal con forma de cenicero, que tenía una hoja de árbol en su interior que atrajo la atención de Manuel Sirio, y se la quedó observando detenidamente. En el resto de la casa no encontraron más elementos.

    El hombre que los acompañaba relataba algo en un portugués cerrado que Cardozo parecía entender. Luego de un recorrido minucioso por los pocos ambientes de la vivienda y el patio salieron a la calle; el comisario Cardozo sacó un cigarrillo de una cigarrera plateada; lo encendió con un viejo chispero, y se quedó observando la casa.

    —Seguro que son Clifton… o Saratoga.

    —¿Qué dice, Sirio?

    —Nada, comisario; es que la cigarrera parece haber salido de la máquina del tiempo y los Clifton seguramente estarían cómodos allí.

    —Fumé Saratoga de joven, ya no se consiguen ¿pero qué tiene de malo? ¿Tan antiguo me ve?

    —Y el encendedor me hace acordar a los viejos carusita; lo conozco porque vi uno en un museo.

    —Es un carusita; lo cuido como si fuera una joya, fue un regalo; y no voy a contestar su última observación.

    —¿Me puede hacer algún comentario, Cardozo?

    —Solo si no lo publica.

    —¿Y para qué sirve entonces, me lo tengo que meter en el…?

    —No sea grosero; es el trato, lo toma o lo deja; más adelante lo podrá publicar, cuando se levante el secreto sumarial.

    Manuel asintió con cara de descontento.

    El comisario lentamente comenzó un comentario —Hacía poco tiempo que este hombre vivía acá, no tuvo mucho tiempo para gozar los beneficios de su retiro. La policía local y los investigadores no tienen datos, no hay huella de ninguna naturaleza,tampoco señales de ingreso violento, ni en la vivienda ni alrededor de la casa; los vecinos no registraron nada anormal y no se sintió ruido de disparo alguno. Evidentemente actuaron muy profesionalmente.

    —¿Sabe que buscaban?, por el desorden digo, parece que hubieran buscado algo con mucho entusiasmo.

    —Vaya a saber, dinero, drogas… quizás.

    —Algún documento también podría ser. ¿Sabe a qué hora lo mataron?

    —Como a las doce del mediodía; ¿por qué?

    —Son las once y la calle está llena de gente que sale de los hoteles o va a la playa, ¿fíjese?; ¿y nadie vio ni oyó nada?

    —Pero mire usted. ¿Me está dando clases, Sirio? ¿A lo mejor llegaron con una gran comitiva en autos negros, vestidos de negro, con anteojos negros, armas negras en la mano; colocaron un cartel en la puerta hoy gran asesinato gran, aquí y fregaron al tipo.

    —No, comisario, no se ofenda; sé que hay métodos discretos, solo estaba pensando en voz alta; es que estoy intentando buscar elementos de una historia que comienza a tomar forma. ¿Se podrá ver el cadáver?

    —Ya lo vi, es un cadáver como cualquiera, no tiene nada especial.

    —Claro, aparte de algún agujero en la cabeza, nada anormal. Querría verlo; compararlo con las fotos de archivos que tengo.

    —Eso ni se le ocurra, es tarea policial y ya ha sido hecha.

    —¿Por qué lo mataron, comisario?

    —Eso es reservado.

    —¿Reservado?...me parece que no sabe. ¿Se fijó en una cosa?

    —Dígame.

    —En la mesa de luz había una hoja de roble, grande, más bien enorme diría y rojiza.

    —¿Qué tiene de raro?

    —No sé mucho de robles, ¿hay robles por acá y de ese tipo?, no veo ninguno, ¿de dónde caería?; además estamos en verano, por el color digo.

    Cardozo le hizo un comentario a su acompañante, que hizo una llamada telefónica y luego le comentó algo al oído.

    —Dicen que la hoja estaba en el pecho del cadáver cuando llegaron, que no le dieron importancia, y la habían colocado en un cenicero o algo así.

    —¿La dejaron? ¿Así nomás? Mire usted qué minuciosos; no deberían haberla puesto en una bolsita para su examen posterior o algo parecido.

    —No sé porque no lo hicieron… Tal vez no quieran investigar demasiado. ¿Y qué le dice eso, Sherlock? —dijo el comisario mientras se sacudía algo que había caído en su hombro.

    —¿Recuerda que en el caso Castellón, comisario…?

    —Pájaro de mierda… —musitó—, perdón. ¿Tenía también una hoja similar?

    —Había una en un recipiente de cristal tallado; parecida a esta.

    —A lo mejor son una banda de traficantes de hojas de roble.

    —No podemos tener esta conversación; es un insulto a mi inteligencia; podría guardarme el dato, pero lo estoy compartiendo con usted… Vamos; usted es muy vivo, no se pierde detalle.

    —De verdad que no le di importancia, no recordaba haberla visto en el Paraguay.

    —Porque no la pide y la conserva, comisario, o me la da a mí… quién sabe, total ya que no le dan importancia… digo.

    Manuel Sirio observaba detenidamente al comisario Cardozo; tenía las mejores referencias de él; serio, inteligente y muy astuto; y estaba tratando de percibir si estaba siendo sincero o trataba de alejarlo de las evidencias.

    —Usted es un hombre razonable, Cardozo, consígame un pase para ver el cadáver, le prometo que le voy a mostrar previamente todo lo que escriba para que lo apruebe.

    —¿Qué tiene usted?, ¿necrofilia?; ¿de qué le puede servir ver el cadáver a un periodista?

    —Comisario… para un periodista minucioso es fundamental; siempre se recogen cosas interesantes, en el cadáver o alrededor de él.

    —Voy a ver qué puedo hacer. Otra condición le voy a poner.

    —¿Qué condición, jefe?

    —Que sepa lo que sepa me lo cuenta, porque yo sé que va a meter las narices en cualquier parte para obtener datos.

    —Eh, pero eso es injusto.

    —Yo podría hacer lo mismo.

    —¿Seguro?... Bueno; eso cambia las cosas. De acuerdo, no estoy en posición de discutir.

    —Claro que no, no tiene permiso de periodista acá, así que…

    —Una palabra suya y me mandan detrás del alambrado, lo sé.

    —¿Es hombre de palabra, Sirio?

    —¿La verdad, la verdad?, no… bueno, sí…

    —Me imaginé, tendré que pensar en eso; pero en vista de mi buena fe le voy a adelantar algo.

    —¿Sí? Dígame.

    —Este hombre perteneció a la Policía Federal hasta 1973; ese año se incorporó al Ministerio de Bienestar Social en la época de López Rega y se sospecha que integró la AAA y después las fuerzas de tareas de los militares; integraba una banda famosa liderada por un personaje extraño que llamaban el gordo; estuvo metido en muchos casos de crímenes y de secuestros, tiene muchas denuncias pero nada comprobado.

    A Manuel no le había dicho nada nuevo, pero eso confirmaba que se trataba de la misma persona cuyo paradero estaba buscando hacía meses.

    —No me está diciendo nada novedoso, jefe.

    —Es lo que hay y no joda más.

    —Del crimen de Mar del Plata y del rapto de la pequeña Laura, ¿tampoco sabe nada?

    —Estos mataron a mucha gente y se llevaron a muchos pibes. ¿Por qué le interesa tanto este caso?; ¿anda en busca de algún premio?

    —Usted sabe de qué le hablo.

    2.- 1983. Primavera y encuentro: parte I.

    Ricardo se había esmerado en preparar la vieja casona; estaba orgulloso de ella, de ser su nuevo dueño, y además de que fuera un recuerdo de los años de juventud. Le había dado un toque artístico al inmenso living, redistribuyendo antiguos cuadros de familia, con nuevos adornos y flores, y había seleccionado cuidadosamente algunas melodías de las grandes bandas de los años cuarenta.

    Afuera, el gran estanque estaba rebosante de coloridos nenúfares, y los tritones resplandecientes en su blancura vertían incesantemente agua de sus trompetas de caracolas. Las hortensias, narcisos, bellas celestinas, lobelias y jazmines enmarcando los árboles engalanaban el paseo hasta donde estaban las hamacas y reposeras, recién pintadas y con sus nuevos y coloridos cojines. Al fondo los grandes aromos que habían estallado en ramilletes amarillos acompañaban el arroyo en todo su trayecto hasta el bosque.

    Estela había llegado de Estados Unidos esa mañana y Soledad en horas de la tarde desde Costa de Marfil; avanzada la tarde, Marcos y Fernando llegaron de Buenos Aires, Adriana y Beto lo hicieron de Córdoba. Todos los viajeros se habían alojado en la casona.

    Mauro llegó a la velada con Verónica, Juan y María, que traía de la mano a Laura. La melancólica melodía de Collar de Perlas lo hizo quedarse en silencio, y retroceder en el tiempo un instante, luego se dirigió al centro del living. Los invitados se habían reunido frente a la chimenea en animada conversación, y los troncos encendidos emitían una luz tenue que permitía ver las siluetas parpadeantes y los rostros animados y expectantes.

    —No se conocían físicamente; hasta hoy —dijo Mauro elevando la voz progresivamente y señalándolos a todos con la mano—, pero a todos les hablé de todos muchas veces, tanto, que de alguna manera son amigos entre sí; y al menos en mi cabeza siempre están todos juntos, y lo estarán toda la vida: Estela, Soledad, Adriana, Francisco, Diego, Marcos, Fernando y Beto, que deben andar por ahí, Ricardo: el dueño de casa…

    Ricardo se acomodó el saco, y ajustó teatralmente la vieja corbata con la imagen pintada de Luis Armstrong, ajada y descascarándose; Mauro sonrió al darse cuenta del detalle.

    —Verónica, Juan, María y… Laura —Comentó Soledad anticipándose a Mauro, indicando que se estaba familiarizando.

    —No te olvides de Virginia, novia de Ricardo —comentó Verónica.

    María se acercó a Ricardo que descorchaba una botella de vino.

    —¿Dónde están Fernando y Beto?

    —¿Dónde se te ocurre que pueden estar?

    Fernando asomó su cabeza detrás del bar y levantó la mano para dar indicar su presencia.

    —¿Tenes ron blanco acá, Ricardo?

    —Ron tengo de todos los colores, ya te busco… ¿Estás por preparar algo especial?

    —Algo especial si… Le voy a preparar mi nuevo trago Mefisto para Beto, nuevo amigo cordobés, que dice que le gustan las bebidas con personalidad. Le voy a agregar ron para suavizarlo un poco.

    —Le agregas ron para suavizarlo; ¿qué es?, ¿un cocktail Molotov?; Virginia te va a ayudar a encontrarlo.

    Beto gritó algo para dar a conocer donde estaba, desde el otro lado del salón que formaba ángulo con el principal, absorto en un cuadro oscurecido por el tiempo, con una escena familiar, mientras tocaba una melodía en un piano de cola.

    —Es un viejo cuadro de mi familia, Beto, abuelos, tíos, y esa chiquitita soy yo… No sé por qué lo dejaría Ricardo —dijo Verónica acercándose.

    —¿Esta casona era de tu familia, Verónica?

    —Sí, así es, ahora le pertenece a Ricardo… pero está llena de pequeñas historias de todos nosotros… Qué bella melodía…

    —Debussy, la aprendí cuando todavía aprendía cosas en mi adolescencia, antes de la rebeldía...

    —Me parece que te requieren en el bar muchacho.

    —Así es… ahora voy en búsqueda de mi trago personal.

    Virginia se acercó rápidamente al bar; Fernando y Beto siguieron arrobados al sensual movimiento de aquella curvilínea criatura al ponerse de rodillas, se inclinaron simultáneamente para verla extraer la botella, y hacerles una sutil sonrisa. Ricardo se había acercado por detrás de ellos que permanecían hipnotizados observando a la figura que se alejaba contorneándose.

    —Si tienen algún reclamo háganmelo saber.

    Fernando se pasó la mano por el pecho y se volvió con una mueca a Ricardo que lo observaba sonriente.

    —Gracias, Ricardo; creo que la bebida está bien.

    Francisco se acercó a Mauro y mirando a Soledad, y le dijo algo al oído que fue advertido por ella.

    —¿Soledad?; sí, está sin compañía; qué raro que te fijes en alguien, solterón; pero ¿tenés en cuenta un pequeño inconveniente?

    —¿Cuál inconveniente?

    —Es monja.

    Se hizo un silencio mientras Mauro esperaba la reacción de Francisco.

    —¿Me estás jodiendo? Como chiste está muy bueno.

    —Te conté de ella, estuvo conmigo en Villa Esperanza y ahora está en África; veo que no me has escuchado.

    —Sí que me estás jodiendo, me habías contado de ella, pero nunca mencionaste que fuera monja

    —Pero si te conté eso, Francisco.

    —¿Y qué hace en tu fiesta de cumpleaños?

    —Es mi amiga.

    —Pero es hermosa, cómo puede ser monja una mina que está tan buena.

    —Es verdad, Dios lo quiere, qué se va a hacer; pero bueno,andá a charlar con ella. Soledad es una mina espectacular; aunque cuidado que tiene algunos demonios adentro.

    —¿Y la morocha de ojos grandes que está al lado?

    —Estela es médica; también fue compañera mía en Villa Esperanza; ahora está haciendo un postgrado en Estados Unidos.

    Marcos se acercó a María que se había sentado con una copa de vino blanco en un costado del salón, y permanecía callada y taciturna.

    —¿Cómo estás, Mary?

    —Bien, Marcos; o mejor dicho de la mejor manera que puedo estar.

    —¿Cómo te trataron?

    —Vos sabes.

    —¿Te golpearon?

    —¿Golpearme?; los golpes solo dejan heridas.

    —¿Qué querés decir?

    —Tus camaradas son buenos para la tortura; muy buenos.

    —¿Qué te hicieron?

    —¿Qué no me hicieron?; enfermos de mierda.

    —Ya pasó, María; dale gracias a Dios que te encontramos.

    —¿Te va a costar esto de haberme liberado, Marcos?

    —Un par de interrogatorios de los superiores; miradas sobradoras; hasta ahora eso; o me darán la baja, o me secuestrarán. Esa es la gama de posibilidades. En fin… ¿En qué andabas, María?

    —¿No estás seguro eh?

    —Solo quiero saber; soy tu amigo, pero también soy un milico de la represión.

    —No te hagas el cínico conmigo, no te va ese papel. ¿Ir a la villa es subversivo?

    —Bueno, todo depende de lo que hagas allí; también habrás ido a alguna reunión, habrás dicho alguna pavada.

    —Por supuesto: me la pasé puteando con todo y contra todos.

    —Es una guerra María.

    —¿Guerra? Y cuál es el otro bando; ¿pibes y mujeres?

    —Esos ponen bombas y matan gente como cualquiera, adoctrinados por otros gallos de espolón duro, que ahora se han mandado a mudar.

    —Por favor, querido.

    —¿Pero qué te crees?, ¿Que se iban a hacer los románticos eliminando milicos y que nadie les iba a salir al cruce?

    —¿Te voy a hacer una pregunta? ¿Por qué caen siempre los perejiles?

    —No todos eran perejiles, Mary.

    —¿Cuántos líderes agarraron, y cuántos perejiles sobre los treinta mil que desaparecieron?

    —¿Treinta mil?, ¿qué treinta mil?... Si hubiéramos borrado treinta mil significaría que tendrían un ejército de al menos cien mil… Y habríamos perdido la guerra sin duda. Pero sí, muchos; y agarramos a los perejiles porque a los tomates se les frunció el orto y se mandaron a mudar… con la guita de los secuestros, luego de cantar y traicionar a sus amigos… a Cuba.

    —Eso es falso… Eliminaron muchísima gente que no tenía nada que ver, y torturaron de manera brutal a miles de personas; vamos, Marcos; para eso inventaron una guerra.

    —¿Qué decís?

    —Inventaron una guerra para eliminar a una generación molesta, que solo quería un país mejor.

    —Seguro; un hermoso y habitable país como Rusia, China, o como Cuba. ¿Qué tan bien viven la libertad allí?

    —Sos igual a tus camaradas, Marcos, demasiado simplista; mejor no hablemos más, para ustedes los que no piensan igual son subversivos y guerrilleros.

    —No me contestaste, María.

    —¿Qué tiene de malo Cuba?

    —Ahora sí me contestaste.

    —Si los invitados gustan acercarse, les prometo que van a disfrutar de estos exquisitos manjares cocinados por mí mismo —dijo Ricardo con una enorme sonrisa en la boca.

    Se fueron sentando alrededor de una gran mesa rodeada de sillas tapizadas en cuero y finamente labradas; iluminada por una enorme araña de caireles de cristal que distribuían la luz como un calidoscopio, mientras Ricardo comenzaba a destapar tres ollas relucientes, con grandes asas finamente labradas.

    —Dios nos ayude —dijo Fernando mientras se sentaba y le guiñaba un ojo a Mauro.

    Dios nos ayude, te voy a dar… Fernando. Mejor vení, sentate acá al lado de las chicas, no las andes toqueteando, y ponete la servilleta para que no te ensucies ¿eh?. En aquella mesa hay fiambres y bebidas, sírvanse lo que gusten; y luego, serviré bitoks de cordero con legumbres; para quien no le guste el cordero, en esta otra boeuf a la bourguignone, y en esta tercera pato a la naranja; obviamente tienen tres selecciones de vino tinto, y tres de blanco.

    —Dios nos ayude a regresar después quise decir, susceptible amigo mío.

    —¿Es verdad que sos monja, Soledad?

    Soledad levantó la cabeza para individualizar a quien había hecho la pregunta. Virginia se había arqueado para dirigirse hacia la otra punta de la mesa donde estaba Soledad.

    —Acá, Soledad.

    —Soy Monja Adriana; ¿por qué te extraña?

    —No sé; te veo tan joven, bonita.

    —Es mi vocación y estoy feliz de poder seguirla.

    —Y yo que estaba pensando o soñando que Soledad abandonaría los hábitos al conocerme —dijo Fernando en voz baja pero que se oyó nítida cuando los demás hacían silencio.

    —Suenan interesantes tus sueños, Fernando; aunque no creo que puedas con tu rival por ahora.

    —¿Te refieres a Dios?, claro que no, qué va.

    Soledad sonrió ligeramente.

    —¿Qué le viste al Señor, Sole? —insistió Fernando.

    —A ver… No es celoso; no controla mis gastos, con quien salgo o la hora que salgo, lo que me pongo, no cuestiona a mis amigos —Soledad respondía con soltura enumerando con los dedos mientras observaba de costado a Mauro que había captado el mensaje.

    Ricardo se levantó en un momento determinado, golpeó su copa con un cuchillo, que sonó límpida e intensa, interrumpiendo el murmullo.

    —Querido Mauro, quiero decirte feliz 43 años en este brindis inicial. Estoy muy feliz también de conocer a tus amigos, que como nosotros formaron también parte de

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